Oleaje de la memoria (III)

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La única vez que he tomado una decisión estética, y concretamente literaria, bajo los efectos (inevitablemente, añadiría) de consideraciones éticas y emotivas, ocurrió el día en que me dije que no iba a intervenir en nada que tuviera que ver con aquella novela de Luis Pavón. La puse a disposición de dos lectores especializados, como era y es usual en Cuba, y me olvidé de ella. (Más tarde salió publicada en las ediciones Verde Olivo.)

Volví a ver a Pavón al cabo de dos meses (en una ocasión se comunicó conmigo por teléfono, interesado en saber cómo iban las cosas con su libro), luego de visitar él la dirección de la editorial. Yo estaba en mi oficina. “Le pido que no se deje influir por criterios que no sean literarios”, me dijo moviendo una mano de modo extrañísimo. La frase no es textual, pero sí muy aproximada.

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Naturaleza muerta con abejas, la novela de Atilio Caballero, era (y aún es) uno de los textos más notables entregados a la editorial. Recuerdo que la decisión de publicarla fue casi inmediata. La puse en manos de una editora y el trabajo fluyó bien. Escribí la nota de contracubierta del libro. (Aunque no era una práctica habitual, yo mismo me encargaba de escribir algunas notas, con cierto sabor ensayístico, para acompañar a textos que ya sobresalían en el panorama narrativo de aquellos años.)

La nota dice, al final: “En la red de acontecimientos que alcanza a urdir, Naturaleza muerta con abejas es una obra de gran frondosidad conceptual y notable ejecución estilística”.

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Cuando la novela de Atilio Caballero por fin apareció en Cuba (se publicó inicialmente en Olalla Ediciones, en 1997), yo, como he dicho, no trabajaba ya en la editorial Letras Cubanas. La publicación coincidió con la de mi libro Síntomas. Allí, en un ensayo titulado “El sujeto y la imaginación alegórica”, le dediqué unas palabras escritas tras la lectura del manuscrito y que me gustaría recordar ahora, veinte años después: “(…) resulta obvio que Naturaleza muerta con abejas, en cuya elaboración interviene una prosa meditativa y esmerada, se ajusta al dibujo de una alegoría del sometimiento humano, y que esa alegoría, por su carácter integral en cuanto a la impugnación que alcanza a hacer, es de índole antiutópica. Como construcción verbal descuella por su capacidad de poner en juego, otra vez, el debate entre la Libertad Razonada y el Poder Inconvincente, el sujeto despierto y las instituciones, el hombre pensante y la voluntad inapelable de la fuerza. En términos diacrónicos, y como miembro de una estirpe que cuenta con pocos ejemplos en la literatura cubana, el texto se coloca en la misma línea de La carne de René, la primera novela de Virgilio Piñera. Esta comparación, que podría parecer ambiciosa, es, sin embargo, tan lícita como inevitable (…) cuando la Utopía comienza a autorreferenciarse, o sea, a distinguirse ella misma como única verdad posible, entonces surgen empeños ajenos a la razón: abolir el pasado real o reescribirlo, por ejemplo, y materializar la propia Utopía, que siempre es un querer ser, no algo conseguido. La Utopía sin razón es terrible, parece decirnos Atilio Caballero”.

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Cuando un libro expresa rotundamente su excepcionalidad, por lo general ocurre que, además, está bien o muy bien escrito. Ese era (o es) el caso de la novela de Atilio Caballero, lo que posibilitó adelantar el trabajo. Cuando las artes finales del libro están listas, o casi listas, es práctica común en Cuba que el jefe de la redacción revise cierta cantidad de páginas, en busca de erratas o saltos, y esto también lo hace el director de la editorial.

