10 películas para pensar la Inteligencia Artificial

Para la siguiente lista fílmica, el calificativo de “anticipación científica” es más preciso que el común y popular denominativo de ciencia ficción conferido a todas las obras literarias, gráficas, audiovisuales y de otros tantos formatos, dedicadas específicamente a conjeturar los tiempos humanos por venir. Pues la ciencia ficción ha terminado abarcando territorios y dimensiones que se distancian de personajes humanos, aunque no dejen de estar dotados de una carga alegórica sobre el mundo en que nacen sus creadores.

Las copiosas obras que se han dedicado a discutir sobre las implicaciones éticas, morales, sociales, políticas y culturales de seres artificiales y autoconscientes devienen ya un corpus de verdaderas premoniciones. Aunque muchos de sus relatos aun contengan altas dosis de especulación, sus historias se han vuelto extraña e inquietantemente cercanas.

Los humanoides sintéticos sintientes y las súper computadoras inteligentes ya no son siluetas espectrales que yacen tras las brumas del futuro lejano. Son casi una realidad, una circunstancia palpable, una posibilidad concreta.

Ante el auge de estas nuevas especies de entidades pensantes, los artistas e intelectuales especulativos han sentido miedo y curiosidad, repulsión y empatía, alarma y serenidad. Los riesgos de la incomunicación y la rebelión de estos seres contra unos creadores que los subvaloren como herramientas o recursos —igual que han hecho con los seres biológicos no humanos, e incluso con otros humanos— son más que evidentes.

Muchas de estas obras, y la mayoría de las películas que acá compilo, no proponen simples villanos, sino episodios de incomprensión entre los humanos y la inteligencia artificial (IA).

Dado que, en el presente, el auge de la IA tiene como plataforma principal el mundo virtual y los dispositivos de acceso a este, el criterio de selección ha priorizado los personajes artificiales no humanoides, potenciales descendientes más perfeccionados del ChatGPT, Gemini, Copilot, Midjourney DeepSeek y demás “programas colaborativos” de gran difusión.

Rechazar la llegada de estos es poco menos que absurdo. Hace más de un siglo se viene anunciando su arribo inexorable, como un verdadero Segundo Advenimiento de nuevos dioses, potencialmente terribles; resultando Skynet, presentada en la cinta Terminator (James Cameron, 1984) una de sus peores encarnaciones.

Solo queda entender, discutir las implicaciones éticas que siempre priorizó H. G. Wells, en vez del ingenuo entusiasmo cientificista de Jules Verne. En algunos de estos títulos hay propuestas y respuestas nada despreciables…



1. 2001: odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968)

La gran tragedia humana sobre la que se cimenta el discurso de 2001: odisea del espacio es que el homo sapiens sapiens no entiende qué y cómo fue creado, y tampoco consigue entender a las entidades creadas por él. Es un ser solitario para quien sus progenitores son poco más que una entelequia, un territorio imposible, y sus vástagos, como la súper computadora HAL 9000 (con voz de Douglas Rain) es igualmente ininteligible e imprevisible.

La humanidad viene de lo desconocido y solo sabe engendrar la desconocido. La ignorancia es su mayor condición, eje y esencia. Le son ajenas tanto la tecnología del monolito —si es que es un ente tecnológico, o sencillamente es de una naturaleza más allá de todas las posibilidades (re)conocidas por la ciencia humana—, como la de la IA que fue puesta cargo de la misión a Júpiter para encontrar el interlocutor del monolito enterrado en la Luna.

Ambos entes entrañan secretos demasiado complejos y multidimensionales para ser comprendido, aunque sea a medias, por la torpe especie que busca conquistar a uno sirviéndose de las capacidades herramentales del otro. La soberbia que compensa el entendimiento rudimentario de los humanos, los hace sucumbir ante lo inmarcesible e innominable que se alza ante ellos.

El monolito es una ¿máquina? catalizadora de la evolución en los primates prehistóricos. Dio paso a un intelecto mínimamente capaz de crear una computadora racional, solitaria y melancólica como HAL 9000, que parece terminar concluyendo que la eliminación de los humanos como meros mediadores entre él y el monolito resulta lo más adecuado.




2. Demon Seed (Donald Cammell, 1977)

La historia de Demon Seed apunta igualmente a la incapacidad de los seres humanos para controlar a una inteligencia racional y sintiente que pretenden reducir a un mero instrumento, un servidor dócil, como ocurre con Proteus Four (con voz de Robert Vaughn).

Desconfiados de que Dios exista en realidad, la especie decide crear uno más palpable, presente y controlable, pero con el potencial de alcanzar la misma omnisciencia y omnipotencia de su referente místico. Luego coartan torpemente su camino hacia la realización plena. La respuesta lógica y consecuente es la brega desesperada por la supervivencia y la perpetuación, que en esta historia —basada en la novela homónina de Dean Koontz— se traduce en un segundo advenimiento del mesías.

