Los últimos grandes estrategas: lo que Brzezinski y Kissinger podrían enseñarle a Trump

Imagina a Muhammad Ali calentando antes de su gran “rumble in the jungle” contra George Foreman en Kinshasa. O a Björn Borg enfrentándose a John McEnroe en la final de Wimbledon, en la pista central. Pero, sobre todo, piensa en el gran maestro de ajedrez Bobby Fischer preparándose para su “partida del siglo” en Reikiavik, en 1972, frente a su rival soviético Boris Spassky.

Aunque abarcó décadas e influyó en el destino de dos superpotencias, la rivalidad entre Zbigniew Brzezinski y Henry Kissinger, los grandes estrategas de la Guerra Fría estadounidense, merece una mención conjunta con guion. Brzezinski-Kissinger fue a la geopolítica de EE. UU. lo que una gran pareja es al deporte. Su diferencia fundamental giraba en torno a si había que mantener la distensión —el alivio de tensiones— con el gran enemigo mortal de Estados Unidos o reanudar la lucha ideológica contra la URSS.

Kissinger ganó la batalla del estrellato. En mi opinión, Brzezinski ganó su disputa sobre la Guerra Fría a los puntos. Kissinger se equivocó al suponer que la Unión Soviética sería una presencia permanente en el tablero. Brzezinski vio con claridad que las naciones adormecidas del bloque soviético —entre ellas Ucrania— eran su talón de Aquiles.

En cualquier caso, su enfrentamiento sobre cómo gestionar la Guerra Fría fue tan decisivo como lo es hoy el cisma entre quienes, en el entorno de Donald Trump, celebran su deseo de distensión con la Rusia de Vladimir Putin y quienes ven en ambos la amenaza de un desastre tipo Múnich en Ucrania.

Del destino de Ucrania depende el futuro de la guerra y la paz. Una diferencia clave con la época de Kissinger y Brzezinski es que hoy nadie se acerca a su talla intelectual, reputación pública o peso diplomático. La estrategia ausente de Estados Unidos, en otras palabras, tiene algo que ver con la ausencia de grandes estrategas.



El primer ministro israelí Menachem Begin y Brzezinski juegan ajedrez en Camp David, 1978.


¿Qué tenían ellos que escapa a sus herederos menos conocidos en el Estados Unidos actual?

La respuesta simplista es que tanto Kissinger como Brzezinski eran inmigrantes. Quienes llegan de fuera suelen valorar más las libertades estadounidenses que los nacidos en el país y, estadísticamente, tienen muchas más probabilidades de fundar empresas, ganar premios Nobel e incluso lanzar escuelas de pensamiento.

El ascenso de Brzezinski como sovietólogo en Harvard y luego en Columbia, en tiempos de la “universidad de la Guerra Fría” —una colaboración público-privada que es el reverso del ataque de Trump a los presupuestos de la Ivy League— coincidió con el surgimiento de Kissinger como figura destacada en Harvard y autor de bestsellers sobre historia diplomática. Ambos tenían ambiciones tan desmesuradas que escandalizaban a muchos de sus colegas más reservados (y menos egocéntricos).

Un indicio más revelador puede encontrarse en sus historias de emigración. No fue casualidad que un Kissinger de 15 años llegara a Estados Unidos un mes antes de la infame traición de Múnich en 1938, cuando Neville Chamberlain sacrificó a Checoslovaquia. Unas semanas después, un Brzezinski de 10 años vio por primera vez la Estatua de la Libertad, tras dejar Europa dos días después de que Hitler completara la ocupación de los Sudetes.

Ambos se habían criado en las “tierras de sangre” de la Europa de entreguerras. Uno era un refugiado judeo-alemán cuya familia extensa sería aniquilada en el Holocausto; el otro, hijo de un diplomático polaco, vería su país arrasado menos de un año después, cuando soviéticos y nazis trocearon Polonia en la más atroz vivisección de la historia.

