Alberto Garrido

El periódico

Jacobo sabía que su historia jamás saldría en los periódicos. Estaba dispuesto a podrirse: aspiraba su propia putrefacción, el agrio olor de los años que vendrían. Aún alcanzaba a comprobar que tenía un cuerpo, la cara de pómulos hundidos, una boca sin risa, la serenidad ciega. De nada le servía aspirarse, sorberse en la irritable soledad, inventarse cigarros que no fumaba, una luz goyesca que lo apartara de las tinieblas y le inyectase una nueva dosis de agresividad sobre el cansancio. Quería un ruido, una gota de alcohol, una mujer, una cama decente, un juego de béisbol donde los fanáticos discutieran a gritos, cosas que jamás le habían interesado. Si alguien le hubiera facilitado un espejo, habría gritado. Hubiera visto no al hombre de veintiún años que gustaba de leer documentos de la historia de Cuba, con sus espejuelos cuadrados de miope, sino a un viejo de barba agresiva, pecho hundido y ojos de loco. La oscuridad de la celda lo había obligado a abrir desmesuradamente los párpados, y ese gesto persistiría en los años que aún le quedaban por cumplir y en toda su vida. 

Junto a dos amigos, que estudiaban también la carrera de Historia, había escrito unas páginas en las que intentaba demostrar que las promesas declaradas en el juicio del Moncada no se habían cumplido. Escribir cualquier cosa contra el presidente no solo era imperdonable, sino una estupidez en aquellos tiempos. Pero ellos, además, proponían románticamente una serie de cambios constitucionales. Lo peor era que ni siquiera pensaban enviarlo a un sitio determinado, ni jugar con la política, la quinta columna, el apoyo exterior o asumir un papel martirológico. 

Una tranquila mañana, bajo un cielo espléndido, dos oficiales tocaron a su puerta, fueron a su cuarto, buscaron detrás de los discos, sacaron el manuscrito y lo invitaron cortésmente a que les acompañara. El auto tomó por el malecón y pudo ver a los pescadores moviendo sus cañas improvisadas, a los bañistas que se resignaban con los riscos de la costa, a las muchachas semidesnudas dorándose lánguidamente sobre el muro, y supo que eran los últimos paisajes de su libertad. En los primeros meses Jacobo usaría esta última imagen para flagelarse con furia el sexo, pero tiempo después la imagen fue apagándose, haciéndose odiosa y miserable como los muros de la cárcel.

No respondió, frente al bombillo, ninguna de las preguntas del interrogatorio, concentrado en el crujir de las botas que se movían en círculos. Le recordaban el sonido de una yunta de bueyes arando un campo. Cuando el crujir se detuvo tras su silla supo que el único buey que desfilaba hacia su propio matadero era él, con una acusación de propaganda subversiva y traición a la patria. Creyó que lo golpearían en la nuca por no hablar. Que meterían su cabeza en un nylon hasta que se ahogara. Que le darían un tiro de gracia. No lo hicieron. Lo levantaron de la silla y se dio cuenta de que su interrogador era tan joven como él. ¿Qué derecho tienes tú a juzgarme?, dijo mientras lo sacaban del cuarto. En ese momento, supo que lo condenarían por muchos años y que podría soportarlo todo.

Era de noche cuando lo introdujeron en un agujero negro y cerraron la puerta. Algo enorme, baboso y peludo se le tiró violentamente contra las piernas y él comenzó a gritar, vomitando un ataque de histeria, la cobardía que no había aflorado durante el interrogatorio. Oyó risitas afuera. Empujó a la bestia peluda con los pies y la escuchó gruñir, convertida en dos puntos brillantes, agazapados en el pobre espacio libre. Aquel gruñido significaba miedo. Allí estaban, bestia y hombre, atacándose, golpeándose, envilecidos por el terror, condenados a la misma espera y desánimo.

En el juicio pareció comprenderlo todo. Junto a él solamente estaba un muchacho rubio y tímido que lo miró con los ojos llenos de lágrimas y se desmadejó en el banquillo. El juicio se realizó a puertas abiertas, con los familiares presentes. Jacobo vio a sus padres. No le sorprendió la ausencia de su hermano gemelo: Esaú era miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas y dirigía un comité de base en la facultad de Ingeniería. Seguramente no quería verlo ni en pintura, por aquel odio visceral que se inyectaba contra los familiares que no seguían las ideas del proceso. 

