Con selecciones oficiales de ficción y ópera prima de largometraje inferiores a las del pasado año, la edición cuarenta del Festival de Cine de La Habana cuenta con una contundente minoría de títulos latinoamericanos que se desmarcan de levedades existenciales de vacua afectación y pretensiones pseudoautorales.
Este momento de evidente perigeo en la fílmica regional fictiva está compensado por el retorno de realizadores como el colombiano Ciro Guerra, que hace tres años proveyó al público cubano de la inmensa —y escandalosamente poco valorada por los jurados de turno— El abrazo de la serpiente (2015); como el argentino Carlos Sorín, inolvidable director del inolvidable filme La película del rey (1986), bien premiado en el propio evento habanero por jurados lúcidos; y el mexicano Carlos Reygadas, cuya rúbrica certifica una de las poéticas más consistentes y auténticas de todo el contexto en el siglo XXI.
Precisamente Guerra, con su más reciente título Pájaros de verano (2018), codirigida por la también productora Cristina Gallego, determina una de las más saludables zonas de la selección de marras, caracterizada por la redimensión de los códigos del cine de género. En este caso sucede con el “cine de narcos” o “narco thriller”, muy caro para los predios comerciales, pero que ya frisa los límites de la sobresaturación, la tautología y el pintoresquismo de tufo colonialista.
Sin embargo, la propuesta de Guerra y Gallego insufla un hálito renovador desde la radical reubicación contextual y cultural del consabido esquema conflictual, que termina deslizando a la cinta por senderos vindicativos de los llamados “pueblos originarios”, muy en consonancia con la postura establecida en El abrazo… El espíritu tutelar de cintas icónicas del Nuevo Cine Latinoamericano como Yawar Mallku (Sangre de Cóndor, 1969), de Jorge Sanjinés, levita sobre El abrazo… y Pájaros…, que lo heredan, pero sobre todo lo enriquecen y vivifican. Siempre a salvo de retóricas que diluyan la personalidad del creador en un caldo panfletario.
La historia tiene lugar en las planicies áridas que definen la septentrional península de La Guajira, en Colombia. En su seno yermo vive parte del pueblo Wayúu, una de cuyas familias remonta, desde finales de los sesenta hasta los ochenta, el sendero del tráfico de marihuana; con el consabido trayecto de emersión, opulencia, y decadencia sangrienta, cuyos tonos sombríamente épicos se explayan en un vórtice trágico casi shakesperiano. El diálogo con clásicos del género noir como las gansteriles Scarface (Howard Hawks, 1932) y Scarface (Brian De Palma, 1983), se materializa en la sincronización de los resortes dramatúrgicos canonizados por estas, además de algunos códigos más cercanos al western, con los principios y dinámicas muy específicas de una esfera cultural singularizada por el apego a tradiciones protocolares, prácticas mágicas y mitopoéticas.
Como en El abrazo…, tales procesos nunca son mirados por Guerra y Gallego desde la extrañeza, el pintoresquismo, o la malsana conmiseración hacia el “buen —y pobre— salvaje”. Hablada mayormente en idioma wayuunaiki, Pájaros… apuesta por una representación de los personajes que va más allá del respeto nostálgico por una exótica rareza en extinción. Además del poderoso registro de rituales y personajes —como el pütchipü o palabrero, y el piachi’ de naturaleza chamánica—, la diégesis contempla la magia agorera como factor definitorio para el desarrollo del relato. El prólogo y el epílogo de la cinta están protagonizados por un narrador oral que canta los avatares del “héroe”, quien termina ocupando un lugar en el panteón milenario y vital.
En tanto resignificación del cine de narcos, con guiños al western, Pájaros… es seguida de cerca por la postapocalíptica y poco menos que entrañable apelación a Las aventuras de Huckleberry Finn que resulta Cómprame un revólver (2018), dirigida por el mexicano Julio Hernández Cordón. Con la notoria influencia de clásicos de culto como Mad Max 2: Road Warrior (George Miller, 1981), de recientes aciertos como The Bad Batch (Ana Lily Amirpour, 2016) y de zonas del abundante “cine de zombies”, el relato propone un México anárquico, rectorado por narcotraficantes agrupados de manera tribal, barrocamente ataviados de indumentos protectores y otras añadiduras de naturaleza mística o decorativa.
