El átomo, Angola, el sida, y ‘Santa y Andrés’

Los años ochenta regresan a los imaginarios mundiales —desde el revivalismo de signos e íconos pop occidentales que marcaron a los niños y adolescentes de entonces— con seriados tan exitosos como el reciente boom de Netflix: Stranger Things; cintas como la animada Wreck-It Ralph sobre los videojuegos de ocho píxeles o la indie canadiense Turbo Kid; o bien la resurrección de personajes y sagas como Mad Max, Terminator, Alien, Depredador, Ghost Busters, Star Wars y Star Trek. Tal fenómeno resulta una suerte de reafirmación sociocultural de una generación situada ahora en la cúspide, en posición de regalarse tales autoalegorías.

En Cuba, los ochenta también han calado con producciones gestadas generalmente por realizadores cuyas infancias transcurrieron o circundaron estos años, cuyas huellas en el imaginario nacional no son precisamente agrias, de manera general, dada la bonanza económica que casi cristalizó en el país la funcionalidad de la utopía socialista entusiastamente prosoviética. Ya con márgenes para una creación artística e intelectual post Quinquenio Gris, ya asumida por un “hombre nuevo”, nacido a finales de los cincuenta y en los sesenta, que comenzaba a tomar distancia crítica de sus progenitores y de un contexto cada vez más divergente para ellos.

Los hijos de este “hombre nuevo” frustrado a la larga, ahora desandan los tiempos de sus padres. Fueron niños que apenas vieron en el blanco y negro de los televisores soviéticos las batallas espaciales del Halcón Milenario y la Enterprise, y acumulan muchas dudas.

Hasta el momento, cuatro ficciones de tres “niños de los ochenta” y de un “protagonista” adulto han hincado el escalpelo en la década, con la quirúrgica precisión del intelectual lúcido y el artista autónomo: La obra del siglo, de Carlos M. Quintela, nacido en 1984; La emboscada, de Alejandro Gil, todo un “hombre nuevo” nacido en el año-umbral de 1958; El acompañante, de Pável Giroud (n. 1972) y Santa y Andrés, de Carlos Lechuga (n. 1983). Esta última subrayada y muy promocionada por la polémica censura de que ha sido objeto por parte de la oficialidad cubana. Cintas que, por demás, ostentan en su mayoría virtudes fílmicas que las colocan en la avanzadilla del discreto renacer que experimenta el audiovisual cubano, ya muy lejos de las bardas del ICAIC. Entre todas prefiguran la línea de derrota que Cuba describió durante los ochenta.

En esta época de alucinación sociopolítica, iniciada por la desaforada estampida del Mariel y clausurada por el affair-traficante de Arnaldo Ocha, se retomaron las megálicas (y megalómanas) ansias primermundistas de los tiempos zafrescos de los setenta, y se emprendieron iniciativas como la Central Electronuclear de Juraguá (CEN), bajo los triunfalistas aires de la nunca reeditada comedia cósmica de Arnaldo Tamayo y los aciertos bélicos en África. Llegaba por segunda vez el poder atómico a Cuba, ya no en forma de misiles, sino bajo el manto del uso civil pacífico, como pacífico factor de desarrollo.

Y precisamente, el domo inconcluso de la CEN es una de las peculiaridades del horizonte que puede divisarse desde el malecón de la ciudad de Cienfuegos. En sus cercanías, apenas a cuatro kilómetros, se erigió conocida como Ciudad Nuclear, epígono entusiasta de la soviética y grandilocuente Ciudad Estelar o Leninsk, aneja al cosmódromo de Baikonur, en Kazajistán.

Mientras Leninsk alojaba al personal del cosmódromo junto a todos sus familiares, su versión cubana dio alojamiento a todos los trabajadores especializados que laborarían en la magna obra iniciada precisamente en el simbólico 1984. A la construcción se entregaron decenas de miles de almas, puestas su fe, junto a la del país, en este máximo símbolo del progreso de la Sociedad Industrial y del entonces polo izquierdo del mundo. La cesación del “campo socialista” y su líder soviético, sellaron el aborto de la central. Quedó el domo incompleto como llaga donde todavía se anegan los trabajadores nucleares venidos de toda Cuba que, ya quemadas las naves, devinieron náufragos del pecio de la soberbia. Y sus descendientes siguen pagando los pecados ajenos.

