Steve Bannon y los asesinos y sicarios que se convirtieron en sus “mejores amigos”

El programa de educación para adultos del Centro Correccional Federal de Danbury necesitaba un profesor de educación cívica. Por fortuna, un nuevo recluso con una amplia experiencia en política estadounidense —el interno nº 05635-509— necesitaba un trabajo. Y así fue como Steve Bannon, el hombre acusado de ayudar a orquestar un intento de socavar la democracia estadounidense y revertir el resultado de una elección presidencial, acabó cobrando 25 centavos por hora del erario federal por enseñar civismo a otros presos.

Su clase se reunía hasta cinco días por semana, y llegaban a asistir unos cincuenta internos. Nadie sabe si aquella asistencia tan alta se debía a las lecciones de Bannon o al sofocante calor del verano: las clases se impartían en uno de los pocos edificios con aire acondicionado de Danbury. En el aula enseñaba la historia de la fundación de Estados Unidos, citando tanto The Federalist Papers como los escritos de los antifederalistas, que consideraban que la Constitución otorgaba demasiado poder al gobierno central. Sus planes de clase explicaban cómo el crecimiento de lo que Bannon llama el “Estado administrativo” traicionó los principios fundacionales del país. Tras una clase sobre los males de la Reserva Federal y la deuda nacional, uno de sus alumnos levantó la mano y preguntó: “¿Y dicen que los criminales somos nosotros?”

El exestratega jefe de Donald Trump, de 70 años, había sido declarado culpable de dos cargos de desacato al Congreso. Su delito: desobedecer una citación y negarse a cooperar con el comité parlamentario que investigaba el asalto al Capitolio del 6 de enero. Durante cuatro meses compartiría un bloque de dos plantas con ochenta y tres hombres, todos con solo dos duchas a su disposición. Su disposición a cumplir condena antes que ceder ante Nancy Pelosi consolidó su estatus como figura emblemática del movimiento MAGA. “Estoy orgulloso de ir a prisión”, declaró a los periodistas el día que se entregó, “si eso es lo que hace falta para enfrentarme a la tiranía”.

Danbury no es el tipo de prisión en la que normalmente se encontraría a alguien como Bannon. Pero debido a otro proceso legal pendiente —más tarde se declararía culpable de un delito grave de fraude en Nueva York relacionado con una campaña de recaudación de fondos— no pudo ser enviado a una prisión de mínima seguridad, conocidas como Club Fed, donde los internos disfrutan de condiciones relativamente cómodas. Bannon quiere que quede claro que estuvo entre criminales peligrosos, en una prisión de verdad.

Apenas un par de semanas después de su liberación, me senté con Bannon en el abarrotado salón de su casa adosada en Capitol Hill. Hablamos durante casi tres horas sobre su estancia en prisión. Era una conversación que había comenzado con una llamada telefónica el mismo día en que salió en libertad, a finales de octubre de 2024, y que continuó a lo largo de decenas de entrevistas mientras el exrecluso retomaba su papel como uno de los asesores externos más influyentes de Trump. Mientras hablábamos del regreso de Trump al poder, nuestras conversaciones volvían una y otra vez a la experiencia de Bannon entre rejas.

“No estaba en un campamento como ese marica de Cohen”, me dijo Bannon, refiriéndose al antiguo abogado y hombre de confianza de Trump, Michael Cohen. Danbury es, en palabras de Bannon, “un lugar duro, jodidamente de baja a media seguridad, con pandilleros, putas drogas y apuñalamientos”. Poco después de su llegada, me contó, vio cómo un grupo de presos “sacaba un pincho y rajaba a un tipo”. “Había sangre por todas partes”. Cuando los agentes le preguntaron qué había visto, se negó a responder. “Simplemente no puedes”, dijo. “Respondes a cualquier pregunta de un poli y estás acabado”. Aun así, se mostró encantado de hablarme de “los asesinos, los jodidos sicarios de la mafia, que eran mis mejores colegas”.

