¿Qué nos trajo la metamorfosis?

Regreso a Ítaca (2014) fue una película censurada por el Comité Organizador del 36 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. El largometraje retoma un episodio de La novela de mi vida, ladrillo histórico-detectivesco que su autor y coguionista de Regreso…, Leonardo Padura, tradujo en libreto cinematográfico. Desde la aventura hollywoodense de Faulkner y Hemingway, disímiles narradores latinoamericanos sueñan con la adaptación de sus relatos a la pantalla grande, aunque muchas veces resulte un fracaso artístico y comercial.

Lo sintomático es que ningún histrión involucrado en la cinta o el mismo Padura se manifestó públicamente contra el veto que secundó al “teatro filmado” y dirigido por el realizador francés Laurent Cantet. Ciertas vacas sagradas con mucho que perder y nada que ganar, suelen inclinarse por el lobby de turno, salir de viaje o esperar a que transcurran las catarsis de intolerancia.

Regreso a Ítaca también pudo titularse Desahogo en la azotea, según el tono directo y chato que rige la trama. Amadeo, Tania, Aldo, Rafa y Eddy son unos cincuentones que se reencuentran para ajustar(se) cuentas íntimas y colectivas. Todo para concatenar eventos de pseudointelectuales incomprendidos, unidos por la sentencia martiana “la queja es la prostitución del alma”.

Otra vez la triada creencia-miedo-frustración presidió un conflicto de personas en crisis existencial, donde siempre hubo algo o alguien “que les jodió la vida” cuando esta rendía sus primeros frutos. Otra vez la culpa sin un máximo responsable comandó un glosario de extravíos que (con)funden individuo, masa y poder.

El pintor que dejó de manchar lienzos porque lo venció la desidia o su impotencia; un dramaturgo que dejó de emborronar cuartillas porque lo amenazó una tal Gladys y optó por quedarse en España, para no delatar a sus cómplices; el tipo listo que eligió vivir bien antes que escribir bien, pues ni la hambruna ni los apagones del Periodo Especial le impidieron volar por encima del atasco; así como el ingeniero que aceptó ir a la guerra de Angola y enaltecerse con un acto de fe.

Las verdades históricas de Regreso a Ítaca retornan como mentiras simbólicas de un guion-cliché, mal defendido por actores-cliché de un núcleo argumental-cliché. “Me fui porque tenía miedo”, le dice Amadeo a sus conocidos durante la velada o réquiem por sus ilusiones. Pocos se disponen cada mañana a “escribir la Divina Comedia” mediando una taza de café, semejante al tembloroso Virgilio Piñera. Ah, muchos guiños-homenajes al autor de Los siervos no tienen la menor importancia.

Lejos de potenciarse con el morbo político que genera la censura, el filme acabó por ser cuanto merecía, una verborrea en la pantalla o extraviada en papeleras de reciclaje de Cuba y su diáspora. Bienaventurados quienes soportaron la carcajada vacía de Fernando Hechavarría o el mimetismo labial de Isabel Santos en una propuesta rechazable; mucho más cuando ambos presumen de rechazar la farándula y analizar con mente fría antes de asumir un proyecto escénico.

A propósito de Las iniciales de la tierra, novela épica de Jesús Díaz, Leonardo Padura le reprochaba al cuentista de Los años duros el vicio compartido de adjudicarle a la historia el rol de catalizador de la maduración individual del protagonista. “Aunque lo hace de una forma en exceso azarosa y en ocasiones, es evidente, forzada”, argumentaba el crítico literario de entonces.

Para el autor de la nota aparecida en la revista Casa de las Américas (septiembre-octubre 1987), el personaje central de Las iniciales… Carlos Pérez Cifredo se reintegra a su antiguo pelotón justamente el día que parte para Girón; se casa justamente el día que comienza la Crisis de Octubre; decide irse a la zafra, justamente cuando conoce de la muerte del Che… Si “los elementos históricos determinan las acciones individuales”, el antihéroe concebido por Jesús Díaz tipificaría con su biografía política todo un período de la vida nacional.

En cambio, el protagonista virtual de Regreso a Ítaca parece formar parte de una invención histórica que podría ser de todos y de nadie. Amadeo vuelve a Cuba tras dieciséis años de ausencia, para acariciar los escombros sublimados por la nostalgia, retomar la literatura y, entregarse a una temeridad que alarmó a sus interlocutores, repatriarse como un hijo pródigo dispuesto a respirar el aire que le toca. Pero sus razones hilvanadas con saliva de viejo telegrama no convencen.

