‘1984’ y sus avatares cinematográficos

Setenta y un años atrás, el 21 de septiembre de 1953, los públicos estadounidenses testificaron la primera adaptación audiovisual de la distopía por antonomasia, la novela 1984 (Nineteen Eighty-Four, 1949) del inglés George Orwell, de mano del espacio televisivo CBS´s Studio One, patrocinado por la marca Westinghouse, que la incluyó como primer episodio de su sexta temporada.

Apenas un año después que CBS largara a las aún bisoñas “pequeñas pantallas” esta versión de medio metraje —de unos 59 minutos de duración, contando varios comerciales— escrita por William Templeton y dirigida por Paul Nickell, la cadena BBC propuso el primer abordaje de metraje largo de 1984; que a la vez fue la primera mirada de la televisión británica a la obra del ensayista, novelista, periodista y poeta Eric Arthur Blair, nombre superado por su famoso seudónimo.  

De casi dos horas de duración, este nuevo abordaje contó con el guion de Nigel Kneale y la dirección de Rudolph Cartier, importantes pioneros de la televisión de la nación natal de Orwell, y se transmitió por primera vez en vivo el 12 de diciembre de 1954, con una segunda escenificación que sí fue afortunadamente grabada como documento para la posteridad. 

Eran las primeras edades de un medio de comunicación cuya programación se articulaba en vivo por consabidas limitaciones tecnológicas, y que acercaba sus propuestas dramatizadas más al territorio del teatro que al del cine. A la vez que roles tan cardinales como la dirección de fotografía y la dirección se reconfiguraban por la singularidad de las exigencias del nuevo medio o plataforma.

1984 fue una de las primeras obras literarias cuya adaptación fue monopolizada en un inicio por la pujante televisión en vez del cinematógrafo, legitimado por más de medio siglo de hegemónica existencia como imponderable y única plataforma para las imágenes en movimiento. 



‘1984’ (1954).


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Casualidad o no, queda en gran parte a la especulación los motivos contextuales por los que los productores del incipiente formato se arriesgaron más rápido que los estudios fílmicos a emprender una adaptación de 1984. Pero a la distancia de 71 años, resulta llamativo cómo la televisión —en plena carrera por destronar a la radio como principal medio doméstico, y con la pretensión de emular el reinado del cine con su omnipresencia cotidiana— abrazó un relato que propone una mirada sombría en extremo sobre el futuro general de la humanidad bajo el mando de poderes totalitarios, pero específicamente sobre el rol que la propia televisión tendría en este contexto terrible del Ingsoc (contracción del término English Socialism).

Esta alarmante perspectiva del terrible potencial del medio para convertirse en feroz rector de las vidas de los seres humanos quizás no lograría ser emulada a cabalidad hasta la publicación en 1953 de la novela Fahrenheit 451 de Ray Bradubury, en la que proféticas pantallas del tamaño de paredes erigen un ambiente inmersivo y virtual absoluto, que mantiene a los consumidores de la eterna programación de 24 horas en permanente estado mesmérico. 

Tanto en la novela de Orwell como en estas primeras adaptaciones —y las sucesivas—, las telepantallas (telescreens) son dispositivos panópticos que subliman la vigilancia eterna a que aspiran los regímenes totalitarios sobre sus pueblos; con el “ideal” objetivo de sesgar la voluntad individual, anularla en una operación de verdadera castración psicológica, y someterlos a los designios del todopoderoso Estado, construido por una élite política identificada con un partido único. 

Al publicarse el libro de Orwell, las amables pantallas comenzaban a amenizar de manera realmente masiva (en Gran Bretaña se transmitió desde 1936, pero el número de receptores era muy escaso) las veladas familiares, convirtiéndose en epicentros domésticos, en motivos para la confluencia de las generaciones convivientes en cada hogar, para generar recuerdos y emociones compartidas. Esto, visto desde la perspectiva más amable posible, pero 1984 proponía (o incluso, develaba) propósitos mucho más siniestros para los televisores. 

Cada ciudadano de la Franja Aérea 1 (Airstrip One), ex Gran Bretaña, en su “privilegiada” condición de miembro del Partido Exterior (Outer Party), cuenta con una telepantalla que no se apaga, que vela por sus vidas, que anula toda posibilidad de soledad mental. Busca convertir en terreno yermo las mentes, anulando la germinación de pensamiento peligrosos —crimentales (thought crimes)— que sobrepondrían al individuo sobre el partido y su ilusorio líder el Gran Hermano (Big Brother) o Hermano Mayor. 