Entre los pocos servicios de la prisión hay una pequeña sala con tres televisores —“uno en español, uno de los blancos y otro de los negros”— detrás de un cristal; los internos pueden usar radios portátiles para escuchar el canal que prefieran. Una noche de julio, los tres estaban sintonizados en el mismo: los informes sobre un mitin de Trump en Butler, Pensilvania.

Bannon estaba en la sala de ordenadores cuando un preso bajó corriendo a buscarlo:

—Oye, jefe —le dijo el interno—. Han disparado a Trump.

—¿Qué?

—Han disparado a Trump.

Bannon llevaba tiempo temiendo que algo así ocurriera. Hablé con él semanas antes de que empezara su condena, y me dijo que la única manera de que Trump no volviera a la Casa Blanca sería que le robaran las elecciones o lo asesinaran. “Estoy muy preocupado”, me dijo entonces. Los demócratas, los medios, “le están dando justificación moral a quien lo elimine para considerarlo un héroe”. En un discurso ese mismo verano, advirtió a una multitud en Detroit, durante una conferencia organizada por Turning Point USA, el grupo de Charlie Kirk, que “de aquí al día de las elecciones van a intentar eliminar a mucha gente”. Según predijo, sería “¡victoria o muerte!”.

Ahora, mirando las noticias a través del cristal protector, estaba convencido de que sus temores se habían hecho realidad. El Servicio Secreto había fallado en proteger a Trump. Un hombre armado había disparado contra él. Bannon vio cómo un Trump salpicado de sangre se levantaba y gritaba: “¡Luchad! ¡Luchad!”. De no haber estado en prisión, habría acudido de inmediato a los medios para amplificar aquel mensaje.

En ese momento, tuve un solo pensamiento: Estados Unidos tiene suerte de que Steve Bannon esté entre rejas.



Desde que Bannon orbita en torno a Trump, ha sido la voz que canaliza la furia antiestablishment en el corazón del movimiento MAGA, predicando una política sin concesiones, de “aplasta a tus adversarios” y “derriba las instituciones”. Usó su cargo de “estratega jefe” durante el primer mandato de Trump para atacar a los republicanos —dentro y fuera de la Casa Blanca— que no estaban dispuestos a hacer lo necesario para que Trump transformara Washington. En su despacho del Ala Oeste, Bannon mantenía una pizarra blanca con la lista de las principales promesas de campaña de Trump. Tras siete meses, solo unas pocas estaban marcadas como cumplidas, y Bannon fue despedido. La presidencia verdaderamente radical de Trump llegaría más tarde.

Sin embargo, no estuvo mucho tiempo fuera del favor de Trump. Y, a diferencia de muchos de sus aliados, no vaciló en su apoyo tras el intento fallido de revertir las elecciones. De hecho, se volvió aún más devoto, convirtiendo su pódcast en vídeo War Room —una dosis doble diaria de resentimiento y revancha para los seguidores de Trump— en el eje del ecosistema mediático MAGA. El programa guio a los seguidores más acérrimos de Trump durante los recuentos estatales de votos a principios de 2021 y contribuyó a difundir la descabellada teoría de que el expresidente podría ser restituido antes de las siguientes elecciones. El plan para destituir a Kevin McCarthy de la presidencia de la Cámara en 2023 nació, en gran medida, en el programa de Bannon. El propio Trump era un espectador habitual. En una ocasión, Bannon interrumpió una entrevista para contestar al teléfono. “Hola, señor presidente”, dijo. “Estoy en directo por televisión; ¿puedo devolverle la llamada?”.

Bannon reclutó un ecléctico grupo de unos veinte presentadores suplentes —entre ellos su hija Maureen, el hijo de Rudy Giuliani y la sobrina de Osama bin Laden— para mantener el pódcast en marcha mientras él estaba en prisión. “No soy periodista. No estoy en los medios”, dijo poco antes de ingresar en la cárcel. “Esto es un cuartel militar para una revuelta populista. Así es como motivamos a la gente. Este programa es un programa de activismo. Si ves este programa, eres un soldado raso. Lo llamamos el Ejército de los Despiertos”.