Se esgrimió el manojo de cuartillas. Se leyeron fragmentos que el fiscal consideró determinantes y se pidieron condenas de quince años de privación de libertad para él, cabecilla del asunto, y de once para el otro. Cuando los llamaron a declarar, el rubio se echó a llorar y se arrepintió de su culpa. Parecía un niño al que han regañado públicamente. Jacobo subió al banquillo de los acusados. No pensaba en su condena, ni en su juventud, ni en sus padres, la carrera, su estupidez o la libertad. Pensaba en el tercero, el que faltaba en el banquillo, el soplón feliz que hacía cuentos contra el gobierno y fatigaba sus músculos con pesas. Sí, somos culpables, dijo. Y yo más. Pero, ¿dónde está el otro? Hablaba sin sentir el murmullo que se fue convirtiendo en vocerío, turba. No hablaba él; hablaba su rencor, su asco contra el género humano, poseído por la convicción de que todo lo que había escrito era rigurosamente cierto, aceptando con los dientes apretados, los ojos sarcásticos y el rostro ardiente cualquier condena, levantado sobre los golpes del mazo que pedía orden en la sala.

Los padres de Jacobo eran prácticamente ancianos en este momento de la historia. Habían tenido a los gemelos (Jacobo y Esaú, el primogénito) casi en la vejez, como los antiguos patriarcas. Los padres parecían hermanos: pequeños, calmosos, frágiles, de narices ñatas y ojos color miel. Asistieron juntos al juicio con lágrimas en los ojos. No podían creer que su hijo hubiera escrito toda esa diatriba que el fiscal leía desdeñosamente, pero tampoco podían comprender que fuera juzgado como un asesino. Cuando se dictó la sentencia sintieron que algo frío y terrible les hacía cuarteaduras por dentro. No lo puedo creer, Raquel, dijo el padre. La madre, en el juicio, empezó a pedirle a la Virgen, pero de pronto un agudo dolor de migraña la hizo callar. Le parecía que en su cabeza martillaban voces, las lenguas africanas cantando a su diosa.

En estos días, un avión Boeing 727 de la American Airlines, modelo 223, matrícula 223, fue secuestrado por un terrorista en Ontario. El secuestrador, un joven negro, le puso una pistola en la sien al piloto y ordenó tomar rumbo a Cuba. Con un pasajero y siete tripulantes, luego de una parada para abastecerse de combustible en Dallas, aterrizó en Boyeros. El hombre pidió asilo político e inmediatamente el Gobierno se lo concedió. El hombre se llamaba Gerald Leland Merity pero prefería que lo llamaran Muhammad Jalal Deen Akbar, porque practicaba la religión musulmana. Declaró que había usado una pistola Lama de ocho tiros para el secuestro. Explicó que había huido del ambiente racista y fundamentalista que no le permitía a un hombre negro y libre profesar la religión que deseaba. Dijo que admiraba a Cuba porque tenía a cuarenta mil hombres peleando en África. Declaró finalmente que los pueblos oprimidos debían unirse como un puño para la lucha definitiva. 

Los padres de Jacobo no se enteraron de esto, a la espera del fallo del juez de la corte. Cuando supieron la condena, volvieron a sus vidas rutinarias. El padre siguió visitando su logia, jugando al dominó y leyendo el periódico cada tarde en un balance junto al portal. La madre tomaba todos los fines de semana la lancha de Regla y participaba de la misa, pidiendo, hincada de rodillas ante la imagen, por la libertad de Jacobo. Regresaba cansada, con la certeza de que su fe cada día menguaba un poco más. 

Casi un año después una vecina la llamó a gritos. La madre salió al portal. En la mecedora, el padre había echado la cabeza hacia atrás y cerrado los ojos para siempre. El periódico se le había caído y allí en el piso, en primera plana, el presidente los saludaba con una mano y una sonrisa cálida.

Alberto Garrido
«El periódico» es un fragmento de la novela La fe y los condenados.



Anna Lidia Vega Serova

Anna Lidia Vega Serova

Anna Lidia Vega Serova

El hombre no se venía si no mataba. No quería matar, sabía que es malo. Se masturbaba largamente sentado en el borde de la taza y luego lloraba con el pene maltratado erguido entre las piernas, sin derramar una gota de semen.


 

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