10 películas para asustarse en Halloween

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Bienvenidos a mi galería personal de espantos fílmicos. Abre una sola vez al año, cada 31 de octubre, única vez que le es lícito a los imposibles, la fantasía y los habitantes de todos los mundos, pasearse por esta dimensión.

Halloween es el momento en que todos permiten que la magia señoree, sin despreciar su arsenal de asombros como meras alucinaciones. La enfermedad de la realidad nos da un respiro. Por breves momentos aceptamos y añoramos el más allá, la sobrenaturaleza, los infiernos y los reinos absurdos.

El cine es uno de estos grandes dominios, y a través suyo podemos acceder al otro lado de todo. Desde sus mismos orígenes, cuando el mago Méliès puso a danzar esqueletos en pantalla y sobrepobló la luna de monstruos.

Mi galería de horrores cinematográficos no conoce de épocas. Las películas de los años 20 del siglo pasado conviven, dialogan con las soñadas y realizadas casi una centuria después.

Todas son jalones imprescindibles en la gran cartografía del insondable cosmos del horror cinematográfico. Todas soliviantan las queridas pesadillas que se acurrucan en nuestros subconscientes. Todas alivian el peso de la árida realidad y hacen más respirable la existencia.

Bienvenidos a mi casa de los horrores. Solo abre por un día…


1.- El fantasma de la ópera (The Phantom of the Opera, Rupert Julian, 1925)



El fantasma de la ópera es el primer monstruo de los estudios Universal. El impactante develado de su cadavérico rostro frente a las cámaras fue el susto seminal, el prólogo de los pavores por venir.

La incursión fílmica de Rupert Julian en el horror tenebroso y opresivo de poco disimulado sesgo expresionista, marcó las pautas estéticas del más grande carnaval de azoros que se desatara nunca sobre el cine.

Drácula, Frankenstein, La momia, El hombre lobo, se alzaron, ya en el amanecer del cine sonoro, sobre la silenciosa tumba líquida en que la turba parisina sepultó el cadáver aporreado del deforme Erick, interpretado espectralmente por Lon Chaney, el “hombre de las mil caras” —otro fundador, pero del singular gremio de los intérpretes de faces proteicas, de los actores-hidra.

El Fantasma de Chaney tiene algo de vampiro. Vive entre tinieblas, duerme en un ataúd, ejerce un control casi hipnótico sobre su deseada Christine (Mary Philbin), quien por momentos sucumbe a su voluntad como una precursora del demencial Renfield.

La película queda a buen resguardo de las romantizaciones trágicas a que las adaptaciones más famosas del personaje creado por el novelista Gastón Leroux lo han sometido. Julian representa al Fantasma en su elementalidad perturbada y monstruosa, certificado por un pasado inicuo de torturador de los partidarios de la Comuna de París.

El secreto en que permanece siempre la razón de la extrema deformidad del villano, aunque posible fruto colateral de una decisión meramente presupuestaria —el flashback en el que se detallaba resultaba muy caro—, le confiere una inusual dimensión terrorífica.

En el corazón del miedo está lo desconocido. Lo inexplicable es insoportable para la mente humana; sobre todo para el entendimiento occidental, obsesionado con explicar y dominar el universo.

Esta didáctica ha marcado el grueso del cine de horror estadounidense, pero en estas épocas genésicas aún no se concretaba.


2.- El hombre y el monstruo (Dr. Jeckyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931)


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La primera adaptación fílmica sonora de la noveleta de Robert Louis Stevenson permanece como definitivo corolario del largo camino que ya había recorrido en el cine —13 adaptaciones silentes previas habían sido filmadas en Estados Unidos, Inglaterra, Dinamarca y Alemania— y que continúa hasta la contemporaneidad.

Además de las espeluznantes interpretaciones que Frederic March hace de Jekyll y Hyde, la película de Rouben Mamoulian es la que mejor plantea los dilemas morales, éticos y civilizatorios que subyacen tras esta historia.

El título en español de la cinta habla de un hombre y un monstruo, pero ¿quién es quién? ¿Es el caballeroso médico el hombre? ¿Es el vicioso Hyde el monstruo? ¿O viceversa?

El Jekyll de March llega a su revolucionario descubrimiento no solo por la ambiciosa curiosidad científica que movió a otros ancestros profesionales, como el herético Dr. Frankenstein, sino por su conflicto con los encorsetados y pacatos modos victorianos que reprimen todos sus impulsos, coartando sus libertades.