Pero incluso mientras estaba en prisión, Bannon encontró formas de ejercer su influencia. Una de las primeras cosas de las que hablamos tras su liberación fue el intento de asesinato. “Si Trump hubiese llegado a la convención diciendo: ‘Que se jodan, intentaron matarme’, creo que el país habría ardido”, le dije a Bannon. “Él lo calmó”.

“Lo calmó, sí”, respondió Bannon.

“Pero tú habrías echado leña al fuego”.

“¡Habría echado jodida gasolina! ¡Claro que sí!”, replicó Bannon. “Lo habría subido hasta un diez”.

Y añadió, enigmático: “No digo que no hiciera esa recomendación codificada”.

¿Codificada?

Sí. Bannon tenía una forma de hacer llegar mensajes a la campaña de Trump —y al propio Trump— mientras estaba entre rejas.

En prisión, Bannon pasaba todo el tiempo posible en la sala de ordenadores, usando uno de los cuatro PC —equipados con un sistema operativo de hace dos décadas— que compartían los 84 reclusos de su pabellón. Se apuntaba para usar los equipos durante una hora, y luego, tras un descanso de quince minutos, volvía a apuntarse. Conocía bien las normas no escritas de la cárcel sobre no acaparar los ordenadores, pero dijo que a veces pasaba hasta diez horas al día “trabajando en cosas de la campaña”.

Los equipos no estaban conectados a internet, pero podía comunicarse por correo electrónico con unas pocas decenas de personas previamente autorizadas. La Oficina Federal de Prisiones revisaba la correspondencia tanto al entrar como al salir. Su hija Maureen —a la que llama Mo— y su directora financiera, Grace Chong, le ayudaban a mantenerse al tanto de las noticias. “Tenían un sistema para enviarme, primero, todos los datos de las encuestas, todo eso, los análisis”, recordó. “Me los mandaban y yo podía comentarlos y hacer preguntas”. También le enviaban imágenes de distintos sitios web de noticias para que pudiera ver las portadas, aunque no tuviera acceso directo a internet. “Tenía cincuenta artículos. No podía hacer clic en ellos, pero les decía: ‘Envíadmelos, boom, boom, boom’. Y ellos copiaban y pegaban, y los colocaban ahí”.

Bannon asegura que un oficial de investigación en Danbury —un funcionario al que describió como “puro MAGA”— le advirtió de que sus comunicaciones estaban siendo revisadas por el Main Justice, es decir, por la administración Biden. Así que ideó un sistema codificado para indicarles a “las chicas” qué mensajes debían transmitirse a Trump o a su entorno, en particular a su asesor Boris Epshteyn: “Tenía un sistema para llegar hasta Boris, más o menos en semicírculo, en código, a través de Mo y de Grace”, explicó. ¿Existía literalmente una palabra clave? “Bueno, teníamos…”, empezó a decir antes de detenerse. “Prefiero no —la Oficina de Prisiones podría revisarlo—. Pero teníamos una forma de hacer que le llegara”.

En los días posteriores al intento de asesinato, Bannon hizo saber a los responsables de la campaña que, a su juicio, estaban cometiendo un grave error al intentar reducir las tensiones en lugar de aumentarlas.

“Trump va a ser Trump. No vas a tener esa ‘unidad’”, recordó haber dicho. “Lo que vais a hacer es desperdiciar una enorme oportunidad para diferenciaros. Y, francamente, deberíais redoblar el mensaje de que intentaron asesinarle. Devolvedles el golpe. Entrad en lo de la seguridad laxa. Doblad, triplicad la apuesta. Es una jugada ganadora”.

Por suerte, la campaña ignoró el consejo. Mientras veía cómo los oradores de la convención elogiaban el mensaje de unidad de Trump, Bannon se iba enfureciendo cada vez más. “Odié la convención”, me dijo. “El kumbayá, la cancelación de todos los tipos que querían subirse ahí y soltar puñetazos”.

“Si yo hubiera estado fuera, eso jamás habría pasado”, añadió. “Jamás”.



Aunque durante esos cuatro meses Bannon centró gran parte de su atención en el mundo exterior a Danbury, me dijo que en prisión había aprendido mucho.

