Una ronda de fantasmas

La revista Temas y el Centro Cultural Cinematográfico Fresa y Chocolate. La tarde en El Vedado. El jueves, el “Último jueves de Temas”. En la sala refrigerada de la arteria 23 fui testigo de transfusiones y hemorragias: la postura más o menos zen de los integrantes del panel y de algunos en el público al analizar temas como el racismo, la zafra de los diez millones, cultura e Internet, entre otros, y el desborde cuando se rememoraban episodios vividos.

Si vital fue para mí escuchar a quienes formaron parte de una suerte de equipo asesor en la zafra de 1970, de no menos interés fue presenciar el relato de un protagonista subalterno. Un cortador de caña. Fue aquel un episodio narrado sin prisas, con pausas bien dramáticas…

En los “Jueves de Temas” se graban todas las intervenciones. Pero el espacio de una revista o un DVD es en extremo finito. En la selección obligada por el espacio disponible, podrían quedar fuera testimonios o intervenciones apenas analíticas, sin embargo, portadoras de pequeños detalles útiles si la intención es completar un evento determinado.

Si vuelvo a la zafra del 70, la razón no es otra que mi interés en conocer una suerte de periferia respecto del relato oficial, esos actores sociales cuyo rol se limitaba al corte, al tiro, al trasporte de la caña, a la atención médica o a las cocinas, a los familiares de los movilizados, entre otros. Esos testimonios también son historia. Es el mismo “paisaje”, la misma “batalla”, pero vista a través del prisma de quienes casi nunca figuran como testigos.

Fuera de la ficción en la narrativa y el cine, de los testimonios publicados por la Editora Política, Verde Olivo o Ciencias Sociales, ¿cómo sería, por ejemplo, ese “relato otro” de la participación de Cuba en la guerra de Angola o el del sueño nuclear cubano?

Más que imaginar o elegir un modelo literario o periodístico, me sitúo frente a los libros: La guerra no tiene rostro de mujer (1985), Muchachos de zinc (1989), Voces de Chernóbil (1997). Para confrontarlos. Confrontarme. Los tres forman parte de la obra de la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, distinguida con el Nobel en 2015.

¿Los anteriores son libros de testimonios o novelas sin ficción?

Responder esa pregunta, junto a otras surgidas a lo largo de la lectura, me colocaría al interior de un sistema de enunciación menos interesado en el género literario y más en la literatura. Ese sistema, de manera simultánea, indaga, asocia, sale en busca de fuentes. En su propósito se ubica no solo en un pasado reciente. Para mayor precisión, dígase el estallido del reactor número cuatro en la Central Nuclear de Chernóbil, la invasión soviética de Afganistán, la Segunda Guerra Mundial.

A ese sistema de enunciación le interesa, además, su conexión con el presente, o el efecto del peso del Telón de Acero en el presente de quien aceptó dar testimonio. Parte de la estrategia de Alexiévich es acomodar el diálogo con el fin de propiciar un recuento fiel a lo vivido por el entrevistado, sin las molduras de los dispositivos ideológicos (la prensa, la academia, la escuela, etc.). A diferencia de ellos, a la bielorrusa no le interesa “educar a la juventud por medio de actuaciones ejemplares”.

No se trata de concertar una cita y grabar. “Recordar es, sobre todo, un acto creativo”, escribió en La guerra no tiene rostro de mujer, “al relatar, la gente crea, redacta, su vida. A veces añaden algunas líneas o reescriben. Entonces tengo que estar alerta. En guardia”.

¿Cómo consigue “estar alerta, en guardia” si solo tiene los referentes históricos de carácter público, además de los que pudo haber escamoteado de cuanto pueda mantenerse en secreto?

Para cada libro se cita con personas de diversa índole. Los roles desempeñados, así como las vivencias, tendrán no pocos puntos de contacto cuando los entrevistados sumen más de dos decenas. La autora lograría un rico archivo del suceso en cuestión. Tendría la posibilidad de “trazar” una curva de intensidad de posibles conductas ante un imprevisto o problema determinado, de reacciones emotivas.