Hibridación sardónica y provocadora entre secuencias de ficción y abundantes materiales de archivo, provenientes sobre todo de las arcas de la también nonata Tele Nuclear, La obra del siglo resulta un peculiar docudrama donde a fuer del montaje muchas veces incordiante, y desde el redimensionamiento sutil de unas imágenes de archivo que dejan poco a la imaginación, Quintela establece un diálogo confrontativo-contrastante del pasado y presente de esta CEN que se hermana con él en edad, con su apéndice urbano.

Las divergencias brutales entre el ayer ochentero promisorio, aún latente en las dropadas imágenes de los viejos casetes, y el presente estático, con silencio de ciudad abandonada, son tan abismales como los propios modos de recrearlos que escogió el autor.

Los ochenta son representados con la colorida máscara televisual, el hierático reporterismo signado por la inmediatez y el fragor de las tareas, en medio de un frenesí de utópica propulsión. Son años objetivos; más bien objetivistas, adustos, donde no existe tiempo para dudar, menos ante la imponente estructura de este castillo de naipes de hormigón. Se vislumbran como un puro kitsch informativo, ni siquiera noticioso, tanto como el nostálgico, pero nada ingenuo tema “Me quedé con ganas”, del cantautor Vicente Rojas, que musicaliza las imágenes reporteriles de las desesperadas alternativas que, a mediados de los noventa, buscaron calmar la sed de esperanza con el agua de los cocoteros sembrados en la zona. 

El presente de esta era pos(pseudo)nuclear, siempre en blanco y negro, se prefigura desde las tantas individualidades en que se desmigajó la obra del siglo, cuando su vacuidad interior explotó, con efectos muy devastadores pero incapaces de considerarse en unidades roentgen. Pues irradió directamente el sentido de la vida, los sueños de miles, el destino de una nación. Como anécdota axial se desarrollan las complejidades de un triángulo rencoroso, una trinidad generacional integrada por el Padre (Mario Balmaseda), el Hijo (Mario Guerra) y el Desespirituado (Leonardo Gazcón), AMÉN.

Durante todo el metraje, estos tres protagonistas intentan vivir, más bien encontrar sentido a sus vidas, en medio del agobiante tedio del Paraíso Perdido que es la Central y su batey nuclear imponente, racionalmente arquitectónico, como un esqueleto que se blanquea al sol. Nada gratuitas resultan las semejanzas con fenómenos que recrean documentales como deMoler (Alejandro Ramírez, 2004), sobre otras tantas ruinas y vidas arruinadas. 

El personaje de Balmaseda es recio y tozudo, impositivo y proactivo. Su vástago, asumido por Guerra, es el ente recesivo, el eslabón más débil de la cadena. Es el “hombre nuevo” que ya no tiene nada de novedoso, víctima de su tiempo, de su consecuencia, de la inconsecuencia de otros, y de su fe. Nunca se ha deslindado de su padre, con quien mantiene tensa convivencia; resignado ante la imposibilidad de buscar otro hogar, otra vida lejos del dominante progenitor, independiente de él. El nieto, más ignoto, se fue, regresó, convive momentáneamente pero no se pliega por completo a sus mayores. Hasta se revela contra su padre, golpeándolo. Nunca contra el abuelo, Dios-Padre, sacro y egregio, que respeta más a este “nieto pródigo” que a su propio hijo, como hechura directa pero atrofiada. El nieto solo está de paso. No está atado a la ruina nuclear como el padre y el hijo.

La cúpula de la CEN —símbolo, curiosidad, anacronismo all-in-one— aparece casi siempre en lontananza de las acciones, como un ente misterioso pero omnipotente que rige los destinos, vela las pesadillas huecas de sus vecinos, aherrojados todavía a profesiones y oficios tan fantasmas como la CEN y el mundo que la engendró. Es un péndulo que no deja de batir sobre las cabezas de los personajes que parecen en busca de un pozo.

La emboscada no es una película bélica, aunque la aventurera guerra de Angola sea contexto y pretexto para desarrollar la historia. Y al fondo se vislumbren los fantasmas de Ochoa y los hermanos La Guardia. Versa sobre la entelequia absurda y siempre innecesaria que es la guerra, la que sea: vórtice que deforma la existencia hasta el término de la vida de quienes se sumergen en ella (por ideales unos, por pragmatismo otros) hasta la muerte, siempre.

