Arenas es el único genio que ha dado la debacle

José Abreu Felippe (La Habana, 1947) ha publicado cinco volúmenes de poesía, una docena de obras de teatro, dos colecciones de cuentos y una demoledora pentalogía de novelas: El olvido y la calma. Lo suficiente en cantidad y calidad para ser carne de premios nacionales y homenajes sin fin. Pero ha preferido unas cuantas libertades de más y muchos premios de menos. De ahí esos libros desaforados y hermosos como Dile adiós a la Virgen (Poliedro, Barcelona, 2003), que ofrecen rincones de la realidad cubana ya no difíciles de encontrar por escrito sino incluso de sospechar su existencia.

Amigo de Reinaldo Arenas desde mediados de los sesenta, se vio atrapado en la isla cuando el resto de su familia y buena parte de sus amigos formaron parte de esa fuga organizada por los carceleros que fue el éxodo del Mariel. José no pudo salir de Cuba hasta 1983, vía Madrid, ni reunirse con su familia en la Florida hasta 1987. La singular circunstancia de formar parte, junto a Juan y Nicolás, de un trío de hermanos escritores llevó a su amigo Arenas a presentarlos en El color del verano como las hermanas Brontë, otro raro caso de familia volcada a la literatura.

En su autobiografía Antes que anochezca Arenas no duda en llamar a los hermanos Abreu “mis mejores amigos”. En otro sitio reconoce que durante aquellos años de persecución y represión “la amistad con la familia Abreu y sus amigos más cercanos fue un gran estímulo moral para continuar trabajando y viviendo”.

Precisamente de literatura, amistades y vidas, trata esta entrevista.

Tu hermano Juan te culpa de haber sido quien introdujo las inquietudes literarias en tu familia. Háblanos de tus primeros años de vida y de tu formación.

Cuando mis hermanos, Juan y Nicolás, aprendieron a leer, los inscribí en la Sala Juvenil de la Biblioteca Nacional José Martí y todos los domingos la visitábamos.

En aquellos años todavía la Biblioteca era una maravilla, todas sus salas. En la Juvenil, aparte de los clásicos para niños y jóvenes —Verne, Salgari, Carroll, Barrie, Collodi, Twain, etc.—, era posible encontrar las fabulosas colecciones de Enid Blyton y Malcolm Saville, la colección de Bomba, el niño de la selva, Las aventuras de Tintín, las de Astérix el Galo, más series que tenían como protagonistas a animales. Para qué seguir. Joyas era lo que había que despertaban la imaginación de los muchachos, los deseos de seguir leyendo y que llegara el domingo para entregar los libros ya leídos y sacar nuevos. Tenían inoculado y expandido el incurable virus de la lectura, y cuando tuvieron edad —ya se habían leído toda la Juvenil—, ellos mismos se cambiaron para Circulante.

Yo no tuve esa suerte. En mi infancia y adolescencia no existió nadie que me orientara o me animara a leer. Ni siquiera había libros en mi casa. Yo leía lo que me encontraba, cualquier cosa.

Cuando tenía diez u once años, mataperreando descalzo por las calles sin asfaltar de mi barrio, me hice una cortada en el dedo gordo del pie derecho que casi me lo arranco. Mi madre optó por mandarme a casa de una vecina para que hiciera reposo en la sala hasta que me cicatrizara la herida. Aquellas personas, mujer y esposo, eran muy enigmáticos. La mujer casi ni hablaba y del hombre, muy temido por los niños, hosco, huraño, se decían muchas cosas, ninguna buena. Aquella mujer para mantenerme tranquilo puso a mi disposición su colección de Billiken, la revista infantil argentina creada por el uruguayo Constancio C. Vigil, y algunos tomos del Tesoro de la Juventud. Ella me escogía los libros, nunca vi su librero, que debía estar en alguno de los cuartos. Recuerdo los cuentos de Poe, que me impresionaron mucho. Fue una convalecencia realmente muy fructífera.