Son equipos interactivos, que no sólo transmiten, sino que singularizan las órdenes sobre sus telerreceptores y no les pierden ni pie ni pisada. 

Estos múltiples ojos son el perfecto complemento para la Policía del Pensamiento (Thought Police), que finalmente daría al traste con la rebelión de Winston Smith (interpretado por Eddie Albert para CBS y por Peter Cushing para BBC) y Julia (encarnada por Norma Crane para CBS y por Yvonne Mitchell para BBC). Es un sistema de vigilancia colectiva absoluto que siembra el miedo, la paranoia y la sumisión en cada persona.

Las televisoras CBS y la BBC, ubicadas en naciones que integrarían la ficticia Oceanía imaginada por Orwell, acogieron en sus mismos orígenes las peores versiones de sí mismas, escondieron a plena vista el secreto del terrible futuro en que pudieran desembocar como instrumentos de un poder que, más allá de las máscaras ideológicas que adopte —diestras o siniestras—, persigue la inducción de las voluntades, la instrumentación y final supresión del libre albedrío.



‘1984’ (1954).


2

Estas dos primeras versiones de 1984 determinaron, de manera consciente o no, importantes pautas de representación para las subsiguientes versiones audiovisuales del libro. 

La inevitable economía de recursos de producción que aquejó las puestas en escena de Templeton-Nickell y Kneale-Cartier, tanto por los más raquíticos presupuestos que durante décadas manejaron las televisoras, como por las exigencias de una transmisión en vivo con brevísimas pausas, concomitó orgánicamente con los objetivos de graficar un mundo opresivo, en el que la pesada atmósfera de miedo envuelve a las personas como una iron maiden perpetua, y la escasez y la penuria marcan los ritmos de vida. 

La carestía y la cuasi indigencia que poco o nada se ocultan tras las prédicas partidistas de austeridad, sacrificio y socialización igualitaria de los “abundantes” recursos económicos, logran adecuada expresión en las exiguas puestas en escena referidas. 

Las insuficiencias de la producción televisual de la CBS y la BBC se convierten, desde la perspectiva presente, en claves elementos para bocetar una sociedad empobrecida hasta la cuasi animalidad, al estilo del estalinismo soviético que sirvió de modelo a un Orwell alarmado porque los movimientos socialistas británicos remontaran el mismo sendero del despotismo zarista en que el georgiano convirtió la utopía comunista.

Espacios frugales, claustrofóbicos, ajados, desnudados de cualquier “lujo” o “comodidad”, ropajes uniformes, anuladores de las manifestaciones estéticas de la individualidad y también mustios del uso continuado de las que se sugieren como prendas únicas, sin recambios frescos. 

Las paredes, muchas veces anuladas por la negritud neutra del estudio que evitaba levantar escenografías más complejas, y por ende caras, se reformulan como sombras acechantes que anulan cualquier sensación de seguridad que puedan otorgarles a los personajes una habitación hermetizada. 

El de la Oceanía de 1984 es un mundo asediado, inseguro, pletórico de sombras tras las que emergerán en cualquier instante los esbirros de la Policía del Pensamiento para apresar a quienes logran burlar el monitoreo de las telepantallas insomnes. Un elemento audiovisual que complementa poderosamente la sensación de desamparo absoluto que busca Orwell transmitir con palabras. Winston y Julia viven en un contexto tan frágil como las primeras épocas de la escenografía televisiva, incapaz entonces de emular los derroches que se permitían los grandes estudios fílmicos.

Tal exigüidad “televisiva” marcó las tres adaptaciones fílmicas subsiguientes: las británicas 1984 (Michael Anderson, 1956) y Nineteen Eighty-Four (Michael Bradford, 1984) cuyas holguras de producción no variaron mucho las pautas visuales de la CBS y la BBC, y la mínima versión ruso-finesa dirigida por Diana Ringo en 2023 —hasta ahora la más reciente mirada a la novela.

La cinta de Anderson, cuyas interpretaciones encabezadas por Edmond O’Brien (Smith) y Jan Sterling (Julia) desmerecen los rigores, complejidades y profundidades caracterológicas logradas por el largometraje de la BBC, aporta escenografías más terminadas, multitudes más nutridas, pero no traiciona la claustrofóbica tensión de sus precedentes, que siempre apunta a la omnipresencia del miedo a la tortura, a la muerte y a la anulación definitiva de la existencia —a partir del concienzudo trabajo de reescritura del pasado que emprenden operarios como el propio Winston en las entrañas del Ministerio de la Verdad.

