En la decadente y glamurosa Habana de los años 50, el único lugar donde había que estar era Tropicana, un templo del placer donde los espectáculos (y las vedettes) deslumbraban, las apuestas eran de alto riesgo y entre los asistentes se encontraban Marlon Brando, Ernest Hemingway, Rita Hayworth y J.F.K., por mencionar solo algunos.
A través de una historia oral sobre la época dorada del club, Jean Stein reconstruye el torbellino de libertad sexual, corrupción oficial y control mafioso que alimentó la fiesta, hasta la noche en que los revolucionarios de Fidel Castro tomaron la pista.
En 1956, el cabaré Tropicana lanzó su primer vuelo promocional desde Miami a La Habana a través de Cubana de Aviación, anunciado como el “Cabaret en el cielo”. ©William Eggleston
Ana Gloria Varona, vedette: Nos escondimos detrás de un cortinaje dorado cuando los pasajeros subieron a bordo, como si estuviéramos entre bastidores en un auténtico cabaré. Mi compañero de baile, Rolando, y yo estábamos listos para ofrecer un espectáculo en vivo en la parte delantera de la cabina. Incluso teníamos con nosotros una banda de Tropicana: un pianista, un bongosero, un baterista y un trompetista. Se habían retirado los asientos delanteros para que los músicos pudieran acomodarse con sus instrumentos. ¿Quién sabe cómo lograron subir ese piano al avión?
Los pasajeros comenzaron con daiquirís rosados y, en cuanto el avión despegó, Rolando y yo salimos de un salto y comenzamos nuestro show. Aparecimos cantando y bailando. Yo recorría los pasillos dando saltitos, sacando a los americanos de sus asientos para bailar conmigo. Era tan feliz, jovencita y bonita, con mi suéter ajustado, mis zapatillas y mis calcetas. Los americanos me trataban muy bien. Les repartía tarjetas con las letras de las canciones y los hacía cantar conmigo viejos boleros como “Quiéreme mucho, dulce amor mío…”.
Al aterrizar, pasamos sin problemas por el aeropuerto, subimos al autobús dTropicana y nos dirigimos directamente al club. No creo que los americanos tuvieran que lidiar con aduanas, ya que Tropicana y Cubana de Aviación tenían un acuerdo especial. Después del espectáculo, los alojaban en el Hotel Nacional y al día siguiente los llevábamos de regreso a Miami en avión. Así fue como trajimos a Nat King Cole a La Habana en marzo de ese año, la primera de las tres veces que se presentó en Tropicana. Era alto, muy apuesto, un hombre negro guapísimo. Cuando encabezaba el cartel de Tropicana, el lugar siempre se llenaba hasta los topes. Aquellos eran tiempos despreocupados.
Aileen Mehle, columnista de sociedad: Tropicana era el paraíso. No había forma de mantenerme alejada. Todo era jajaja: fumar, beber champán, reírse, divertirse. Y todos esos bailes y canciones fabulosos. Cada noche era lo más, el colmo del glamour, al nivel de las Ziegfeld Follies. Era el único lugar al que ir. Cuba era maravillosa porque era sexy, sobre todo cuando eres joven, eres una chica y tienes amigos que te llevan a clubes con música hasta el amanecer. Nunca se detenía.
Recuerdo a un pianista negro en Tropicana. Era algo rechoncho y siempre elegante con su chaqueta de esmoquin. Se llamaba Bola de Nieve y lo recuerdo sentado al piano como un pequeño rey, cantando: “Yo soy negro social, soy intelectual y chic…”.
Cada vez que estaba en Cuba, iba todas las noches. Siempre veía a los mismos muchachos. Había uno al que llamaban Belleza, Belleza Cendoya. Y también estaban Mike Tarafa y Julio Lobo, tipos realmente geniales, los dos hombres más ricos de Cuba. Y, por supuesto, los conocí a todos: George Fowler, Pepe Fanjul, y los Sánchez, Emilio y Marcelo. Todo el mundo era rico entonces. Los únicos que conocía eran los dueños de las plantaciones de azúcar. Éramos jóvenes y estábamos locos, bebiendo, bailando, cantando, apostando y pasándolo de maravilla.
Natalia Revuelta, socialité: Cuando era soltera y empecé a salir, era un verdadero ritual bailar en Tropicana hasta la una o dos de la madrugada. Te recogían a las nueve, ibas, veías un espectáculo, bailabas antes y después. Boleros, blues, fox-trot, de todo. Era maravilloso porque estabas al aire libre, mucho mejor que en un cabaré cerrado, donde el baile era demasiado apretado.
A los cabarés solo se me permitió ir después de los 18 años, no antes. Hasta entonces, siempre iba al Vedado Tennis Club, donde todos se mezclaban en un bar abierto. Éramos como una comunidad: clase media, clase media-alta, ricos de menor nivel, ricos de mayor nivel, aristócratas, todos juntos. Batista, el presidente de Cuba, y su gente nunca formaron parte de los clubes de campo. No iban porque no pertenecían. Las clases no estaban definidas por el cargo que alguien ocupara en un momento dado. Para estar en uno de esos clubes, tenías que ser el hijo del hijo del hijo del hijo del hijo.
Mi tío era el cónsul en Jamaica, así que cada vez que conocía a alguien que viajaba a Cuba, le daba mi número en el club de tenis. El altavoz anunciaba: “Naty Revuelta, teléfono”, y al descolgar escuchaba: “Hola, soy Errol Flynn” o “Soy Edward G. Robinson”.
Un día, un amigo me llamó al bar donde estaba tomando algo y jugando a los dados con Ernest Hemingway. Mi amigo dijo: “Naty, el señor Hemingway quiere conocerte”. Me acerqué y dije: “Mucho gusto”. Hemingway me miró y dijo: “Quería conocerte porque me recuerdas a mis gatos”. Le pregunté: ”¿Por qué?”, y él respondió: “Tus ojos, tus ojos”. Un cumplido.
Reinaldo Taladrid, periodista: La historia de Tropicana es como cualquier otra, hecha de luces y sombras. En la esfera de la luz está la adquisición del cabaré en 1950 por mi tío abuelo Martín Fox, un campesino de Ciego de Ávila que solía cargar carbón a sus espaldas y que acumuló cierto capital administrando la bolita, la lotería. Era un hombre sin cultura ni educación formal, pero que decidió invertir la mayor parte de su dinero en una idea innovadora: un cabaré al aire libre. Durante los primeros años, reinvirtió la mayoría de sus ganancias en el club, lo que le permitió contratar al brillante arquitecto cubano Max Borges Jr. y traer lujos como palmas reales desde Pinar del Río.
Luego, en los años 50, Martín Fox gastó una fortuna en fastuosas producciones coreografiadas por el incomparable Roderico Neyra y trajo a artistas de renombre mundial como Nat King Cole, para entretener al público en el cabaré, que tenía una capacidad para 1.400 personas. Mi abuelo, Atilano Taladrid, que era cuñado de Martín Fox, ocupaba el cargo de contralor en el club y sabía muy bien que, con gastos tan exorbitantes, Tropicana nunca habría podido ser rentable sin su casino.
Rosa Lowinger, autora de Tropicana Nights y conservadora de arte: Max Borges regresó a Cuba tras estudiar en la Harvard Graduate School of Design, construyó uno o dos edificios y luego Martín Fox lo contrató para diseñar su propia casa en La Habana, una de las primeras edificaciones en Cuba que intentó combinar elementos coloniales con el modernismo del International Style. Así que cuando llegó el momento de construir el cabaré interior de Tropicana, conocido como Arcos de Cristal, Martín Fox volvió a contratar a Borges. La única directriz que le dio fue que no cortara ningún árbol, por lo que Arcos de Cristal se diseñó de manera que los árboles crecieran dentro de la estructura.