Cuando ya me dejaban moverme en guagua solo, visitaba a mi tía Aracely, hermana de mi padre, en su casa de El Vedado. Esa tía era todo un personaje. Trabajaba de manejadora de niños ricos y con el dinero que ahorraba se iba a trotar mundo. Era una aventurera empedernida, apasionada de la cultura maya y una gran lectora. Tenía un pequeño librero. Siempre que iba me prestaba algo, lo mismo El arte de amar de Erich Fromm que La importancia de vivir de Lin Yutang o la Botánica oculta de Paracelso. También era una gran amante de la poesía, clásicos españoles y latinoamericanos. Me encantaba oírla decir Este era un Rey… de Juan de Dios Peza: “Ven mi Juan, y toma asiento…”.

Éramos una familia muy pobre. El recuerdo más vívido que tengo de mi infancia es que siempre nos estábamos mudando, de un cuarto a otro, de una cuartería a otra.

¿Cómo te diste cuenta de que el régimen castrista y tú no tenían nada que ver? ¿Quién se dio cuenta primero? ¿El régimen o tú? 

A mí me bautizó el famoso Padre Gasolina, párroco de la Iglesia de Jesús del Monte, muy amigo de mi tía Aracely y de mi padre. Él me contaba que a veces salían a tomar juntos al bar Madrid, que estaba en la misma esquina de la loma de la iglesia y que tarde, cayéndose, lo ayudaba a entrar por la ventana de la sacristía. Una persona estupenda este cura, muy querido no solo por los feligreses sino por todo el barrio que, por lo demás, sabía que tenía su mujer y varios hijos en Marqués de la Torre, casi llegando a la calzada de Luyanó. Con esto quiero decir que tuve una educación católica. Íbamos, mi madre y yo, todos los domingos a misa —pronto me hice monaguillo— y cuando terminé la primaria, ya viviendo en Poey, mi abuela paterna me consiguió una beca para estudiar en los Escolapios. Allí estuve hasta que en 1961 intervinieron la escuela. Ese mismo año me fui a alfabetizar con mi rosario al cuello, igualito que muchos de los barbudos que bajaron de la sierra.

Con catorce años recién cumplidos me iba de mi casa por primera vez. Me ubicaron en un lugar inhóspito al sur de San Cristóbal, casi pegado a la costa. El río del mismo nombre pasaba cerca del bohío y seguía su curso hasta desembocar en la ensenada de Sabanalamar. Cuando nos trasladaban en camiones los muchachos, guiados por el Responsable, cantaban La Internacional. Yo en la parte de “no más salvadores supremos, ni César ni burgués ni Dios”, me quedaba callado. Pronto hubo que esconder los rosarios o sustituirlos por collares de santajuanas y peonías. Creo que ahí empezaron los conflictos.

El 22 de agosto —un día después del cumpleaños de mi madre—, de 1968 voy, como hacía a menudo, a la Cinemateca. A la entrada saludo a un muchacho, también asiduo, que conocía de allí, pero que no era amigo mío. A la salida, me lo vuelvo a encontrar y conversamos de la película que acabábamos de ver mientras caminábamos hacia la parada de guagua de 12 y 23. De pronto un orangután se interpone entre nosotros, nos separa bruscamente y me arrastra con un brazo sobre los hombros que me inmoviliza. Con la otra mano me enseñó el ineludible carné mientras me decía: “Lo que tienes es un mundo atrás”. Unos pasos más adelante paró una máquina, se abrió la puerta de atrás y el orangután me metió dentro.

No voy a hacer la historia larga, solo diré que me llevaron para Villa Marista y allí estuve desaparecido una semana. Después de ficharme, cuando comenzaron los interrogatorios, lo primero que me dijeron fue que ya mi amigo lo había confesado todo, que yo era uno de los organizadores de la marcha de protesta de los hippies por la invasión rusa frente a la embajada de Checoslovaquia. Aquello era un disparate mayúsculo que no se sostenía. Yo no sabía ni el nombre de “mi amigo”, y ni siquiera podía ser hippie: no tenía el pelo largo, más bien estaba pelado a lo alemán. Hacía poco más de un mes que me habían desmovilizado del Servicio Militar Obligatorio (SMO) y el pelo no había tenido tiempo de crecer. Es cierto que tenía una camisa demasiado ancha, el pantalón excesivamente estrecho —de mecánico, virado al revés para que pareciera mezclilla— y botas cañeras, pero no era para tanto. No tenía ni idea de lo que me estaba hablando.