El correcto Jekyll es un ser reprimido, aherrojado por los mil tabúes que conforman una etiqueta prejuiciosa que le impide casarse con su prometida Muriel Carew (Rose Hobart) cuando y como quiera, y también le prohíbe responder al beso circunstancial de la provocadora Ivy Pierson (Miriam Hopkins).

La fórmula no saja su personalidad en dos mitades absolutas marcadas por el bien y el mal, sino que lo libera brutalmente de tal exoesqueleto ético. El monstruo civilizado regresa a su esencia humana incondicionada, sin sentido restrictivo de lo correcto y lo incorrecto.

El aspecto simiesco que el maquillaje de Wally Westmore le confiere a Hyde subraya este reencuentro del médico con su humanidad prístina, la de los primeros homínidos, muy anteriores al Homo sapiens. Hyde es más hombre que Jekyll. Es impoluto, adánico, inconsciente de los Diez Mandamientos, del bien y del mal. Su muerte es el colapso final de la Libertad.


3.- El gato negro (The Black Cat, Edgar G. Ulmer, 1934)


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Este primer encuentro entre los gigantes de la Universal, Béla Lugosi y Boris Karloff (muchos momentos fundacionales recoge en esta lista) desbrozó para el estudio el sendero hacia el terror psicológico, concentrado en las honduras tenebrosas de la mente, terra incognita en cuyas aguas nadan las fobias, fetiches, odios, perversiones, venganzas, traumas, sadismos y culpas; amenazando con irrumpir en la superficie y engullir tanto a su hospedero como a todo el entorno.

Lugosi y Karloff se baten en escena sin apenas maquillajes ni prótesis. Se sostienen en los torrentes rencorosos que pujan por emerger a través de los ojos abisales con que se miran. El escenario principal en que se desarrolla tal torneo de titanes sobrecogedores es una casa de sofisticado diseño avant garde, bajo cuyos cimientos se ocultan muertes y secretos —también esperan desesperados por abalanzarse sobre el mundo con toda su furia. 

Aunque el título de la película remite al conocido cuento homónimo de Edgar Allan Poe, la influencia del escritor aquí no se limita a dicha obra. Los efluvios de La caída de la casa Usher y Ligeia anegan el relato fílmico. Sobre la médula dramática de la venganza, la historia pensada por Ulmer y Peter Ruric (guionista) ensambla un maremágnum de terrores reptantes que se trenzan en un fresco de emociones sutilmente abigarrado. La insinuación prevalece como modo dramatúrgico.

La necrofilia, la ailurofobia (fobia a los gatos), los cultos satánicos con sus misas negras, la tortura, además de la referida venganza, anidan en el corazón de El gato negro, acomodado sobre una alfombra tapizada con las llagas de la Primera Guerra Mundial.

La conflagración sajó el vientre de la realidad y estimuló el nacimiento de los monstruos trágicos que resultan el psiquiatra húngaro Vitus Werdegast de Lugosi y el arquitecto satanista austriaco Hjalmar Poelzig de Karloff.


4.- Los ojos sin rostro (Le yeux sans visage, George Franju, 1960)



Los ojos sin rostro es un cuento de hadas para niños insomnes. O una fábula para alegrar a las brujas afligidas.

Christiane Génessier (Edith Scob) es una doncella deforme que ha sido raptada por su propio padre, el doctor Génessier (Pierre Brasseur). La retiene en lo más profundo del pozo de sus obsesiones, hasta que se la convierte en fantasma de sí misma.

Chistiane es una corriente de aire que serpea entre los cortinajes de las numerosas habitaciones de la mansión, se vuelve cada vez más sutil, hasta superar en levedad y silencio a las telas. Su condición de hija se atrofia y es suprimida por la condición utilitaria de contumaz instrumento con que Génessier busca desafiar la fatalidad que marcó el destino de ambos.

Busca sin respiro que su método del “heteroinjerto” funcione, para acallar el alarido sanguinolento en que se ha convertido la faz de su hija. Como de pasada, se menciona que él provocó un desastroso accidente automovilístico que devoró la belleza principesca de la joven.