El edificio no es más que seis arcos de hormigón, como cintas que se elevan hacia el cielo en una forma parabólica que se reduce progresivamente hasta llegar al escenario principal. Entre estas bóvedas de concreto hay ventanales de cristal asimétricos. El clima tropical de Cuba permitió este tipo de experimentación arquitectónica, y lo que Borges logró fue eliminar la ilusión de un espacio cerrado: toda la estructura se percibe como si estuvieras al aire libre.
Aquí tenemos a Martín Fox, un guajiro sin remedio, un hombre rudo, un jugador empedernido, y sin embargo, fue el responsable del edificio modernista más importante de Cuba, si no lo es de todo el Caribe. Arcos de Cristal costó una fortuna en su época, y el presupuesto se disparó constantemente. Un rumor que escuché es que parte de la construcción se financió con las deudas de juego que dejó el príncipe Aly Khan, quien una noche llegó al Tropicana con Rita Hayworth del brazo y apostó sin medida. Cualquier celebridad que visitaba La Habana tenía como destino obligado Tropicana. Incluso la hija del generalísimo Franco, María del Carmen Franco y Polo, apareció allí una noche.
Domitila “Tillie” Fox, sobrina de Martín Fox, profesora de matemáticas: Mi padre, Pedro Fox, era el hermano menor de Martín Fox y uno de sus socios. Como mi papá era quien hablaba inglés en el club, siempre se aseguraba de tomar una copa con las estrellas estadounidenses cuando llegaban a Tropicana. Me contó que una vez Nat King Cole le dijo: “Me encanta venir a Cuba, porque aquí me tratan como a un hombre blanco”.
Omara Portuondo, cantante: La primera vez que Nat King Cole actuó en Tropicana, yo abrí su espectáculo cantando Blue Gardenia con mi cuarteto. El legendario maestro de ceremonias del club, Miguel Ángel Blanco, lo anunció: “¡Con ustedes, Nat King Cole!”, y él salió al escenario iluminado por los reflectores, cantando Autumn Leaves a capella mientras cruzaba el escenario y se sentaba en un piano de cola blanco, tocando unos acordes cuando entró la orquesta. He admirado a muchos artistas, pero con Nat King Cole sentí algo más profundo, porque él luchaba a su manera por la igualdad de su gente. Comprendí la tristeza que había vivido. Debo decirte que mi madre era blanca y mi padre negro, y cuando ella se casó con él, su familia nunca volvió a hablarle. Pero ahora en Cuba, no importa de qué color seas, todos somos iguales.
Eddy Serra, bailarín: En aquellos días, si eras realmente negro, tenías que ser una estrella para poder presentarte. Los bailarines y las bailarinas eran todas blancas o mulatas muy claras. La mayoría venía de familias de clase media o de bajos recursos, pero muchas de ellas habían estudiado danza y tenían una formación refinada. Yo quería ser bailarín de ballet, pero cuando tenía 12 años me dio artritis, así que me pasé a la danza moderna. Así fue como terminé en el coro de Tropicana.
Rosa Lowinger: Todo en los espectáculos era desmesurado. El coreógrafo, Roderico Neyra, conocido como Rodney, estaba loco, y le dejaban hacer lo que quisiera, porque era brillante y atraía multitudes enormes. Para un espectáculo, llenó Arcos de Cristal con hielo y creó una pista de patinaje. En otro, Diosas de la carne, la bailarina Clarita Castillo aparecía dentro de una copa gigante, bañándose en champán. Llevaba leones y elefantes al escenario, y una vez hizo que las bailarinas entraran en un zepelín. Al principio, el club le dijo que no al zepelín, pero Rodney hizo una rabieta y se fue furioso. Por supuesto, terminaron rogándole que volviera. Rodney tuvo su zepelín.
Rodney había contraído lepra en su juventud, y cuando llegó a Tropicana ya se había convertido en un tipo cascarrabias, malhablado y divertidísimo, que llamaba a sus bailarinas guajiras, putas, todo tipo de insultos como una forma de cariño. Las bailarinas lo entendían y lo adoraban. En sus primeros días, tuvo que ser rescatado más de una vez después de que la policía lo enviara al leprosario local.
Eddy Serra: Rodney escapaba siempre que podía a una hermosa finca que compartía con su hermana, rodeado de una colección de aves y animales exóticos, incluidos dos caniches: uno pequeño, Gigi, y otro grande, Renault, que le había regalado Josephine Baker. Su hermana trabajaba en el departamento de vestuario de Tropicana, que ocupaba toda la planta superior del casino. Estaba repleto de largas mesas y telas traídas de la India, Nueva York, Francia, de donde fuera. Allí trabajaban entre quince y veinte personas, cosiendo, construyendo escenografías, armando los tocados de las bailarinas. Recuerdo a una de ellas, que tenía un lunar en forma de corazón junto al ojo. Se llamaba Sonia Marrero y terminó siendo stripper. Era espectacular, con un cuerpo hermoso. Rodney tuvo una relación duradera con su hermano, Renato.
Domitila “Tillie” Fox: Conocía a todas las bailarinas. Mis favoritas eran Ana Gloria Varona y Leonela González. Cuando era niña, me subía al escenario a bailar con ellas. Yo también quería ser bailarina, pero creo que mi padre me habría matado si realmente me lo hubiera planteado. Era muy estricto y nunca me dejaba sola. Planeaba que fuera a la universidad o que me convirtiera en una buena ama de casa cubana. Ser bailarina no era una aspiración aceptable para una niña. Ellas tenían “novios”, así que no se las veía precisamente como pilares de la sociedad.
Rosa Lowinger: Varias bailarinas terminaron casándose con grandes industriales y luego quisieron transformarse en respetables damas de la alta sociedad. Cuba es un país súper sexual, y el tema de la prostitución es muy complejo. El padre de Chucho Valdés, Bebo Valdés, el gran pianista y arreglista afrocubano de Tropicana en los años 50, solía ser abordado por turistas en busca de prostitutas. “Los americanos del sur solo querían chicas negras”, me contó Bebo. Y luego estaba Pepe, un buscavidas gay que trabajaba en Tropicana.
Pepe Tuero, noctámbulo, escritor: Observaba la escena de Tropicana desde la barra y siempre pensé que los artistas estaban ahí como señuelo para atraer a la gente al casino y desplumarlos. A menudo veía jugar al baccarat a Rubén “Papo” Batista, el hijo mayor de Batista. A Papo le encantaba apostar, pero si te tomaba cariño, cuidado: podía meterte en serios problemas. No era un gran galán, pero el dinero hace maravillas con la apariencia. Y en esos días, el dinero lo era todo. Mi apartamento costaba 700 pesos al mes, y habría sido imposible ganar tanto si no estabas metido en “otros negocios”.
Una noche, un hombre me lanzó miradas en Tropicana y, al poco rato, me susurró al oído: “¿Puedo llevarte a casa?”. A la mañana siguiente, el 6 de enero, Día de Reyes, él se había convertido en mi regalo de los tres reyes magos. Nuestra relación duró casi un año, hasta que su padre, un magnate azucarero, se enteró y estalló en furia, acusándolo de querer arruinar el nombre de la familia. Tuve que salir del país rápidamente. Para cuando regresé, Batista había huido, y todos los amantes también.
Eddy Serra: Junto a Tropicana había un pequeño club llamado Tropicanita, donde actuaban cantantes, bailarines y hasta travestis que esperaban llegar al estrellato. En La Habana había un travesti famoso: Bobby de Castro; era bajo y rellenito, y hacía un espectáculo de drag. Su acto era divertidísimo; interpretaba la Danza de los siete velos y, para el gran final, tomaba un puñal de un camarero y se lo clavaba. Pero una noche el club estaba abarrotado, el camarero no aparecía, la música estaba llegando al final y era el momento en que Bobby debía morir. Como no tenía otra opción, simplemente se llevó las manos al cuello y fingió estrangularse él mismo.