La recogida fue tan gigantesca que La Habana estaba en ascuas. Tuvieron que sacar un artículo de una página —sin mencionar para nada la protesta— en Juventud Rebelde. Mi madre me buscó por hospitales y en la morgue. Al fin fue a Villa Marista y allí le dijeron que yo no estaba. Una noche, tarde, me sacaron de la celda, me entregaron mis pertenencias y después de leerme la cartilla —la próxima vez, para Camagüey cuatro años—, me metieron a empujones en un carro y me soltaron en la Avenida de Acosta. Vi el carro alejarse a toda velocidad y emprendí el camino de la casa a pie. Iba tarareando “All You Need Is Love”.

Cuando terminé el Pre, como todos los demás estudiantes, llené mi solicitud para estudiar en la Universidad. Seleccioné Artes y Letras. A la semana me respondieron, qué rápido, me dije; pero no fue la Universidad. Era una citación de Villa Marista. Fui cagándome, como es natural, y allí el oficial que me atendía me dijo que la debacle “iba a ser muy generosa conmigo” y me iba a permitir estudiar en la Universidad. Pero no ninguna carrera de Letras, tendría que escoger una de Ciencias. Así me hice profesor de Matemáticas. Yo tenía once años cuando comenzó la debacle. Dime tú ahora, quién se dio cuenta primero.

¿En qué circunstancias conociste a Arenas? ¿Qué impresión te causó? 

Ya te dije que yo iba a la Biblioteca Nacional todos los domingos. Conocí a Reinaldo cuando empezó a trabajar allí, precisamente atendiendo la Circulante. Debe haber sido para finales de 1963 o principio de 1964. Estoy seguro de eso pues yo hice amistad con él antes de entrar en el SMO, que fue en el segundo llamado. Mi SMO duró de 1965 a 1968. Yo tendría entonces 17 años y Reinaldo, que era cuatro años mayor, 21.

Me cayó bien desde la primera vez que lo vi, era muy amable, tenía una voz muy dulce, algo cantarina y me daba más libros de los permitidos. Por él conocí allí a Miguel Barnet, Eliseo Diego, Cintio y Fina y a Tomasito la Goyesca. A veces nos poníamos de acuerdo para ir al teatro, a alguna presentación de libros o simplemente a caminar por El Vedado hablando de literatura.

Durante mi SMO, como es lógico, nos vimos poco, pero al desmovilizarme, reanudamos las salidas juntos. Ya cuando eso él vivía en un cuartico en casa de una tía cerca del Patricio. Lo visité allí muchas veces. Tenía el cuarto completamente decorado, hasta el librero y los escasos muebles, con recortes de revistas, paisajes nevados y, sobre todo, hombres fuertotes semidesnudos. En otra época había sido un cuarto de criados, se llegaba a él por una escalera muy estrecha. Tenía una única ventana enrejada que daba a la calle. En ocasiones no entraba, lo llamaba desde la acera, lo recogía y nos íbamos a la playa. Era un gran nadador.

Tuve la suerte de acompañarlo muchas veces. Por ejemplo, a una lectura que hizo en la Universidad de La Habana. No recuerdo el título exacto de la actividad ni de su conferencia en particular, y me parece que nunca se ha recogido en libro, aunque sí se publicó en la Gaceta. Era algo así como tres generaciones opinan sobre Martí. No estoy seguro, pero pienso que los otros dos escritores eran Díaz Martínez y Portuondo.

Lo que hizo Reinaldo fue muy atrevido: establecer un paralelo entre la vida y la obra de Martí y Rimbaud. Fue lo mejor que se leyó esa tarde y prácticamente lo ovacionaron. Antes de ir para el acto, fuimos a ver al triunvirato de presuntos amigos (Eliseo, Cintio, Fina), buscando apoyo, pero se negaron a acompañarlo. Cuando los conocí, todos ellos hablaban pestes de la debacle, pero ya en ese entonces empezaban a dar marcha atrás.

También fui con él a la Biblioteca Nacional a oír a Lezama leer Confluencias: “Yo veía a la noche como si algo se hubiera caído sobre la tierra, un descendimiento”.