El libro estuvo listo para irse a la imprenta (por aquel tiempo se imprimía bastante en Colombia), pero empezó a demorarse en la dirección de la editorial. Cuando estimé que la demora ya no clasificaba como algo normal (es un libro breve, la edición cubana no sobrepasa las 168 páginas), pregunté qué sucedía. Entonces supe que las artes finales ya no se encontraban allí, sino que habían sido enviadas a la presidencia del Instituto Cubano del Libro. La novela estaba siendo censurada.

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No recuerdo con exactitud si fue durante la edición de mi antología Aire de luz, o si fue a raíz de la censura de Naturaleza muerta con abejas, o si se trataba ya del efecto de mis frecuentes publicaciones, desde 1996, en la revista Encuentro (curiosamente, lo que más molestaba a las autoridades institucionales es que mi nombre aparecía en la cada vez más nutrida lista de colaboradores). El caso es que, al seguir oponiéndome a censurar, tuve una fea discusión con el director de la editorial. Me dijo: “Yo no voy a hacer tu trabajo”. La discusión prosiguió de manera aún más desagradable. La atmósfera era tan perentoria y concluyente que comprendí que aquellos eran mis días finales allí.

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En un número doble de la revista Encuentro (el 6-7, o quizás el 8-9) venía una promoción de la edición española de Naturaleza muerta con abejas. Decía: “Una novela de riesgo”. Encuentro circulaba bastante por aquellos días y pude imaginar que aquella frase iba a incrementar las sospechas de los censores. Supongo que así fue.

“En la narrativa actual siempre hay una dosis de crítica, ¿no es verdad, Garrandés?”, me había preguntado un funcionario que empezaba a desempeñarse en su cargo. Yo, que sabía a qué estaba refiriéndose, le respondí que sí y le ofrecí algunos argumentos.

“¿Por qué no mandan ya la novela a imprenta?”, pregunté en concreto. Él sabía qué novela era, aunque el breve diálogo tenía que ver más bien con el realismo. Pero podía percibir una mezcla de temor y expectativa. Al mismo tiempo se me evaluaba como un funcionario. Yo, con una sonrisa, insistía en que no lo era. En todo caso, un escritor que fungía como funcionario y que, en relación con libros observados con sospecha, podía negociar en el territorio de la literatura.

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Negociar significaba explicar por qué la paranoia, y la agresividad que la acompañaba, debían dejarse a un lado. Negociar significaba persuadir a quien tuviera que persuadir.

Cuando de cierta forma estás, durante algún tiempo, cerca de una fiera —y esto vale como metáfora y como realidad metafórica, no tengo ni que explicarlo—, tienes que convencerla de que no eres su almuerzo, o su cena. Pero eso es hasta un día en que ya no puedes (y, en ocasiones, ni quieres) suministrarle a la fiera argumentos apaciguadores ni nada parecido. Poco después, a fines de febrero de 1998, renuncié.

 

Parte: I, II, IV, V (final).

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7 Comentarios
  1. “En la red de acontecimientos que alcanza a urdir, Naturaleza muerta con abejas es una obra de gran frondosidad conceptual y notable ejecución estilística”
    Esto, por supuesto, no quiere decir nada.