Rosa Lowinger: En aquellos días, ir a La Habana era como ir a los Hamptons. A principios de 1956, Marlon Brando decidió viajar a Cuba de manera impulsiva. En el vuelo, se encontró con Gary Cooper, que iba de visita a la finca de Ernest Hemingway en las afueras de La Habana. Brando pasó el tiempo allí con Sungo Carrera, la estrella afrocubana del béisbol, quien en su momento había trabajado como guardaespaldas de Lucky Luciano. A Brando le encantaba tocar tambores, así que intentó comprar la tumbadora, el mayor de los tambores de la conga, al conguero de la orquesta de Tropicana, pero el músico se negó, diciendo: La estoy usando.
Las bailarinas enloquecieron al verlo en el público, y cuando terminó el espectáculo, se fue con Sandra Taylor y Berta Rosen, las dos bailarinas más esculturales, para explorar los clubes clandestinos. Sus guías personales en aquella noche de aventuras fueron Sungo Carrera y el joven crítico de cine cubano Guillermo Cabrera Infante.
Eddy Serra: Sandra Taylor era divina. Tengo una foto de ella en la pasarela. Su apariencia era espectacular, con un cuerpo en forma de guitarra, de aproximadamente 1,70 m, con una cintura diminuta y caderas pronunciadas. Tenía la piel de un tono chocolate claro, muy café con leche, y se movía como una palma meciéndose con el viento.
Carola Ash, productora de cine: Tropicana era el lugar donde había que dejarse ver, algo así como el café de Rick en Casablanca, una de las películas favoritas de mi padre, Guillermo Cabrera Infante. En los años 50, si una estrella como Alec Guinness o Marlene Dietrich llegaba a La Habana, mi padre, entonces el crítico de cine más importante de Cuba, solía pasar tiempo con ellos. Una vez me contó que su peor experiencia fue acompañar a Katharine Hepburn y Spencer Tracy durante el rodaje de El viejo y el mar. Tracy y Hepburn eran simplemente insoportables, decía.
Marlon Brando era su favorito, porque tenía una apreciación fantástica por la música cubana. Mi padre conocía todos los cabarets, pero sus lugares favoritos eran aquellos donde se mezclaban todas las clases sociales. Una noche, llevó a Brando de tour por esos clubes clandestinos.
Rosa Lowinger: La noche en cuestión, Marlon Brando llegó al Shanghai acompañado de las dos bailarinas, Cabrera Infante y Sungo Carrera. El Shanghai era famoso por sus espectáculos de sexo en vivo, protagonizados por un hombre conocido como Superman. Se decía que tenía un pene erecto de 45 centímetros. Primero tenía sexo con una artista en el escenario y luego invitaba a una mujer del público a participar. En su acto, envolvía la base de su miembro con una toalla y medía hasta dónde podía penetrar.
Esa noche, según me contaron, Brando quería conocerlo. Se los presentaron, y Brando dejó a las dos bailarinas y se marchó con Superman.
Domitila “Tillie” Fox: Mi padre actuaba como representante de Tropicana en asuntos comerciales con los estadounidenses. Algunas personas perdían hasta 20.000 o 30.000 dólares en el casino y tenían que establecer pagos a plazos, como hipotecas, para saldar sus deudas. Mi padre se había mudado a Nueva York a los 15 años y se había metido en el mundo de los clubes nocturnos y el juego en Miami, por lo que conocía a todos en ese ámbito. Por eso, mi tío Martín le pidió que regresara a La Habana como gerente del club.
Rosa Lowinger: Tropicana era, de hecho, el único casino-cabaré de La Habana que era propiedad de cubanos, en una ciudad donde todos los demás casinos eran propiedad o estaban administrados por miembros de la Mafia. Eso no quiere decir que Martín Fox no tuviera tratos con la Mafia. El gerente de crédito de Tropicana era uno de los hombres de Meyer Lansky. Martín era un jugador brillante en ese sentido: manejaba ambos lados, dándole una parte tanto a Lansky como a Trafficante, sobornando a la policía y manteniendo bien aceitada con dinero la maquinaria de la familia Batista.
Para los mafiosos, Cuba era un sueño hecho realidad: un lugar donde podían operar legalmente sin que nadie hiciera preguntas, siempre que Batista y sus secuaces recibieran su parte. Y la Mafia les pagaba generosamente, empezando con un soborno de $250.000 por cada licencia de juego que oficialmente costaba $25.000. Sin embargo, la tajada de la Mafia era insignificante comparada con la de Batista. Él y sus hombres eran los verdaderos ladrones.
Según la esposa de Martín, Ofelia, cuando Santo Trafficante dejaba un mensaje para Martín, decía: Dile que llamó El Solitario. Santo iba con frecuencia a Tropicana, pero Lansky rara vez se dejaba ver allí. Mantenía un perfil bajo y vestía de manera conservadora; su única extravagancia era el llamativo anillo en el meñique que él y sus hombres usaban. En Estados Unidos, Lansky era considerado un criminal por el Comité Kefauver; en Cuba, era prácticamente un funcionario del gobierno, traído por Batista para limpiar la corrupción en los juegos de azar.
A mediados de los años 50, la Mafia tenía planes aún más grandes para Cuba, incluyendo convertir la Isla de Pinos, frente a la costa de La Habana, en el Montecarlo del Caribe.
Nancy Ragano, pintora: Mi esposo, Frank Ragano, era el abogado y amigo cercano de Santo [Trafficante]. Ellos hablaban, y yo era una buena oyente. Santo nunca confió en Lansky, y dudo que Lansky confiara en Santo. Mi esposo recordaba que una vez mencionó el nombre de Lansky, y Santo respondió llamándolo ese sucio bastardo judío. Años después, si se veían, apenas se saludaban con un leve asentimiento de cabeza. Nada más.
Santo se quedó en Cuba después de la Revolución, creyendo que estaría seguro porque había jugado en ambos bandos. Pensaba que podría seguir operando el casino y vivir allí, pero obviamente no fue el caso. Años después, bromeaba diciendo que había financiado tanto a Batista como a Castro y que terminó sin nada. Siempre me pareció un chiste amargo.
Terminó encarcelado en La Habana, pero su esposa de alguna manera consiguió permiso para que pudiera acompañar a su hija al altar en su boda, vistiendo un esmoquin blanco. Recuerdo que Santo decía que su hija merecía una boda más feliz y un mejor comienzo en la vida.
Yo era una joven del sur de Estados Unidos, de un pequeño pueblo, y no tenía idea de quién era realmente Santo, pero tenía un aire de poder innegable. Vestía de manera impecable: trajes Brioni, camisas a medida, zapatos de cuero italiano. Para mí, era fácil creer que era un hombre de negocios, porque tenía toda la apariencia de uno.
Más tarde, vi otro lado de Santo. Después de todo lo que Frank había hecho por él, Santo lo traicionó sin pensarlo dos veces. Fue muy, muy frío y despiadado.
Domitila “Tillie” Fox: Mi tío Martín sabía que solo se podía llegar hasta cierto punto. Se podían sobornar personas y comprar protección contra ladrones, pero no había negocios de drogas ni asesinatos. Todo era civilizado, y todos se aseguraban de mantener a sus familias al margen.
Cuando era niña, tenía mi propio dinero para apostar, y el personal del club me acomodaba en un taburete frente a una máquina tragamonedas con una palanca floja para que pudiera bajarla fácilmente.
El gerente de crédito de Tropicana en ese entonces era Lefty Clark. El casino otorgaba créditos de hasta $10.000, y era trabajo de Clark asegurarse de que quien los pedía tuviera respaldo para pagar. Tenía vínculos con la Mafia, pero en el negocio del juego era esencial manejar bien a esa gente, porque podían detectar a los tramposos en un instante.