Estar en presencia de un genio de carne y hueso, te cambia la vida.

Reinaldo también era un genio, pero yo entonces todavía no me daba cuenta, no lo sabía. Es muy difícil especular sobre el tema matando mosquitos mientras se hace la cola de la pizzería.

¿Cómo se fue desarrollando posteriormente la relación entre ustedes?

Yo diría que con normalidad. Como nos conocíamos de tantos años y ya habíamos pasado por tantas aventuras juntos, incluyendo las lecturas del Parque Lenin y la creación de la revista literaria, obviamente clandestina, Ah la marea —de la cual hicimos dos números—, él nunca desconfió de mí, ni de mis hermanos, pero Reinaldo era un paranoico profesional. Todo el mundo era policía y todo el mundo lo estaba vigilando.

Cuando se enfermó de meningitis, la medicina que le mandaron de Francia se la decomisaron. Yo se la conseguí en el Hospital Nacional, donde tenía muchas amistades, ya que trabajaba entonces dando clases en la Escuela de Enfermeras de dicho hospital. Reinaldo no permitía —al menos eso juraba— que nadie que no fuera mi madre, lo inyectara, y así iba tres veces por semana a mi casa, durante el tiempo que duró el tratamiento, con ese fin. Temía que se aprovecharan de esa circunstancia para matarlo.

De vez en cuando también nos peleábamos por cualquier idiotez, pero luego nos reconciliábamos. En cierta ocasión, viviendo yo en Madrid y él en Nueva York se molestó porque yo no le contesté una inquietud que tenía sobre algo relacionado con la revista Mariel, ahora no recuerdo qué.

Él nunca tuvo un sentido claro de la realidad, todo era un juego. Le daba la vuelta al asunto más trágico para encontrarle su parte cómica, sin importarle en lo más mínimo si así molestaba o hería a alguien, muchas veces a los propios amigos. No creo que lo hiciera por maldad —aunque podía ser muy cruel—, pienso que no podía vivir sin convertirlo todo en literatura. Reinaldo, aparte de un mitómano contumaz, era en gran medida un personaje de ficción. Y todas las personas no eran para él personas: eran personajes.

Pues bien, como ya me tenía harto, cuando me escribió, yo cogí la carta sin abrir, la metí en un sobre y se la devolví. Parece que aquel gesto le encantó. Hizo lo mismo, y así estuvimos varios meses, mandando y devolviendo, hasta que el sobre original se convirtió en un paquete de varias libras de peso, costaba mucho el franqueo, y dejé de hacerlo.

Como sabía que yo no iba a abrir la carta me escribía cosas por fuera firmándolas como Eugenia Grandet, La Condesa de Merlín, Gina Cabrera o lo que se le ocurriera y yo hacía lo mismo. Años después me reprochó no haber seguido el juego. Él aspiraba a que se convirtiera en una carga monstruosa que estuviese viajando en el tiempo mientras crecía infinitamente.

Otras veces, cuando yo no le contestaba con la rapidez que él requería —no tenía en cuenta que yo acababa de llegar a otro país, no tenía dinero y recién comenzaba a trabajar sin permiso de trabajo y con mucha gente dependiendo de mí—, me escribía reprochándomelo, cartas “cuñadas y recuncuñadas” para ver si yo reaccionaba al hacerlas “oficiales” por los cuños que él mismo inventaba. Conservo un par de ellas.

Ya habías empezado a escribir antes de conocer a Reinaldo. ¿Qué impacto tuvo en tu literatura la influencia de su personalidad y sus textos?

Sí, desde luego, yo empecé a escribir desde los once o doce años. Hacía historietas y las ilustraba. Lo primero que recuerdo, “serio”, que escribí a esa edad fue una novela. Se llamaba La mansión de Los Lovers y tenía ciento y pico de páginas con ilustraciones mías. La pasé a máquina y la encuaderné. Era una novela de misterio con un asesinato por página. Me sentí muy contento y muy orgulloso cuando la terminé. La conservé muchos años. No sé qué habrá sido de ella.

Reinaldo tenía una personalidad apabullante. Salir con él era “una fiesta innombrable”, la risa, la carcajada, estaban garantizadas todo el tiempo. Poseía un sentido del humor que era para alquilar balcones y una agudeza en el manejo de la ironía inigualable. Oírlo leer era participar de un acto mágico.

