Cabrera Infante no quiere ser tu amigo en Facebook

A lo largo de su vida, que se extendió entre 1929 y 2005, Guillermo Cabrera Infante se las arregló para atacar y ser atacado por todo y por todos, sugiriendo de paso que el ejercicio intelectual tiene el trasfondo ético de una bronca continua. Quizás por eso nos gustaba tanto: en el melodrama de la crítica cubana, Cintio Vitier fue capaz —dejemos que se lo crea— de explicar los idiotas misterios de lo cubano; Cabrera Infante, sus miserias.

Una lista incompleta de sus enemigos debe incluir a Mirta Aguirre (“lesbiana obvia”, “Socratesa comunista, su propio partido la acusó de pervertir a sus alumnas”), Alejo Carpentier (“era además de recadero de Castro repartidor de Habanos por todo París”), al poeta francés Louis Aragón (“que de surrealista pasó a ser estalinista”), Haydee Santamaría (“la papisa de la Casa de las Américas”), el Indio Naborí (“un poetastro que escribía un poema cada día para el Granma; no era poeta ni indio pero a Castro le gustaban sus rimas de hoz y martirio”) y los fanáticos de Leonardo Padura (“una cosa mala que tiene comentar libros de Padura es que antes hay que leerlos”).

Cabrera Infante estaba contra el fidelismo (“el fascismo del pobre”), el periódico Juventud Rebelde (“que debiera llamarse Senectud Obediente”), el boom latinoamericano (“¿Del boom? Inclúyanme afuera”), la presencia de chicas en el cine (“las mujeres no dejan ver las películas. Parece que la conjugación de la penumbra, la música de fondo y los muebles muelles las predisponen a otra cosa bien diferente de un juicio crítico: al prejuicio erótico”), contra los entusiastas del realismo mágico (“esas Carmen Mirandas literarias que escriben con una pluma adornada con toda clase de frutas”) y, acaso lo mejor, contra su propio oficio (“un crítico siempre sufre la enfermedad ocupacional de la atención: de tanto ver se queda miope”).

Ahora me he sorprendido buscando textos suyos que cumplan con un cierto modelo de ferocidad, algo que podría denominarse odio rumiado, y lo encuentro en la última voluntad de prohibir la publicación de sus libros en Cuba “hasta que se mueran los Castro”; algo parecido a lo que hizo Bernhard en Austria: “desde hoy hasta transcurridos sesenta y cinco años después de mi muerte”.

Son estimulantes los escritores que se proponen obsesivamente desmoronar a un enemigo fantasmal. Esta educación en el odio es, por supuesto, desmedida. Pero así veíamos a Cabrera Infante. Así nos hacía ver las cosas él; al límite de la agresión, de la violencia.

“Nunca escribas con todos los dedos”, se lee en alguna página de Vidas para leerlas, “los periodistas nada más escriben con dos dedos. Si escribes con todos los dedos no serás nunca periodista, serás mecanógrafo”. De eso —cada experiencia como tecla que detona— estamos hablando.

Algunos nunca nos pudimos recuperar de ciertas lecturas suyas. Por mi lado, nunca volví de Vidas…, con su carnaval de insultos, anécdotas desclasificadas —vaya a saber uno si se trata de verdaderas o falsas—, escritores seniles y cabezas cortadas. O de aquella imagen que aparecía en Un oficio del siglo XX: “Si la Revolución francesa nos trajo el fin de la artesanía, las revoluciones de este siglo […] verán el fin de los oficios […] Es posible que algún niño quiera todavía ser bombero cuando crezca, […] pero es dudoso que haya un niño que sueñe con ser crítico de cine”.

Nunca me gustó que usara seudónimo —si nos ponemos densos, como Cyril Connolly en Enemigos de la promesa, un crítico solo puede serlo hasta los treinta y pico años porque, a partir de entonces, el tejido de las relaciones que adquiere en el mundillo literario lo inhiben.

No me simpatizaba el tremendismo de G. Caín, todo aquello de ser “la cabeza de los hombres impíos”, pero sí me gustaba que Guillermo Cabrera Infante hablara de cine. O de política. O de sexo. O de lo que fuera. Me atraía que se metiera con los pesos pesados. Que inventara referencias. (Una vez para referirse al trío de cómicos llamados los hermanos Marx, dijo que por el mismo tiempo hubo otro terceto de comediantes nombrados los hermanos Engels.) Que contara mentiras “más ácidas que las guayabas del Perú y casi tan indigestas”. (Decía, por ejemplo, que una vez llevaron a Australia una pareja de conejos; los conejos, como es natural, proliferaron como conejos; en diez años asolaron las praderas; el gobierno de Australia, para atajar los destrozos en la agricultura, pagaba a dólar cada piel del mamífero; un cazador particularmente experto llamado William Z. Williams, llegó a reunir un millón de pesos cambiados por otro millón de pellejos; desde entonces este Nemrod conejero fue conocido por el nombre ahora legendario de Conejo Bill.) Que se agarrara a golpes con los electroshocks y los ansiolíticos. Que jugara la broma de la falsa identidad con Vargas Llosa (“Sonó el teléfono. Soy Onelio Jorge Cardoso, dijo la tronante voz. ¿Te acuerdas? Nos conocimos en Cuba, el mes pasado. Oye, ¿por qué le dieron el premio ese [se refiere al Premio Biblioteca Breve], en Barcelona, al antipático de Cabrera Infante? Su novela era la mejor le respondí, tratando de recordar a mi interlocutor. Pero tienes razón. Lo conocí la noche del premio, y, en efecto, me pareció antipatiquísimo. No mucho después, recibí un ejemplar de Así en la paz como en la guerra con una dedicatoria incomodísima: Para Mario, de un tal Onelio Jorge Cardoso”.) Que cultivara el ilusionismo retórico y la parodia (“No somos NALGA”) y que escribiera sobre Cuba como resaca permanente, la suya y la de todos.

La palabra posteridad es demasiado ridícula, demasiado breve y mezquina, demasiado imbécil, para un tipo como él, que supo que toda escritura se pelea en el aquí y el ahora; o que sabe a sangre.

La literatura se parece mucho a las peleas de UFC. De esa vieja maestría de apretar, de hacer sentir dolor en el nervio hasta dejar inconsciente al atacante, están hechos también los primeros libros de Cabrera Infante.

Como él, los expertos, los luchadores tampoco envían solicitudes de amistad.

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