La exposición empezó cuando me regalaron la revista.
Estuve dando un taller de periodismo narrativo en la facultad de comunicación. Esos tres días no me sentí cómodo, no me siento cómodo cuando debo estar frente a alumnos, cuando debo enseñar.
Yo muestro, me muestro, demuestro, me encuero, me enseño, pero no enseño. Soy exhibicionista, un actor, no un profesor.
Yo quise que los estudiantes aprendieran a mostrarse. No sé si lo logré.
La revista estuvo por un tiempo tirada en la esquina de mi cuarto, en aquel entonces no tenía muebles para acomodar libros. Recuerdo que antes de tener cama, tuve un pequeño estante para acomodar los primeros volúmenes que me llegaron.
He descubierto que la materialidad de la que están hechas las cosas me interesa. Me interesa la materia bruta; por eso no pasa un día sin tocar trozos de telas, maderas, metales, piedras, papeles, papeles de diferentes gramajes.
Las hojas de la revista son de papel ecológico, no contienen cloro, esas láminas no fueron blanqueadas bajo procesos químicos. Las páginas parecen desgastadas, tienen el color del café claro. Las hojas ya por sí solas son una probación.
La materialidad de ellas invitaba a una lectura. Empecé a dibujar con tinta china. El agua reblandecía el papel. Varios de esos primeros dibujos fueron a parar a la basura. El papel cedía, se encorvaba, no podía resistir la inundación del pincel cargado de tinta.
La pintura industrial diluida en teñir fue decisiva para poder hacer los dibujos. El trazo quise que fuera espontaneo, rápido, como si la mano estuviera poseída.
Luego, vino el color a base de creyones. Empecé a dibujar un día de tedio. Dibujé porque no tenía nada que leer, nada que escribir. Dibujé lo que me vino a la cabeza. Regresé a mi infancia, ese viaje se me ha hecho recurrente: cacharros, floreros, cosas como mi única compañía.
La compañía que he querido esté cerca de mí. Los objetos guardan la tensión del ambiente, los momentos felices y amargos. La casa contenida en esos objetos, la casa de la que siempre he hablado. La casa que se odia y también se extraña. La casa que abandoné desde muy joven y a la cual supe que regresaría sólo de visita. La casa: lugar seguro y de resentimientos.
Las conversaciones se establecen con los cacharros, con los objetos, con las flores. No se pinta para pensar, por lo menos no en esta ocasión. Se pinta para descargar, para expulsar lo que estuvo dentro y no sabíamos cómo sacar. El trazo rápido apela al instante, al movimiento brusco, al cuerpo, al esbozo, como si lo elaborado fuera demasiado artificial.
El dibujo se realiza con pocos trazos, se dice que lo sencillo contiene lo que algunos llaman “esencia”, lo esencial, la parte más natural de lo que estamos hechos. Entonces creo que estas imágenes no nacen, ni crecen, más bien se proyectan.
La línea gruesa quebradiza disminuye en la medida en que el pincel se desplaza. En la medida en que la tinta se agota, desaparece el trazo tosco y tierno. Desaparece como desaparece la vida de las gentes que no quieren por ningún concepto que los demás sepan su historia. Como la vida de muchos que se han quedado en un segundo o tercer plano.
La revista me la regaló la profesora de literatura de la facultad de comunicación, al terminar el taller. Una semana después ella viajaría a Lima a encontrarse con un hombre joven. Para hacer ese viaje, la profesora debía de dejar a sus dos hijas en una guardería por una semana, sus hijas estarían bien cuidadas en dicha institución.
Nadie debía de enterarse de ese viaje. A su regreso, las niñas, sus hijas, ya no estaban en la guardería. El padre las había sacado.
Desde entonces, empezamos a establecer largas conversaciones la profesora y yo, rodeados de ollas, jarros, calderos, utensilios que fueron usados para la elaboración de los alimentos de las niñas.
Muy poco se habla de las invitaciones de los amigos que cocinan para nosotros. Yo, en muchas ocasiones, fui invitado a comer de la mano de la profesora.
En una de esas tardes de desesperación, la profesora me comenta la decisión:
“Abandonaré el país, lo estoy vendiendo todo”.
Estábamos rodeados de objetos domésticos.
La profesora alza la mano. La mujer de mirada triste agarra el jarrito de hierro enlozado color blanco arena, con golpes, con marcas de la leche que hervía a diario para su hija más pequeña, y me dice, sin llorar:
“Quédate con esto, cuídalo”.
El insignificante jarro no será nunca más lo que es, un jarro viejo y magullado.
La Cuba de hoy y de mañana
Por J.D. Whelpley
“Es difícil concebir una tierra más hermosa y más desolada por las malas pasiones de los hombres”.