Nos sentábamos sobre la hierba, casi siempre a la sombra de la mata de bija, en el Parque Lenin, y él se recostaba al tronco. Sacaba los papeles de la bolsa de lona que siempre llevaba en bandolera —un estuche de careta antigás teñido con cloro— y empezaba a leer. Ya lo he dicho antes, tenía una voz hermosa, cantarina, y llevaba el ritmo con la cabeza, con un movimiento muy extraño que consistía en girarla acompasadamente, hacia un mismo lado. A mí al principio me desconcertaba. Además, constantemente se estaba secando las manos en el pantalón, pues le sudaban como una regadera.

En aquel sitio se leyeron cosas extraordinarias, fue un privilegio el haberlas escuchado. Su estilo era propio, inimitable, bebía de todos lados, de lo que leía, de lo que escuchaba, de lo que veía, de lo que le comentabas. De ahí que yo le puse La Esponja. Todo lo recogía, lo reelaboraba y lo transformaba en literatura.

Había que tener cuidado, si sucumbías a él, te encontrabas de pronto copiándolo sin remedio. Yo me cuidé mucho de eso. Reinaldo influyó en mí sólo en su amor a la libertad y en su odio a las dictaduras, en especial a la que estábamos padeciendo.

¿Cómo saliste de Cuba?

Fue una odisea que sería muy largo contar en detalle. Mi hermano Nicolás no lo pensó dos veces y fue de los primeros en entrar, junto a su esposa Exys, a los jardines de la embajada de Perú. Cuando el resto de la familia se decidió a ir, ya era demasiado tarde. También, pura suerte, ellos fueron de los primeros en salir por el Mariel.

Vivíamos en medio de los actos de repudio. En mi barrio el Jefe de Zona andaba con un hacha a la cintura y se metía, seguido de una turba, en las casas de los que se habían ido o en las de los que estaban esperando a que los citaran, y con el hacha lo rompía todo, muebles, efectos eléctricos, lo que fuera. Así estuvo hasta que lo pararon.

En medio de ese caos, como la ciudad estaba al borde de una guerra civil y la desesperación iba en aumento, empezaron a abrir centros para “la recepción de la escoria”. Los más concurridos en La Habana eran el llamado Cuatro Ruedas, frente al Alí Bar y otro conocido por su dirección: Carvajal y Buenos Aires, en El Cerro. El interesado, primero tenía que ir a la estación de policía a inscribirse como “escoria” —homosexuales pasivos, no aceptaban activos; prostitutas; ladrones, en fin, el mal—, y con el papel que te daban ibas a los centros de recepción. Yo me presenté como homosexual en la estación de policía del Capri, pero no aparecía en el registro de homosexuales de la zona, y como no estaba censado, me rechazaron.

Mi hermano Juan se fue con una Carta de Libertad que yo guardaba de cuando estuvo preso por la Ley de la Vagancia. De pronto se dijo que estaban inscribiendo núcleos familiares completos, y fuimos los que quedábamos a Carvajal y Buenos Aires. Tenían turbas situadas en ambas aceras de la calle de acceso al local y nos apedrearon por todo el camino. Yo trataba de proteger a mi madre, hice lo que pude que no fue mucho. Allí nos procesaron y, amoratados pero felices, regresamos a la casa a esperar que nos citaran.

Cada día mirábamos con terror cómo iba disminuyendo el número de barcos en el puerto. Hasta que se acabaron. Meses después mis hermanos lograron gestionar con amistades una visa para mi hermana por España. Se fue con su marido y su hijo. Ella consiguió visas para los que quedábamos. Ya con los pasajes, las bajas correspondientes, el papel de la Reforma Urbana      —que nos costó 6,000 pesos, pues la propiedad estaba a nombre de mi abuela y murió sin hacer el traspaso a mi madre, por lo que hubo que pagar “el alquiler que debíamos” desde esa fecha—, esperábamos para irnos un lunes. El viernes, con gran despliegue, estilo Indiana Jones, llegó la Seguridad del Estado a mi casa y me arrebató el pasaporte. A esa hora, tuve que convencer a mi familia para que se fuera. Lo conseguí.