  2. Como ni siquiera tengo teléfono, no digamos ya posibilidades de conexión “normales”, solo ahora (Agosto 24) descubro, casi al azar, esta polémica que Garrandés y Ponte han sostenido a propósito de un texto del primero. En ella, como insistente “convidado de piedra”, aparezco en varios momentos, a tenor, como ya han visto, del affaire Naturaleza muerta… y su tormentosa publicación en Cuba. Tenaz, perseverante, asoma mi cabeza cada tanto como figura de guignol, sabia y amablemente manipulada en cada caso -eso sí- en un extraño retablo de disonancias, en una trama que, lamentablemente, creció más emponzoñada que el mismo veneno vertido en la oreja del padre de Hamlet. Lamentable, digo, porque, amén de que pone algo de sustancia a este aburrido y bochornoso verano yzarandea un poco la abúlica republiquita de las letras insulares, al fin y al cabo no aporta nada trascendente, por así decir,o al menossignificativo, que es lo que podría esperarse tratándose de tales contendientes. Provechoso aunque estéril, es la sensación que me deja, qué rara dicotomía.
    No tengo un espíritu conciliador. No intento nada parecido ahora. Tampoco soy (ya) amigo íntimo de ninguno (aunque sí llegué a serlo de Antonio José cuando estábamos más cerca) ni tengo vocación arbitral. Pero creo que, además de ellos dos, claro, soy tal vez la otra persona que mejor conoce las interioridades de este caso, su intríngulis, lo que me permite dialogar en este asunto con cierta propiedad. De ahí mi desazón: ambos tienen razón. Son tan contundentes la mayor parte de los argumentos en ambos casos, que al final las magulladuras solo servirán como refocilo de oscuros talibancitos locales agazapados en covacha institucional (con aire acondicionado e internet estatal), siguiendo a full la peripecia con malsana delectación. Y eso sí es triste.
    Mal acaba lo que mal empieza, también podríamos decir. Ponte empieza mal, Garrandés empieza mal, y ya después parece imposible desfacer el entuerto de descalificaciones estériles. Empieza mal Ponte, al parecer apresurada su exigencia a Garrandés, cuando lo conmina(con razón) a develar el meollo del asunto, sin saber que ello vendría en el próximo capítulo. Pero Garrandés comienza peor, apelando a la descalificación personal y creadora de Ponte, contaminado al parecer por ese vicio mezquino y nacional de recurrir a la ofensa personal cuando se agotan o no existen los argumentos, vicio extendido desde cierto discurso oficial hasta una bronca de dominó.
    Garrandés, ahora, detalla los acontecimientos, perfila su orden sucesivo, una pormenorización y una veracidad que agradezco: no obstante a las razones que Ponte pueda alegar, Garrandés es, hasta donde alcanza mi conocimiento, una persona cabal. Y como tal se comportó en este asunto, doy fe de ello. Tal vez sea por esto –entre otras cosas– que, no obstante saber todos que no fue él quien tomó la decisión, se abstenga de mencionar nombres. Y sí hay un nombre, un máximo responsable entonces, (que Ponte se encarga de recordar): Omar González. Es él el autor de la frase “Yo no voy a hacer tu trabajo”, cuando era realmente ese su trabajo al frente del Instituto del Libro: dirigir-censurar. No debemos olvidar que este señor llegó a la presidencia del ICL directamente de otra presidencia: la del Consejo Nacional de las Artes Plásticas, llevado allí en pleno auge del movimiento pictórico-contestatario de mediados de los noventa (Proyecto Castillo de la Fuerza, Arte Calle, Volumen I, Espacio Aglutinador…), y cuya labor al frente de esa institución será siempre recordada por haber sido capaz de cerrar todas las galerías de arte de La Habana, y propiciar la estampida, el éxodo de pintores hacia cualquier parte del mundo. Pero otra turbulencia comenzaba a formarse en el panorama literario nacional, había que poner coto a ello, y quien mejor… Una vez calmados los ánimos en este frente, otra turbulencia parecía comenzar a formarse en el ICAIC. ¿Y a quién mandaron a repartir cocotazos entre los realizadores? No es tan difícil de adivinar.Con un estilo y unas maneras no más sofisticadas pero sí distintas –más discreto, o mejor, más taimado, levemente cínico…- que las de su antecesor Pavón, este Torquemada de nuevo cuño cumplió a cabalidad cada tarea asignada. Hoy preside el CDR de su cuadra.
