La grandísima culpa

Escribí un post en Facebook y me largaron un par de comentarios bien expresivos. Lo asombroso es que ninguno de los dos tenía que ver con el texto, sino con un video que un amigo había colgado un día antes.

Este amigo asistió a una especie de homenaje dedicado a un opositor cubano de visita en Miami. Yo miraba la transmisión en vivo (en Facebook Live) picado por la curiosidad. De improviso, alguien pidió la palabra y dijo: “Lo que le pasa al pueblo cubano es culpa del pueblo cubano”. Entonces —maravilla de la tecnología— descubrí que podía interactuar con el disertante. Le pregunté qué hacer, si la solución pasaba por castigar al pueblo…

El post en cuestión era este:

Conocí a un hijo de esclavos. Yo había leído Biografía de un cimarrón (después le podaron el título y en ediciones posteriores se llamaba simplemente Cimarrón). El caso es que me quedé muy impresionado con la lectura y casi no podía creer que yo tuviera el privilegio de conocer a un descendiente de esclavos…

La historia es simple (como todas las historias reales). Sus padres fueron esclavos de los padres de la esposa de uno de mis tíos. Cuando abolieron la esclavitud en la Isla, decidieron quedarse en la finca y seguir trabajando para sus antiguos dueños. No sé si les pagaban un salario o si la retribución se limitaba a un lugar donde comer y dormir. En esas condiciones nació Faustino. Lo conocí de viejo y le decía “niña” a mi tía política.

Faustino trabajaba en el campo, atendía los animales. Era muy anciano. Me pregunto si recordaba que sus padres habían sido esclavos. Me pregunto si la palabra esclavitud tenía para él algún sentido…

Un día Faustino se perdió. No recuerdo los detalles (yo era adolescente). El asunto es que se extravió y no pudo hallar el camino de regreso a casa. Lo encontraron muerto… O a punto de morir, no tiene importancia. 

Mis tíos murieron después y el hijo de mi tío. Todos se mueren. Algunos sin saber que sus padres fueron esclavos, que ellos mismos nacieron en la esclavitud (aunque los amos repitan todo el tiempo lo contrario).

Cuba es como la finca de los padres de la esposa de mi tío: sobran hijos de esclavos extraviados.

Me quedé pensando en el video (y su presunta relación con el post). A los padres de Faustino los trajeron de África (tal vez a los abuelos). Algún traficante sin escrúpulos los fue a buscar hasta su selva o, más fácil, los compró al jefe de la tribu: un déspota (como todos los jefes de tribu) deslumbrado por lentejuelas y espejitos (como todos los jefes de tribu). ¿Por qué habría de pararse alguien y culpar al infeliz de algo?

Lo repiten todo el tiempo en las redes sociales. Lo que le pasa al pueblo cubano es culpa del pueblo cubano. Las masas primitivas, manipulables, ignorantes. Me resulta un misterio ese abismo que al parecer se interpone entre el comentarista y la “masa” (a la que atribuye semejantes epítetos). Quien ejerce su derecho a opinar queda exento, como por arte de magia, de cualquier responsabilidad. A él no hay quien lo engañe: siempre supo que el tirano era un tirano y escapó del absolutismo porque enseguida se dio cuenta de que el propio pueblo procedía a colocarse las cadenas. Faltos de visión, los pobres.

Culpable o no culpable: he ahí la clave del dilema. Funciona, tal vez, como mecanismo de defensa. Como inyección de epinefrina para el alérgico severo (por cierto, la farmacéutica que la produce acaba de anunciar un incremento de los precios en cerca del 400 por ciento).

Será que nuestra vocación inquisitorial es genética y alzar el dedo acusador forma parte de nuestra idiosincrasia. Será que lo aprendimos en las asambleas de moral comunista, donde pedir la palabra y delatar a un amigo era prueba inefable de combatividad.

A estas alturas creo cualquier cosa. Lo cierto es que las redes sociales operan como tribuna pública, donde los Torquemada criollos dan rienda suelta a sus peores instintos. Nadie se salva.

Sin embargo, lo asombroso no es que rivales ideológicos se disparen entre sí —de una orilla a otra—, sino que banderías en apariencia opuestas se pongan de acuerdo de manera tácita para acusar a la gente de sus calamidades mutuas.

El absurdo cobra tintes de paradoja allí donde rabiosos detractores del pueblo (ese monstruo escurridizo) alzan su voz en nombre del pueblo, dicen luchar por los derechos del pueblo y cobran generosas sumas asignadas a la reivindicación del pueblo.

Por delirante que parezca, algunos de los más connotados activistas reciben grants del gobierno estadounidense, so pretexto de promover ideas democráticas dentro de la Isla, donde deberían prender como fuego en manigua devastada por la sequía. Las armas son de variado calibre: desde memorias flash hasta libros de Alexis de Tocqueville, el gran ideólogo del liberalismo. Pero la realidad siempre supera a la ficción: la tea incendiaria se apaga antes de inflamar el primer arbusto y los pirómanos se estrellan, no contra el valladar infranqueable del gobierno, sino contra los gobernados en incontrolable estampida hacia los cuatro puntos cardinales del orbe.

En los duros años del periodo especial (si es que antes o después no fueron duros), las iglesias se inundaron de fieles, en súbito arranque de religiosidad ciudadana. En especial, los templos evangélicos no daban abasto. La explicación no tardaría en llegar y guardaba, por cierto, escasa relación con las prioridades espirituales de la gente: los parroquianos acudían en masa, no tras la bendición pastoral, sino tras la botella de aceite vegetal o el jabón que sus pares primermundistas donaban en cristiano gesto.

Bien temprano intuyeron los predicadores que la palabra es improductiva cuando la cena del día tiene un futuro incierto. Las trampas del ego cercenan esa capacidad en ciertos apóstoles de la libertad insular. Enfocar a las víctimas con lente de verdugo termina por convertirse en boomerang político. El precio es tan alto como el de la epinefrina inyectable.

Descansa en paz, Faustino.

Qué bueno recordarte, contarle a los demás tu vida.

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