En este contexto agreste, donde también las mujeres escasean por causas indefinidas, vive la niña Huck, travestida como varón por su padre para evitar que sea raptada por los narcos. Además de protagonista, su narración en off de las acciones tamiza todo el relato a través de la mirada ingenua: perspectiva cultural sin condicionantes excesivos, abierta y potencialmente lista para la reconfiguración a fondo de los sistemas de valores, como proponen todas las historias postapocalípticas.
Dos niños acompañan a la madre: uno es un fantasma al cual habrá que descubrir a lo largo de la historia, pues a través de su mirada vamos a otear mayormente.
Con el desmoronamiento de la civilización “moderna”, colapsan los paradigmas acumulados por milenios: instrumentados, quebrados, torcidos, burlados y violados hasta que se rompen todas las coyundas morales y éticas con que se han tratado siempre.
Huck —y otros tres compinches que bregan en libre estado de inocencia superviviente en un mundo en disolución— se responsabiliza con la nueva cordura requerida por tal momento de eugenesia espontánea, en que el planeta se libra de escoriaciones mediante el enfrentamiento de sus facciones. Quizás funcione como un bioplaguicida global. La consabida frase martiana que destaca a los niños como la esperanza del mundo, adquiere aquí nuevas dimensiones, mucho menos idealistas y más humanistas. México experimenta la combustión espontánea de la narcoanarquía definitiva, y deposita las garantías de supervivencia en esta Eva con tres posibles futuros Adanes.
La visión del niño como ínclita metáfora de la inocencia también deviene factor cardinal en Los silencios (2018), dirigida por la brasileña Beatriz Seignier, quien aborda el cine fantástico desde una perspectiva realista-mágica de abierto corte sociopolítico. Una familia desplazada por el conflicto guerrillero en Colombia arriba a una isla, terra (cuasi) incognita donde reencarna una Macondo y Comala. Ubicada en ningún territorio nacional, justo en los bordes no reclamados de Brasil, Colombia y Perú. Dos niños acompañan a la madre: uno es un fantasma al cual habrá que descubrir a lo largo de la historia, pues a través de su mirada vamos a otear mayormente.
Al estilo de cintas como The Other (Robert Mulligan, 1972) y sus epigonales The Others (Alejandro Amenábar, 1999) e Ich seh, Ich seh (Severin Fiala & Veronik Franz, 2014), la presencia de este tipo de personaje propone un juego perceptual, y dinamiza un relato que aborda con ojos tan críticos como líricos, el delicado asunto de la reconciliación buscada en los diálogos de paz —desarrollados en La Habana como “zona neutral”— entre el gobierno colombiano y las güerillas, tras décadas de antagonismo armado. La dolorosa negativa del pueblo colombiano, convocado a decidir entre perdón y condena, ha hecho que esta situación remonte senderos divergentes de los trazados por Nelson Mandela en la Sudáfrica post-Apartheid, en pos de quebrar el ciclo infinito de la violencia.
Alejándose de una perspectiva macropolítica, la Seignier se acerca en su ópera prima a las más íntimas angosturas de estas circunstancias “reaccionarias”, o extensoras de una violencia que acusa monótona eternización. Convoca (literalmente) a los fantasmas de los desaparecidos y asesinados para que en otra mesa más humilde de conversaciones, con los “vivos” como contraparte, den testimonio de su suerte y explayen sus peticiones. La isla, justo al margen de toda nacionalidad legal, es también zona franca para la confluencia entre las esferas carnal y espiritual. Se difuminan todos los límites rígidos. La memoria de los vivos es estimulada y clarificada por los difuntos que pueden materializarse para mitigar el vórtice insoportable de la pérdida.