El mayor acabado escenográfico sí apunta al subrayado de una puesta que, aunque de ciencia ficción futurista, persigue todo el tiempo el realismo al que finalmente renuncia la finesa Ringo en su abordaje de 2023. 

Las adaptaciones televisuales también suscriben básicamente el tratamiento realista del relato, pero la frugalidad de sus puestas en escena los aboca a espacios más pesadillezcos —sin afirmar que hayan sido las pretensiones de sus respectivos creadores—, surreales por momentos. 

Válido este criterio para el breve cortometraje estadounidense de 1999, Me and the Big Guy, de Matt Nix, que igualmente concibe el hogar de su protagonista, nombrado sólo Ciudadano 43275-B (Dan Kern), como un espacio desnudo, en el que reina la omnipresente pantalla con el rostro vigilante de un Gran Hermano al que consigue aturdir y hastiar de tanto “amor” que le prodiga, hasta conseguir que se le quite la atención permanente.

Bradford tampoco renuncia con su cinta a los códigos realistas, aunque se permite sondear la mente de un Winston al límite de la quebradura definitiva de su voluntad, su cordura y, por ende, de su condición humana, que por varios instantes parece repasar en racconto su historia de frustrada y breve rebelión. 

Lo que destaca además esta obra es la estética retrofuturista por la que optan los realizadores, en contraste con las adaptaciones previas —en 1965 la BBC 2 produjo y transmitió el 28 de noviembre del mismo año, un remake del libreto de Nigel Kneale como parte del espacio Theatre 625— que, realizadas previas al año 1984, ofrecían sus versiones del futuro.

Bradford filma en épocas muy cercanas al año que Orwell escogiera para desplegar su distopía, pero renuncia a recontextualizar arquitectónica y tecnológicamente el relato, sino que propone una eternización de la visualidad de los años inmediatos al fin de la Segunda Guerra Mundial, con escasos avances, como helicópteros y pantallas amplias, pero que recuerdan los primeros tiempos de la televisión en los años 50 por sus formas y sus tonos ocres. No existen imágenes en colores. 

La película, protagonizada por John Hurt como Winston y Suzanna Hamilton como Julia, puede considerarse también un what if, una historia alternativa derivada de variaciones en los rumbos históricos del mundo. Otra dimensión, otra línea temporal, al estilo del más actual seriado El hombre en el castillo (The Man in the High Castle), producida por Amazon Studios entre 2015 y 2019, y que adapta otra clásica distopía literaria, de igual título y publicada en 1962 por Philip K. Dick.



‘1984’ (2023).


3

Oceanía existe en un presente continuo, cuyo pasado real ha desaparecido a fuerza de la manipulación de sus registros documentales, sobre todo de la prensa, y donde la prolongación ad infinitum del poder partidista del Ingsoc imposibilita cualquier proyección hacia el futuro. 

Los totalitarismos son enemigos mortales del tiempo y de la dialéctica. Cada día es el mismo día. Cada año es calco del anterior, y modelo irrevocable del venidero. No hay intenciones de variar las condiciones de vida de la ciudadanía, no hay competencia entre empresas que propulse la búsqueda de nuevas tecnologías. 

Los instrumentos de dominación han sido optimizados, más bien sublimados, y no ameritan nuevos aportes y variaciones. El tiempo termina muriendo como fuerza histórica y casi como dimensión de la existencia per se. La erosión de la carne será el único testimonio de que algo transcurre, allende la invariabilidad sociopolítica. 

Por eso el Gran Hermano es un constructo colectivo y por ende inmortal, como el partido al que aspiró Lenin. Es una época oscura, fantasmal, de un estatismo perfecto, perpetuo. Todo se detuvo justo en el minuto uno de la consolidación del status quo de marras. 

La historia se descarriló, desapareció, y su naturaleza artificial se revela en toda su crudeza. El pasado es transfigurado diariamente, gracias a la labor prolija de redactores en reversa como el propio Winston. 

El propio sentido de la realidad se diluye en medio de una pertinaz resignificación de toda lógica por parte de las autoridades totalitarias. Esto se resume en el axiomático “2+2=5” que O´Brien obliga a Winston a creer a pie juntillas. Pues no basta fingir, sino creer de verdad, anular el disenso, suprimir la duda, y llenarse de absoluta fe en el Partido y su líder ficticio.

Diana Ringo, en su muchísima más libre adaptación de la novela, parece emplear abiertamente imágenes creadas por la Inteligencia Artificial (IA) para —más allá de la necesidad extradiegética de suplir las escaseces de producción para construir sets o pagar servicios profesionales de VFX— enfatizar la artificiosidad confesa y desvergonzada que el poder totalitario ofrece a sus súbditos como realidad. 