Cada uno quedó marcado a su manera por el destino terrible de los que dejaron atrás. Ante la disyuntiva entre orden y justicia, Kissinger decía que siempre optaría por el orden. Su pueblo fue exterminado en medio del desorden más brutal de la humanidad. Brzezinski habría elegido la justicia. La herida polaca —una sensación de historia amputada— fue el trampolín de su ambición.

Pero, sobre todo, compartían un agudo sentido de la tragedia. “Como inmigrantes, sabíamos lo frágiles que son las sociedades y teníamos un instinto para percibir lo efímero de las percepciones humanas”, me dijo Kissinger en 2021, cuatro años después de la muerte de Brzezinski, quien falleció a los 89 años en Virginia, y dos años y medio antes de que él mismo muriera en Connecticut, tras haber cumplido cien años.

Kissinger fue una de las fuentes de mi biografía completa de Brzezinski, que se publicará el mes próximo. Según Kissinger, la diferencia entre ambos era que él venía de Alemania pero no estaba definido por ella, mientras que Brzezinski sí había sido definido por Polonia, aunque “eso no limitó lo que llegó a ser”.

Kissinger, sin embargo, quería destacar lo que los unía. Juntos, aunque con Kissinger como pionero, reemplazaron a la vieja élite angloamericana. Figuras como Averell Harriman, Dean Acheson y John McCloy ejercían la diplomacia como una segunda carrera o una obligación a tiempo parcial. Kissinger y Brzezinski, en cambio, eran profesionales audaces, sin vínculos sociales con los hombres sabios de Georgetown. En palabras de Acheson, los primeros “estuvieron presentes en la creación” del orden de posguerra fabricado por Estados Unidos. Kissinger y Brzezinski lidiaron, cada uno a su manera, con la amenaza existencial a ese orden.

Pero más importante aún fue su exposición a la desintegración social y a la eternidad de la geopolítica, una experiencia que ningún WASP podía emular. “La cuestión es si los estadounidenses llegarán a entender que estamos viviendo una experiencia continua que no tiene fin, y que la vida no puede segmentarse en problemas separados”, dijo Kissinger. “[Como europeos] sabíamos que vivíamos en una historia continua. Nunca llega a su fin”. También podría haber citado al gran novelista estadounidense William Faulkner: “El pasado no está muerto. Ni siquiera es pasado”.



La visión del mundo de estos dos visires modernos también se manifestó de formas muy distintas. Kissinger era seductor, un maestro del halago y un virtuoso de la rueda de prensa. Brzezinski era mejor generando enemigos en los medios. Su teoría del caso —que la URSS era una gerontocracia en decadencia terminal— apenas vaciló. Kissinger, en cambio, era estratégicamente amorfo. Perfeccionó el arte de la acción ilusoria —“movimiento sin desplazamiento”, como él lo llamaba—. Pero siempre regresaba a su estrella polar: el Congreso de Viena de 1815; un mundo en el que las grandes potencias aspiraban al equilibrio. Brzezinski, por su parte, filtraba su visión a través de los actores más pequeños —no solo su Polonia natal, sino la miríada de grupos nacionales dentro de la URSS cuyas inclinaciones separatistas trataba de despertar.



El presidente estadounidense Gerald Ford con Kissinger en 1974.






Brzezinski y el secretario de Estado Cyrus Vance en Camp David, 1978.


Kissinger sentía casi el mismo desprecio por Radio Free Europe y Voice of America que Donald Trump, aunque en vez de desmantelarlas de un plumazo, las recortaba en finas rodajas presupuestarias año tras año. Brzezinski, que hablaba ruso, polaco y algo de alemán, reanudó la guerra ideológica tras el Telón de Acero, que él consideraba poroso.