Sin dudas “garciamarquiana” y “rulfiana”, Los silencios devuelve las voces a quienes han sido obliterados violentamente. Busca compensar sus carencias corpóreas con la materialización más sólida y la revelación estentórea de sus testimonios dolorosos. La ausencia y el vacío inducidos indistintamente por las armas paramilitares, militares y guerrilleras ganan volumen y densidad notables. Las negociaciones mediáticas encuentran contraparte en otra asamblea sobrenatural, mágica, y no menos válida. Su manifiesto triste recupera las esencias socioculturales subyacentes en la médula del realismo mágico.
Otro niño es el elemento desencadenante de la película Joel (Carlos Sorín, 2018), una tan sórdida como sencilla fábula sobre la intolerancia humana; a la vez que un canto a la maternidad como opción social, como desafiante compromiso con la redención y la piedad.
El homónimo infante misantrópico, de pasado impreciso, es adoptado por un matrimonio joven y estéril residente en un apacible pueblo de la Tierra del Fuego. Tan pacífico y armonioso como la aldea de Eichwald donde transcurre el relato desarrollado por Michael Haneke en su inquietante cinta La cinta blanca (2009). Pues a semejanza del director austriaco, Sorín indaga las raíces más profundas y sutiles del instinto y la vocación humana por la xenofobia.
El consenso público, el amor filial, el instinto de conservación, el cultivo de las virtudes, y hasta la misma democracia, resultan las piezas más útiles del instrumental empleado por el pequeño Joel.
Joel va sobre la naturalización de tal xenofobia hasta el punto de convertirse en un reflejo condicionado y plenamente autojustificado. No es una cinta de grandes masacres, persecuciones y linchamientos como las icónicas Furia (Fritz Lang, 1936) o La jauría humana (Arthur Penn, 1966), sino que registra un aséptico proceso de exilio social, operado en grupo con toda la minuciosidad quirúrgica de una extirpación cancerígena.
De la mano del hábil contador de historias y diseñador de personajes complejos que es Carlos Sorín, la trama progresa en un crescendo de suspenso casi hitchckoniano. Con la precisa pincelada de incertidumbre kafkiana que ya se aprecia en títulos previos de su autoría como El gato desaparece (2011). El apacible ambiente de sanidad rural se enrarece y densifica hasta la asfixia agorafóbica. La madre se ve confrontada por un grupo más terrible que los vecinos de La zona (Rodrigo Plá, 2007), con todo y las armas letales con que persiguen a un joven transgresor de la armonía artificial del vecindario amurallado.
La violencia en Joel carece por completo de expresión física y hasta de villanos puntuales. El consenso público, el amor filial, el instinto de conservación, el cultivo de las virtudes, y hasta la misma democracia, resultan las piezas más útiles del instrumental empleado en tales labores de amputación, o más bien, de ablación social de la otredad contaminante representada por el pequeño Joel.
El niño-paria es un antibebé de Rosemary, no sobrenatural. Profeta de la diferencia, no deseado por la comunidad. La supresión de su presencia en el pueblo es una necesidad más imperiosa que su dimensión humana. Una “cura en salud” imprescindible para que el transcurrir social continúe acorde lo planificado.
Sobre esta cuerda se desplaza también la trama del cortometraje chileno Rapaz (Felipe Gálvez, 2018), cual babosa sobre el filo de un cuchillo. Breve y extremo es el suceso narrado: el apresamiento de un supuesto carterista por transeúntes ocasionales se convierte en pretexto para exorcizar tensiones y frustraciones colectivas. Dorian Gray golpea su mítico retrato, pero a diferencia de la alegórica parábola de Wilde, aquí los agresores no parece que mueran al destruir su objeto de furia.
Las sociedades en plena vigilia de la razón engendran peores monstruos que en el sueño de Goya. Otra actitud psicosocial naturalizada, consensuada: culpa al prójimo como a ti mismo. Destrúyelo, y busca al siguiente.
Gálvez filma en un incómodo formato que remeda la pantalla vertical del teléfono móvil, pero que perceptualmente contribuye a la opresión claustrofóbica cernida sobre el apresado de turno. A partir del preciso uso del fuera de campo, se le escamotea información al espectador seguro de una omnisciencia precaria.