Todos los grandes apostadores conocían a Lefty, así que él podía garantizarles que el casino era justo y no engañaba a los clientes.
Más tarde, ese puesto lo ocupó Lewis McWillie. McWillie usaba un llamativo anillo de platino en el meñique que se podía ver a un kilómetro de distancia. Le faltaba un dedo en la otra mano, cortado hasta el nudillo.
Lewis McWillie era el mismo hombre que, en el verano de 1959, invitó a Jack Ruby a La Habana y lo agasajó con todos los lujos en Tropicana. Años después, cuando Ruby fue citado a declarar ante la Comisión Warren, relató al presidente del Tribunal Supremo, Earl Warren, el instante previo a disparar contra Lee Harvey Oswald:
“Un hombre al que yo idolatraba en cierto modo (Lewis McWillie) es de fe católica y un jugador. Naturalmente, en mi negocio uno conoce a personas de distintos orígenes. Y me vino un pensamiento… éramos muy cercanos, y siempre le tuve gran estima. Sabía que Kennedy, siendo católico, estaría destrozado, y hasta la imagen de McWillie se cruzó por mi mente en ese instante, porque siento un gran cariño por él. Todo eso se mezcló en mi cabeza y, como un loco, terminé creyendo que debía sacrificarme, aunque solo fuera por unos momentos, para ahorrarle a la señora Kennedy la incomodidad de regresar a juicio”.
Ruby dijo: “Tenía la pistola en mi bolsillo derecho de la cadera, y de manera impulsiva, si esa es la palabra correcta aquí, lo vi [a Oswald], y eso es todo lo que puedo decir. Y no me importó lo que me pasara. Creo que usé las palabras: ‘Mataste a mi presidente, maldito’. Lo siguiente que supe es que estaba en el suelo. Dije: ‘Soy Jack Ruby. Todos me conocen’”.
Reinaldo Taladrid: Santo Trafficante tenía una relación con mis tíos abuelos, Martín y Ofelia Fox. Incluso le regaló a Ofelia un abrigo de visón gris en su aniversario de bodas. Los Fox intentaron desde el principio convencer a mi padre, Raúl Taladrid, de cortejar a Mary Jo Trafficante, pero él no quiso saber nada de eso, ya que estaba profundamente inmerso en Marx, Lenin y José Martí. En un momento, se unió a ciertos comités revolucionarios y fue arrestado por su participación política. Uno de los jefes de policía de La Habana estaba en Tropicana cuando recibió una llamada de su teniente diciendo: “Tenemos aquí en la comisaría al sobrino de Martín Fox. ¿Qué hacemos con él?”. Afortunadamente, mi padre solo recibió una reprimenda, luego mi familia hizo lo posible por encaminarlo hacia un negocio, mientras que Ofelia y mi abuela hicieron una hoguera en el jardín y quemaron todos los libros marxistas de mi padre. Tras la caída de Batista, se unió al gobierno revolucionario.
Natalia Revuelta: Conocí a Fidel por primera vez en 1952 en una manifestación estudiantil en las escalinatas de la Universidad de La Habana, y poco después vino a hablar con mi esposo y conmigo en nuestra casa. Hablamos y hablamos, con mucha intensidad. Estaba tan ansioso y preocupado por las cosas, y buscaba ayuda económica o armas. Mi esposo tenía una muy buena posición como médico respetado, y yo tenía un excelente salario trabajando para un economista en Esso Standard Oil. No teníamos armas, pero mi esposo le dio algo de dinero de su bolsillo, y yo empeñé algunas cosas, mis brazaletes de oro, un par de pendientes de zafiro y diamantes que me había regalado mi madre. Fidel y su grupo comenzaron a reunirse en nuestra casa, usándola como un refugio seguro. No bebían. Hablaban en voz baja. Confiaban en mí completamente, y yo en ellos.
No tenía una vida horrible, pero sentía que el país sí. Todo el mundo robaba, desde el presidente hacia abajo. Los ministros se hacían ricos. Hasta sus secretarios se hacían ricos. Los policías eran asesinos, solo que llevaban uniforme. Todos los días se escuchaba de personas torturadas, cuyos cuerpos eran arrojados en las carreteras o al mar para que los tiburones se encargaran de ellos. El senador Pelayo Cuervo, que era como un padrino para mí, fue asesinado a tiros después de un ataque al Palacio Presidencial de Batista, aunque no tenía nada que ver con ello. Mientras mi madre y yo envolvíamos su cuerpo para el ataúd, trajeron otro cadáver a la funeraria, y vi que era José Antonio Echeverría, el presidente de la Federación Estudiantil Universitaria, tendido en una camilla en el suelo. Estaba desnudo y eso me destrozó, así que lo cubrí con las flores que había traído para Pelayo, ya que Pelayo ya tenía flores. Echeverría estaba solo. Supuse que su familia estaría volviéndose loca tratando de averiguar a dónde habían llevado su cadáver. Muchos, muchos momentos malos en los años 50. Por eso empecé a ayudar a los rebeldes.
Domitila “Tillie” Fox: Mi familia nunca fue pro-Batista. No eran pro-nadie. Todo lo que querían era manejar su negocio y que los dejaran en paz. Mi padre tenía la fantasía de ser granjero, y como Tropicana estaba situado en casi siete acres de terreno, Martín lo complació dándole un terreno en la parte trasera de la propiedad para cultivar frutas y criar animales. Recuerdo que una vez un cerdo se escapó y corrió chillando por el club nocturno. Mi tío montó en cólera.
Aunque mi familia no estaba metida en política, solíamos visitar la finca de Batista, Kuquine, cerca de La Habana. Kuquine era la clásica casa de campo cubana. Tenía muchas ventanas con vitrales de colores y pisos de baldosas en blanco y negro, jardines y huertos de frutas, parrillas para asar cerdos, mesas de dominó e incluso caballos para montar.
Las cosas cambiaron en Cuba para 1956. Bombas caseras y cócteles Molotov estallaban por todas partes. Los estudiantes organizaban manifestaciones contra Batista, y la policía los abatía al estilo de Kent State. La gente tenía miedo de salir a los clubes y cines, y mi madre me mantenía cerca de su lado en todo momento. “Están las bombitas”, decía con ansiedad. “¡Ahí van otra vez las bombitas!”
Esa Nochevieja, mi familia y yo celebramos en Tropicana, sentados al lado del escenario. Justo antes de la medianoche, cuando Benny Moré, El Bárbaro del Ritmo, y la orquesta empezaban a tocar, escuchamos una explosión aterradora. Una bomba estalló en el bar, causando estragos en el club. Una joven delgada y de cabello oscuro llamada Magaly Martínez fue alcanzada por la explosión. Tenía solo 17 años y era su primera vez en Tropicana. Nunca sabremos si la joven fue manipulada para llevar la bomba o si alguien deslizó un artefacto en su bolso de mano sin que ella lo supiera. Se dirigía al baño, pasando por el bar con el bolso bajo el brazo, cuando la bomba estalló justo debajo de su hombro. Mi madre la acompañó en la ambulancia mientras sus padres corrían al hospital. Cuando vio a su madre, lo primero que dijo fue: “Perdóname, mamá”. ¿Por qué pediría perdón si no lo hizo?
Magaly Martínez, recepcionista jubilada: En esa época, vivíamos aterrorizados en Cuba. La policía te vigilaba constantemente, y tenías que ser muy cuidadoso o podías terminar muerto. No te sentías seguro en ningún lado, sabiendo que había una conspiración para derrocar a Batista. La Universidad de La Habana había sido cerrada. Algunos estudiantes eran perseguidos por la policía, pero no los ricos, que podían moverse fácilmente con sus guardaespaldas.
Me niego a hablar sobre la noche del accidente. Esa Nochevieja de 1956 fue la primera vez que puse un pie en Tropicana, ya que solo los ricos podían permitirse ir a un lugar tan lujoso. Mi familia era pobre. Mi padre era trabajador ferroviario y mi madre trabajaba como acomodadora en el cine del barrio.
