Padilla desaparecido

Muchos años después, ante una película propiedad de la Seguridad del Estado cubana, un director de cine iba a apropiarse de la segunda copia conocida en 50 años. O la tercera. O quién sabe cuál. 

Solo que ahora cayó, por el momento, en manos privadas. Digamos que bajo fuego amigo. En sus manos, en mis manos, en nuestras manos.

“Quien esperó lo mucho, que espere lo poco”, nos propone en las redes sociales el realizador del documental El caso Padilla. “Ese trabajo te toca a ti”, añade, a punto de pegar un emoticón.

Es cierto, nos toca al resto de los cubanos encontrar una quinta o décimoquinta copia. Tal vez, apropiarnos ahora de la suya.

El martes 27 de abril de 1971 todavía no ha terminado. Es la noche más larga de la cinematografía nacional. Con esa arrogancia de los que nunca pediremos perdón a nuestros contemporáneos. La miseria material tiende a hacernos moralmente miserables. De la utopía nunca se sale. Allí seguimos atrapados, en los planitos de una peliculita provinciana, patética, el otro PM: el de Padilla mutilado.

No estoy hablando de Pavel Giroud. Su película es su película es su película, aunque no posea el copyright de uno solo de sus planos. A los cubanos nos toca, por supuesto, someterla a un acto de piratería honorable. Ladrón que roba a ladrón, tras 50 años de espera, tiene 50 años de perdón garantizados. Él, tú, yo. Nosotros. 

Al retenerla ―y esto incumbe a todos los que atesoran la cinta original―, huele a ego o deber cumplido de manera ejemplar.

Comparte, coño, comparte. 

Ignora el celo de los cancerberos del ICAIC. Olvida la cadena de complicidades que, década tras década, desde mi nacimiento en 1971 hasta hoy, nos ocultó la estrategia del miedo, reflejada en las facciones asqueadas de un Padilla teatral, sudando a mares y gesticulando como en un guion de guiñol. 

Ignora la perseverancia de los pequeños tenientes del séptimo arte local, usurpadores de las copias restantes que le han dado Play en silencio 24 veces por segundo, como soldaditos del G2 en 35 milímetros o en VHS.

Ignora a los que antes visionaron esas copias secuestradas y se han regocijado por ser parte de la élite de la Revolución, casi como si fueran interrogadores de un Padilla en píxeles al otro lado de la pantalla íntima o institucional.

Comparte, coño, comparte. Se llama resistencia. Esto es lo que Fidel Castro no quería que viéramos. Y no lo vimos. Y no lo hemos visto. En el pueblo no hay tantos Páveles. Esto no tiene nada que ver con un tal Pavel Giroud. La cosa es con nosotros mismos.

Haced pública de una vez la pataleta de Heberto Padilla.

Tras medio siglo a la espera de esta venganza ―a la postre autohumillante―, convencidos de que las cintas habían sido diluidas en ácido por alguna Leni Riefenstahl de Villa Marista, no hay derecho a mantener en secreto la filmación original. 

Al retenerla ―y esto incumbe a todos los que atesoran la cinta original―, huele a ego o deber cumplido de manera ejemplar. Pioneritos sin pañoleta de un comunismo en estampida. Hiede, también, a “cuenta de banco pigmea y asustadiza” en “la espuma extranjera”, como diría Martí.

La cosa debió ser dando y dando. Quien la recibió, tenía que haberla publicado ipso facto. Sin pensarlo dos veces. Y quien la filtró, antes de filtrarla debía de haberla publicado ipso facto. Sin pensarlo ni media vez.

En dictadura, pensar es ser parte del problema. 

Un país entero ha estado esperando este instante. Desde la esterilidad y la esperanza, desde la nostalgia y el dolor, desde el ridículo y la rabia. En efecto, quienes esperamos lo mucho, que esperemos lo poco. Ese trabajo nos toca a nosotros. Desenterrar trapos sucios en público. 

Haced pública de una vez la pataleta de Heberto Padilla. Revelad por fin su insignificancia. Nos pertenece a todos y cada uno de los cubanos que quedamos.

Aquella hora única de la Revolución Cubana cogida in fraganti no necesitaba de montaje magistral, ni de créditos creativos, ni de musiquita contextual, ni de presupuesto para hacer “cine en serio” con el desastre colectivo de un testimonio individual. 

Tampoco necesitaba de autor. 

En honor a la verdad de las víctimas, es pertinente, de paso, hacer público a los implicados en esta filtración.

El nombre del director sobra en la cronología tragicómica de El caso Padilla. Sobra, también, la alharaca de festivales donde, de mes en mes, no alcanzan a ver este filme ni cien cubanos. ¿Hasta cuándo será esta continuidad de la continuidad?

¿Deberíamos ponernos a recoger fondos para pagarle un rescate al director? A ver si nos devuelve la película que no es su película. La no manipulada en función dramatúrgica. A la que no podemos hacerle una “reclamación al departamento de quejas del ICAIC”, como nos pelotea Pavel en internet, porque cada buró del ICAIC es un recordatorio de los paredones, los exilios, las cárceles. Por favor.

Tras cada funcionario cubano se esconde no solo la maldad miedosa de los tiranos, sino la complicidad mediocre de los titones. Y cada día que pasa es peor. Se nos va el siglo XXI y seguimos en la misma miasma.

Acaso sin proponérselo, Pavel Giroud parece un colonizador extranjero en sus entrevistas, extrayendo a cualquier otra parte del planeta las ruinas retóricas del tesoro nacional. Espejitos para encandilar a los indios del Primer Mundo (ese término obsoleto). Trocando en oro el horror. 

Damos un poquito de pena propia. Tampoco demasiado. Por eso exigimos la publicación íntegra del archivo original.

En honor a la verdad de las víctimas, es pertinente, de paso, hacer público a los implicados en esta filtración. Porque podría no serlo en absoluto. Podría ser que el Estado totalitario estuviera de nuevo jugando con sus conejillos de Isla, como en aquellos noticieros ICAIC de pésima calaña por donde pasaron todos y todas. Por supuesto, sin pedir perdón.

Heberto Padilla debe regresar a casa.

Podría ser que el castrismo sin Castros estuviera filmándonos de nuevo ahora, como en una gigantesca salita Villena vil, en una UNEAC virtual, a ver cómo reaccionamos los cubanos que quedamos.

Sí, es un ultimátum. Con amor. 

Pavel Giroud no importa. No importa Heberto Padilla.

Por la memoria de los muertos cubanos, los que murieron tildados de paranoicos por estar oculta la verdad ahora oculta por tantos. Muy mal que ha comenzado nuestro capitalismito post-Castro. Tanto lío con la democracia y total para qué.

¿Hay que agradecerle a alguien que no se haya devuelto el filme a las bóvedas brutales del G2? No me extrañaría, dada la indigencia de nuestra intelectualidad patria. 

Eso no quita la insultante irresponsabilidad de ponerse a hacer arte o, incluso, memoria histórica con este patrimonio al pie del patíbulo. Yesapín García sabe más que el poeta y sus verdugos, desde 1971 hasta la fecha.

Heberto Padilla debe regresar a casa. Ya es tarde. A la casa desaparecida, la que nunca existió. Donde los aparecidos cubanos aún esperamos que alguien venga a contarnos cómo y por qué pasó lo que nos pasó.


© Imagen de portada: Heberto Padilla y Pavel Giroud. Tratamiento de imágenes por ‘Hypermedia Magazine’.




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Ladislao Aguado

Una entrevista exclusiva con el cineasta Pavel Giroud a propósito de su más reciente película ‘El caso Padilla’.