Explicarse una sombra

Hoy hace un año que murió mi padre.

Siempre que escribo esto pienso en la primera línea de El extranjero, de Camus.

Hace un par de días surfeaba en la red y encontré una frase de Kipling que rescata Svetlana Alexeiev. La frase en cuestión —que traducida queda: “Si alguien pregunta por qué morimos, di que fue porque nuestros padres mintieron”—, es citada por la escritora bielorrusa para referir cómo los padres les mienten a sus hijos cuando viven bajo sociedades totalitarias. Explicar es siempre mentir bajo el comunismo, es falsear siempre.

Entiendo que es una manera de hurgar en los modos de trasmisión de ideologías que tienen estas sociedades, que van del Estado a nuestros padres y de estos a nosotros. Esto es esquemático, pero es real.

Parte de nuestras agonías cubanas tienen que ver con la manera en la que nuestros padres vivieron aquello y cómo nos lo contaron, cómo lo trasladaron a nosotros.

Hay una diferencia esencial entre el mentir católico y el mentir político.

Yo no puedo, sin embargo, decir que mi padre me mintiera. No es ese el tipo de reproche que le haría, si es que le haría alguno. Uno siempre tiene algo que reprochar a los padres, eso es vivir, matar a papá, chuparle los pechos a mamá hasta verla agotarse.

Por ejemplo, la religión. Mi padre fue católico cuando las iglesias estaban vacías. De modo que había una moralidad bien definida, los sábados nocturnos se iba a misa y los domingos nos visitaba el cura a la hora del almuerzo. No se decían malas palabras, no se robaba, tampoco se mentía, aunque esto último estaba en el aire. Hay una diferencia esencial entre el mentir católico y el mentir político. No dices “me estoy acostando con mi novia” aunque lo haces, pero debes jurar que morirías por la patria y el líder, aunque aún no tengas ni idea sobre qué es mentir. De eso se trata en un régimen totalitario que venera a un líder. Creo que mi padre nunca robó.

Una tarde le dije que no iría más ni a misa ni a catecismos y se lo tomó con normalidad. Debe haber comprendido que hay adolescencias todavía más inquietas y que en el fondo mi formación era responsabilidad del Estado tanto como de él. Culpabilidad repartida, dolor a medias. Estaba entonces esa cosa, la política.

Mi padre era obrero de una imprenta. Y su padre, mi abuelo, había sido fusilado por el ejército de Batista. Cómo congeniaba su condición religiosa con sus deberes obreros en un pueblo pequeño —llegó a ser administrador de aquella imprenta municipal— es algo que a veces se me torna enigmático. Mi padre participó como delegado en el Encuentro Nacional Eclesial de 1986 en La Habana, pero poco me habló de eso.

Hay una escena que recuerdo de niño en una casa en construcción, mi padre me habla sobre cómo una vez visitó a mi abuelo en la cárcel del pueblo.

No lo recuerdo sumido en fervores políticos. Creo que ejerció una influencia indirecta en mí en ese sentido. Pero tampoco creo que era necesario ejercer tanta influencia sobre los hijos cuando el Estado ponía gran empeño, esfuerzo y recursos en la tarea. Están esos padres que hablan poco y esperan que el mundo se encargue de enseñarles cosas a los hijos. Pero qué puede decirle un padre a un hijo adolescente sobre esos temas, me pregunto.

“No pueden sustraerse a una educación de rigor”, escribe Pedro Marqués de Armas en Óbitos. Un padre siempre tomará las debidas precauciones: la vida de su hijo puede tornarse desastrosa desde temprano bajo un régimen como aquel, nadie deberá culparlo por ello, nadie deberá equivocar el target.

Yo recuerdo algunos reproches sobre cuestiones de moda: mi padre era opuesto, por ejemplo, a los jeans. Al respecto es casi todo lo que recuerdo de los años 80. En una sociedad tan cerrada, todo lo que oliera a extranjero —lo extranjero era lo yankee, entiéndase, y teníamos familia en Miami— se tenía por pernicioso, así pensaba mi padre. Era una familia partida en dos. Mi madre también recordaba a veces que no pudo irse, sacarnos, en 1980. Tu padre no quiso, me decía a veces. Debo habérselo recordado en sueños, nunca le dije nada sobre el tema, nunca le pregunté nada de eso a mi padre. Hay una escena que recuerdo de niño en una casa en construcción, mi padre me habla sobre cómo una vez visitó a mi abuelo en la cárcel del pueblo. “No te preocupes, hijo”, me dijo que le decía mi abuelo detrás de la reja. También contaba cómo lo fusilaron después.

Para hablar de los padres hay que exiliarse de ellos.

Pero hubo un parteaguas que no puedo precisar si fue en 1992, puede ser ese año. Habíamos dejado el pueblo para irnos a vivir a la ciudad y entre mi hermano y yo le sacamos su descontento con el régimen. Ahí ya no hubo oportunidad de mentir, quién que no fuera un comandante o un general podía mentir en Cuba en 1992. Si hay la posibilidad de largarnos de aquí, ¿te irías con nosotros? Entonces supimos que mi padre era ya otro, pero no se nos ocurrió reprocharle que nos hubiera mentido, ni siquiera que no nos hubiera sacado cuando el Mariel. Los años 90 fueron la misma agonía para todos. Mi hermano se fue en balsa, yo me hice periodista y publiqué libros de poesía. Mi padre enfermó de los riñones y vivió dieciséis años conectado a una máquina de hemodiálisis.

Me parece que uno reescribe siempre a Manrique cuando habla de los padres. Yo comencé estas líneas recordando El extranjero, de Camus, que habla de la madre. Estaba pensando citar alguna novela sobre padres, quedaría bien. La última que leí fue Plataforma, de Michel Houellebecq, y poco antes había ojeado la de Patricio Pron, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia. Pero cada cual tiene su historia con sus padres y la cuenta como fue o como pudo ser o como uno la interpreta y quiere contarla. Para hablar de los padres hay que exiliarse de ellos.

Mi padre tenía 16 años en 1959. Fue todo lo que le dejaron ser.





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