Botar la gorda

Dominó (2017) es el cortometraje de ficción número trece de Eduardo del Llano. La “saga” de Nicanor O’Donnell tiene ya trece entregas donde se mira Cuba a través de los ojos de este personaje.

Tampoco se trata de un tratado sociológico, pero los episodios de ese mulato de ojos claros (lo interpreta Luis Alberto García) transitan de lo real a lo fantástico, de la hilaridad al absurdo, condensando pasajes de la guerra revolucionaria de no pocos cubanos en la actualidad. El arduo oficio de (sobre)vivir en Cuba.

Nicanor, personaje literario de Eduardo del Llano, ejecutó un salto vital de la literatura al cine hace poco más de una década. Exactamente trece años.

En el inicio fue Monte Rouge (2004), sátira sobre el trabajo de la Seguridad del Estado cubana, tal y como dice en EcuRed. Monte Rouge fue una breve variante criolla, anticipada, de La vida de los otros (2006). La única hasta el momento. Una sátira sobre la obligación de sospechar, de conocer quién está hablando mierda del Gobierno. Desde la desacralización se hablaba allí de vigilar —quien vigila está dispuesto a castigar— y, de paso, de hacer más con menos. Bien mirado, este corto sí que pudo haberse llamado “La vida de nosotros”.

Ese gesto influiría en el resto de la saga (no en balde Eduardo, en los créditos finales, dedica Monte Rouge a quienes “no se atrevieron”). Marcaría un modo de hacer: desde los temas elegidos a los actores y técnicos dispuestos a colaborar. Incluso, debió haber incidido en las futuras grabaciones de la Balada de Nicanor, compuesta por Frank Delgado en colaboración con Eduardo.

La Balada… es el tema acompañante de los créditos iniciales de casi todos los cortos. Una balada devenida himno, de guerra diría yo, interpretado por un músico diferente en cada una de las entregas: Carlos Varela, Santiago Feliú, Gerardo Alfonso, Raúl Torres, William Vivanco, Buena Fe, entre otros. Los Aldeanos contribuyeron con un tema de presentación que se apropiaba de algunas claves de la Balada

Eduardo del Llano es una versión de Los Van Van.

Han sido trece filmes independientes, la mayoría distribuidos en Cuba USB mediante. Algunos fueron exhibidos en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana; ninguno ha entrado en la cartelera de la TV cubana.

Al finalizar la premiere de Dominó en el Centro Cultural Cinematográfico Fresa y Chocolate, una muchacha le dijo a quien la acompañaba: “Eduardo del Llano es una versión de Los Van Van, es un cronista de su época”. Entonces pensé en Juan Formell, en la discografía del Tren de la Música cubana, en los trece “Nicanores”. En mi cabeza aconteció la inevitable comparación.

Si Los Van Van fueron los Rolling Stones de la música cubana, ¿acaso ese cubano nacido en Moscú es el Rolling Stone del cine pobre hecho en Cuba? Bueno, cada cual a lo suyo. No le pidamos a Del Llano ni peras ni un songo. A fin de cuentas, la mayoría de los “Nicanores” valen lo que pesan.

Visto así, teniendo a Eduardo del Llano como un singular cronista, Nicanor O´Donell sería su dispositivo de enunciación. Ambos han ido envejeciendo en pantalla, frente a nosotros.

La saga de Nicanor es la condensación de un desasosiego, una suerte de malestar o acto de resistencia personal y colectivo. Es divertimento, escaramuza; hay en ella deleite y riesgo aunque al final de cada corto solo se consiga la reflexión, la risa.

Mercado negro, literatura, arte contemporáneo, vigilancia, control, doble moral, interrogatorios, las estrategias de sobrevivencia a la sombra de una buena conducta en el CDR, el trabajo, la escuela, son “el paisaje” de estos Nicanores.

Cuba ha sido puesta a la venta.

En Dominó, sí, están otra vez Luis Alberto García (Nicanor) y Néstor Jiménez (Rodríguez); ahora el escenario es un solar. Una cuartería en el municipio habanero de 10 de Octubre, si mal no recuerdo. Pero da igual. Un solar es un solar aunque no esté ubicado en Centro Habana o Habana Vieja.

Tenemos allí, entonces, a un irreverente Nicanor frente al funcionario de tercera Rodríguez, en una mesa de dominó. De pareja rival, otros dos especímenes de barrio: Sangremono (Omar Franco) y Pepe el Víctima (Miguel Moreno); el primero es un tipo violento, dicharachero, su pareja es un hombre noble, medio cobardón, casado con una mujer de recio carácter llamada Santa (Lola Amores).

El juego se desarrolla como un dominó de barrio: entre buches de ron, violentos golpes de ficha sobre la mesa acompañados de frases donde se resume una jugada, una provocación, la respuesta a un insulto. Todo acontece en la variante “violencia baja”… pero no recuerdo el fondillo musical (nunca mejor dicho) de nuestras calles: el reguetón en modo baladita romántica, canción de trabajo, en modo Allegro molto, Allegro ma non troppo o Allegro assai. Aunque, eso sí, hay un momento en que Santa entona el estribillo “Hasta que se seque el Malecón”, de Jacob Forever.