“En la cárcel puedes hacerte una idea real de cómo está el país”, me explicó. “Todas las familias hispanas y negras de Estados Unidos tienen a alguien conocido encarcelado; esa es la realidad. Puede que no sea su hijo, pero es un primo, un sobrino o un vecino. Estas encarcelaciones masivas por delitos de drogas no violentos están fuera de control”.

Bannon quiso dejar claro que no se relacionaba solo con otros reclusos no violentos. Uno de sus mejores amigos en prisión era un italiano llamado Vito —“el mayor fan de Trump que hayas visto jamás”, me dijo Bannon—. “Literalmente podía citar” los discursos de Trump.

Vito es un presunto miembro de la familia criminal Colombo, llamado Vito Guzzo. Llevaba casi tres décadas encarcelado tras declararse culpable de cinco asesinatos y de varios otros delitos, entre ellos incendio intencionado, asociación ilícita y tentativa de homicidio. Cuando se declaró culpable en 1998, el juez le pidió que describiera sus crímenes. Lo hizo sin mostrar emoción alguna. “Maté a Ralph Sciulla de un disparo en la cabeza”, leyó Guzzo de un papel. “Maté a Anthony Mesi de un disparo. Disparé a John Borrelli”.

Vito es un hombre libre desde abril. Bannon le ayudó a conseguir la libertad anticipada —tras cumplir 26 de los 38 años de condena— gracias a la First Step Act, la ley de reforma del sistema judicial penal que Trump firmó en 2018.

Un amigo grabó en vídeo el momento en que Vito salió de Danbury: caminando con aire desafiante, vestido con un chándal blanco de Sergio Tacchini, zapatillas impecables y gafas de sol oscuras, con el cabello engominado hacia atrás.

“Vamos”, se le oye decir mientras abraza a su novia. “Salgamos de aquí”.

La novia de Vito le envió el vídeo a Bannon, que lo vio con un orgullo jubiloso ante la compostura de su amigo. “Ese tipo es impresionante”, me dijo Bannon. “Mira ese chándal, mira los zapatos, mira el pelo”. Tras casi tres décadas entre rejas, “sale y está impecable. Estos tipos me asombran”.

Bannon había sido crítico con la First Step Act —era una de las pocas cosas en las que no estaba de acuerdo con Trump—. La iniciativa, que buscaba mejorar las condiciones en prisión y ofrecer a los reclusos más oportunidades educativas y de libertad anticipada, había sido impulsada por Jared Kushner, el yerno de Trump, con quien Bannon solía chocar. Pero ahora había cambiado de opinión. “Jared fue un genio con esto. Es nuestro billete hacia una coalición masiva”, me dijo Bannon. “Recuerda, en Espartaco la rebelión de los esclavos empieza en una prisión, ¿no?”.

(Aunque Bannon mostraba una aparente preocupación genuina por el trato que recibían los presos que conoció en Danbury, su compasión hacia los acusados estaba lejos de ser coherente. Elogió sin reservas a la administración Trump por haber fletado dos aviones cargados de presuntos miembros de bandas venezolanas —sin audiencia ni notificación razonable— hacia la prisión CECOT de El Salvador, un lugar que en realidad se asemeja al infierno en la Tierra. “¿Y si hay algún jardinero inocente ahí dentro? Oye, mala suerte para un buen tipo”, dijo Bannon en War Room en marzo).

Su paso por Danbury convenció a Bannon de que Trump volvería a ganar. A su juicio, me dijo en octubre, Kamala Harris estaba condenada por su historial como fiscal en California. “Ningún hombre negro o hispano va a votar por Kamala Harris, por las encarcelaciones masivas”, afirmó. “La comunidad negra, la comunidad hispana, literalmente la odian”. La prisión, dijo, “es el lugar más MAGA en el que he estado en mi vida, entre las minorías”. (Según una encuesta poselectoral de Navigator Research, Harris obtuvo el 49% del voto masculino hispano y el 71% del voto masculino negro. Sin embargo, en términos de tendencia, la observación más amplia de Bannon se sostiene: Joe Biden obtuvo 35 puntos porcentuales más que Harris entre ambos grupos en 2020).