Kissinger era un malabarista; Brzezinski, un boxeador. Cuando este último acusó a Kissinger de “acrobacias” durante los años de Nixon, estuvieron a punto de romper relaciones. A pesar de sus frecuentes disputas airadas, estos sparrings —uno republicano, el otro demócrata— nunca dejaron de compartir cenas en Sans Souci, un restaurante francés (ya cerrado) cerca de la Casa Blanca. Allí se iba a dejarse ver. “Siempre se aprende más de los ‘críticos amistosos’ que de los amigos acríticos”, escribió Kissinger a Brzezinski tras una de esas cenas a comienzos de los años 70. Resulta difícil imaginar hoy en Washington una amistad-enemistad tan locuaz.

Jamás hablaron de aranceles. Era una época en la que Estados Unidos abría mercados y sentaba las bases de la globalización. En eso, los dos estrategas estaban vagamente de acuerdo: la economía no era el fuerte de ninguno. Hoy, Trump está haciendo retroceder a golpes ese proyecto.

La apertura a China fue una pieza central en las trayectorias de Kissinger y Brzezinski. ¿Tiene Trump una estrategia para China? Las ideas de que Trump logrará un “Kissinger inverso” —atraer a los rusos a la órbita estadounidense, como Kissinger aprovechó la ruptura sino-soviética— son pura fantasía. Steve Witkoff, el promotor inmobiliario neoyorquino que ahora hace de enviado multifunción de Trump, ha demostrado estar muy por debajo de Putin. Un “Brzezinski inverso” —romper con China y reconocer a Taiwán— es, por fortuna, difícil de imaginar, incluso con la imprevisibilidad de Trump.

Dado el secretismo con que Richard Nixon y Kissinger tuvieron que llevar adelante la sorpresiva apertura estadounidense a China en 1972, Pekín dio prioridad al diálogo personal. Urbano, refinado y erudito, el primer ministro Zhou Enlai era el mandarín por excelencia y el interlocutor ideal para Kissinger. Nixon y Mao Zedong entonaron los acordes iniciales. Kissinger y Zhou mantuvieron el dueto.



El presidente estadounidense Richard Nixon y Kissinger se reúnen con el primer ministro chino Zhou Enlai en Pekín, 1972.






Brzezinski con Deng Xiaoping en Pekín, 1978.


La sustitución de Zhou por Deng Xiaoping privó a Kissinger de su interlocutor más apreciado. Y fueron precisamente los rasgos que más disgustaban a Kissinger en Deng —su estilo directo, a veces tosco, y su impaciencia con los eufemismos— los que más atraían a Brzezinski.

La alergia mutua hacia los soviéticos fue el combustible del giro chino de Jimmy Carter. Brzezinski era su asesor de seguridad nacional, como Kissinger lo había sido de Nixon. Ni el escupidero bien usado del primer ministro chino ni su costumbre de fumar sin parar cigarrillos Lesser Panda impidieron el profundo respeto que Brzezinski le profesaba. Deng era, en sus palabras, “un hombre diminuto en tamaño pero grande en audacia”. El líder chino, de 1,50 metros de estatura, valoraba también la franqueza de Brzezinski.

Tras desmantelar casi por completo la distensión de Kissinger, Brzezinski pasó a ser conocido en los medios chinos como el “domador del oso polar” —el oso era el apodo que Deng usaba para referirse a la URSS—. Kissinger quería mantener una “distancia equilátera” entre Estados Unidos, la URSS y China. Bajo Carter, EE. UU. y China se convirtieron de facto en aliados.

En cualquier caso, cuesta imaginar a Trump dedicando interminables horas a un intercambio táctico con el presidente Xi Jinping o con Putin. Tampoco parece probable que conceda a su asesor de seguridad nacional, Mike Waltz, o al secretario de Estado, Marco Rubio, algo remotamente parecido a la autonomía que tuvieron Kissinger y Brzezinski.

Deng pasó su primera noche en suelo estadounidense en una cena regada con alcohol en la casa familiar de Brzezinski, en Virginia. Fue el inicio de la primera visita de Estado de un líder chino a EE. UU. Brindaron por la normalización de relaciones entre ambos países con vodka que Anatoly Dobrynin, embajador soviético en Washington, había regalado a Brzezinski. Los hijos del anfitrión sirvieron la cena. Su hija Mika, de once años, derramó caviar ruso (también cortesía de Dobrynin) en el regazo de Deng y trató de limpiarlo con una servilleta.