Ubicada en un mismo redil donde cintas como Joel discuten sobre el reconocimiento del otro y la maternidad como opción social, está el cortometraje documental La última hija (Evi Karampatsou, 2018). Su directora apuesta por registrar directamente el testimonio de la chilena Bernarda, autoproclamada madre adoptiva y representante de bebés neonatos hallados muertos en un vertedero municipal. Son vástagos incosteables para sus respectivas Medeas paupérrimas, quienes deben luego vivir atormentadas por cometer esta suerte de eutanasia profiláctica.
Abundan en este Festival 40 los niños como ejes, pretextos, dispositivos, motivos, motivaciones, protagonistas y conflictos.
El tema de la película es el antikitsch por antonomasia. Anclado precisamente en uno de los íconos más caros a este sistema de representación: el bebé inocente. Frente a las cachetudas efigies de los pomos de compotas Gerber’s, Karampatsou deja a la imaginación del espectador el aspecto de niños nacidos y ahogados en letrinas, asfixiados bajo montones de basura, otros posiblemente rendidos por la inanición. En la pantalla solo aparece la arrebolada narración de la protagonista, las tumbas que ha construido, algunos espacios donde han aparecido los cuerpecitos, y las documentaciones de las luchas de Bernarda por dotar de una personalidad legal a los niños.
Ella los nombra como primer acto de reconocimiento de humanidad y de resistencia al absoluto anonimato de sus decesos. Apela a la misma Constitución del país para validar como personas a quienes se les vedaron derechos legítimos, pero no se les puede privar del mero recuerdo de su existencia por muy fugaz que esta fuera. Como ciudadana de un país que experimentó una fuerte dictadura, con muchas cuentas pendientes aún, Bernarda lucha por sus bebés contra el olvido cómplice, contra el ninguneo conveniente, efectivas herramientas y métodos de los totalitarismos.
Como “madre adoptiva” no quiere ser partícipe por omisión o negación. Desde su actitud digna e íntegra, defiende la dignidad y la integridad como las esencias más irrenunciables del ser humano. La privación de estas equivale a la condena eterna de la que supuestamente salva el bautizo cristiano. La condena eterna a un infierno compuesto de la nada más absoluta.
Conmovedor para quien tenga un ápice de sensibilidad, La última hija no es grotesco, gratuito, sensiblero, ni panfletario, menos aún artificioso. La sencillez estético-discursiva es acto mayor de humildad y respeto de la Karampatsou para con la historia recogida. Por eso este pequeño documental es tan genuinamente demoledor.
Abundan en este Festival 40 los niños como ejes, pretextos, dispositivos, motivos, motivaciones, protagonistas y conflictos. La coproducción cubano-canadiense Un traductor (2018), con que los realizadores Rodrigo y Sebastián Barriuso compiten por el galardón de Ópera Prima, apela sin grandilocuencias a la ética humanista y a la responsabilidad que conlleva todo acto piadoso.
El protagónico Malin (Rodrigo Santoro) es profesor de lengua y literatura rusa en Cuba. Finalizan los años ochenta. Ese instante de definitoria coyunturalidad histórica donde se decidió en gran medida la suerte de Cuba, del propio siglo XX, y de la Modernidad misma. Pero todo esto es apenas condicionante y escenario de una trama que no va del recuento histórico. Se aparta de la ontología sociopolítica nacional que motiva grandes zonas del audiovisual cubano tanto institucional como (y sobre todo) independiente. Las más de las veces, tales legítimas pero ambiciosas intenciones, han terminado desbordando los límites de cintas incapaces de contener a cabalidad las complejidades de lo discutido.
Un traductor no es una película sobre los inicios del Período Especial cubano. Tampoco es una película sobre los niños víctimas de la catástrofe nuclear de Chernóbil, tratados en clínicas cubanas. Tanto como La vida es bella (La vita è bella, 1997), de Roberto Benigni, no es una película sobre el nazismo, sino sobre el amor paternal y la preservación de la inocencia ante el horror absoluto.
Aunque todos estos elementos históricos están presentes en la propuesta de los Barriuso, esta no es más que el puro remonte del camino del héroe hacia una anagnórisis como ser pensante y piadoso, a pesar de las dificultades que estrechan, a ritmo de dominó en cascada, su espectro de posibilidades profesionales y de confort doméstico.