Pero lo principal que Bannon aprendió en prisión fue que no quiere volver allí. Salió en libertad el 29 de octubre, a las tres de la madrugada —porque las autoridades penitenciarias querían evitar el alboroto de una rueda de prensa—. Al cruzar la puerta del penal, lo recibió Maureen, que corrió a abrazarlo. Era exactamente una semana antes de las elecciones de 2024 y, pocas horas después de su liberación —antes de las seis de la mañana—, el teléfono de Bannon empezó a sonar. Al otro lado de la línea estaba Donald Trump.

“¡Mi Steeeeeeve! ¡Mi Steeeeeve!”, dijo Trump entre risas. “Eres un convicto”. El expresidente tenía muchas preguntas para Bannon sobre su vida entre rejas. Si Trump perdía las elecciones la semana siguiente, existía una posibilidad muy real de que él mismo acabara en prisión. ¿Cómo de duro era aquello?

“Voy a ser franco”, le respondió Bannon. “Es jodidamente duro. Así que no vamos a ir allí”.



Trump no fue a prisión, obviamente; volvió a la Casa Blanca. Y su segundo mandato está resultando mucho más trascendental, más radical y más duradero que el primero.

Ha puesto a su equipo jurídico personal al frente del Departamento de Justicia, ha presionado a los principales bufetes de abogados para que actúen según su voluntad y ha desmantelado medio siglo de reformas éticas y anticorrupción mezclando los negocios familiares con los asuntos de Estado. Intenta utilizar la Comisión Federal de Comunicaciones para vigilar y castigar a las cadenas de televisión que, según él, lo tratan injustamente, y presiona a las fiscalías federales para que procesen a sus enemigos políticos.

Trump no siempre ha seguido los consejos de Bannon en materia de políticas, pero su descarado ataque a las normas y a sus enemigos —reales o imaginarios— es exactamente lo que Bannon lleva años predicando. Desde su poderosa tribuna en War Room, Bannon insta al agraviado presidente a usar su poder no solo para derrotar a sus adversarios, sino para destruirlos, y Trump está llevando esa agenda mucho más lejos que en su primer mandato.

El discurso de unidad que Bannon tanto detesta ha desaparecido por completo. Dos días después del asesinato de Charlie Kirk, Bannon arremetió contra los republicanos que pedían rebajar la retórica partidista. Le indignó que el gobernador Spencer Cox saliera el día del crimen y dijera que había que “dejar de odiar a nuestros compatriotas estadounidenses”.

“No vamos a decir que es momento de unir a la gente”, dijo Bannon a los soldados de a pie del movimiento MAGA. “¿Sabes por qué? Porque aquí un bando tiene que ganar”.

En ocasiones, Trump sigue recurriendo a Bannon en busca de orientación, como si trabajara en el despacho contiguo al Despacho Oval. Prueba de ello es el papel —hasta ahora no revelado— que desempeñó Bannon en los acontecimientos que condujeron al extraordinario enfrentamiento del presidente Trump con Volodímir Zelenski en la Casa Blanca, en febrero.

El lunes de esa semana, el presidente Trump reunió a sus principales asesores de seguridad nacional en el comedor contiguo al Despacho Oval. Era un momento agitado. El presidente francés Emmanuel Macron acababa de reunirse con él, y el primer ministro británico Keir Starmer llegaría en breve. Ambos le rogaban que mantuviera el apoyo militar a Ucrania y a su presidente. El propio Zelenski viajaría a Washington unos días después, aunque la visita aún no se había anunciado.

Los asesores de Trump habían negociado un acuerdo con sus homólogos ucranianos según el cual, a cambio de continuar la ayuda militar, Ucrania prometería a Estados Unidos una participación en el desarrollo de sus recursos naturales, incluidas sus reservas de minerales raros. Pero al revisar el borrador del acuerdo, a Trump no le gustó lo que vio: consideraba que los términos no eran lo bastante favorables para Estados Unidos. Miró a los principales funcionarios de su administración: el secretario del Tesoro, Scott Bessent; el secretario de Estado, Marco Rubio; el enviado especial, Steve Witkoff; el asesor de seguridad nacional, Mike Waltz; el secretario de Defensa, Pete Hegseth; y el vicepresidente, J. D. Vance. Luego se volvió hacia Waltz:

—Llama a Steve Bannon.