Sería muy largo contar todo lo que pasé desde esa fecha, sin libreta, sin trabajo, acosado por el Comité, hasta que me autorizaron a salir —el telegrama me llegó la víspera de la Caridad— y logré escapar de aquel infierno, hacia Madrid, el 5 de diciembre de 1983.

¿Cuáles fueron las primeras impresiones que tuviste a tu salida de Cuba? ¿Qué te sorprendió en aquellos primeros instantes?

Yo descubrí lo que era la libertad en Madrid. Salí de Cuba con 33˚ centígrados y en Barajas la temperatura era de -6˚, casi me muero. Yo llevaba un traje —obligatorio al igual que la maleta aunque fuera vacía— de una tela muy ligera, y no conseguí nada para ponerme abajo. En aquella época no era común el túnel y cuando toqué la escalerilla para bajar, la mano se me quedó pegada.

Lo que sucedió después, ya que yo viajaba con una visa vencida, fue otra odisea que no la voy a contar, porque haría estas respuestas interminables. Mi hermana Acela me estaba esperando afuera con un abrigo, pero así y todo no paraba de temblar. Al otro día vi que el sol brillaba espléndido en un cielo azul, sin una nube, y salí loco de contento a sentarme en la escalera del edificio a solearme. Al rato, cuando ya estaba a punto de congelarme, vino mi hermana a rescatarme. Ahí descubrí que el sol allí no solo no calentaba: ni siquiera subía como tenía que subir.

Ese primer día mi hermana me mandó a la ferretería a comprar un bombillo y me dio el dinero y las instrucciones de cómo llegar, era muy cerca. Encontré el sitio sin dificultad, entré y me acerqué al mostrador. El empleado me recibió con una sonrisa y me dijo una frase que no he podido olvidar y que me dejó paralizado: “¿Qué se le ofrece al caballero?”. Esa frase me demostró que yo había dejado de ser una piltrafa y retornaba a la condición de ser humano libre.

Yo llegué a Madrid el día 6 de diciembre y el día 8 tocaron a mi puerta. Abrí y allí estaba Reinaldo Arenas, que vino sin avisar —mis hermanos le habían dado las señas— con un ejemplar dedicado, que conservo, de Otra vez el mar y me dijo con la más golosa de las sonrisas: Ay, ¿quién va a comenzar el Canto Cuarto?

Le siguieron unos días felices donde descubrimos la ciudad juntos. Visitamos El Prado —un viejo sueño— y todo lo que había que visitar, incluyendo el parque de El Retiro, Los Tres Cerditos —el único restaurante cubano que existía entonces en Madrid, bastante peligroso, y donde años atrás amenizaba las cenas Bobby Collazo, y el cine Carretas, no faltaría más. También fuimos juntos a Toledo, Segovia y El Escorial.

Después él volvió un par de veces a España. En una ocasión a un Congreso, donde nos vimos. La otra, en una Navidad que celebramos en casa de mi amigo Pío E. Serrano. Fue una noche que siempre recuerdo y sobre la que escribiré algún día. Allí estaban, entre otros, mi gran amiga Edith Llerena —entonces esposa de Pío—, el fotógrafo Germán Puig y Gastón Baquero.

En Estados Unidos, nos veíamos cuando él venía a Miami. Casi siempre se alojaba en el mismo hotel de Miami Beach y allí nos citábamos para comer y bañarnos en la playa. De lo único que hablábamos era de libros, de proyectos y de literatura.

En una ocasión llegamos Luis de la Paz y yo a verlo, subimos sin avisar a su habitación y tocamos fuertemente a la puerta. ¿Quién es?, gritó él sin abrir. Abre, Reinaldo, que somos Saúl y Víctor. Se hizo el silencio. Volvimos a tocar. Están equivocados, aquí no hay ningún Reinaldo. Volvimos a tocar. Silencio. Al fin nos identificamos y abrió. Vimos que ya había empezado a atar las sábanas para deslizarse por la ventana. Estábamos en un tercer piso. Nos reímos mucho. Saúl y Víctor eran los oficiales de la Seguridad del Estado que nos “atendían”.