Adentrada en las consecuencias e inconsecuencias de las terribles encrucijadas donde las circunstancias colocan las vidas humanas, vadea motivos macrohistóricos, bajo cuyos designios las personas se ven reducidas a puras estadísticas, a “sacrificios” glorificados a posteriori.  Se quiebra así la cadena de extemporáneas desdichas establecida por cintas del ICAIC como Kangamba (Rogelio París, 2008) y la insufrible Sumbe (Eduardo Moya, 2011), donde se buscó refrendar las intenciones épicas y patriótico-propagandistas.

La historia de los cuatro soldados cubanos que se ven asediados e incomunicados en “tierra de nadie” bajo una amenaza ignota y terrible, engendrada por una nación igualmente extraña y agresiva, concomita en esencias y estructura con uno de los grandes pilares del antibelicismo mundial: la novela Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, donde el agónico periplo de un pelotón de marines en la Guerra del Pacífico alterna con flashbacks remitentes a las historias personales de los protagonistas.

El calvario que sufren Rigo (Tomás Cao), Javier (Caleb Casas), Calixto (Patricio Wood) y Tony (Armando Gómez), no es más que condena, coyuntura y metáfora de unas vidas victimizadas por un mundo sin opciones, sin alternativas para la realización personal, donde la honestidad cuesta caro —Camilo (Alejandro Cuervo), hijo de Calixto, es expulsado de la universidad por oponerse a la pena de muerte, y de su hogar tras confesar su homosexualidad—, y un apartamento decente requiere dos años de enrolamiento en una guerra distante. Un mundo donde un heroico veterano como Rigo no halla consuelo, y en su escapista terapia de alcohol arrastra consigo a la esposa y al hijo.

El enemigo, apostado en una ventajosa y casi omnisciente posición, es tan intangible y dañino como la misma vida sufrida a priori y a posteriori por los protagonistas. Es una ubicuidad que martiriza a los soldados, pone a prueba su integridad, sus principios. Y finalmente, cuando nada tienen que perder, cuando el agotamiento ha derrumbado todas las máscaras, destila las verdaderas esencias, purga todos los pecados. También provoca heridas eternas.              

De vuelta a las interacciones generacionales, se enfatiza en la polémica sobre sus verdaderos roles en la historia de la nación, o sea: Predestinación parental vs. Escogencia dialéctica. Calixto, comprometido con los valores de su época (consolidada como establishment, al cual se pliega un tanto oportunistamente), pretende inculcar el “síndrome del agradecimiento” a un bisoño y escéptico Javier, tan legítimo hijo de su tiempo como cualquiera. Incapaz de identificarse con experiencias que no le afectaron directamente, declara que no le ha pedido nada a nadie y por ende no debe nada. Por duro que sea, a los hijos no se les otorga una vida no solicitada para luego cobrársela. Entre estos dos extremos, Rigo establece, como tercer vértice de este tenso triángulo de relaciones, un raro balance.

Con El acompañante Pavel Giroud continúa indagando, más bien hurgando, en los vericuetos psicosociales de sujetos al margen, inadaptados y descolocados; algo ya emprendido en sus cintas previas La edad de la peseta y sobre todo Omertá, a lo cual se suma su marcada preferencia por el pasado.

Luego de transitar respectivamente los cincuenta y los sesenta avanza en su barrido epocal hasta los ochenta para diseccionar las primeras estrategias gubernamentales de contención ante el arribo del VIH/Sida a la isla, como mácula terrorífica sobre la lechada de cal de la utopía. Sobre este contexto desarrolla la amistad entre dos personajes: el portador Daniel (Armando Miguel) y el boxeador castigado Horacio (Yotuel Romero), quienes desde sus senderos vitales muy diferentes, y por razones igualmente diversas, terminan confluyendo en el “célebre” y militarizado sanatorio de Los Cocos. Daniel, hijo de alto oficial acomodado, se contagia durante la guerra de Angola; Horacio, campeón internacional de boxeo, sucumbe al dopaje y termina de “acompañante-celador” del primero.

Otro elemento interesante delata el conflicto de Daniel y de todos sus vecinos de enclaustramiento, heterosexuales todos; y es que la cinta enfatiza las particularidades del fenómeno en Cuba, donde un alto por ciento de los contagiados iniciales no se adscribían a las preferencias homosexuales, como sucedió en los Estados Unidos. Cuba, años ochenta, sida y masculinidades se entretejen en la urdimbre del panorámico telón de fondo de esta amistad protagónica.