    Esta digresión presidencialista, necesaria a mi modo de ver, viene al caso por dos razones, dos episodios que considero esenciales. El primero, que no sé por qué Garrandés se abstiene de recordar: nunca he sabido si, bien para atenuar la “responsabilidad pública” de Garrandés, bien para apuntalar, numérica y conceptualmente, la decisión de censurar mi novela y salpicar de ominosa responsabilidad a algunas personas más –un quórum es más convincente que un par de cabezas–, a instancias de este mismo presidente se creó una “comisión” para leer “Naturaleza muerta…” y dar un veredicto. Tampoco he podido saber nunca, a ciencia cierta –solo tengo rumores, y yo odio los rumores– cual fue la plantilla completa de este oscuroteam. El veredicto, como es de suponer, fue negativo. Es decir, Garrandés podría tener una posición contraria al afán de censura de la dirección de la Editorial y de la presidencia del Instituto, pero ahora seríasu posición contra la decisión y la disposición de un grupo de –supongo– escritores de –supongo– probado prestigio intelectual y entereza política. Con este aval en mano es que, por primera vez, alguien me cita para una reunión en la redacción de narrativa del Segundo Cabo. Por supuesto que enseguida supe que el tema de esa reunión sería “Naturaleza muerta…”, aunque no lograba imaginarme los pormenores.
    Fue Garrandés quien me avisó el día antes: “Te van a pedir que cambies varias cosas en la novela, incluso que cambies o elimines fragmentos completos… En fin, ya tu sabes…” Hizo una pausa, y concluyó: “Yo te recomiendo que no cambies ni una sola coma. Ahí no hay nada que cambiar, al menos en el sentido que ellos quieren que cambies… O sale como está, o no sale. Yo no voy a estar”, y colgó. Luego de eso no nos volvimos a ver por un buen tiempo. Cuando nos encontramos nuevamente, ya él había renunciado a su cargo en la Redacción.
    ¿Y a quién me encuentro al otro día, como alegre y único paladín de aquél sombrío comité de examinadores literarios, úkase en mano? A Basilia Papastamatiu. ¿QueGarrandés se comportó como un comisario político? No, querido Antonio José, la verdadera comisaria la tuve yo enfrente en ese momento. Con unas energías y una convicción dignas de muy mejores causas. Que se empeñaba, y solo cito un instante de este encuentro, corto por cierto, en que, por ejemplo, en la escena donde el protagonista sorprende a uno de sus superiores robándose una caja de latas de carne rusa, yo eliminara la palabra rusa, o cambiara la frase por “carne en conserva”, “carne prensada”, etc… “Mirá nene, el problema no es que el oficial se robe la caja de latas de carne, ¡el problema es que es carne rusa!, entendés?” ¿Cómo explicarle a Basilia, greco-argentina ella, que en el ejército cubano la carne rusa era carne rusa, y no “carne de lata”, “carne en conserva”, etc? Como de esos atolladeros es imposible salir con argumentos o conceptos puramente literarios, ahí quedó todo.