Háblanos de la aventura que significó la revista Mariel. ¿Qué opinas de ella ahora?

Bueno, me lo perdí todo. Yo todavía estaba en Cuba cuando salió el primer número. Sí me hicieron llegar algunas páginas. Yo vine a colaborar, si la memoria no me falla, como en el cuarto número, ya viviendo en Madrid.

Pienso que fue el proyecto más importante desarrollado por los marielitos. Una revista de la que siempre se hablará.

¿Cada cuánto tiempo Arenas viajaba a Miami? 

Por lo menos un par de veces al año, casi siempre en el verano y en el invierno.

¿Era realmente tan antagónica la relación de Arenas con esa ciudad? 

Reinaldo habló pestes de Miami, pero también de Nueva York. Incluso fue más duro con Nueva York. Reinaldo hablaba pestes de todo y de todos. Se divertía con eso, no se le puede hacer mucho caso.

En lo que a mí respecta, siempre que lo vi en Miami estaba pasándola muy, pero que muy bien. Nunca lo sentí angustiado ni mucho menos. Hay documentos, artículos, entrevistas, grabaciones, donde él toca el tema. Yo recuerdo que le gustaba decir que en Miami él era “el escritor Reinaldo Arenas” y le costaba mucho trabajo que no lo estuvieran llamando para esto o para lo otro, cuando lo que deseaba era disfrutar del mar. En Nueva York, era “una pájara más”.

¿Cómo fue la relación de la generación del Mariel con el exilio en general y con el mundo intelectual de los exiliados, en particular? 

Aunque pudo haber algunos del exilio más viejo que los rechazaran, en general yo pienso que fue muy buena y enriquecedora para todos.

Me estoy refiriendo, desde luego, a los intelectuales que arribaron por esa vía. Los que llegaron empezaron por reconocer y homenajear a los que les antecedieron: Lydia Cabrera, Labrador Ruiz, Lino Novás, Montenegro, Leví Marrero, Agustín Acosta, y un largo y muy prestigioso etcétera.

Creo que el exilio se renovó y se fortaleció. La revista Mariel fue un paradigma que impulsó la creación de otras nuevas. Fue un momento brillante para las letras.

¿Y qué diferencias había con ese exilio anterior? 

Con el éxodo, como se sabe, la debacle vació las cárceles y los hospitales psiquiátricos, e incluyó entre los refugiados elementos indeseables y agentes de la Seguridad del Estado. Fueron una minoría, pero causaron muchos problemas y convirtieron la palabra marielito en un estigma.

El tiempo puso las cosas en su sitio, y el saldo, pienso, fue muy positivo.

¿Conociste a Oneida Fuentes, la madre de Arenas? ¿Cómo era su relación con el hijo?

Ella fue la que acudió a mi casa con un mensaje escrito de Reinaldo, un nota donde nos decía dónde estaba y que quería vernos. Era una mujer sencilla y estaba angustiada, pero ese solo acto de sobreponerse al horror y a todas las catástrofes para apoyar a su hijo en unas circunstancias extremas, habla de su entereza y de su amor de madre.

Reinaldo la adoraba, aunque no le gustaba demostrarlo. La trajo un par de veces de visita a Miami. Los últimos años de su existencia los pasó prácticamente secuestrada. Y así la tuvieron hasta su muerte. No la dejaban ver ni hablar con nadie que no fuera del entorno policiaco. Al final de su vida hizo unas declaraciones difíciles de escuchar donde habla de cómo se enteró de la muerte de su hijo.

Una mujer herida, que sufrió mucho.

¿Cómo te enteraste de la muerte de Arenas? 

Por el periódico. Después me llamaron varios amigos comunes.

Sabía que estaba muy enfermo, pero la muerte siempre tiene la manía de sorprendernos y de amargarnos la existencia.

Luego del éxito inicial de sus dos primeras novelas, tras su salida de Cuba Reinaldo no consigue publicar en las grandes editoriales de la lengua hasta su muerte. Sin embargo, al morir, su autobiografía Antes que anochezca se convierte en bestseller. ¿Crees que el éxito póstumo, aunque merecido, fue una manera de malentenderlo, de poner su autobiografía y el tono que predomina en ella (distinto del resto de su obra) por encima de su obra de ficción?