Pongamos que el solar no era un territorio libre de reguetón, lo verdaderamente importante no es el fondillo, sino la cabeza, es decir, los diálogos. Por lo tanto, esos cuatro gatos hablan. Mucho. Mientras juegan en serio.

La tensa paz se prolonga hasta que Rodríguez comparte una noticia que descargó de internet en su trabajo: Cuba ha sido puesta a la venta. El peso de esa noticia en el juego y en el cortometraje es equivalente a soltar el doble nueve.

No se trancará la partida. Justo en ese punto Eduardo del Llano comenzará a hacer de las suyas con sus fichas.

¿Ciertamente Cuba es un país cada vez menos propicio para el nativo mientras se vuelve más confortable para el extranjero?

Una cadena de interrogantes se genera entre los cuatro personajes: ¿Quién puso a Cuba en venta? ¿Exactamente qué estaba en venta?, ¿solo el país, o el país junto con su gente? ¿Cuánto darían por un país empobrecido, vulgar, violento? ¿Y quién querría comprarlo? ¿Para qué?

Reflexiones más o menos arduas, algunas patéticas, otras irónicas, descabelladas. Arrastran una buena dosis de romanticismo, incluso alta dosis de sentido común, tomando en cuenta tanto el carácter absurdo de la información, como el peso de la misma en el imaginario nacional según lo perciben estos cuatro sujetos.

La noticia sitúa un contexto mayor: un escenario en el cual política e ideología han instaurado una marca, un tipo de pensamiento, una conducta, un modo de ser en no pocos casos traducido en pura simulación. La mesa de madera donde transcurre el dominó es también un tablero de ajedrez. Político. Allí, a esos cuatro tristes gatos les corresponde la casilla de los peones.

Es lógica la advertencia de uno de ellos: un ardid de la CIA al interior de la noticia. Otro más. En este caso un golpe blando. Derrocar al Gobierno cubano sin invadir militarmente. Tal conclusión cala en el resto de los jugadores. Conduce a la aceptación en unos, a la negación en otros. Comulgar con el discurso donde enemigo y amenaza están a 90 millas, o responder con el mohín revelador de fatiga ante ese mismo discurso. Porque no solo se exige sacrificio a los peones: el eterno sacrificio siempre sitúa a la felicidad en el futuro.

Los personajes no obvian un aspecto esencial: ¿Adónde irá ese dinero, quién será el depositario, qué se hará con él? ¿Ciertamente Cuba es un país cada vez menos propicio para el nativo mientras se vuelve más confortable para el extranjero? La alegoría es clara.

Si los dos micrófonos que tocan por núcleo familiar, de acuerdo a los segurosos de Monte Rouge, hubieran sido instalados en el pasillo del solar, en el centro de análisis de conversaciones un agente le hubiera dicho a otro: “A los cubanos no se les puede dar un dedo, en seguida se ponen a hablar mierda. Hablan de pelota, de semiótica, de histología, incluso de la Teoría de las Cuerdas, de paso hablan mal del Gobierno”.

¿El precio pactado es el verdadero valor de Cuba? ¿Cuánto valen los cubanos? ¿Acaso Cuba y sus habitantes han sido puestos a precio de remate?

Tras desencadenar un largo e intenso análisis, para Nicanor el dinero producto de la venta de Cuba debe ser dividido en partes iguales. Entre todos. ¿Pero quiénes somos todos? ¿A quiénes debe incluirse, quiénes no deberían estar en la lista de beneficiados? ¿Qué hacer con los cubanos de la diáspora y con aquellos que, viviendo en el país, poseen grandes fortunas? Estas preguntas irán estallando a lo largo del filme.

Otras interrogantes: ¿El precio pactado es el verdadero valor de Cuba? ¿Cuánto valen los cubanos? ¿Acaso Cuba y sus habitantes han sido puestos a precio de remate? Parecen puro nacionalismo pero son otra cosa. Sacan a la luz el escepticismo motivado por la depauperación del país y de su gente.

Eduardo del Llano pone en boca de sus actores líneas de texto y lineamientos de conducta. De paso, nos sienta en el mismo tablero de juego. En las casillas de los peones o en la retaguardia, según nos imaginemos en el ajedrez político.

Da igual la cantidad a repartir (aunque para nada es un detalle baladí). Tampoco es importante la operación aritmética sino quiénes operan con la ecuación, con el dinero, con los símbolos. Los cuatro jugadores tampoco pasan por alto la posibilidad del manejo turbio en el flujo de dinero si la transacción se llevara a cabo.