Después de mi accidente, Martín y Ofelia Fox me enviaron a Estados Unidos para que me pusieran un brazo ortopédico. Cuando regresé, me invitaban al cabaret todos los sábados, pero con el tiempo se alejaron al darse cuenta de que mis ideas eran las de una revolucionaria. Aun así, en varias ocasiones me pidieron que me fuera del país con ellos, pero no podía dejar a mi familia, ni a Cuba.
Domitila “Tillie” Fox: En marzo de 1958, la revista Life publicó un extenso reportaje sobre la Mafia en Cuba, insinuando que todos los casinos de La Habana estaban controlados por el crimen organizado. Mi padre se enfureció al leer el artículo y luego me confesó que Lansky y Trafficante le habían dicho que los poderes fácticos de Las Vegas estaban detrás de esa publicación. Ambos estaban convencidos de que Las Vegas quería hundir a La Habana y que estaban respaldando a Castro para lograrlo.
Batista había aprobado la Ley de Hoteles 2074, que hacía aún más atractiva la inversión en la isla. La ley ofrecía una licencia de casino a cualquiera que invirtiera más de un millón de dólares en la construcción de un hotel o más de 200.000 dólares en la edificación de un club nocturno, sin importar sus antecedentes penales. Así que La Habana estaba en plena ebullición y Las Vegas sentía la presión. Un mes después, en abril de 1958, la Comisión de Juegos de Nevada anunció que cualquier persona con una licencia de juego en Nevada no podía operar en Cuba. Como resultado, muchos de los grandes magnates del juego tuvieron que elegir entre La Habana y Las Vegas.
Natalia Revuelta: Cuando me separé de mi esposo, alquilé un apartamento en una casa propiedad de Martín Fox. Fue allí donde la esposa de Martín, Ofelia, tenía un león que aterrorizaba a mi hija. Le había quitado los colmillos y mantenía sus garras recortadas. Era un león bien cuidado, como un animal de zoológico de millonarios. Yo le decía a mi hija menor: “Si no te tomas la leche, voy a llamar al león”.
Mi hija mayor era de mi esposo, pero mi hija menor nació después de mi separación.
Yo tenía un gran respeto por Fidel, pero entre nosotros no pasó nada, ni siquiera un abrazo, hasta que salió de prisión. Cuando estuvo encarcelado, le envié mi ejemplar de segunda mano de Cakes and Ale, de Somerset Maugham, con una foto mía dentro, sin carta, sin palabras. Pero él respondió. Ahora, cuando releo nuestras cartas de aquella época, veo que estábamos profundamente enamorados. Discutíamos sobre literatura, yo le decía que me gustaría ser más de lo que era, y él me contestaba:
“Quiero compartir contigo cada placer que encuentro en un libro. ¿No significa eso que eres mi compañera íntima y que nunca estoy solo?”
Le enviaba arena de la playa en un sobre, programas y fotos de conciertos en La Habana. Él me reprendía por no escribirle más seguido:
“Hay un tipo de miel que nunca sacia. Ese es el secreto de tus cartas”.
Más tarde, Fidel fue castigado con confinamiento solitario en la Isla de Pinos por haber dirigido a sus hombres en el canto del Himno del 26 de Julio durante la visita de Batista a la prisión. Durante los primeros 40 días le negaron la luz, lo que significaba que tenía que sentarse en la oscuridad, sin poder leer. Fue una humillación que, según él, nunca olvidaría. En una de sus cartas me escribió:
“Usando una pequeña lámpara de aceite parpadeante, luché contra el hecho de que me arrebataran casi doscientas horas de luz. Me ardían los ojos, mi corazón sangraba de indignación… Después de besar todos los libros, conté y vi que me quedaba un beso extra. Con ese beso, te recuerdo”.
Cuando Fidel fue liberado, tras menos de dos años en prisión, en 1955, vino a La Habana y lo inevitable ocurrió. Fue durante ese tiempo que mi hija fue concebida. Estaba convencida de que nunca volvería a verlo, que lo matarían, y quería llevar una parte de él conmigo para siempre.
Después de 53 días, partió hacia México. Cuando nació mi hija, le hice saber por carta que era suya. No volví a verlo hasta el 8 de enero de 1959.
Marta Rojas, periodista: La mañana del 31 de diciembre de 1958, mi editor en la revista Bohemia, Enrique de la Osa, convocó a una reunión con todos sus periodistas. Desde principios de mes, todos sabíamos que Fidel y su ejército avanzaban rápidamente y que podían derrocar a Batista en cualquier momento. Todos escuchábamos Radio Rebelde, la emisora que transmitía desde el puesto de mando de Fidel en la Sierra Maestra, así que sabíamos que estaba cerca de Santiago y a punto de ganar, y que el Che Guevara y Camilo Cienfuegos se dirigían al centro del país.
Trabajaba en Bohemia desde 1953, cuando cubrí el juicio de Fidel tras el asalto al cuartel Moncada por parte de las fuerzas rebeldes el 26 de julio. Las fuerzas de Batista frustraron fácilmente el levantamiento y masacraron horriblemente a la mayoría de los jóvenes combatientes. Yo acababa de terminar la escuela de periodismo y, mientras bailaba en las calles de Santiago de Cuba celebrando el Carnaval, escuché los disparos en el Moncada.
Durante el juicio, Fidel, siendo abogado, insistió en representarse a sí mismo, por lo que el ejército trasladó el proceso a una pequeña sala con el fin de minimizar la audiencia para su impactante defensa. Ese discurso se convertiría en la base del panfleto clandestino La historia me absolverá, que sus compañeros distribuyeron mientras él y su hermano Raúl estaban encarcelados en la Prisión Nacional para Hombres en la Isla de Pinos. Fidel reescribió el texto de su discurso entre líneas en sus cartas desde la cárcel, usando jugo de limón como tinta, lo que solo permitía leerlo al planchar las páginas. La censura de Batista impidió que mi reportaje sobre Moncada se publicara en ese momento.
En la reunión de Bohemia del 31 de diciembre, nuestro editor nos ordenó ir a lugares donde pudiera ocurrir algo noticioso esa noche. Como Tropicana estaba cerca del Campamento Columbia —el “Pentágono” de Cuba— decidí ir allí con mis amigos, vestida para la ocasión con un conjunto diseñado por mi madre, una elegante mulata que confeccionaba alta costura. Si se producían disparos cerca, me enteraría de inmediato.
No fue una noche particularmente divertida en Tropicana, pero al menos logré ganar 50 pesos en el bingo, la apuesta más barata del club. Mucha gente se quedó en casa esa Nochevieja como muestra de resistencia, ya que antes de las fiestas, los rebeldes habían difundido con éxito el código “03C”, que significaba cero cine, cero compra, cero cabaret.
A medianoche, mis amigos sugirieron ir a otro club, pero decidí irme a casa a descansar. Estaba dormida cuando sonó el teléfono. Eran alrededor de las dos de la madrugada y al otro lado de la línea estaba nada menos que el propio editor de Bohemia, Miguel Ángel Quevedo.
—¡Batista está yendo! —anunció—. ¡Batista se está yendo! Ven de inmediato a Bohemia con las notas que tomaste durante el juicio del Moncada para que tu reportaje pueda publicarse en la primera edición de la Bohemia de la Libertad.
Los censores habían salido huyendo.
