La norma contra la conquista territorial es un pilar del orden internacional posterior a 1945, pero ese pilar está empezando a resquebrajarse. La invasión rusa de Ucrania en 2022 es sin duda la violación más flagrante de esta prohibición en tiempos recientes; un caso atípico, ya que supone el intento de capturar un país soberano en su totalidad. Sin embargo, si Moscú logra salir impune quedándose con partes del territorio ucraniano, y, sobre todo, si esa transferencia obtiene reconocimiento internacional, otras potencias podrían sentirse más tentadas a lanzar guerras de conquista.
Nunca ha existido un cumplimiento absoluto de esta norma —establecida en la Carta de la ONU en respuesta al expansionismo nazi durante la Segunda Guerra Mundial— que prohíbe la apropiación forzosa del territorio de otro Estado. Sin embargo, hasta hace relativamente poco tiempo, había sido ampliamente respetada. Argentina fue rápidamente expulsada de las islas Malvinas tras su invasión en 1982 mediante una operación militar británica respaldada por una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU. Después de que Irak invadiera Kuwait en 1990, una coalición liderada por Estados Unidos y autorizada por la ONU intervino para restablecer la soberanía kuwaití. Pero cuando Rusia atacó Crimea en 2014, las potencias externas no aplicaron plenamente la norma. Muchos países protestaron, pero la anexión de Crimea a Rusia se convirtió en una realidad de facto. Y esta vez, tras la invasión a gran escala de Rusia, la reacción cada vez más heterogénea del mundo ante un ataque tan flagrante demuestra claramente la creciente fragilidad de dicha norma.
Las normas mueren lentamente. Intentos de apropiarse territorios de manera tan abierta y extensa como el de Rusia, en 2022, probablemente seguirán siendo escasos; al menos por ahora. Pero a medida que los agresores quedan en su mayoría impunes, otros Estados podrían comenzar a actuar sobre reclamaciones territoriales en zonas ambiguas, precisamente aquellas menos propensas a generar una respuesta internacional significativa. Estos ataques a menor escala podrían ser los más perjudiciales para la norma contra la conquista territorial. Con un incremento paulatino de la violencia, la red más amplia de reglas e instituciones que conforman el sistema internacional podría empezar a desmoronarse. Aunque lejos de ser inevitable, el fin de esta norma dejaría al mundo en un terreno sumamente peligroso.
Diagnóstico de una norma
El estado de salud de una norma en las relaciones internacionales se mide observando las acciones y declaraciones de los países cuando esta se incumple. Inmediatamente después de la incursión rusa en febrero de 2022, muchos países defendieron con firmeza la prohibición de la conquista territorial. Sin embargo, con los años, esta indignación ha ido perdiendo fuerza. Aunque la Unión Europea, Estados Unidos y sus aliados han aplicado sanciones sólidas y consistentes contra Rusia, muchos otros países mantienen relaciones normales con Moscú. Bajo la administración Trump, incluso, la continuidad de Washington en este régimen de sanciones está ahora en duda.
Respecto a la guerra de Rusia en Ucrania, la opinión pública mundial está cada vez más dividida. En general, las poblaciones europeas apoyan la resistencia ucraniana frente a la invasión rusa. El temor a que Rusia pudiera fijar como objetivos a otros países europeos les proporciona un claro interés en preservar la norma contra la conquista territorial. Pero incluso en Europa, el apoyo a seguir luchando hasta revertir plenamente las pérdidas territoriales de Ucrania podría estar decayendo. Y en Estados Unidos, donde el presidente Donald Trump ha dado señales de menor compromiso con la supervivencia de Ucrania que su antecesor, Joe Biden, ni la cuestión ucraniana en particular ni la preservación de las normas sobre soberanía en general tienen la misma relevancia que en Europa. Encuestas recientes revelan un aumento en el apoyo —especialmente entre los republicanos— a terminar la guerra, incluso, si ello implica que Ucrania ceda territorio a Rusia.