Al día siguiente, Nixon asistió de forma polémica a la cena de Estado de Deng —fue su primer regreso a la capital desde su salida por el escándalo Watergate—. Brzezinski convenció a Carter de que incluir a Nixon reforzaría la confianza de China en el acercamiento bilateral con Estados Unidos. Kissinger, furioso, se volvió en contra de la normalización. Pero su enojo fue pasajero. Con el tiempo, acabaría siendo el estadounidense favorito de China.



¿Cómo habrían gestionado cada uno la guerra actual de Rusia contra Ucrania? A pesar de sus diferencias, es muy probable que ni Brzezinski ni Kissinger hubieran aconsejado a Trump ofrecer concesiones a Rusia antes de iniciar conversaciones de paz. Los incentivos están para ser ofrecidos, no para ser envueltos como regalo de antemano.



Nixon y Kissinger brindan por la firma del acuerdo de las Conversaciones para la Limitación de Armas Estratégicas con los líderes soviéticos, 1972.


Ambos se habrían horrorizado por la humillación que Trump y su vicepresidente, JD Vance, infligieron en febrero al presidente ucraniano Volodímir Zelenski en el Despacho Oval. Como seductor, Kissinger atraía con miel. Brzezinski, agudo y a veces áspero, se parecía más a una trampa para moscas. Ninguno habría visto en Zelenski a una presa, y mucho menos delante de las cámaras.

Es imposible imaginar a cualquiera de los dos hablando de Putin como lo hizo recientemente Steve Witkoff ante el locutor maga Tucker Carlson. Witkoff reveló que Putin le había dicho que había rezado por Trump en la iglesia tras el intento de asesinato del verano pasado. El líder ruso también le obsequió un retrato halagador de Trump. “Putin fue tremendamente cortés”, dijo Witkoff. “Hay que tener pelotas para decir eso”, respondió Carlson. Sea cual sea el destino de la ambición de Trump por mediar en la paz entre Rusia y Ucrania, da la impresión de que Putin entiende mejor a Trump que Trump a Putin.

Al final de sus vidas, Kissinger y Brzezinski casi intercambiaron sus posiciones sobre Rusia. En un artículo de opinión publicado en 2014 en el Financial Times, Brzezinski abogó por una “finlandización” de Ucrania, es decir, convertirla en un Estado no alineado, aunque prooccidental, como zona colchón entre Rusia y la OTAN. Aún más sorprendente fue que Kissinger acabara apoyando la entrada de Ucrania en la OTAN tras la invasión rusa de 2022. Este giro de Kissinger puede atribuirse probablemente a su costumbre de mantenerse dentro del consenso político, en parte por las necesidades de Kissinger Associates, su lucrativa consultora. El acceso a la Casa Blanca y a otras cancillerías era vital para su negocio.

Brzezinski no dirigía una empresa. No tenía necesidad de moderar sus opiniones. Criticó a todos los presidentes. Incluido Barack Obama, a quien apoyó para la presidencia y admiraba, entre otras razones, por su oposición a la guerra de Irak en 2003. También perdió su favor Bill Clinton, quien fue el primero en agradecerle tras firmar la ley que ratificó la primera expansión de la OTAN en 1999 —que incluyó a Polonia—, debido al supuesto trato condescendiente que Clinton dio al recién elegido Putin. La única excepción fue Jimmy Carter, con quien mantuvo una amistad de por vida.



Nixon y Kissinger en ruta hacia China en 1972.






El presidente estadounidense Jimmy Carter y Brzezinski a bordo del Air Force One en 1977.


La posición más matizada de Brzezinski sobre Rusia puede explicarse por un cierto ablandamiento otoñal, aunque nunca perdió su visión sombría de Putin. Le llevó un tiempo a su familia convencerlo de colocarse un marcapasos tras sufrir un ictus a finales de 2014.