    ¿Y cómo es que después de todo este rollo, “Naturaleza muerta con abejas” se publica finalmente en Letras Cubanas? Es una buena pregunta, de rápida respuesta (y este es el segundo episodio esencial de que hablaba hace un instante). Dos años después, y gracias sobre todo a la entereza de Beatriz Maggi, presidenta del jurado, gano el Premio de Novela de la UNEAC con “La última playa”. Fui a ver a Francisco López Sacha, entonces presidente de la sección de Escritores (a la que ya pertenecía, y aún pertenezco), y le dije que en la pequeña nota biográfica del libro premiado debía aparecer, entre mis obras, “Naturaleza muerta…”, en su condición de novela en edición pero censurada. De no ser así, yo no autorizaba la publicación del libro premiado. Con su conocido histrionismo Sacha pegó un par de gritos y tres puñetazos en su buró, y prometió solucionar aquél “desatino” (cito). No sé cómo hizo, pero sí me consta que tuvo un par de encuentros con “el presidente del ICL”, en la oficina de este último en el Segundo Cabo, al parecer bastante movidos, según me contó luego alguien que allí trabajaba. “Los gritos de los dos se oían en el piso de abajo…”
    Creo que el “error trágico” de Garrandés, en ese corto sparring que entonces sostuvieron Ponte y él, estuvo en no haber respondido la carta que éste dejó sobre su mesa de trabajo. Ponte se lo reprocha con razón, al inicio de su primer comentario en este agrio intercambio. Conociendo a Ponte como conocía al que entonces era, estoy seguro de que ese simple gesto (responder esa carta) hubiese sido suficiente, en aquél momento, para zanjar, al menos momentáneamente, las mutuas diferencias (y esta diatriba, ahora, tendría seguramente otro tono, otra “magnitud”). Era una carta personal, no pública, y aunque nunca he conocido el contenido de la misma, estoy casi convencido de que, en el fondo, y aunque estuviese dirigida al Garrandés funcionario, no era más que la interpelación de un escritor a otro, una exhortación ética y visceral, el clamor encendido y desesperado de alguien en medio del silencio, el temor y la indiferencia más absolutos. La verdadera falta de Garrandés, en este intercambio reciente, radica precisamente en su negativa a reconocer este hecho incuestionable: Antonio José Ponte fue LA UNICA PERSONA que se atrevió a decir en voz alta lo que casi todos sabían, rechazaban, pero callaban. Me parece absolutamente falsa y mezquina cualquier interpretación de este hecho que pretenda aludir a un supuesto afán de protagonismo de su parte. Como ya he dicho, es realmente lamentable que desde el mismo inicio de su réplica,Garrandés deseche cualquier posibilidad de sostener un intercambio, una disputa o una simple controversia sobre la base de argumentos sólidos, convincentes, profundos, y se limite, desde tan temprano, a despachar la cuestión apelando a la blasfemia(“… por aquel tiempo Ponte intentaba engañar a todo el mundo procurando crearse un expediente de escritor aristocrático y perseguido (de hecho, creo que intentaba conseguir una especie de beca en alguna de las llamadas ciudades-refugio), y aprovechó la oportunidad y me atacó. Atacó al supuesto censor. ¿Por qué no se metió con los censores auténticos? Porque necesitaba crear un debate que le diera masa y relleno a lo que por entonces (ni ahora, por cierto) no tenía ni masa ni relleno: su obra”). Si algo no necesitaba Ponte entonces era “crearse un expediente” de nada, a costa de nadie: sus opiniones políticas, públicas y conocidas, y la calidad de su obra, más conocida aún, eran un “aval” más que suficiente.
    Lo que me gustaría saber es hasta qué punto habrá podido Garrandés “superar” algunas de las mendacidades de las cuales le acusa Ponte. Por ejemplo, y termino con una pregunta: ¿cómo se puede tener columna fija (“abrir tenderete”, qué buen símil), al mismo tiempo, en La Jiribilla y en Hypermedia Magazine? ¿Cómo se “concilia” esto?
    A los redactores de este último agradezco la publicación de este comentario.