El binomio Padura-Cantet pretendió ilustrar el cuadro clínico de una frustración generacional. Sin embargo, el careo se desvaneció en la perspectiva sombría que ofrecía un suburbio habanero; una visión matizada por un corte de luz eléctrica, los estentores beisboleros del parque Latinoamericano o el pataleo de un cerdo sacrificado por la patria en medio de la borrachera de sus verdugos.

Mediando un gesto de disciplina publicitaria, Tusquets Editores imprimió Regreso a Ítaca en 2016. El volumen contenía una versión novelada del guion y apuntes de Padura y Cantet, reconociendo la ganancia humana y profesional del trabajo compartido. Pese al brote de la mala letra, los descubridores ibéricos del literato caribeño insistieron en mantenerlo vivo, editando refritos en beneficio de sostener el tinglado comercial.

Día y noche tras la huella de los malvados

A partir de diciembre y 2016, estuvo disponible en Netflix la serie Cuatro estaciones en La Habana, rodada en locaciones y calles de la agitada ciudad. La coproducción hispano-cubana-alemana, partió de un guion de Lucía López Coll y Leonardo Padura en colaboración con el director Félix Viscarret. Gracias a la productora Tornasol Films, cuatro novelas policiacas surgidas en los años noventa que casi hunden a la “isla de corcho”, mutaron en soporte audiovisual para despertar curiosidad en el público reacio al viejo placer de la lectura.

Pasado perfecto (1991), Vientos de cuaresma (1994), Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998) facilitaron enlazar los capítulos destinados a reconstruir el trasiego del teniente Mario Conde en un ámbito de crisis política, económica y espiritual. Lo bueno es que se desechó el ripio que abunda en las intrigas culturosas de Padura y lo malo es restituir una anti-escritura para anti-lectores.

Tras abandonar brevemente la letra impresa, el detective de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR), irrumpió en la pantalla con un atuendo civil, gafas de sol negras y el tic de ponerse y quitarse los espejuelos en transiciones matizadas por la ética profesional, el hastío o esa avidez por desentrañar la barbarie de un mundo feliz en los medios de comunicación masiva.

Como un Frankenstein tropical, el oficial-investigador diseñado por Leonardo Padura sería el último romántico de la novela policial cubana; un género en peligro de extinción debido a las transiciones fantasmas de sus precursores. ¿Quién recuerda a Ignacio Cárdenas Acuña (Enigma para un domingo, 1971); Rodolfo Pérez Valero (No es tiempo de ceremonias, 1974) o la revista Enigma?

Conde estudió en el Preuniversitario de la Víbora, amaba la pelota y una vez quiso ser escritor inspirado por J. D. Salinger. Dichos antecedentes se contraponen al modelo del guardia semianalfabeto venido del Oriente cubano, enemigo de las palabras y dispuesto a comerse lo que aparezca en la calle.

El Conde es un pseudointelectual que no explica por qué se metió a policía; destino improbable para aquel “joven rebelde” fanático del rock and roll, el mayo del 68 francés, los heroinómanos de la contracultura y las muchachas decentes.

Mario Conde es un personaje tan inverosímil que se integraría sin contratiempos a la literatura fantástica. Al lector-hembra le gusta ser engañado por fantasías palpables y un antídoto contra la desesperanza es un antihéroe que intenta convencerse de que “un mundo mejor es posible”. Porque como insinúa el teniente ilustrado, todo hombre podría ser la conciencia crítica de la sociedad, su generación o de un piquete de socios incondicionales.

Por una cuestión de vedetismo elemental, Mario Conde en Cuatro estaciones… tenía que ser Jorge Perugorría. Una razón para que la caricatura del dolor llevara el peso del serial. Aparentemente, este galán subutilizado no ha sufrido lo suficiente para comunicar la angustia de un perdedor. Al contrario, Perugorría necesita luchar contra la imagen del triunfador buena persona, incapaz de ponerle una zancadilla al más desagradable de los mortales.