Domitila “Tillie” Fox: Uno de los socios de Martín en el club, Alberto Ardura, tenía vínculos estrechos con el cuñado de Batista, Roberto Fernández Miranda, y fue advertido sobre la inminente huida del dictador. Hizo una llamada urgente a mi tío, diciéndole que necesitaba una gran cantidad de dinero. Esa misma noche, se marchó de Cuba con su esposa en su avión privado. Hasta entonces, Fernández Miranda controlaba todas esas máquinas tragamonedas Bally y también los parquímetros. Creo que su comisión sobre los parquímetros era aproximadamente el 50% de los ingresos que generaban. Supongo que eso molestaba a la gente porque formaba parte del gobierno, y es cierto que sacó una gran tajada de ahí. Así que, cuando Batista se fue, lo primero que atacaron las turbas fueron las máquinas tragamonedas y los parquímetros. Pero en Tropicana lograron esconder las tragamonedas debajo de la pista de baile, que tenía una entrada secreta; uno bajaba y allí estaba todo guardado.
Mi padre también recibió el aviso de que Batista se marchaba y nos llevó a casa desde el club justo después de los fuegos artificiales. Cuando regresó a Tropicana, el caos ya se había desatado.
Eddy Serra: Nuestro primer espectáculo esa Nochevieja se titulaba Rumbo al Waldorf y tenía un gran final: la música de El puente sobre el río Kwai tocada con ritmo de cha-cha-chá mientras todos ondeábamos banderas cubanas y estadounidenses. No tenía idea de que Batista había huido esa noche.
Alrededor de las cuatro de la madrugada, iba en el autobús de regreso a casa y, al pasar por la fortaleza de La Cabaña, de repente escuché una explosión y disparos. Me tiré al suelo del autobús y, cuando finalmente llegué a casa, mi madre me dijo:
—¡No vas a volver a Tropicana! ¡Nunca más habrá un espectáculo! ¡La revolución ha comenzado!
Jamás imaginé que algo tan drástico pudiera ocurrir, ya que Batista era realmente popular entre los militares. Esa noche, tirado en el suelo del autobús, con las balas silbando a mi alrededor… fue otra cosa.
Se había anunciado que, en Nochevieja, Batista asistiría a un evento para inaugurar el hotel El Colony en la Isla de Pinos, la misma isla donde Fidel y Raúl Castro habían estado encarcelados tras el asalto al Moncada. Sin embargo, Batista nunca llegó a la celebración; en su lugar, permaneció en La Habana, en el Campamento Columbia.
Su ausencia en la fiesta apenas fue notada por los invitados adinerados, que recibían el nuevo año con un lujo desbordante, mientras que, no muy lejos de allí, los presos políticos resistían en celdas sombrías.
Aileen Mehle: Hacia finales de 1958, recibí una llamada de un amigo, Ben Finney, quien me dijo: “Estoy abriendo un hotel en Cuba, un maravilloso resort en la Isla de Pinos. Se llama El Colony, y estoy invitando a muchos estadounidenses que tienen casas en La Habana, solo a los peces gordos, como los Gimbel”. Sophie y Adam Gimbel tenían una gran casa en La Habana, justo en un campo de golf. Ben dijo: “Tienes que venir. Toda la isla es hermosa. La caza es fantástica; puedes disparar a cualquier cosa: pájaros, lo que sea”. También me dijo: “Tengo a los dos capitanes del ‘21’—Mario, el pequeño, y Walter, el grande—viniendo con nosotros para supervisarlo todo”. Le dije: “Ben, ¿la Isla de Pinos? Escucha, Fidel Castro está en la Sierra Maestra. Pueden bajar de esas montañas en cualquier momento. ¿No te preocupa?”. Él respondió: “Si estuviera preocupado, no estaría haciendo lo que estoy haciendo. Pero si tienes miedo, querida, no tienes que venir. No te estoy apuntando con un arma”.
Mientras tanto, más tarde supe que Errol Flynn también estaba en la Sierra Maestra, afirmando que estaba “de paseo en jeep” con Castro y supuestamente planeando estrategias de toma de poder con él. Se decía que Flynn estaba haciendo una película llamada Cuban Rebel Girls, mientras al mismo tiempo enviaba informes sobre el progreso de la revolución al New York Journal-American.
En ese momento, acababa de comenzar a escribir para el New York Daily Mirror, y como conocía a muchas personas que iban en el viaje, me pareció una idea espléndida. Así que todos nos fuimos en un avión chárter de Pan American de Nueva York a la Isla de Pinos. Hay algo parecido a un aeropuerto allí, y aterrizamos el 30 de diciembre. Todos estábamos tan emocionados, pasándolo de maravilla: comidas deliciosas, cócteles, y escuchando historias sobre La Habana. El Colony era hermoso, cómodo, con las mejores mucamas, mayordomos y chefs. Y luego, en la víspera de Año Nuevo, nadie quería irse a la cama; todos nos volvimos histéricos. Ya era muy tarde, como las cuatro de la mañana.
Me recompuse en Año Nuevo alrededor de la una de la tarde, con una resaca terrible, y cuando bajaba las escaleras desde mi suite, un huésped angustiado me detuvo. “¡Dios mío, ¿sabes lo que pasó? Castro bajó de la Sierra Maestra con todas sus tropas. Descendieron sobre este lugar”. Me quedé atónita. “Todo el personal se ha ido. Aquí no queda nadie excepto nosotros”. Corrí al patio de El Colony, que estaba vacío excepto por un hombre parado solo allí, un Ben Finney muy abatido.
Entonces me enteré de que había una prisión en la Isla de Pinos y que, mientras dormía la borrachera de la noche anterior, 300 prisioneros armados habían sido liberados. No quedaba nadie en el hotel, excepto unos pocos grandes propietarios cubanos de plantaciones de caña de azúcar, que en un abrir y cerrar de ojos se pusieron brazaletes pro-Castro. Pasaron de Batista a Castro en una sola noche.
Sophie Gimbel apareció y nos aseguró: “Earl Smith no nos dejará aquí así”. Yo también conocía a Earl, pero no creía que nuestro embajador estadounidense fuera a hacer nada, porque estaba en La Habana, donde todos estaban amotinándose. Fidel ahora era el jefe de Cuba y Earl debía de estar volviéndose loco. ¿Y alguien pensaba que estaría preocupado por Sophie Gimbel en la Isla de Pinos? Ni de lejos. Pero todos estaban seguros de que vendría a rescatarnos, así que empezamos a esperar, y esperar. Walter y Mario, de ‘21’, se hicieron cargo de la cocina, y así fue como comimos.
Yo tenía que regresar para escribir mi columna. Así que me dirigí por mi cuenta al aeropuerto local, donde me encontré con ex prisioneros, aún vestidos con ropa de presidio, portando ametralladoras. Pensé: Estos locos van a dispararme en los pies, cuando de repente escuché una voz susurrando detrás de mí: “¡Aileen, ¿eres tú?!”. Me di la vuelta y vi a George Skakel, el hermano de Ethel Kennedy.
Le dije: “¡Dios, qué haces aquí?”, y él respondió: “Vine a cazar en la Isla de Pinos. Por el amor de Dios, Aileen, vuelve con nosotros. Tengo mi avión aquí. Nos vamos esta tarde”. Subí al avión y dejé la Isla de Pinos con George.
“Vamos a Nueva York”, dijo, “pero podemos dejarte en Miami”. Al bajar, prácticamente besé la tierra y a todos en el avión. Vi multitudes llegando desde Cuba con maletines, y cuando los abrían, se veía dinero, dinero, dinero, billetes de $100, por lo que podía ver, apilados en su interior. Se estaban yendo con todo su botín, y los oficiales de aduanas no les decían ni una sola palabra. Ni una sola palabra.
Margia Dean, actriz: Me habían invitado a la fiesta de Nochevieja en la Isla de Pinos. Primero bajamos a La Habana el 30 de diciembre para jugar en el club de George Raft, el Capri, y luego volamos a la Isla de Pinos a la mañana siguiente. Yo había sido Miss California y finalista en Miss América en 1939, y había tenido un pequeño papel en una película con Raft llamada Loan Shark, interpretando a una camarera en una escena divertida donde él intentaba coquetear conmigo y yo lo ponía en su lugar. Era un tipo muy divertido, siempre relajado y agradable. Entiendo que tenía conexiones con la Mafia, pero en ese momento no lo sabía.