Muchos países fuera de Occidente quedaron horrorizados con la invasión rusa de 2022. Martin Kimani, entonces embajador de Kenia ante la ONU, habló en una sesión del Consejo de Seguridad pocos días antes de la invasión rusa y condenó “el irredentismo y el expansionismo”, así como el debilitamiento de las normas internacionales “ante el ataque implacable de los más poderosos”. Asimismo, numerosos comentaristas del Sur global también han criticado a Europa y Estados Unidos por aplicar las normas de manera selectiva. Muchos países occidentales que condenan la agresión rusa contra Ucrania han violado la soberanía estatal ellos mismos en un pasado reciente —como la invasión estadounidense a Irak en 2003— o han ignorado otras violaciones al derecho internacional, como ocurre con su respaldo a la guerra de Israel en Gaza. Estas respuestas inconsistentes a diversos incumplimientos de soberanía —más allá de las conquistas territoriales— pueden socavar todas estas normas interrelacionadas. Al fin y al cabo, las normas pierden su fuerza cuando no logran impedir que los estados poderosos hagan lo que quieren.
Con todo, el hecho de que los Estados se sientan obligados a invocar la norma contra la conquista territorial incluso cuando la violan indica que esta norma aún sigue viva. El presidente ruso Vladímir Putin argumentó que Ucrania no era un Estado real, lo que implicaría que la prohibición no le era aplicable. Beijing, de manera similar, asegura que Taiwán siempre ha sido parte de China, e Israel no reconoce la estatalidad palestina. El presidente ruandés, Paul Kagame, ha utilizado al grupo rebelde M23 como fachada para incursiones territoriales en la República Democrática del Congo, insistiendo en que Ruanda no está involucrada en el conflicto y que sus intereses son puramente defensivos.
El referéndum celebrado en Venezuela en 2023 sobre tomar territorio guyanés invocó acuerdos internacionales de hace décadas para apoyar su reclamo, al tiempo que ignoró decisiones más recientes de la Corte Internacional de Justicia que lo rechazaban. Incluso, las declaraciones de Trump sobre la posibilidad de que Estados Unidos compre Groenlandia, renegocie derechos sobre el Canal de Panamá, tome Gaza para desarrollarla o convierta a Canadá en el estado número 51, parecen favorecer acuerdos transaccionales por encima de la coerción.
No obstante, la negativa de Trump a descartar el uso de la fuerza, junto con la negativa estadounidense a nombrar explícitamente a Rusia como el agresor en Ucrania en una reciente resolución del G-7 y en votaciones de la ONU, representan preocupantes pasos en la dirección equivocada. Cuando los Estados dejen de invocar la norma contra la conquista territorial o de justificar sus acciones mostrando al menos un apoyo superficial a ella, esa norma habrá muerto. A partir de ahí podrían multiplicarse y agravarse las agresiones territoriales.
Muerte por mil cortes
Los ataques pequeños en las fronteras de los países pueden hacer más daño a la norma contra la conquista territorial que un intento de apoderarse de un país entero de un solo golpe. Comparemos la reacción global ante la invasión rusa de Crimea en 2014, con la reacción ante el ataque a gran escala de 2022. Ambas acciones violaron claramente la norma, pero en 2014, la respuesta internacional fue relativamente débil: la toma fue condenada en principio, pero aparte de sanciones hubo escasa resistencia material contra Rusia, y hoy en día pocos esperan que un acuerdo devuelva Crimea a Ucrania. Al normalizar conquistas territoriales limitadas, aunque descaradas, la respuesta tibia puede haber allanado el camino para la invasión rusa de 2022.
En este caso, la comunidad internacional reaccionó con más fuerza precisamente porque las pretensiones rusas abarcaban a todo un país, una violación evidente e indiscutible de la norma. Consideremos ahora un escenario alternativo: si Rusia hubiera atacado únicamente la región del Dombás en 2022, el resultado en términos de control territorial quizás no habría sido muy diferente del probable desenlace de la guerra a gran escala, donde Rusia terminaría controlando el Dombás y Ucrania sobreviviría en forma reducida.
Pero una incursión rusa más limitada probablemente no habría provocado una respuesta internacional tan vigorosa. Si la fuerza de las normas depende de cómo reacciona el mundo a sus transgresiones, una invasión más limitada habría colocado la norma contra la conquista territorial en un camino de erosión más seguro, aunque más lento.
Por consiguiente, cualquier transferencia de territorio ucraniano a Rusia normalizará aún más la conquista territorial. Este daño podría minimizarse si la transferencia no fuera oficial, con un conflicto congelado que otorgara al este de Ucrania un estatus similar al de Abjasia y Osetia del Sur —territorios que Rusia controla pero que gran parte del mundo sigue considerando parte de Georgia—. Pero, es igual de probable que ocurra una transferencia territorial con algún grado de reconocimiento internacional. Un acuerdo entre Estados Unidos y Rusia que deje de lado a Ucrania, o, incluso, una tregua negociada por Europa que incluya promesas de garantías de seguridad para lo que queda de una Ucrania independiente, legitimaría efectivamente la división del territorio ucraniano. No solo la transferencia territorial forzosa sería aceptada, sino que además ocurriría con la aprobación de Estados Unidos, uno de los principales defensores históricos de la norma.