Otra variante de casting hubiera sido que el Conde fuera interpretado por un curtido Luis Alberto García. Pero este rostro habitual del cine cubano tuvo que figurar bajo la piel de Carlos, “el flaco”, mutilado del internacionalismo bélico y amigo del “policía arrepentido” durante los cuatro episodios de noventa minutos.

Al salvable Luis Alberto García, se le opuso un impostado Aramís Delgado, quien retrató de manera libresca al teatrista parametrado Alberto Marqués, talento amargo de Máscaras.  Lejos de favorecerlo su identidad gay o veteranía escénica, el intérprete dio la impresión de recrear un imaginario ajeno a su memoria emotiva. Como reza el dicho popular: “No hay peor cuña que la del mismo palo”.

Cuatro estaciones en La Habana presentaron a un Mario Conde caído del cielo. Jamás se brinda una pista acerca de su lugar de nacimiento, lazos familiares sanguíneos o acontecimientos biográficos creíbles. A golpe de pies forzados, se relaciona su pasado vivencial con el presente de las intrigas detectivescas que persigue y logra resolver con éxito.

Si el temor a una delación provoca el destierro de Amadeo en Regreso a Ítaca, en el primer capítulo de Cuatro estaciones…deviene copia de los seriales policiacos comunes en la televisión cubana. Conde no escatimó en pedirle a Candito “el rojo” que averiguara el asunto de la droga en la cuartería donde operaban “El jardinero” y su banda. Apenas le faltó darle unas palmaditas en la espalda y reconfortarlo: “Buen trabajo, muchacho. Ahora piérdete un rato para no levantar sospechas”.

En seriales televisivos como Día y noche o Tras la huella, se incentiva el golpe bajo de utilizar a sujetos marginales para que desmantelen atracos de sus colegas de sobrevida. Nada justifica que “intelectuales críticos” abordaran el tópico de la repudiada chivatería como un pasaje insignificante que vincula a enemigos íntimos. El barbudo Leonardo Padura y su esposa coguionista vindicaron un eslogan de “El innombrable”: “No hay que mentir; solo no revelar toda la verdad”.

De tal derroche humanista para ordenar el caos, el teniente sin uniforme adquirió un aura impersonal como el acto de la representación. Mario Conde es un antihéroe que no toca fondo como el Carlos Pérez Cifredo de Las iniciales de la tierra, un bildungsroman menos apresurado y más creíble, capaz de marcar distancia con esa prosa de cantaleta que lastra al insaciable Padura. El antihéroe de Cuatro estaciones… es el superhéroe de la historieta revolucionaria.

Durante los años posteriores a su noveleta de amor Fiebre de caballos (1988), Padura buscó agregarle a la ficción policial ese ingrediente cuestionador de la realidad que le faltaba y llenó un vacío apreciado dentro y fuera de Cuba. Hasta que un asesino con guantes de seda (Tusquets Editores) llegó y mandó a parar.

La sangre no tenía por qué manchar el río de una isla o de un continente. Entre la denuncia y el esparcimiento policial, bastaba relajarse emancipado de prejuicios eticistas o mundos morales. Pues como advirtió un fabulador de lo inverosímil (Kafka): “El mal es lo que distrae”. Dadme una serie para matar el tiempo y dormiré tranquilo.

El afán justiciero del heterosexual machista-leninista Mario Conde, atesoraba los requisitos para exportar fisuras de un socialismo irreal; crimen perfecto de un zorro enmascarado, apto para subsistir en el limbo político de lo que pudo haber sido y no fue.

La inclusión de Cuatro estaciones…en el Paquete semanal del pillaje informativo, facilitó que esta saga invadiera los hogares isleños. Ya no sería un disparate periférico canonizar al hereje ocasional Leonardo Padura Fuentes como “el novelista de la familia cubana”. Un modo seguro de contemplar la imprevista metamorfosis de una literatura popular en folletín populista.

Después que el ex teniente cerró la ventana del comedor y el ciclón desdibujó el paisaje de otoño, la Ciclista Independiente, personaje teatral de Legna Rodríguez Iglesias, apagó su laptop y masculló tragándose una sonrisa indeseable: “Si esto es una tragedia yo soy una bicicleta”. La mujer que escribía pero le daba vergüenza decirlo, extrañó la versión cinematográfica de La ciudad y los perros de Mario Vargas LIosa, joyita que disfrutó acompañada en La Habana de la movida posmoderna ochentiana.

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