Bien mirado, el solar de Dominó concentra las líneas de fuerza desplegadas en buena parte de las entregas anteriores. En Dominó está el peso de los símbolos además de su traducción en pesos (Photoshop, 2006 / Aché, 2010), así como el necesario debate público sin el asomo de una inverosímil unanimidad (Intermezzo, 2008); incluso se pone en evidencia el efecto de una maquinaria ideológica que controla todos los medios de información y decide qué se publica, cuándo, cómo se redacta, dónde deben ubicarse los contenidos (Brainstorm, 2009); o los esquemas de comportamiento exigidos por esa maquinaria que no concibe ni acepta iniciativas originadas fuera de sus marcos (Pravda, 2010).

A propósito de símbolos: el personaje Santa, en Dominó, es un claro homenaje a Santa y Andrés (2016), la película censurada de Carlos Lechuga (es la misma Lola Amores quien interpreta Santa en ambos filmes).

La venta de Cuba es semejante a la disposición de ser golpeado.

En respuesta a un artículo de Eduardo del Llano, donde él cuestionaba la exclusión de Santa y Andrés del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, Roberto Smith, Presidente del ICAIC, escribió: “independientemente de sus resultados artísticos y de las posibles intenciones de sus creadores, el filme presenta una imagen de la Revolución que la reduce a una expresión de intolerancia y violencia contra la cultura; hace un uso irresponsable de nuestros símbolos patrios y referencias inaceptables al compañero Fidel”.

Tras leer la respuesta de Smith, quizá Nicanor diría: “Verde, con puntas: guanábana”.

Mientras envejece en la pantalla, ese mulato se mantiene en el epicentro del conflicto. Tal parece que le gusta la política. Pero no. A la política le gusta Nicanor. Lo necesita. Lo va moviendo en el tablero. Según las reglas del juego, según las necesidades del rey.

Sobre la mesa están las fichas de la vida de cada uno de los personajes de Dominó. Deseos, sueños, angustias, incertidumbre… Nosotros, que también le gustamos a la política, envejecemos acompañados en la distancia por Nicanor. Habitando casi los mismos escenarios que el mulato de ojos claros. Ya sea en la cama de Hight tech (2005), en el almendrón de Pas de quatre (2009) o en la sala de una casa cualquiera, frente al televisor, “zapiando” entre unos pocos canales, en compañía de los suegros (Homo Sapiens, 2006). Quizá por eso se nos ha vuelto entrañable.

Puestos todavía a resumir la saga Nicanor en Dominó, no es descabellado pensar en Exit (2011) atravesando la conversación suscitada en el solar. La venta de Cuba es semejante a la disposición de ser golpeado en la cara a cambio de unos euros y la posibilidad de figurar en la obra de un artista extranjero.

El delirio y la cándida lucidez colocan a Nicanor en perspectiva, aunque la solución de su dilema sea una necedad, puro absurdo en clave de humor. En el caso de Dominó, en esa nueva realidad de Cuba quien ordena es el comprador. Así lo piensa O´Donnell. Todo el país con la gente dentro estaría a merced del nuevo dueño. Porque, de tener Cuba un dueño, ¿qué valor tendría entonces el Gobierno?

El dron nos ubica sobre un país cuya realidad se sigue distanciando de la imagen construida específicamente para los noticiarios, la prensa, las agencias de viaje.

Pasar de la semiótica a la disensión, de ahí a la histología. Hurgar en el tejido social como quien analiza el line up del team Cuba de béisbol, sabiendo que cualquier criterio personal no será de utilidad alguna, aunque coincida con el de la mayoría de los aficionados.

Según Nicanor, con la venta del país peligrarían los inmuebles, los espacios públicos, también la memoria. Entonces el mulato lenguaraz, haciendo gala de su data, tira sobre el tablero de sus vidas una pregunta cuyo peso es similar al doble nueve: ¿qué podrían hacer?, ¿qué deberían hacer ante esa situación?

La jugada del personaje, o la jugada de Eduardo del Llano, tal parece trancar el dominó. Porque todos hacen silencio. Si a lo largo de la película los cuatro tristes gatos bebían, gesticulaban, retaban al contrario, e incluso uno de ellos recibe un par de bofetones, tras esa intervención de O´Donnell sobreviene la parálisis total.

Esa mudez y ese inmovilismo son literalmente otra alegoría, además de un supuesto final. Porque la cámara, que travelling mediante y desde la calle nos situó en el solar, al final de la película hace el camino a la inversa. Es la cámara de un dron. Una vez en la calle, se va elevando. Para dejarnos suspendidos en un plano general de una ciudad, esa Habana “Maravilla”.

Y el dron nos ubica en una encrucijada, sobre un país cuya realidad se sigue distanciando de la imagen construida específicamente para los noticiarios, la prensa, las agencias de viaje. De apelar a una metáfora, en esa figura retórica habría un caserón con problemas estructurales y una brigada de obreros apuntalando el portal con maderos viejos.

La pregunta de Nicanor no va dirigida solamente a sus socios.

Muchos desean abandonar Cuba. Al mismo tiempo, no pocos desean que Cuba se parezca al país de sus sueños. De una vez y por todas.

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