“PetroGraphos I” (2024) de Cristina Gutiérrez.
“PetroGraphos I” (2024) es una de las obras más potentes realizadas por la artista costarricense Cristina Gutiérrez, no sólo por su tamaño físico —una espiral gestual que abarca 180 x 180 cm—, sino por su densidad emocional, espiritual y simbólica. Esta pieza es un portal que nos deja entrar al alma herida y luminosa de quien la creó.
El origen de esta obra no está en el lienzo, sino en un día gris, hace más de quince años, cuando Cristina dibujó con tinta, en un parque alemán, lo que entonces no sabía que sería una semilla.
Aquella imagen era pequeña, íntima, casi secreta. Nació del dolor sordo de intuir que no podría ser madre biológica. Pero, en lugar de rendirse al vacío, la artista hizo de su tristeza un gesto: un trazo, un impulso, una forma abstracta que no representaba nada, pero contenía todo.
Era un dibujo gestacional, aunque no viniera del útero. Venía del alma.
Años más tarde, al contemplar una piedra, algo despertó. Cristina reconoció en su forma una matriz ancestral. Sintió que la roca, con su silencio milenario y su memoria geológica, le hablaba del tiempo, de la resistencia, de los ciclos.
Comprendió entonces que no toda gestación ocurre en el cuerpo. Algunas —las más profundas— se dan en el arte, en el pensamiento, en el recuerdo que se vuelve materia. Y así, decidió traducir aquel dibujo antiguo en una obra monumental, no para repetirlo, sino para consagrarlo.
“PetroGraphos I” es la recreación de una herida transformada en potencia. Un parto simbólico, tardío y necesario.
Estéticamente, la obra es un vórtice. Un torbellino de líneas negras que parecen raíces, vísceras, mapas neuronales o escrituras perdidas. Hay algo en ella de arqueología psíquica: como si escarbara en capas invisibles del ser.
En el centro, emergen dos puntos de color aqua. No son simples manchas. Son faros, almas, presencias. Uno representa a Cristina. El otro, a su esposo fallecido.
No están juntos por azar, sino suspendidos en ese caos, como si flotaran en un cosmos líquido, unidos por una fuerza más grande que la muerte. Son testigos y protagonistas de esta danza de líneas que podría ser también un tejido, una placenta, una galaxia.
Desde lo formal, “PetroGraphos I” muestra una madurez de trazo que combina lo intuitivo con lo ritual. No hay planificación académica, sino entrega. Las formas no se construyen: emergen. Hay zonas densas, donde el negro se acumula como magma emocional. Y otras zonas más ligeras, casi etéreas.
La obra parece respirar. Su gestualidad es física, pero su resonancia es metafísica. Es como si el cuerpo de la artista hubiera prestado su impulso a algo más grande: una energía que quiere decirnos algo sin palabras.
Conceptualmente, la pieza funciona como un puente entre lo íntimo y lo ancestral. Toma una experiencia profundamente personal —el duelo de no ser madre— y la convierte en una imagen universal.
No hay autocompasión aquí. Lo que hay es alquimia. El dolor ha sido trabajado, transmutado, resignificado. Y la piedra —símbolo arquetípico de lo duradero, lo telúrico, lo sagrado— se convierte en aliada, en matriz, en espejo. Cristina no pinta una piedra: pinta desde la piedra.
“PetroGraphos I” también es una declaración de maternidad espiritual. No es casual que el nombre de la serie que esta obra inaugura incluya el sufijo graphos: trazo, inscripción.
Esta pintura no narra, no representa, no explica. Pero escribe. Escribe con líneas que se enredan, que colisionan, que vibran. Escribe sobre el cuerpo, sobre el amor, sobre la muerte y la permanencia. Es una escritura sin alfabeto, pero no sin sentido. Es una huella. Y, como toda huella verdadera, no se borra: se imprime en quien la mira.
Cristina Gutiérrez ha dicho que esta obra marcó un antes y un después. Y no es difícil entender por qué. “PetroGraphos I” es un acto de fe. Fe en el arte como vehículo de revelación, como forma de renacer.
Frente a ella, uno no sabe si está mirando una obra plástica, un rito ancestral, o una aparición. Y quizás sea todo eso al mismo tiempo. Porque hay momentos en que el arte se vuelve oráculo. Y “PetroGraphos I” lo es: un oráculo mineral que nos recuerda que, incluso en la pérdida más íntima, puede nacer una imagen. Una imagen que ya no es solo de quien la creó, sino de todos los que la necesitamos.

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