Bannon vio la llamada de Waltz y la envió al buzón de voz, acompañada de un mensaje de texto: “El programa está en directo. Te llamo a mediodía”. Unos minutos después, volvió a sonar su teléfono. Esta vez vio que era Trump quien llamaba desde su móvil personal. Bannon interrumpió el programa con una pausa publicitaria y le indicó al productor que la hiciera larga.

—Sí, señor presidente.

—Hola, Steve, estoy aquí con los muchachos —dijo Trump—. Te voy a poner en altavoz.

Durante los siguientes treinta minutos, Trump hizo que Bannon explicara a su equipo de seguridad nacional, a través del diminuto altavoz del iPhone, por qué no le gustaba el acuerdo y por qué no confiaba en el líder ucraniano.

—He oído que no te entusiasma este acuerdo —dijo Trump.

—Lo odio con todas mis fuerzas —respondió Bannon—. Odio todo lo relacionado con él. Explicó que comprendía que Trump quisiera recuperar los 350.000 millones de dólares que, según sus cálculos, Estados Unidos había gastado en Ucrania. Pero el acuerdo “nos ata a Ucrania”. Bannon, que sabía que se hablaba de una reunión con Zelenski, se refirió al presidente ucraniano como “ese mocoso”: “Si ese mocoso viene aquí, va a querer una garantía de seguridad —dijo—. No puedes fiarte de él. No puedes fiarte de los europeos. Tampoco puedes fiarte de Putin, pero estos tipos son realmente resbaladizos”.

El resto de la saga en torno a la visita de Zelenski a Washington constituye un episodio extraordinario de la historia estadounidense, y no cabe duda de que los consejos de Bannon marcaron el tono del conflicto que se avecinaba.

—No estás en una buena posición —le dijo Trump a Zelenski, alzando la voz—. Ahora mismo no tienes las cartas ganadoras.

—Yo no estoy jugando a las cartas —interrumpió Zelenski.

—Sí que estás jugando —replicó Trump—. Estás apostando con la vida de millones de personas. Estás apostando con la Tercera Guerra Mundial.

—¿De qué está hablando? —preguntó Zelenski.

—Estás apostando con la Tercera Guerra Mundial —repitió Trump—. Y lo que estás haciendo es muy irrespetuoso con este país, un país que te ha apoyado mucho más de lo que muchos decían que debía hacerlo.

Era el tipo de lenguaje de tipo duro que haría sentirse orgulloso a un sicario de la mafia.

Durante casi un siglo, Estados Unidos había contribuido a mantener la paz en Europa, hombro con hombro con sus aliados frente a los agresores. Pero allí, en el Despacho Oval, Trump no solo reprendía a un aliado estadounidense: estaba declarando al mundo que Estados Unidos ya no era el país que, en palabras de John F. Kennedy, estaba dispuesto a “pagar cualquier precio, soportar cualquier carga, afrontar cualquier dificultad, apoyar a cualquier amigo y oponerse a cualquier enemigo para asegurar la supervivencia y el éxito de la libertad”. Ahora, un presidente estadounidense mostraba a un aliado el verdadero significado de “América primero”.

Las últimas palabras de Trump antes de que las cámaras abandonaran el Despacho Oval dejaron claro que, aunque estaba enfadado, también estaba disfrutando del momento.

—Muy bien, creo que ya hemos visto suficiente —dijo Trump a los atónitos periodistas presentes—. ¿Qué os parece? Esto va a ser una televisión fantástica. Eso sí lo digo.

Televisión fantástica, quizás, pero, en parte gracias al convicto favorito de Trump, el presidente está haciendo mucho más que actuar para las cámaras. Está transformando Estados Unidos de un modo que perdurará mucho más allá de su presidencia.






* Sobre el autor:
Jonathan D. Karl es el principal corresponsal en Washington de ABC News. Es autor, más recientemente, de Retribution: Donald Trump and the Campaign that Changed America.

* Artículo original: “Steve Bannon and the Murderers and Hitmen Who Became His ‘Besties’”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.








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