  3. Queridos amigos, enemigos, gente neutral y curiosa, gente de simpatías y antipatías, y público circense: el comisario Garrandés no había aparecido más por aquí, hasta hoy, porque asuntos verdaderamente importantes lo tenían muy ocupado. Debo decir que esos asuntos se han resuelto muy bien y han remarcado la transitoriedad de esta pendencia y su talante insustancial. Por fortuna no necesito alimentarme de ella. Quisiera subrayar, mirando de soslayo ese traje que no me queda nada bien (el de comisario), dicho concepto: lo insustancial. No puedo sino ligarlo a la pirueta, a la manipulación de expectativas, a la perversión de los hechos. Y, claro, a la bilis que alguien, con acierto, ha mencionado por ahí.
    La cuestión de si fui blasfemo e insultante y falaz desde el inicio de mis comentarios me parece insostenible: sólo respondí, a una acusación inesperada y llena de torceduras, con una hipótesis (contra mí se han manejado hipótesis también). Esas hipótesis siguen ahí. Y siguen, incluso, aun cuando Atilio Caballero declara que no tuve nada que ver con la censura de su libro. Si la acusación pervive y se expande sin que la aclaración de Atilio signifique algo o tenga un peso, eso sólo quiere decir una cosa: que el acusador, engolosinado con sus actos de pontificar, no quiere dar su brazo a torcer y se irrita.
    Rumores, tan llenos siempre de verdad y mentira, de humo y fuego, llegaron rápido a mí, luego de aquella carta «personal». Rumores desde un público avivador (consciente e inconscientemente) de la discordia, que me advertían sobre un hecho: al parecer el pontífice iba a intervenir de forma pública. Y aunque en general no atiendo a rumores, tenía mis dudas. Y la intervención ocurrió en aquella reunión de escritores donde se me acusó de censor. El tono de la carta (no la conservo) no era el de un documento que iba a quedar sólo como parte de una hilera de cartas (si yo decidía contestar). De modo que no contesté. Decidí no hacerlo. Vi qué era lo que en verdad anhelaba el pontífice. Además, ¿por qué debía yo contestarle al remitente de esa carta que finalizaba más o menos así: «No se saldrán con la suya»? ¿Salirme con la mía? ¡Risible y absurdo! Si yo me hubiera salido con la mía, la novela de Atilio Caballero se habría publicado de inmediato. Yo y otras personas (el pontífice incluido, desde luego… por eso nunca he dejado de decir que manipuló las cosas en ese «afán de protagonismo» que Atilio Caballero niega) sabíamos bien, y hasta muy bien, cómo habían sido los hechos. Me parece ingenuo (una ingenuidad fingida, me parece: Atilio Caballero sabe cómo se condujo el remitente por aquellos días) pensar que responder por escrito, y realizar un intercambio epistolar, habría sido un acto tan privado como saneador. No lo creo.
    Sólo para matizar con ciertas precisiones: que yo sepa, en La Jiribilla no hay columnistas. Fui y he sido, esporádicamente, un colaborador. Como muchos otros escritores. ¿Columna fija? No, nunca me ofrecieron una. Nunca la tuve. Pedí que formalizaran una, una columna que fuera mía, con mis textos y sobre lo que pienso de la literatura y del trabajo de un escritor. Una columna, en esencia, para reseñar libros y hacer una especie de arqueología crítica. Pero me dijeron que no, que el perfil de la revista no era ese. Hasta donde conozco allí sólo hay secciones. No sé de dónde proviene lo de columnista (imagino que de Ecured).
    Harán unos 15 años, cuando se me pidió colaborar, comenté en la sede de La Jiribilla que la revista estaba llena de política y controversias políticas harto inmediatas, como de barricada, y mencioné dos o tres cosas que me parecían malas decisiones (una de ellas: no publicar un extraordinario discurso de Susan Sontag, leído cuando le otorgaron el Premio Jerusalén, sobre la libertad y la literatura, porque unas semanas antes Sontag había criticado políticamente a Gabriel García Márquez… envié el discurso, pero no quisieron publicarlo). Digo esto no para superar (o intentar superar) una inculpación de mendacidad Atilio Caballero apoya sin más, sino para aclarar que siempre he defendido mi derecho de publicar exactamente donde quiera hacerlo, bajo mis condiciones y sin compromisos ni pactos de ninguna índole. Por ejemplo, he publicado sobre Kafka lo mismo en La Jiribilla (2003 o 2004) que aquí, en 2017, en Hypermediamagazine. Ahora recuerdo cuando algunas personas me sermoneaban por haber dado a conocer, en la revista Encuentro, un ensayo sobre los relatos de Lino Novás Calvo (mi primera colaboración allí, si no recuerdo mal). Habría publicado ese texto en Encuentro, como en efecto hice, o en La Jiribilla, o en Hypermediamagazine. O en las tres revistas, si hubiera sido posible.
    Todo esto es real, pero, a la vez, novelesco. El acusador se encuentra ahora reuniendo pruebas: El otro caso del comisario Garrandés. Parece título de un policial barato. Me imagino, por un lado, a un comisario lleno de falsedades, desarrollando una hipocresía astuta, como un doble agente. Por el otro, a un inspector incorruptible y salido, al parecer, del antiguo y muy romano Colegio de Pontífices. Es mi deseo que nunca le llegue su 28 de julio (o su 10 de Termidor, si ustedes prefieren).
    Atilio Caballero recuerda con envidiable precisión algo que yo tenía prácticamente olvidado: ese diálogo donde le recomendaba no cambiar ni una coma de su libro. Han pasado 20 años. Polvo, memoria, negligencia, oscuridad, ficciones, lastimaduras reales, lastimaduras irreales, cortinas de humo, manipulación, simulaciones. No insistiré en esto último, ya escribí lo que pensaba. Por otra parte, estoy seguro de que sigo siendo (lo sé desde hace mucho, así que no me sorprende volver a enterarme) el hombre cabal que Atilio Caballero cree que soy. Lo que resta de este asunto (incluso lo que él, un escritor sí respetable, pudiera reprocharme arbitrariamente o no, en lo que toca a esta vana discusión) me importa bien poco o nada.