Génessier transmuta en refinada versión francesa del característico “científico loco” y queda igualmente secuestrado entre los barrotes de su obcecación. Hombre moderno, envestido de toda la prepotencia de los saberes occidentales, no espera porque ningún diablo venga a ofrecerle un pacto que confiera a su hija un nuevo y funcional rostro a cambio de su alma. Se lanza a robar el fuego prometeico y a quemar el mundo.

Génessier convirtió a Christiane en una pesadilla viva que resuena entre las paredes de su solitaria casa como un grito amordazado. Los ojos sobrevivientes asoman por las oquedades correspondientes de la inexpresiva máscara, irradiando un dolor ensordecedor.

Asimismo, los ojos de Louise (Alida Valli), la devota asistente, brillan con febril desquicie. La fe ciega en Génessier la ha convertido en apóstol criminal de su evangelio quirúrgico.


5.- Viy (Konstantin Yershov y Georgi Kropachyov, 1967)



Más que un corro de esperpentos y fantoches infernales, Viy resulta una danza de libertad, tanto creativa como expresiva, que desafió alegremente el inexpugnable sitio político que el totalitarismo soviético impuso a su propio cine durante todo el reinado de la hoz y el martillo.

Los espíritus del pasado ruso —como el propio Nicolás Gogol, autor del relato que inspiró la cinta—, las hordas de leyendas, sueños, fantasías, pesadillas, mitos, fábulas, toda la panda de imposibles plausibles que puede generar la imaginación, fueron invocados en vertiginoso tropel por los estudiantes de cine Yershov y Kropachyov, para aligerar la rígida coyunda del realismo socialista de esencia propagandística.

Los presupuestos estéticos y discursivos establecidos con voluntad axiomática por un Estado que veía al cine (y al arte todo) como agente ideológico, vuelan por los aires en esta historia sobrepoblada por monstruos y brujas. Es una herejía digna de Mijaíl Bulgakov, que durante el auge estalinista echó a caminar al mismo Diablo y sus demonios por las calles moscovitas, celebró ardientes aquelarres y crucificó a Jesucristo de nuevo.

El seminarista Khoma Brutus (Leonid Kuravlyov) abandona, durante un corto período de vacaciones, el entorno axiomático de la Iglesia Ortodoxa —equivalente poco disimulado del totalitarismo soviético—, que niega y condena los panteones y mitologías paganas, bajo la divisa de su credo absoluto.

Mientras más se aleja el protagonista de este “oasis” de la fe moderna, más fantástico se torna el mundo. En las fronteras del reino de Dios prosperan las brujas, como la que vuela sobre los hombros de Khoma —interpretada indistintamente por Nikolai Kutuzov y Natalya Varley— y termina quebrando su armadura cristiana.

La película de marras es una historia de rebelión y revelación que consigue perforar alegremente los densos y pesados párpados que el dogma, más terrible que el pantagruélico Viy, insiste en tender sobre los ojos de sus acólitos.


6.- El libro de piedra (Carlos Enrique Taboada, 1969)



Los niños poseídos o fantasmales son apuesta siempre segura para el cine de terror. Cuando se revierte la connotación de infinita pureza que la cultura y la moral le han conferido a la infancia, emana una incalculable maldad que garantiza nutridos inventarios de posibilidades horrorosas.

El libro de piedra se ubica justo entre las monstruosidades infantiles de Los inocentes (Jack Clayton, 1961) y El otro (Robert Mulligan, 1972), y no solo cronológicamente, pues su relato delata situaciones, personajes, recursos y resortes dramáticos reconocibles en ambas cintas. La de Taboada es legataria de la película de Clayton y posible precursora e influencia de la de Mulligan.

De Los inocentes, Taboada toma el referente de la novela La otra vuelta de tuerca de Henry James, y concibe a la niña Silvia Ruvalcaba (Lucy Boj) con la misma inquietante perfidia que los hermanos Miles y Flora; así como versiona a la institutriz Miss Giddens en su menos atormentada Julia Septién (Marga López).

Al título de Mulligan, El libro… le hereda la confabulación mortal y egoísta entre el infante espectral y su incondicional aliado vivo. La camaradería infantil se pervierte, la fidelidad y la empatía férreas que se gestan entre los niños mutan en pacto homicida.  

La inocencia de las primeras edades implica sobre todo un desconocimiento de las nociones del bien y el mal. Es una etapa de volición pura, de curiosidad plena sin ética que la limite, libre de principios morales. El niño opera sin condicionamientos, ama lo que gusta, destruye lo que odia, sin sentir remordimientos.