La fiesta de Nochevieja en El Colony fue de lo más glamurosa: había baile, música con orquesta, todo el espectáculo. A la mañana siguiente, nos quedamos atónitos al descubrir que la revolución había estallado. Jóvenes soldados barbudos con ametralladoras circulaban por el hotel, y todo el personal había desaparecido. Solo quedaban los huéspedes.
Se convirtió en un verdadero problema cuando el personal del hotel huyó. Los hombres se fueron a pescar y nosotras, las mujeres, aún con nuestros vestidos de gala, intentábamos preparar algo de comida. Nos las arreglábamos como podíamos. Como nadie sabía manejar las máquinas de DDT, los mosquitos nos devoraron y tuve ronchas por las picaduras durante semanas. Alguien tenía una radio portátil, así que escuchábamos las noticias, y era aterrador.
La Isla de Pinos es pequeña, pero tenía una gran prisión con todo tipo de criminales dentro. Abrieron las puertas y los dejaron en libertad. Estábamos aterrorizados, porque deberían haber visto los diamantes, las joyas y el brillo de las esposas de los dueños de las plantaciones de azúcar. Era muy dramático, como una de mis películas de serie B. Sin embargo, los prisioneros no nos molestaron en absoluto. Solo querían regresar a La Habana.
Armando Hart, exrebelde y ministro del gobierno: Me enviaron a la Isla de Pinos en 1958. Fue justo después de que bajé de la Sierra Maestra, cuando iba camino a Santiago en tren. A mitad del trayecto, un cabo del ejército subió a bordo y me arrestó como sospechoso. Sus hombres no me reconocieron al principio porque llevaba un documento de identidad con otro nombre. Unos días después, decidí que era más seguro decirles quién era. Me golpearon entonces, pero no en lugares donde fuera visible para los demás.
Los combatientes clandestinos del Movimiento 26 de Julio tomaron una emisora de radio para informar que me habían arrestado y que Batista había dado la orden de matarme. Mi vida se salvó gracias al clamor de los estudiantes y los grupos cívicos, así que terminé siendo enviado a la prisión más dura del país.
Esta prisión había ganado una reputación de crueldad bajo su anterior alcaide, quien tenía un desprecio particular por los presos políticos y ordenaba que los golpearan y los enviaran a las bartolinas por cualquier trivialidad. Las bartolinas eran 11 celdas de aislamiento, pequeñas cajas rectangulares en las que uno tenía que encorvarse para ponerse de pie. La puerta era una lámina de metal sellada con una rendija a nivel del suelo que encajaba exactamente con la bandeja de aluminio en la que nos servían la sopa rala del día. Para orinar y defecar, solo había un agujero pestilente del que salían ratas, cucarachas y ciempiés. Algunas celdas permanecían iluminadas las 24 horas, mientras que otras se mantenían en oscuridad constante. No podíamos bañarnos ni lavarnos las manos mientras estábamos confinados allí, sin papel para nuestras necesidades fisiológicas.
El alcaide de la Isla de Pinos se quedaba con la mayor parte del dinero destinado a las raciones de los presos, por lo que la comida era horrible. El arroz tenía gusanos; la sopa, gorgojos. Así que los presos que formábamos parte del Movimiento 26 de Julio organizamos una cooperativa de alimentos que estaba abierta a cualquier preso político, sin importar su afiliación. Dabas lo que podías, pero si no tenías nada, igual tenías derecho a compartir. La comida mejoró cuando Fidel nos envió 5.000 pesos de los impuestos recaudados por los rebeldes.
Recibimos la noticia de la huida de Batista por una radio clandestina que teníamos en el bloque de celdas, alrededor de las cinco de la mañana del Día de Año Nuevo, e inmediatamente exigimos nuestra libertad. Un avión llegó a la Isla de Pinos esa tarde con un contingente militar que todavía intentaba impedir el triunfo del Movimiento 26 de Julio, y tuvimos que discutir con ellos para lograr nuestra liberación. Finalmente, prevalecimos, y ciertamente me sentí muy feliz cuando nos liberaron, pero mi mayor preocupación era cómo tomar el control de la isla y regresar a La Habana.
El embajador Earl E. T. Smith pasó toda la noche de Año Nuevo enviando informes a Washington, D.C., aún vestido con su esmoquin. Además de otorgar asilo a su amigo de la jet-set, Porfirio Rubirosa, embajador de la República Dominicana en Cuba, Smith intentaba desesperadamente apuntalar una junta militar. Este fue el punto culminante de las maniobras del gobierno estadounidense para evitar el colapso total del régimen. Pero las diversas conspiraciones fueron efímeras y, en los primeros días de enero, Camilo Cienfuegos, quien había obtenido la victoria en la batalla decisiva de Yaguajay, fue nombrado jefe de las fuerzas armadas, y Armando Hart, de tan solo 28 años, fue designado primer ministro de Educación del gobierno revolucionario. Hart se apresuró a firmar la resolución para la campaña cubana de alfabetización, que en los siguientes dos años elevaría significativamente la tasa de alfabetización en el país.
Ricardo Alarcón de Quesada, presidente de la Asamblea Nacional de Cuba: En 1958, era estudiante en la Universidad de La Habana y participaba en el movimiento clandestino. Recuerdo haber recorrido la ciudad en un coche con algunos amigos la noche del 31 de diciembre, observando lo que sucedía. Esperábamos el fin del régimen: Santa Clara estaba rodeada por el Che Guevara y otras fuerzas, y estaba cayendo. Esto partiría la isla en dos. Luego, Radio Rebelde anunció que la mayor parte de la ciudad de Santa Clara estaba bajo el control del Che, y dije: “¡Esto se acabó!”.
Natalia Revuelta: Esa noche tuve una reunión en mi casa, solo con unos pocos buenos amigos. Les dije que tenía el número de teléfono del jefe de una de las instituciones económicas leales a Batista, y uno de mis amigos dijo: “¿Por qué no llamamos a este hombre y le decimos que su casa está rodeada y que o termina su fiesta o empezamos a disparar?” No teníamos armas ni nada, y respondí: “Sí, pero no podemos llamar desde esta casa, porque las líneas están intervenidas y mañana por la mañana estaremos todos en la cárcel”. Así que fuimos al hospital infantil cercano y desde un teléfono público llamamos, y se asustaron tanto que terminaron la fiesta de inmediato. Luego regresamos a casa, cantamos, tomamos una copa y dijimos: “Esperemos que el próximo año sea mejor”. Y mientras nos despedíamos, sonó el teléfono. Era la viuda del senador Pelayo Cuervo, y me dijo: “¡Naty! ¡Batista se ha ido!”. Empezó a llorar y dijo: “¡Ahora todos somos libres!”.
Marta Rojas: A través de mi trabajo en Bohemia, logré reconstruir la última noche de Batista en Cuba, que pasó en su residencia de Campamento Columbia, organizando una recepción de Año Nuevo con su esposa, Marta. Tarde esa noche, convocó a su cúpula militar para declarar —en tercera persona— que Batista renunciaba a la presidencia y se marchaba de inmediato. Sus aliados más cercanos rápidamente reunieron a sus esposas, aún vestidas con sus trajes de gala, y a sus hijos en pijama, para llevarlos a los aviones que esperaban en la pista de la base. Uno de los pasajeros en el avión de Batista describió el DC-4 como “un enorme ataúd transportando un cargamento de cadáveres vivos”.