Se perfila con nitidez otra área de la fílmica nacional singularizada por el riesgo creativo, el ensayo intelectual, la búsqueda lingüística, y la narrativa autoral.
La interpretación sobria de Santoro resulta seguro gobernalle para conducir la película a buen puerto. El guion se centra en su evolución personal, sin correrse nunca más de la cuenta hacia la problematización y la tesis histórica. Concentrado en mantener como línea argumental primaria los procesos de transformación psicológica en Malin, el filme gana en universalidad discursiva.
Con certeza semántica, el propio título apunta que el personaje es “un” traductor: una persona responsable solo de sí misma y su consecuencia. Nunca “el” traductor que cargaría sobre su espalda con los fardos simbólicos de una generación, una clase o grupo social. Malin no es el Sergio de Tomás Gutiérrez Alea, ni el Sergio y el Serguéi de Ernesto Daranas. No es Elpidio Valdés de Juan Padrón, ni la Teresa de Pastor Vega.
A propósito del cine cubano en el Festival 40, a contrapelo de cintas de nítido corte narrativo y genérico como Un traductor, El viaje extraordinario de Celeste García (Arturo Infante, 2018), Nido de mantis (Arturo Sotto, 2018), Inocencia (Alejandro Gil, 2018) e Insumisas (Fernando Pérez, 2018), se perfila con nitidez otra área de la fílmica nacional singularizada por el riesgo creativo, el ensayo intelectual, la búsqueda lingüística, y la narrativa autoral. Títulos casi todos ubicados fuera de competencia, para seguir hablando de un evento que pondera el canon por encima de cualquier otro intento redimensionador.
Regresan conocidos como Alejandro Alonso (Velas, El proyecto, El hijo del sueño), ahora con su cortometraje Metatrón (2017). Esta obra ubicada en la sección “Vanguardia”, discurre por dos líneas discursivas principales. La primera aborda el dilema de la representación del “otro” (personaje) desde la óptica del “yo-creador”; además de la nunca completamente pasiva postura de este “otro”, enfrascado en estrategias y procesos de (auto)elaboración-(auto)recreación ante la mirada ajena.
La segunda línea, más centrada en Ernesto, el protagonista filmado, va sobre la más existencialista, humanista y mística sublimación-disolución del ego en la creatura, que viene a sustituir idealmente al superyó o superego freudiano como estrato superior del aparato psíquico.
El propio título reta ya las perceptivas, en tanto dicho término es una madeja semiótica que define fundamentalmente al arcángel mediador entre Yahvé y los ángeles Rafael y Gabriel, o sea, la voz de Dios. Entonces, por una traspolación lírica, el realizador pudiera asumirse desde la secundariedad del mediador, deviniendo amanuense audiovisual de los mensajes emitidos del sujeto registrado, por su particular trinidad cámara-ojo-subjetividad. A su vez, tal subordinación no implica pasividad, ni mucho menos el engañoso “objetivismo” del documentalista, sino que, al también ser considerado el Metatrón el poder “más cercano al trono” —según Robert Graves, su origen etimológico pudiera rastrearse hasta el griego meta ton thronón—, el realizador es un ente activo pero destronado del arcaico e iluso altar de la omnipotencia representacional-discursiva. Se (re)jerarquiza al revelar y confesar su estatus de obligatorio dialogante con un sorprendente interlocutor lúcidamente empoderado, participante perenne de la construcción minuciosa de su imagen, ya que, a partir de una iluminación personal, epifánica, asume al cineasta como canal para transmitirse, expandirse y representarse acorde sus intereses.
Identificado y seducido por el alucinante protagonista, Alejandro parece también desencarnar y sumarse a la inmarcesible trascendencia, suscitada durante la apoteosis final de la obra. Por senderos paralelos y confluyentes (nunca superpuestos) de lógica no euclidiana, ambos han recorrido el sendero de la iluminación, que es una y múltiple: solo definible mediante la poesía de las formas, desde la poesía de las ideas, y a través de la poesía de los sueños.