Un fantasma dotado de tal prístina impudicia es una fuerza indetenible, como el grotesco niño Hugo (Jorge Pablo Carrillo) que guía los procederes de Silvia. Es un fantasma medieval que habita una efigie suya tallada en piedra. La eterna sonrisa que luce es tan ponzoñosa como la de un muñeco de ventrílocuo. 


7.- El más allá (…E tu vivrai nel terrore! Lʹaldilá, Lucio Fulci, 1981)


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El más allá es un retrato de la realidad en plena descomposición. Cuando las puertas del Infierno se abren, todo deja de ser: lo muerto, vive; lo vivo, muere; el pasado se convierte en futuro y el presente se derrite como la piel putrefacta de los muertos retornados desde todas las esquinas del tiempo.

Para Lucio Fulci, la verdadera resurrección es una sinfonía de carne corrupta, sangre envenenada y ojos erosionados que precede y anuncia el fin de los tiempos. Dios nada tiene que ver en esto. No hay Paraíso. Solo un infinito y neblinoso Más Allá sin horizonte ni límite.

Una de las siete puertas del Infierno se esconde entre los cimientos del hotel donde transcurre la mayor parte del relato, localizado entre las marismas de Luisiana. A través de su boca irrumpen verdades que nunca debieron ser dichas, ni siquiera soñadas. Es lo innominable lovecraftiano.

Sobre tal visión fóbica del universo, Fulci estructura la película, con directas referencias al imaginario fundado por el atormentado escritor de Providence, y expandido por sus acólitos y epígonos.

La presencia del Libro de Eibon —conocido también como Liber Ebonis— concebido por Clark Ashton Smith, cual vástago del Necronomicon de Lovecraft, termina de sumar a esta película al cortejo interminable que sigue los signos invisibles dejados por el creador de los Mitos de Cthulhu tras su muerte.

Fulci entrega una historia anegada en sangre, pus, pústulas, bubos, hedores, a quien pueda soportar este festín de ascos y abismos. A la vez, canta a la terrible fragilidad de la naturaleza humana y lo banalmente efímeros que son los cuerpos, la identidad, la belleza.

De esto va casi toda la estética gore y específicamente el body horror —del cual El más allá es uno de sus más singulares y nauseabundos exponentes. El Infierno no quema con flamas, sino con ráfagas invisibles y ácidas.  


8.- Huella (Imprint, Takashi Miike, 2006)


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Huella es una elegía al asco y al dolor, demasiado estridente como para que los parámetros escrupulosos de la televisión permitieran su transmisión como cierre de la primera temporada de la serie antológica Master of Horror, producida por la cadena Showtime.

Takashi Miike despliega su relato —basado el texto Boke e, kyōtē de la escritora Shimako Iwai— en un Japón de pesadilla al que va a parar el cadavérico protagonista Christopher (Billy Drago), en busca de la prostituta Komomo (Michie), su amor perdido.

El territorio en que se adentra revela, desde de los primeros planos de la obra, una lobreguez purgatorial o infernal. La vida tiene prohibido entrar, la fertilidad es un crimen imperdonable.  

El cadáver de una mujer ahogada, en avanzado período de gestación, recibe a la barca que traslada al extranjero. Su hinchado cuerpo es heraldo y señal; augurio fatal y signo nefasto. Cuando los muertos dan la bienvenida, los vivos que se atrevan a pasar deben estar listos para perder toda esperanza.

Chistopher persigue la felicidad, pero encontrará justo su reverso. La mujer (Youki Kudoh) que aparece en lugar de Komomo es una luz negra, un cuerpo degenerado por sufrimientos que se remontan a épocas previas a su nacimiento.

Las perversiones genéticas de los padres de esta chica sensualmente deforme, le dictaron un porvenir maligno. Ella no está sola. La acompaña una inevitable y atrofiada “hermanita” gemela, quien se asegura de que su destino sea tan terrible como se previó. Se necesitarían en verdad dos personas para sobrevivir las penurias sufridas por la joven.

Sus presencias (o presencia doble) desencadenan, en todas las épocas de su existencia, horrores tan espantosos como sofisticados. El sentido de la maldad que asume la mujer es de una pureza casi virtuosa. La tortura de mil agujas que padece Komomo antes de morir, es una bella y depravada alegoría del sufrimiento.