Las imágenes de Emmanuel Goldstein, rebautizado en esta ocasión como G-315, archienemigo absoluto del Gran Hermano, al que se debe odiar con toda el alma, son creaciones defectuosas de la IA en ciernes, las que, al parecer, al poder no le importa sofisticar hasta la exquisitez hiperrealista, pues resultan al final meras graficaciones de los sagrados mandamientos. 

Con o sin efigie definida, G-315 es el gran culpable de todo lo malo que existe en la realidad impuesta por el totalitarismo en que vive el protagonista.

Los exteriores, los planos generales y otros muchos elementos están igualmente concebidos con IA, en un momento en que buena parte de la industria fílmica, y otros tantos creadores, protesta por el uso de estas tecnologías, ante la amenaza de una segunda “revolución industrial” que reconfigurará dinámicas creativas y los mercados de empleo. Pero Ringo prefiere explorar los potenciales expresivos de esta, apropiándose de estas creaciones no humanas, dialogando con ellas, dotándolas de nuevos significados. 

Tampoco es la primera vez que el cine, o el arte en general, se ve sacudido por tsunamis tecnológicos que lo llevan tanto a repensar sus prácticas de producción como a sumar a su corpus creativo-filosófico a lo recién llegado. La 1984 de Ringo puede ser un buen caso de estudio. 

Pero no sólo por esto destaca la película de sus precedentes, sino porque su relato es una mixtura del libro de Orwell con la novela distopía Nosotros (My) del ruso Yevgueny Zamiatin, publicada en 1924 (escrita entre 1920 y 1921), justo hace un siglo. Y que además es la primera de su género. 

En directo homenaje a esta menos conocida obra, pero sin la que 1984 no hubiera probablemente existido, la también directora de fotografía, montadora y musicalizadora Ringo escoge nombrar al protagonista D-503 (interpretado por Aleksandr Obmanov) como el del relato de Zamiatin, y establece el ruso como idioma de la cinta —quizás sugiriendo que se desarrolla en la Eurasia pensada por Orwell como súper nación compuesta por la antigua URSS y la Europa continental.   

D-503 no es ni trabajador del Ministerio de la Verdad de 1984 ni el mecánico coheteril de Nosotros. Es un matemático que se enfrenta a una operación de esterilización de la imaginación y los sentimientos, suerte de versión de la campaña antisexo, que despliega el Partido alucinado por Orwell como el definitivo culmen de su veto absoluto del amor. 

Pero Ringo arriesga más en su puesta en escena que una fusión, orgánica por lo demás, de dos libros relacionados desde siempre: se desplaza con escandalosa sutileza hacia el territorio de la sátira, en desafiante contraste con el tono más solemne, trágico y lúgubre de las versiones audiovisuales previas y de las propias novelas. Parece asumir para sí, como narradora, la sorna turbia con que el manipulador O´Brien lleva a Winston y a Julia a la perdición. Incluso a los propios lectores. 

Este personaje terrible burla en la novela a los protagonistas, juega con sus disidencias, las cataliza y termina descoyuntando sus existencias. Es falso agente de la resistencia y autor confeso del “iluminador” título Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, que supuestamente redactó el opositor Goldstein. 

Esta revelación al final de la novela conlleva no solo a la sorpresa del protagonista, sino del público que se ha enterado, a través de los extractos incluidos en la novela, de la situación que vive ese mundo distópico. Un Partido que genera sus enemigos, sus contrargumentos y su contraideología, pues ha conseguido destruir a los verdaderos y sólo le queda jugar a derrocarse. Y, de paso, capturar a los ingenuos rebeldes como Winston y Julia.

Ringo subraya en la película la terrible ridiculez que viven los súbditos del totalitarismo de su mundo de IA, su risible fragilidad, y lo grotesco de sus esbirros y poderosos, narcotizados por su omnipotencia. Pone en duda la sanidad mental de todos, despliega una danza de alucinaciones, licua cualquier atisbo de concreción. Hace vivir a D-503 un sueño eterno, expandido hasta lo infinito, bizarro, impreciso, farsesco. 

Es una historia de dudas, fantasmagorías, aturdimiento, excesos generados a partir de lo mínimo. Mundos como los conjeturados por Zamiatin y Orwell sólo pueden ser entendidos y soportados desde el delirio consciente. Aunque no son imposibles, sino de una posibilidad inmensa. 

Lo han sido, a escalas nacionales y continentales. Sólo falta ver si pudieran adueñarse de todo el globo en estos tiempos de auge totalitario.







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