Si un hombre es, en esencia, todos los hombres, entonces Svetlana Alexiévich, apelando a su archivo, a su olfato de vieja periodista, podría ejecutar una criba en cada testimonio. Pero todos los hombres no pueden ser resumidos en un único hombre. Hablamos de la singularidad al interior de la masa. Porque la virtud de un hombre no es la de todos los hombres, tampoco la traición que pueda cometer. Por lo tanto, su olfato de escritora le permitiría trabajar con cada relato, las fuentes, las maneras de cada individuo, las emociones vividas en el instante de la entrevista, para otorgarle a cada una el justo lugar en la dramaturgia de estos libros, denominados por la Nobel “novelas de voces”.

Los lectores asisten a un amplio recorrido en el cuerpo social, dentro del cual los narradores o testimoniantes sitúan a sus personajes principales y secundarios en un escenario determinado. En ese acto creativo que es recordar, guiados y editados por la Alexiévich, con más o menos intensidad desarrollan un conflicto donde cada uno cumple un doble rol: develar, consignar, denunciar desde el odio, la resignación, la enfermedad, el estupor, la ingenuidad, el amor, y el actor social enfrentado a un destino a veces inesperado. Es diferente la tesitura de cada voz en cada una de las compilaciones. Una vez ordenadas forman un coro o una ronda de fantasmas.

Las personas elegidas son narradores-personajes poseedores del poder de seducción e ilusión suficientes para situarnos en su contexto. Van del resumen al diálogo. A las descripciones. Las escenas se suceden. Estamos en presencia de una verdadera novela coral, de una voz que son muchas voces, incluida la de la Nobel. Cada una será una historia en la cual se alternan amor, alegría, ilusión —la creada en el día a día con los amigos, la pareja, la familia, o la ilusión propiciada por el proselitismo ideológico y el control político. La fiesta y el amor entreverado en el desasosiego, el dolor, el abandono, la derrota, la muerte.

Pienso en las profesiones de los testimoniantes, su nivel escolar y cultural, el cargo o plaza ocupada. ¿Acaso existe un denominador común? O mejor, ¿cómo es descrito el bielorruso o la “bielorrusidad”?

La cubanía, lo cubano, o el significado de ser cubano, al parecer es fácil de resumir en pocas líneas. Lo mínimo, como postura, debería ser la sospecha. A fuerza de tanto volver al concepto, este ha servido para juntarnos en un mismo cuartón: el cubano es alegre a pesar de los problemas.

¿Somos tan peculiares en nuestra forma de vestir, bailar, crear, en el día a día?

Si intentáramos reconstruir un relato distante de la estadística y la épica de la zafra del 70, de la guerra de Angola, ¿el chiste y la sonrisa generadora de una distensión reinarían durante la entrevista? Cuando la prensa anda en exteriores esa no parece ser la actitud más común —también puede ser una suerte de traducción, de tradición de nuestra prensa—. Tampoco sucede en los debates organizados por las instituciones culturales. Reina otro tipo de atmósfera. Tiende a la gravedad, a la solemnidad. El mínimo desacato en la crítica provoca no solo un mohín.

Pongamos a Svetlana Alexiévich en el Fresa y Chocolate, un jueves, en un panel junto a Abel Arcos (guionista del filme La obra del siglo), Arturo Sotto (director y guionista del documental Bretón es un bebé), Desiderio Navarro, Fidel Castro Díaz-Balart. Dejando a un lado la posible atmósfera del encuentro, si lograra reducir a la mitad el miedo escénico, de ahí saldrían estas preguntas a Svetlana: ¿Cómo ve usted al bielorruso? De las características del bielorruso, ¿cuáles ha decidido aprovechar? Siendo usted bielorrusa, ¿qué ventajas cree tener en el momento de poner en marcha la ejecución de libros como Muchachos de zinc y Voces de Chernóbil?