9.- [•REC] (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007)


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[•REC] consigue llevar a la muy en boga corriente terrorífica del found footage (El proyecto de brujas de Blair, Actividad paranormal, Chloverfield) a un nivel vertiginoso que contrasta con los ritmos mucho más pausados de otras cintas, que construyen el miedo a partir de la sedimentación de anomalías inquietantes y alteraciones mínimas de la realidad circundante. O bien se valen del fuera de campo para horrorizar por omisión de imágenes explícitas. De lo contrario, se revelaría lo que amedrenta mejor desde las esquinas invisibles del mundo.

Pero el dueto de Balagueró y Plaza prefirieron que la primera parte de la subsecuente tetralogía —que asentó una sólida mitología apocalíptica al estilo de los Muertos vivientes de George A. Romero— regresara a los mismos orígenes del found footage, y apostaron por el exceso sanguinolento y brutal del que hizo gala el italiano Ruggero Deodato en Holocausto caníbal (1980).

El horror se consigue aquí a partir del desborde torrencial que paraliza percepciones, detona el susto primigenio y araña la superficie de la cordura.

Las historias apocalípticas de zombis mayormente apuestan por otorgar explicaciones realistas a los brotes de muertos vivientes, pero [•REC] se arriesga a diluir las bardas entre lo natural y lo sobrenatural. La película mixtura las imaginerías desarrolladas por el “cine de exorcistas” o “de exorcismos”, con las del cine de zombis más afín a los enfoques europeos (28 días después) y asiáticos (Tren a Busan).

La idea de la repercusión demoniaca en el cuerpo, en la forma de enfermedades y mutaciones altamente perniciosas, remite a las atávicas identificaciones de las epidemias con los designios y manejos satánicos.

[•REC] pone así a dialogar a dos sistemas de pensamiento preconcebidos como mutuamente excluyentes. Los antípodas no tienen que ser antagónicos; ya los principios esotéricos de Hermes Trismegisto asentados en la Tabla Esmeralda, decretaban que “lo que está más abajo es como lo que está arriba”.


10.- In Fabric: Vistiendo la muerte (In Fabric, Peter Strickland, 2018)



El mundo en que transcurre el relato de In Fabric: Vistiendo la muerte es hijo de los multicolores universos —herederos directos del Technicolor— que entregó al cine el género italiano Giallo, omnipresente en cintas previas de Peter Strickland como Berberian Sound Studio (2012).

Este territorio está minuciosamente concebido desde una atemporalidad que lo localiza en algún momento de la segunda mitad del siglo XX, y termina proponiéndolo como un resumen de los años sesenta, setenta y ochenta.

Las brujas habitan esta dimensión densa y lánguida, aunque la magia negra más poderosa reside en la ropa que estas venden en la suntuosa boutique Dentley & Soper´s, guarida consumista que emula a otros nefastos inmuebles del cine, como la terrible academia Tanz que regentan las hechiceras de Suspiria (Dario Argento, 1978) o el proteico hotel Overlook de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980).

En sus salones, los públicos seducidos por las escandalosas rebajas navideñas van a saciar la inagotable sed de realización que alienta y promete satisfacer la cultura del consumo. Strickland no elabora una burda y simplona crítica al capitalismo, sino que construye una minuciosa y sardónica fábula coral sobre la desesperada búsqueda de la felicidad.

Casi siempre, las personas se aventuran hacia las zonas equivocadas, opuestas, en las que solo encontrarán más ansiedades, angustias y abrumadoras sensaciones de vacío.

Sheila Woolchapel (Marianne Jean-Baptiste), Reg Speaks (Leo Bill) y Babs (Hayley Squires) son víctimas de una inercia existencial y un tedio infinito. La inamovilidad es su divisa común, y terminan colisionando con fuerzas sobrenaturales que pasan desapercibidas las más de las veces.

Tan menguados están los ritmos de sus vidas que comienzan a percibir lo invisible, desarrollan una excepcional sensibilidad a monstruos sutiles como el vestido asesino y dotado de una inmortalidad maldita, que los viste, los infecta, los engulle, y termina suplantándolos.  



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10 películas para invocar a las brujas

Antonio Enrique González Rojas

La bruja determina las leyes de los ámbitos que ocupa. Nunca se adapta. Es un ente contundente, una fuerza transformadora.