Batista había esperado regresar a su propiedad en Daytona Beach, pero el embajador Smith le informó de la sugerencia del Departamento de Estado de que, por el momento, no era bienvenido en Estados Unidos. Entonces, Batista anunció en pleno vuelo que su avión cambiaría de rumbo y se dirigiría a la República Dominicana. Solo días antes, Batista había rechazado la oferta del presidente dominicano Trujillo de enviar tropas adicionales a la Sierra Maestra, diciendo: “No deseo tratar con dictadores”. Sin embargo, ahora llegaba sin previo aviso. Trujillo le permitió permanecer temporalmente con su séquito, pero le cobró una suma exorbitante, ansioso por quedarse con parte de los cientos de millones de dólares que Batista había saqueado del Tesoro cubano antes de huir.
Natalia Revuelta: Cuando Fidel entró en La Habana el 8 de enero con su caravana desde Santiago, fui a mi oficina para verlo. No había tenido noticias suyas desde que se fue a la Sierra, al menos no directamente. Indirectamente, sí. La gente arrojaba flores, y cuando vi a Fidel tenía una flor en la mano. Un amigo me empujó hacia su tanque, y Fidel miró hacia abajo y dijo: “Ay, Naty, qué bueno”. Le di la flor, y él llevó esa flor en el bolsillo hasta Campamento Columbia, donde dio su discurso. Y entonces supimos con certeza que habíamos hecho una revolución.
Domitila “Tillie” Fox: Apenas cayó Batista, Martín y mi padre vieron lo que se avecinaba y comenzaron a mover fondos fuera de Cuba lo más rápido posible. El nuevo gobierno estableció reglas extremadamente restrictivas y luego nacionalizó todo. En un momento, la policía irrumpió en Tropicana y arrestó a mi padre. Afortunadamente, pudo hacer una llamada telefónica, y fue a Camilo Cienfuegos, quien en ese momento era jefe de las fuerzas armadas. Camilo había trabajado en la cocina de Tropicana cuando era estudiante de secundaria. Era un buen muchacho que soñaba con ayudar a su país. Siempre protegió a mi padre. Después de la partida de Batista, todos los clubes nocturnos propiedad de estadounidenses fueron saqueados, pero Tropicana fue el único lugar que no fue atacado.
Emilia “La China” Villamíl, vedette: Camilo Cienfuegos solía pasar por Tropicana, pero no para ver los espectáculos. Iba directamente a la cocina a tomar café y conversar con los cocineros. Era un hombre tan sencillo y noble. Siempre fue muy discreto. Una vez, me llevó a casa y la gente pensó que habíamos tenido algo, pero no fue así. Solo me dio un aventón para que no tuviera que irme a pie.
Por aquel entonces, yo me estaba enamorando de su ayudante, y cuando nuestro hijo nació, le pusimos Camilo. Aún hoy no puedo aceptar su muerte. Hasta los hombres lloraban. Yo estaba en el autobús cuando escuché la noticia, y todos estallaron en llanto. Muchos aún no creen que esté muerto, solo desaparecido. Muchos hombres dejaron crecer su barba como la suya para parecerse a él. Fue muy triste. Era un hombre del pueblo.
Casi diez meses después de la revolución, Camilo Cienfuegos desapareció en el mar mientras volaba en su Cessna entre Camagüey y La Habana. En un relato registrado al final de la guerra para el libro Los doce, Celia Sánchez, la principal asistente de Fidel Castro, recordó que antes de que Cienfuegos desapareciera, había estado con él en el campo. “Fidel estaba en el comedor contando cosas que pasaron en la Sierra. Camilo estaba acostado y yo estaba leyendo. En algún momento de la conversación, Camilo dijo: ‘Ah, sí… en unos años todavía oirán a Fidel contando esas historias, pero ya todos serán viejos y dirá: ¿Se acuerdan de Camilo? Se murió justo cuando todo estaba terminando’”.
Domitila “Tillie” Fox: Casi toda nuestra familia se había mudado a Florida en 1961. Sin embargo, mi madre regresó a Cuba en un vuelo privado la noche antes de la invasión de Bahía de Cochinos porque quería ver a su madre enferma por última vez. A la mañana siguiente fue el bombardeo y la invasión, y un mes después, un convento entero de monjas estaba a punto de ser expulsado de Cuba. Así que mi madre voló de regreso con ellas, disfrazada de monja.
Poco después, mi tío Martín murió en la ruina en Miami y mi padre terminó trabajando como mesero en el hipódromo, y también como maître en el Hotel Deauville. Fue Santo Trafficante quien le consiguió ambos trabajos. Papá tuvo que aceptar cualquier trabajo humilde; era humillante para él, porque pasó de ser millonario a trabajar como mesero. En el funeral de mi tío, Santo le dio dinero a mi padre y le dijo: “Por favor, compra una placa para la tumba de Martín, por mi cuenta”.
Richard Goodwin, escritor: Yo estaba en la Casa Blanca en ese momento como asesor del presidente Kennedy. América Latina era mi área, así que participé en las reuniones de seguridad nacional previas a la invasión de Bahía de Cochinos. Toda la idea era absurda: ¿enviar a unos pocos cientos de hombres para derrotar a todo el ejército de Castro? Me parecía una estupidez en ese momento, y así lo dije. Se lo dije a Kennedy, pero nadie podía decir que no.
Después del fracaso de la invasión, comenzaron la Operación Mangosta, una operación encubierta diseñada para sabotear y derrocar al gobierno de Castro desde dentro. La gran preocupación era que el comunismo se extendiera a otros países. La CIA tenía contactos con la Mafia, con John Rosselli y Sam Giancana. Trafficante también era una pieza clave. Vaya grupo de caballeros con los que nos estábamos relacionando. La Mafia estaba furiosa porque Castro les había arrebatado una gran fuente de ingresos. Más tarde, supe mucho más sobre esas operaciones encubiertas, que fueron bastante ridículas e inútiles. Nada funcionó, por supuesto. Bobby Kennedy estaba a cargo de todo, finalmente. No habrían hecho nada sin él, así que sabía que había mafiosos involucrados.
Cuando conocí a Castro en Cuba por primera vez, le dije: “Sabes, intenté invadirte una vez”. Y él se echó a reír. Le pareció muy gracioso. Sabía en lo que yo estaba metido.
Natalia Revuelta: No me di cuenta de lo difícil que fue para mí hasta después de la invasión de Bahía de Cochinos. Soy más cubana que revolucionaria, o mujer, o cualquier otra cosa, y de repente la mayoría de las personas que conocía estaban dejando el país. Cuando leí la lista de prisioneros de Bahía de Cochinos, solo pude llegar hasta la letra E, porque entre la A y la E reconocí quizás a veinte nombres, personas que conocía, amigos de mi juventud. Eso fue muy duro. No podía imaginármelos con armas, invadiendo el país. Tal vez lo vieron como una aventura. Vamos a cazar leones en África. Vamos a atacar Cuba.
Reinaldo Taladrid: Mi abuelo, Atilano Taladrid, estaba en Tropicana en el momento en que el gobierno revolucionario nacionalizó el club nocturno. Le pidieron que formara parte de la nueva administración del lugar, pero el viejo gallego —un hombre honesto y sencillo— explicó que en realidad no entendía bien lo que estaba ocurriendo y prefirió retirarse.
Tropicana estaba en la cima de la alta sociedad cubana antes de 1959. Era lo mejor de lo mejor. Pero la existencia de un sitio así nunca ha estado en contradicción con la revolución. Y eso explica por qué ha mantenido sus puertas abiertas. Tropicana sigue siendo el mismo de siempre. Ya no se puede cambiar el espectáculo cada dos meses, pero siempre llena su aforo. Ahora no hay casino, y Meyer Lansky y Santo Trafficante se han ido, pero sigue ofreciendo los mismos espectáculos deslumbrantes y conserva su exuberante jungla. La historia de Tropicana es como cualquier otra, hecha de luces y sombras.
* Artículo original: “An Oral History of the Tropicana, the 50s Nightlife Destination in Cuba”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.

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