La cita siguiente, tomada de su libro La guerra no tiene rostro de mujer, quizá sería su respuesta: “¿Qué tengo a mi favor? A mi favor tengo el hecho de que estamos acostumbrados a vivir juntos. En común. Somos gente de concilio. Lo compartimos todo: la felicidad, las lágrimas. Sabemos sufrir y contar nuestros sufrimientos. El sufrimiento justifica nuestra vida, dura y torpe. Para nosotros, el dolor es un arte”.

La manera de resumir cuanto significa ser bielorruso no parece un eslogan propio de la industria turística.

Pienso en esa manera de ver el dolor. En estos libros se condensa la vida en la ciudad, en el campo. En su interior habitan gentes capaces de diseñar un automóvil, un tractor; gentes que han desbrozado el camino hacia la generación de electricidad a partir de la energía nuclear, hábiles en la destilación del vodka. Pueden estar al control de un trolebús, ordeñar una vaca, dirigir una compleja operación quirúrgica. Algunos son capaces de discernir entre el bien y el mal cuando solo cuentan con un icono de su iglesia, son temerosos de Dios por sobre todas las cosas. Otros ejecutarían una orden sin preguntarse si realizan el bien o el mal, porque solo cuentan con un icono del manual del Partido: temen al Líder por sobre todas las cosas.

Pienso en cómo es “sentido” el dolor, y vuelvo a Alexiévich con el interés de resumir una suerte de conducta: la gente apegada a sus tradiciones, incluyendo el consumo del vodka; capaces de levantar una iglesia, una casa, un pueblo; con habilidad para la talla o el dibujo de iconos, el cultivo del campo; decididas a preservar un férreo ideal que exige lealtad absoluta mientras desconfían de todo, de todos, implicando esto el ostracismo, la prisión, trabajos forzados, muerte.

Eran personas dispuestas a combatir en la guerra en Afganistán movidos por ese ideal, dispuestas a “liquidar” la radiación tal como se va a la guerra. Muchos de ellos ahora están afectados física y psicológicamente luego del “Vietnam de la URSS” y del accidente nuclear más grave de la historia.

En Svetlana Alexiévich el recuerdo de las batallas, o la preparación para la guerra, caracteriza el pasado reciente. Las instituciones convidan a rememorar la guerra no tanto por el recuerdo de la victoria, sino con la intención de llevar a primer plano el sacrificio, la sangre derramada, la muerte. No se rememora la guerra buscando dar paso a la fiesta de la vida; esa educación sentimental y patriótica desea el sacrificio eterno, el eterno vals con la muerte.

Desear el campo de batalla. Pensar, amar, desear incluso la muerte para asomar la testa por sobre la masa. Porque se percibe un retorno a ese sentimiento, quizá con ciertas modulaciones.

Entonces estamos frente a una forma de vida todavía dura, torpe. Su dolor, en tanto expresión artística, bebe del arte naíf.

¿Qué formas tiene ese dolor, en esta tríada de libros?

Con la lectura quedará claro que el reclutamiento durante los poco más de nueve años de la guerra afgano-soviética se llevó a cabo utilizando la ilusión, el embuste y medidas coercitivas. La conformación de la brigada de “liquidadores” en la batalla contra el átomo de uso pacífico se ejecutó con variantes similares. No pocos movilizados en ambos “contingentes bélicos” coinciden al describir las condiciones de vida o sobrevivencia.

El coro de voces consigna que en Afganistán el personal médico no contaba con la mayoría de los insumos necesarios en las curas e intervenciones quirúrgicas; el negocio o el trueque de todo tipo por parte de los soldados constituía la vía para satisfacer las ansias de consumir productos occidentales (tabaco, chocolate, cigarros, ropa, etc.), y para mitigar el hambre, la sed, la necesidad de alcohol, de sexo. Si el panorama es adverso, si la muerte no es fenómeno aislado, si la violencia estalla al interior de las tropas, si además contempla robo, coacción y el más absoluto silencio, si la relación entre oficiales lleva implícito un régimen donde no son casos aislados el sometimiento y el castigo, entonces el consumo de drogas no será rara avis.