El resultado de una sola guerra no decidirá el destino final de esta norma, y la plena reactivación de la conquista territorial no ocurrirá de un día para otro. Es decir, los Estados probablemente no comenzarán de repente a plantear pretensiones territoriales tan audaces como la de Rusia sobre Ucrania. Pero conforme el entorno internacional se vuelva más permisivo hacia las reivindicaciones territoriales, los Estados revisionistas podrían tantear los límites con acciones de menor escala contra objetivos más débiles.
La toma de Nagorno-Karabaj por Azerbaiyán en 2023, que generó una mínima respuesta global, es un ejemplo reciente. Próximamente, Sudán podría tomar la región de Amhara en Etiopía. China podría adoptar una postura más agresiva en los mares del Sur y Este de China. Venezuela ya está reclamando grandes porciones de Guyana y podría actuar con mayor determinación sobre esas pretensiones. Los territorios palestinos, Taiwán, el Sáhara Occidental y otras entidades políticas que no son ampliamente reconocidas como Estados soberanos serán especialmente vulnerables. Más preocupante aún es la posibilidad de una escalada en conflictos fronterizos entre Estados con armas nucleares, como China, India y Pakistán.
Mirando más adelante, si la norma contra la conquista continúa erosionándose y los países ya no temen represalias mayores por agresiones territoriales, amenazas que ahora parecen lejanas o poco probables podrían convertirse en posibilidades reales. Los Estados colchón —los que están situados geográficamente entre países rivales— serían especialmente vulnerables a ataques.
A mediados del siglo XX, Polonia fue repetidamente invadida y dividida en guerras entre potencias mayores. Hoy, otras antiguas repúblicas soviéticas o socialistas, atrapadas entre la OTAN y una Rusia cada vez más revanchista, podrían enfrentar un destino similar al de Ucrania. Si las relaciones chino-rusas se deterioran, Mongolia también podría correr peligro, ya que ninguno de sus vecinos más poderosos tendría certeza de que el otro no intentará primero apoderarse del país que los separa. Nepal y Bután también se encuentran en posiciones precarias entre China e India. Kuwait podría volver a estar en riesgo, situado entre rivales regionales como Irán y Arabia Saudí.
También podrían debilitarse otras normas relacionadas. Si la conquista territorial vuelve a ser una posibilidad abierta, será menos probable que los Estados respeten otros aspectos de la soberanía, como los derechos marítimos. Cuando pequeños Estados insulares reclamen derechos de pesca o minería en sus zonas económicas exclusivas, otros países en la región podrían ignorar sus pretensiones. El poder prevalecerá sobre el derecho.
Las violaciones de la soberanía política, desde interferencias electorales hasta cambios de régimen, podrían volverse no solo más frecuentes, sino también más evidentes. Estas infracciones siempre han ocurrido, pero las normas han podido contenerlas hasta cierto punto y ofrecer algún recurso a los Estados más débiles. Si las grandes potencias ya no respetan las reglas, socavan las restricciones sociales frente a la violencia contra instituciones, territorios y personas.
La erosión de la norma contra la conquista territorial podría, incluso, precipitar un cambio más amplio en un sistema internacional basado en relaciones entre Estados soberanos. Ya hay varios desafíos a la soberanía, como la amenaza del cambio climático para pequeños Estados insulares, o cómo las empresas tecnológicas han asumido funciones diplomáticas, comunicacionales y militares que antes correspondían a los gobiernos.
El regreso de la conquista territorial añadiría presión a estos factores. Si la supervivencia de un Estado amenazado por un agresor se torna más incierta, también se verá reducida su capacidad para establecer acuerdos de seguridad y económicos. Y si la soberanía estatal en general se vuelve precaria, no está claro cómo funcionarán los mercados abiertos que sostienen el orden globalizado. Además, la conquista es fundamentalmente incompatible con la democracia. Muchos principios del orden internacional liberal no podrán sobrevivir sin la norma contra la conquista territorial. Quizá ese sea precisamente el objetivo.
¿Declive permanente?