Como todas las obras de Rafael Ramírez —Alona, Diario de la niebla, Limbo, Year of Meteors, Tractatus, Filmar Pedro Páramo—, Los perros de Amundsen (2017), que acompaña a Alonso en la misma sección “Vanguardia”, rehúye constantemente las categorizaciones en pos de una expresión personal, basamentada en un acervo no menos que erudito. Capaz es de conjugar referentes literarios, musicales, filosóficos, mitológicos, poéticos, teóricos, en un sistema-pastiche mitopoético que recuerda la “noosfera fílmica” planteada por Didier Coureau para el ensayo cinematográfico.
La propia lengua colapsa con estos idiomas impronunciables, surgidos de gargantas que no se parecen a nada conocido.
El autor traza nuevos senderos simbólicos, expresivos y discursivos en los espacios en blanco dejados por sus precedentes y contemporáneos. Sopla en su redoma una esfera de significados y lógicas. La echa a rodar entre los espectadores desprevenidos, y aun los algo prevenidos, como un reto intelectual pero también emotivo, temperamental, muy lejos de un raciocinio gélido, a juzgar por las zonas gnoseológicas en juego. No obstante, es una fantasía calculada, pero donde la belleza emerge de la propia infraestructura, con una pureza que nace en el mismo tuétano de la armazón.
Se mezclan aquí las fantasmagorías trascendentalistas de Howard Philip Lovecraft con la poesía del cubano José Luis Serrano —quien deviene protagonista y eje de la película, nombrada por su libro homónimo ganador del Premio Nicolás Guillén de Poesía—, en un maridaje singular, pero nada torpe. Pues la propia “incoherencia” mitológica que se le critica usualmente al estadounidense, realmente es muestra de una voluntad poética, emotiva. No menos aclarada por él en sus textos cuando insiste en la incapacidad de la razón humana para entender lógicas más allá del planeta, y hasta del mismo plano dimensional.
Las esferas de Shub-Niggurath, Cthulhu, Nyarlathotep, Yog-Sothoth et al, solo pueden ser entendidas desde el prisma poético, o sea: cuando se renuncie a adecuarlas a sistemas racionales conocidos. Incluso, la propia lengua colapsa con estos idiomas impronunciables, surgidos de gargantas que no se parecen a nada conocido. Serrano, con su obra experimenta con el lenguaje, teje frases de valor contra lingüístico, que buscan caotizar la lengua. Para dialogar con ellos hay que despojarse de modelos establecidos. Ramírez se añade entonces como tercer vértice creativo, y coaliga ambas imaginerías (Lovecraft y Serrano) en un torrente de imágenes, no pocas verdaderamente impactantes, donde la cinematógrafa argentina Elisa Barbosa no poco tuvo que exigirse para salir tan airosa.
Con más suerte corrió esta vez Luis Alejandro Yero, autor de más reciente agregación a este selecto grupo de realizadores, quien consiguió integrar la selección oficial de documentales del Festival con Los viejos heraldos (2018), con el cual se graduó de la especialidad en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (EICTV). Además, la sección Vanguardia acogió una obra previa de no menos calidad: El cementerio se alumbra (2018). En ambas propuestas, Yero suscribe una observacionalidad de fuerte corte ensayístico, donde el extrañamiento se perfila como uno de los ejes discursivos principales.
El cementerio… articula una sumatoria de soledades nocturnales de cierto sesgo ritual. El bastante indeterminado contexto citadino donde existen deviene un retablo ignoto, sobresaturado por una nada densa, ya casi palpable. Parece que los habitantes se diluirán de un momento a otro con la sutileza de una expiración.
Los viejos… está protagonizado por una pareja de edad incuantificable que habita un espacio igualmente anciano, con el que parecen fundirse en una suerte de estrecha esfera simbiótica y autosuficiente, ubicada justo al otro lado de la realidad. Dos deidades amnésicas y bellas, cuyos actos más sencillos se revisten de sublime misticismo gracias a la mirada veneradora y curiosa del realizador. Varados en las marismas de sus memorias nubladas, contemplan desde su parnaso ajado la puesta en escena que es la existencia.
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