Era férrea la censura ejercida por los órganos ideológicos en relación a la invasión del territorio afgano y del desastre en Ucrania. Veteranos con parcial o total uso de sus facultades físicas hablan del suicidio como alternativa para escapar del sufrimiento, los rigores de la guerra y la invalidez luego de sufrir una grave herida. El mutilado se piensa estorbo e incapaz de satisfacer el deseo en su pareja. Lo mismo sucederá con no pocos afectados por la radiación tras las labores de “liquidación” en la CEN.

En esos testimonios el infierno no está únicamente en el territorio invadido. En la guerra no es difícil determinar quién es el enemigo, incluso es sencillo determinar quién no es el amigo dentro del propio ejército invasor. Los soldados podían disparar, podían matar sin que el ejercicio de la fuerza incluyera una insoportable carga, podían suicidarse con una granada, y de paso matar a quienes los coaccionaban. En condiciones de crisis el individuo activa el modo predator.

Tras el regreso a casa no acceden al paraíso, sino al purgatorio: la falta de atención de las instituciones del Estado; con la apertura propiciada por la Perestroika y la Glasnost, la sociedad, en especial los veteranos de la Gran Guerra Patria, no consideraban a estos ex militares verdaderos veteranos. La Invasión Soviética ya era considerada un costoso error político.

Los residentes en las ciudades afectadas por la nube radiactiva correrán un destino con no pocas similitudes. Cargarán con el fardo del apestado. Son agentes contaminantes y muchos serán tratados como tal.

En estos tres libros se obvia el recuento desde los orígenes del evento histórico hasta el presente. Las “novelas de voces” trabajan con el efecto y, aparentemente, con solo una parte de la causa. Los individuos entrevistados son “el efecto”. Son también el resultado de una ingeniería social, narrada de forma más o menos explícita, propiciando así una suerte de desenfoque. El rol jugado por la ideología parece secundario.

Tras la lectura, ¿cómo podría calificarse a muchos de los involucrados en la guerra afgano-soviética y las labores de evacuación de los desechos radiactivos en la CEN de Chernóbil? ¿Víctimas de una ideología? ¿Héroes románticos? ¿Suicidas queriendo escapar del anonimato? La ingeniería social y política creó un modelo capaz de conmutar la conducta en cualquiera de los tres modos.

A modo de coda:

Pienso en nuestro pasado reciente. En los manuales que nos fueron entregados en la escuela, en el Comité de Base, en la prensa. Nuestra prensa, sus “lapsus.

Pienso en los testimonios publicados gracias a debates recientes, en ensayos a propósito del efecto de los años setenta en las artes y la literatura; en lo sucedido en los ochenta, cuando el Muro de Berlín todavía no era un trozo de muralla evocando un pasado.

Pero el esfuerzo no es suficiente. El tiempo corre. Falta mucho por recopilar, ordenar. Aunque ya no pueda hacerse tal como deseara la Nobel: sosegadamente, a la manera de Tolstoi.

Situarse. Confrontarse.

Fueron las trazas del relato del cortador de caña allá en la sala refrigerada de la arteria 23, esos encuentros organizados por la Revista Temas, la ignición.

Situar y confrontar un libro, varios libros, un sistema de ideas. El de la autora, el instaurado en un país, en un bloque político. Situar, confrontar al individuo. Experimentar esa suerte de ilusión.

¿Falsa ilusión? ¿Si los mecanismos de proselitismo, control, adoctrinamiento y castigo son eficientes podemos calificar de falsa a esa ilusión?

La zozobra, el miedo, incluso la muerte… Experimentarlas desde la página. Aunque no conduzcan al Premio Nobel. Aunque no conduzcan a un libro de testimonios o “novela de voces” titulado Plácido sueño en Juraguá.

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