La terraza de Brooklyn

Los fuegos artificiales estallan ruidosos en el cielo nocturno de Inwood, al norte de Manhattan, justo en los límites del río Harlem. En Academy St., una calle tomada por los dominicanos, el 4 de julio es un puñado jubiloso de familias y vecinos en cada tramo de acera, los parlantes y los asientos plegables al pie de los edificios severos, bajo la sombrilla húmeda de los árboles públicos. Los niños corren pletóricos entre los autos, en la flor del verano. Las aspas de un molino de cerveza, los six pack comprados en la tienda pequeña de la esquina, ponen en marcha la celebración por el día de la independencia. Pero esto no es nada. A orillas del Hudson, dicen, el espectáculo festivo y el despliegue de luces son una verdadera apoteosis y una definición precisa del carácter nacional, si es que realmente hay algo que merezca llamarse así.

Sobre la medianoche, ya refugiado en un apartamento del edificio 690, después de recorrer durante el día algunas avenidas cercanas a Union Square y no saber muy bien qué hacer finalmente con las pocas horas que me quedan en Nueva York tras dos semanas de visita, una amiga pone The end of the tour, la película que recrea el encuentro-entrevista entre David Lipsky, periodista de Rolling Stone, y David Foster Wallace durante los días finales de la gira de promoción de Infinite Jest por Estados Unidos.

En algún punto del recorrido, Lipsky, sorprendido o fingiendo sorpresa, le pregunta a Wallace por qué aún no se ha ido a vivir a Nueva York. La duda es perfectamente comprensible. Hay siempre un momento de terrible ingenuidad y soberbia en que las personas que estamos en Nueva York nos preguntamos cómo hay gente que todavía puede no estar viviendo ahí, o cómo nosotros mismos podemos solo estar de tránsito y no estacionarnos de una vez.

Wallace, al volante, pudo responderle a Lipsky que no se iba a Nueva York justamente porque los neoyorkinos son de esa clase de personas capaces de preguntarte cómo es que, si lo tienes a tiro, no estás instalado desde ya en Nueva York. Le dijo, en cambio, que la ciudad lo deprimía (o eso fue lo que mi macarrónica comprensión del inglés me permitió entender, y así debió de haber sido, pues Wallace fue alguien que se pasó deprimido toda su vida y una gran ciudad no clasificaba precisamente entre las cosas que podían sacarlo del letargo), y que cada vez que la visitaba le parecía encontrarse con toda esa batalla de egos estallando. Una batalla tan feroz como divertida, de más está decirlo, en la que Wallace participa y vence desde la renuncia y la distancia.

Es madrugada y afuera continúan los fuegos artificiales. No puedo ver ya su resplandor, pero escucho el sonido de petardos, la ciudad celebrándose a sí misma, el cuerpo a cuerpo de los egos combustionando en la jungla de cemento. Puede que eso sea todo lo que me haya sucedido en estas dos semanas. Alguien que escucha y que cree haber visto, pero que en realidad no ve. “Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!/ y en Roma misma a Roma no la hallas”, dice Quevedo.

Amigos que llevan quince, veinte años en la ciudad, aún se sorprenden a diario de caminar por la acera que caminan, como una epifanía de la costumbre. Mi idea es que a veces, en la tarde, miran al cielo, cualquier pedazo enmarcado entre los edificios de vértigo, y alcanzan a susurrarse: “Dios mío, estoy aquí”. El estupor ante Nueva York es algo que hay que merecer y, contrario a la propia naturaleza de lo que se supone que es la fascinación y el asombro, toma tiempo sorprenderse, exige permanencia, un metódico conocimiento de sus posibilidades y del ritmo interior de la ciudad. Lo que la vuelve, quizás, desquiciante, es que, mientras más la aprendes, más se despliega, por decirlo de algún modo.

En La Habana, por ejemplo, yo me fui desgastando durante siete largos años, pasé del deleite y la furia a la languidez y el hastío, un recorrido lógico. En Nueva York el hechizo no es, al parecer, algo que puedas ni quieras sobrepasar. Y es la propia disposición de los neoyorkinos, su voluntad deliberada de creer que viven así, lo que hace que vivan así. La majestuosidad no impone una línea de sentido, sino que Nueva York también tiene la capacidad de comprimir todo ese tamaño, empaquetarse, reducirse a un pensamiento.

Hay un pacto tácito de ilusión colectiva. He querido pertenecer, desde luego, pero soy el peregrino. A Roma en Roma no la hallo. Un eslogan en el metro incita a los ciudadanos para que reporten cualquier tipo de actividad extraña que detecten, un pasajero sospechoso, un bulto que pueda detonar. En un sentido no lineal, yo sentí que el eslogan me estaba hablando a mí: “If you see something, say something”. Lo que sea.

Grabé a dos adolescentes formidables que bailaban con Ed Sheeran en una estación de Brooklyn.

Cené en la esquina de la 26 y Broadway, el cruce donde Brecht sitúa Refugio Nocturno, uno de los poemas más nobles que yo haya leído.

Vi al negro, al musulmán, a la rubia, al judío y al mestizo reunidos en una calle cualquiera.

Fui a bares de música del nordeste brasileño, a una presentación de rumberos exiliados, escuché jazz y timba y me volé la cabeza en un baño puede que maloliente.

Me hospedé en el piso 25 de un hotel de lujo en la 41 St. y la 8va avenida.

En la entrada de Little Italy tomé fotos medio torcidas de un cartel blanco y negro con la familia Soprano en pleno, James Gandolfini a la cabeza.

Desde las gradas del right field del Yankee Stadium vi pichar a Aroldis Champan, el bombardero cubano de las cien millas por hora, y vi cómo el público lo vitoreaba enardecido y las pantallas del estadio lo proyectaban entre lenguas de fuego, un animal mítico con una cartera de 86 millones.

Tuve la sensación clara de que nunca entendía del todo el núcleo de las conversaciones en las que participaba, gente sensata, temas corrientes, pero yo solo podía captar un treinta o un cuarenta por ciento de lo que querían comunicar. Pensé, además, que eso me ha venido sucediendo por siempre y que apenas allí venía a percatarme, después de tanto tiempo creyendo que había prestado atención a las cosas, que entendí lo que me habían dicho y que entendieron lo que yo dije, cuando lo más probable es que haya estado dejando por ahí un rastro ya irreparable de equívocos y malas interpretaciones.

Una noche, desde una azotea medio en penumbras de Williamsburg, me volteé a la ciudad y la luz total de Manhattan caía sobre las aguas del East River. Yo pensé que al menos un por ciento de aquello no existiría si yo no estuviese allí.

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1 Comentario
  1. Foster Wallace vivió y murió en Claremont, pueblo universitario donde reside el catedrático Enrico Mario Santí, y donde yo escribo pacientemente desde hace 12 años. Tuve que haberme cruzado con él más de mil veces. Era profesor de Pomona College. A quien es de California, así sea aplatanado, le resulta inconcebible irse a vivir a Nueva York. De hecho, la sola idea es una herejía. Y entiendo perfectamente cada línea que escribió Wallace.

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