El énfasis que El acompañante pone en el (re)conocimiento, diálogo y final amistad entre estos dos marginados, conduce a la cinta por los caminos del buddy film (al igual que la más quijotesca Omertá). Asistimos al decursar de dos vidas relegadas por azares adversos, sin que logren imbricarse en un tinglado sólido, que cante a la aceptación del otro, a la amistad, la solidaridad, la integridad y la justeza.

Más que por el ensañamiento que sufre el poeta homosexual Andrés —casi proscrito, etiquetado como “gusano” y contrarrevolucionario— a manos y botas de los “representantes del pueblo cubano” que lo presionan para revelar su novela secreta, esta climática escena de Santa y Andrés (Carlos Lechuga, 2016) resulta momento notable, y sin dudas conmovedor, por cómo este une su temblorosa voz a sus ofensores cuando entonan el Himno Nacional al inicio del mitin relámpago de “reafirmación y repudio” a tal “escoria”. Despojado yace de toda propiedad, segregado en las estribaciones serranas orientales a una vida de ermitaño bajo obligado voto de silencio.

Por un breve momento, cubanos irrevocablemente antagónicos —víctimas unos por pensar autónomamente, empoderados otros por la militancia intransigente en el statu quo— comulgan en un único símbolo patriótico, nacionalista, trascendente respecto a cualquier coyuntura sociopolítica. Un símbolo como el Himno de Bayamo, que remonta las diferencias “con todos y para el bien de todos”. Por un instante doloroso y agrio como el vino nuestro, la utopía martiana refulge, así como sucumbe ante los huevos lanzados, deporte político nacional en los inicios de los ochenta, y a la postre, símbolo triste de la intolerancia.

Es el segundo largometraje de Lechuga un filme de aires nacionalistas, que brega por el entendimiento entre los cubanos, allende las divergencias coyunturales, prejuiciosas y sobre todo oportunistas. Y como resorte discursivo, vuelve a apelar a la relación aparentemente dispar, contrastante, entre dos sujetos diferenciados por la dualidad de contextos que habitan. La mujer campesina Santa (Lola Amores) dialoga con el poeta e intelectual gay Andrés (Eduardo Martínez), satanizado por el poder en 1983 por el magno crimen de pensar y ser diferente a lo normado.

Amén las semejanzas básicas con Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea & Juan Carlos Tabío), Santa y Andrés no desemboca en un bildungsroman propiamente dicho, con claras delimitaciones de los roles de maestro y discípulo, sino que apela a la escueta y emotiva identificación entre dos seres forzados a la misantropía. Santa nunca conoce los valores literarios ni la importancia cultural de la obra de Andrés y sus contemporáneos desparecidos en el exilio, sino que se conmueve con la soledad, la fragilidad y la peculiaridad del proscrito. Un tanto egoístamente, termina proyectando en él sus esperanzas de reconstruir su vida. Además de singularizarla, esta estrategia dramatúrgica de Lechuga termina salvando la cinta del mero (y riesgoso) alegato, pues gracias a las sutilezas del constructo intimista que se teje entrambos caracteres se termina priorizando la relación sentimental y el puro tono humanista, como ejes argumentales y conceptuales.

Así mismo es como terminan trascendiendo cintas tan culturalmente diferentes (y de calidades variables, vale apuntar) como la surcoreana Joint Security Area (Chan-wook Park, 2000), la venezolano-colombiana Punto y raya (Elia K. Schneider, 2005) o la alemana La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmarck, 2006), que igualmente revalidan la comunión humana por encima de las discrepancias contextuales devenidas altares que exigen la inmolación de la individualidad y los valores más universales.

Hay un abrazo final entre Santa y Andrés, pero apenas un apretón furtivo, apresurado, cohibido, fugaz, como resulta toda su relación: imposibilitada de cualquier expansión sentimental dadas las ingentes diferencias, no solo políticas, entre sus dos mundos, y por el poco tiempo con que cuentan para establecer los nexos empáticos. Pudiera decirse que es una relación “de trinchera”, de crisis; pero muy diferente a la emergencia movilizadora dictada desde el statu quo, como gran justificante del estado de plaza sitiada en que ha pervivido Cuba.

Si bien los sesenta fueron años de esperanzada explosión demográfica, los ochenta fueron la aparente calma que precede al desencadenamiento de la tormenta engendradora de náufragos. Otra “tregua fecunda” de muy diferente cariz; una década-redoma donde se destilaron las esencias de los siguientes decenios. Y a estas fuentes originarias se remontan los directores cubanos para entender y sobre todo para entenderse. Las cuentas se van ajustando entretanto.

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