La norma contra la conquista territorial ha sido un pilar del poder estadounidense durante las últimas ocho décadas, estabilizando el sistema internacional y permitiendo a Estados Unidos construir una red duradera de alianzas y prosperar a partir de un comercio en gran medida libre de conflictos. Pero no ha beneficiado a todos los países por igual.
Esta norma se asienta sobre bases problemáticas: sus principales promotores impusieron reglas al resto del mundo tras siglos de colonialismo en los que redibujaron las fronteras a voluntad, y en las décadas siguientes han ignorado repetidamente sus propias reglas, violando la soberanía de Estados más débiles.
Además, son estos países más débiles los que sufren más por los perversos incentivos que la norma genera. Con la seguridad de que sus fronteras están protegidas, los líderes codiciosos pueden desviar recursos hacia la represión interna mientras saquean las arcas estatales, creando las condiciones para la inestabilidad, la guerra civil y el fracaso estatal.
No obstante, la norma contra la conquista territorial también ha limitado la crueldad que suele acompañar a las guerras de anexión. Como ha demostrado el politólogo Alexander Downes, los ejércitos desplegados para apoderarse de territorio frecuentemente también atacan a civiles.
La brutalidad de las fuerzas rusas en Ucrania y las deportaciones llevadas a cabo por las fuerzas de Azerbaiyán en Nagorno-Karabaj son solo los ejemplos más recientes.
La conquista puede implicar la limpieza étnica, como ilustró la reciente propuesta estadounidense, apoyada por Israel, de vaciar la Franja de Gaza y trasladar a su población a países cercanos. A un nivel básico, la conquista ignora la voluntad de las poblaciones locales; los habitantes del oeste de Guyana no desean formar parte de Venezuela, al igual que los ucranianos no quieren unirse a Rusia.
El declive permanente de esta norma —y el desorden que podría seguir a su desaparición— no es una conclusión inevitable. Es poco probable que la reemplace una comprensión más transaccional del territorio, como las propuestas de Trump para que Estados Unidos compre Groenlandia, desarrolle Gaza y renegocie los derechos sobre el Canal de Panamá.
El apego de los pueblos a sus territorios y la fuerza de factores como el nacionalismo son demasiado grandes, y buscar acuerdos que ignoren ambos factores podría provocar un rechazo violento a gran escala.
Incluso, si Estados Unidos renuncia a su tradicional papel de guardián de la norma, otras grandes potencias que se benefician de la relativa paz que esta norma permite podrían asumir su defensa. China, por ejemplo, ascendió al poder dentro de la arquitectura institucional del orden internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial y siempre ha protegido celosamente su propia soberanía.
Es posible que China siga el ejemplo histórico estadounidense y trace una trayectoria similar de expansión territorial seguida por un liderazgo global.
Pekín podría primero aprovechar la debilidad relativa de la norma para satisfacer sus ambiciones territoriales absorbiendo Taiwán y consolidando sus reivindicaciones marítimas en los mares del Sur y Este de China. Aunque, posteriormente, podría intentar imponer ciertas restricciones a la conquista, permitiendo interferencias limitadas en otros países, pero amenazando con respuestas económicas o militares contra aquellos que cometan agresiones territoriales —especialmente en su propia región— para evitar el desorden que socavaría sus intereses económicos y de seguridad.
Este comportamiento sería hipócrita, pero las normas sobre soberanía siempre han estado plagadas de hipocresía; basta con observar las reiteradas intervenciones extranjeras de Estados Unidos, el principal defensor histórico de dichas normas.
No obstante, cualquier movimiento hacia una versión diluida o distorsionada de la actual norma contra la conquista territorial conduciría a un aumento de los conflictos por territorio.
Desde la Segunda Guerra Mundial, muchos países se han acostumbrado a, y se han beneficiado enormemente de, la relativa estabilidad del orden liderado por Estados Unidos y el respeto por la soberanía territorial que este orden impone. Es difícil precisar hasta qué punto el sistema podría deteriorarse si continúan erosionándose las restricciones actuales sobre la conquista territorial. Pero lo que sí es seguro es que tanto países débiles como fuertes echarán de menos esta norma cuando ya no exista.
* Artículo original: “Conquest Is Back”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.
* Sobre la autora: Tanisha M. Fazal es Arleen C. Carlson Professor of Political Science en la Universidad de Minnesota y autora de State Death: The Politics and Geography of Conquest, Occupation, and Annexation.

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