  4. La Jiribilla dixit:

    Alberto Garrandés
    La Habana, Cuba (31 de Enero de 1960)

    Narrador, ensayista y editor cubano. Nació en La Habana en 1960. Se graduó de Licenciatura en Filología en 1983, por la Universidad de La Habana. Fue Investigador Agregado por el Instituto de Literatura y Lingüística del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, donde trabajó de 1984 a 1992. De 1995 a 1999 fungió como editor-jefe de la redacción de narrativa de la Editorial Letras Cubanas del Instituto Cubano del Libro. Columnista del portal Cubaliteraria. Fue columnista de la revista digital La Jiribilla.

    http://epoca2.lajiribilla.cu/autor/alberto-garrandes

    1. Insisto porque la monomanía permanece: nunca tuve columna propia en La Jiribilla. Ojalá hubiera sido mía (con periodicidad semanal, digamos) una columna allí. Que los investigadores del comisario Garrandés investiguen más atentamente…

      1. Entre sus fichas de autores, «La Jiribilla» da a Garrandés como excolumnista suyo. Garrandés dice que él no lo fue, que pidió serlo pero le negaron esa oportunidad. Entre creer a «La Jiribilla» y creer a Garrandés, no sé por cuál decidirme. ¿Qué interés tendría tal publicación en adjudicarse un columnista que nunca tuvo?
        Pero, bueno, aceptando la versión que Garrandés da, ¿qué cambia ella lo que vengo diciendo? Nada o casi nada: luego de haber sido involucrado, con su favor o a pesar suyo, en la censura política, él pide una columna en una publicación centrada en la censura política. Si lo aceptaron o no, su disposición a colaborar fue la misma.
        No hay más que leer las objeciones que dice haber puesto al perfil editorial de esa publicación: «estaba llena de política y controversias políticas harto inmediatas». Como si fuera la inmediatez lo que hubiera que criticar en una publicación de actualidad, y no las bajezas con que practicaba esa inmediatez.
        La falta de comprensión de esto último hace que Garrandés empareje «La Jiribilla» a «Encuentro» o a «Hypermedia Magazine». Es penoso a estas alturas tener que recordar que un mismo texto, aunque sea sobre Kafka, cambia dado el contexto en que aparezca. Penoso, no solamente por lo elementalísimo del asunto, sino por lo inefectivo: a gente como Garrandés lo que le importa es sacar su texto adelante, da igual de qué manera.
        Solamente así se explica que, después de una experiencia amarga con la censura política, toque a la puerta de «La Jiribilla» para ofrecerse como columnista, lo haya sido o no. Deseos de sentirse dentro de la abyección no le faltaban, como él mismo ha reconocido.

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