No fueron solo sus dos primeras novelas, si te refieres a El mundo alucinante y Celestino antes el alba, también resultaron éxitos El central y Termina el desfile (ambos publicados por Seix Barral), Arturo la estrella más brillante (Montesinos), Otra vez el mar (Argos Vergara), entre otras.

Las grandes editoriales lo acogieron a su llegada, pero su denuncia constante del horror que había vivido en su país, y que se seguía viviendo, le fueron cerrando las puertas. Las universidades en USA, en manos de la izquierda gourmet, dejaron de invitarlo a dictar conferencias y clases magistrales. Y las editoriales de la izquierda progre, dejaron de publicarlo.

Reinaldo contaba de muchas maniobras que realizó Cuba —es decir, la dictadura cubana– para impedir que se publicaran o reeditaran obras, incluso del intento de comprar los derechos de alguna con el único objetivo de que no se publicara, de engavetarla. La edición del Plebiscito con Jorge Camacho, fue intolerable. Así y todo, siguió publicando con pequeñas editoriales: Necesidad de libertad, El portero, Voluntad de vivir manifestándose, La loma del Ángel, Adiós a mamá, por mencionar algunos.

Muy enfermo ya, envió a Ediciones Universal El color del verano y El asalto, las dos últimas novelas de su pentagonía. Por mucho que se apuró Juan Manuel Salvat —y soy testigo de eso—, no salieron a tiempo. Reinaldo se suicidaba el 7 de diciembre de 1990.

Yo pienso que su autobiografía —que empezó a escribir en las alcantarillas del Parque Lenin, antes del anochecer, porque no tenía luz, de ahí el título— hubiera pasado sin pena ni gloria si Schnabel no hubiera hecho la película en el 2000.

La película, a pesar de las libertades que se toma el guionista, muestra un Reinaldo lo suficientemente atractivo como para que el público se interesara por él y por su obra. Fue una bendición. Hasta Tusquets, que lo rechazó en vida, está publicando, no sé si ya habrá terminado, la Pentagonía, entre otros libros suyos.

Otra cosa es que los libros, la inmensa mayoría, no se han publicado como los concibió el autor. Todos se copian unos a otros los disparates y las erratas. Todavía leemos en la primera página de El palacio de las blanquísimas mofetas, que el niño tenía “churro” en la rodilla. En fin, el mar.

Apareces en varios libros de Arenas como personaje. ¿Qué se siente al ser la ficción de otros?

En mi caso, nada especial. Ni me halaga ni me ofende. No soy yo, es un personaje, una ficción.

Reinaldo conocía a mucha gente, tal vez a demasiadas. Funcionaba por pequeños círculos de amistades con los que compartía, pero no los mezclaba. Con un grupo se divertía a costa del otro y viceversa. Podía ser muy incisivo, incluso consigo mismo; sin embargo, cosa curiosa, no soportaba que se burlaran de él, se ponía mal.

Algunos de los apodos o nombretes no los inventó Reinaldo: eran, digamos, más cosmopolitas, más internacionales, y prácticamente todo el que estaba en el mundillo intelectual los conocía. Otros fueron creaciones propias, no pocos muy divertidos o ingeniosos.

Tal vez haría falta que alguien, algún día, confeccionase un catálogo de nombres, una especie de “quién es quién” en el universo de La Tétrica Mofeta. Quizás sea interesante agregar que yo me enteré del nuestro, las hermanas Brontë, por la policía.

¿Cómo valorarías la figura de Arenas dentro de la cultura cubana?

Pienso que Reinaldo Arenas es el escritor cubano más importante de la segunda mitad del siglo pasado. Por su talento, por su originalidad, por la monumentalidad de su obra y por la poesía que hay en ella. También porque lo veo como modelo de escritor insobornable, fiel a sus principios. Rebelde, iconoclasta e inabarcable. El único genio que ha dado la debacle.

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6 Comentarios
  1. Una historia más de los verdaderos intelectuales cubanos que muchos jóvenes de hoy dia desconocen y mucho menos los de dentro de Cuba,así pasa con la historia que se desconoce hasta que escribes por algunos actores..

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