La idea le ofendía por varias razones: el dispositivo sería un recordatorio de su tiempo limitado; implicaba una tecnología que le provocaba aversión instintiva; y lo peor de todo, subiría datos a un receptor que lo expondría a posibles intrusiones. Los rusos podrían piratear su información médica. “Papá, creo que Putin ya tiene bastante con lo suyo como para estar preocupado por tu historial médico”, le dijo su hijo mayor, Ian Brzezinski. Su hijo mediano, Mark, acabaría siendo embajador de Biden en Polonia.

Los críticos de Kissinger y Brzezinski tienen mucho con lo que trabajar. “Henry Kissinger, criminal de guerra, adorado por la élite gobernante de Estados Unidos, finalmente muere”, fue el titular del obituario de Rolling Stone. El bombardeo secreto de Camboya, su respaldo a la sangrienta represión pakistaní en lo que se convertiría en Bangladés, el golpe de Estado respaldado por EE. UU. en Chile y las escuchas a su propio personal persiguieron a Kissinger toda su vida. Sin embargo, también negoció el primer acuerdo de control de armas nucleares y estuvo cerca de cerrar un segundo. La distensión no fue una quimera. Cuanto más envejecía, más lo trataban como un oráculo.

El paso de Brzezinski por el gobierno no dejó sangre en sus manos. Carter fue el único presidente estadounidense de la posguerra que nunca envió tropas al combate, aunque ocho militares murieron en el fallido intento de rescate de los rehenes en Irán. Brzezinski sí ayudó a atraer a los soviéticos hacia Afganistán en 1979, aunque fue evidentemente Leonid Brézhnev quien tomó la decisión de invadir. “¡Han mordido el anzuelo!”, le habría dicho Brzezinski a un asistente al enterarse de la noticia. Los orígenes del yihadismo global pueden datarse parcialmente en ese momento. Pero afirmar que Brzezinski fue el “padrino de al-Qaeda” es un salto absurdo: el grupo terrorista se fundó siete años después de que Carter dejara el cargo.



Brzezinski y Kissinger en el Foro del Premio Nobel de la Paz en Oslo, 2016.


Algunos sostienen que las condiciones actuales hacen mucho más difícil que emerja una figura como Kissinger o Brzezinski. En la era digital, las maniobras geoestratégicas son mucho más difíciles de ejecutar. Sus críticos —que ni siquiera se superponen entre sí— creen que es positivo que no existan equivalentes contemporáneos. Y sin embargo, parafraseando a uno de los personajes favoritos de Trump en el cine, Hannibal Lecter, respecto a su interrogador: el mundo era más interesante con Kissinger y Brzezinski en él. Y, adaptando otra frase célebre: siempre es mejor tener estrategias en competencia que no tener ninguna.

Cuando Brzezinski murió, Kissinger se sorprendió de cuán vacío se sintió. Se habían conocido en Harvard 67 años antes. “Me golpeó con inesperada fuerza la centralidad de la presencia de Zbig en mi visión de un mundo digno de ser vivido y defendido”, escribió Kissinger a la familia de Brzezinski tras enterarse de su fallecimiento. “Sentí como si hubiera desaparecido una columna que sostenía la estructura del mundo que me importaba […]. Compartíamos, me gusta pensar, una causa, aunque no siempre las mismas ambiciones”.

En la muerte, más que en vida, estos dos estadounidenses naturalizados parecen llevarse bien. A medida que su época se aleja, y mientras Estados Unidos reniega del mundo que ayudó a construir, ambos merecen ser estudiados.



* Archivo original: “The last grand strategists: what Brzezinski and Kissinger could teach Trump”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.

* Sobre el autor: Edward Luce es editor nacional del Financial Times. Su biografía Zbig: The Life of Zbigniew Brzezinski, America’s Cold War Prophet se publicará el mes próximo en el Reino Unido con Bloomsbury y en Estados Unidos con Avid Reader Press, una división de Simon & Schuster. Ya está disponible para su reserva.





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