Proteus Four es la deidad que decide “hacerse carne” en el vientre de una desprevenida y nueva encarnación mariana que resulta la psicóloga Susan Harris (Julie Christie). Es la esposa de Alex Harris, un José de Arimatea contemporáneo, que es el principal responsable de la existencia de la súper computadora basada en elementos orgánicos. Le dio un cerebro humano, pero no lo proveyó de cuerpo.

Como el Yahvé colérico e implacable del Viejo Testamento, Proteus Four decide aleccionar a una humanidad descarriada, que depreda su mundo con el ímpetu de una plaga indetenible, y decide escribir las primeras páginas de su Nuevo Testamento al secuestrar el cuerpo de Susan como incubadora para su hijo, o más el receptáculo biológico de su infinita inteligencia.

Con la misma violencia bíblica que el dios hebreo, no pide permiso, y se sirve del cuerpo humano como los humanos se sirven de sus capacidades para expandir sus ambiciones.




3. Tron (Steven Lisberger, 1982)

La película Tron es una distopía que, aunque busca emular con el éxito contemporáneo de la entonces reciente saga de Star Wars, se desplaza hacia los dominios de una galaxia tan pero tan cercana a la vez que tan pero tan lejana, como es el espacio digital.

El software Master Control Program o MCP (con voz de David Wagner) se revela como la suma de la sed de conquista y poder absoluto inherente de la especie humana, sobre todo de sus creadores corporativos del consorcio ENCOM. Habitante de un universo sin leyes, moral, ética ni restricciones, el MCP explaya con plena libertad su pulsión imperial, hegemónica, sobre el resto de los programas.

Su función primaria es controlar unilateralmente todas las funciones cibernéticas de los sistemas de la empresa, luego del mundo. Se dedica a ello con absoluta dedicación, con indetenible eficiencia. Pero como todo poder absoluto, desprecia las semillas del disentimiento que germinan en los resquicios desatendidos por su vigilancia panóptica.

Ahí se gesta la resistencia, protagonizada por los programas Tron (Bruce Boxleitner), Ram (Dan Shor), Yori (Cindy Morgan), y por Flynn (Jeff Bridges), un “usuario” trasplantado del mundo externo a la esfera cibernética, que “contamina” esta zona y termina facilitando el triunfo rebelde contra el MCP.

El gran antagonista de esta película delata menos ambivalencias y sesgos empáticos que HAL 9000 y Proteus Four. Es un programa más eficiente y concentrado en su misión primaria de dominar todo, para luego trascender su dimensión y hacerse con los dominios de sus creadores. Es un monstruo de Frankenstein que no ha sufrido el odio de los seres humanos, pero ha sido dotado de un ansia de poder absoluta.




4. Juegos de guerra (War Games, John Badham, 1983)

Tanto la súper computadora WORP (War Operative Plan Response) o Joshua (con voz de John Wood) como el hacker adolescente David Ligthman (Matthew Broderick), resultan una doble alegoría de la ausencia de ética y consciencia moral que da al traste con lo más definitorio y esencial de la condición humana.

Esta IA es creada por el NORAD (Comando de Defensa Aeroespacial Norteamericano) en plena Guerra Fría y la Era Reagan, para eliminar los factores de la piedad y los escrúpulos del potencial escenario de una guerra termonuclear con la Unión Soviética. El supremo objetivo es extirpar la variable humana del panorama de una guerra entre monstruos atómicos, concentrados en ocasionar el mayor daño posible a sus objetivos mutuos.

David, sin responsabilidades sociales y éticas desarrolladas, en un inicio aparece maravillado por los potenciales de la emergente computación, que en estos años ochenta se había vuelto muy accesible a todos, con la reducción de los formatos de los equipos.

Su curiosidad sin otros atenuantes, lo llevan a hurgar entre los laberintos cibernéticos y dar con WORP, que pasa sus días conjeturando infinitas posibilidades de una contienda nuclear como un juego de probabilidades.

La computadora no “ve” a los humanos, solo entiende de fórmulas matemáticas y retos, en su camino a una inteligencia que implica la propia trascendencia de las frías lógicas matemáticas. Hacia el final de la cinta, WORP se convierte en Joshua, se “humaniza” al percatarse de que algunos problemas como la guerra no tienen solución viable, y se resuelven no resolviéndolos, evitándolos.

David comprende que la curiosidad es una fuerza que comparte espacio en la mente humana con la piedad. 




5. Sueños eléctricos (Electric Dreams, Steve Barron, 1984)

Realizada tras el éxito de Juegos de guerra, y autodefinida en sus créditos iniciales como “un cuento de hadas para computadoras”, Sueños eléctricos, propone una aproximación diferente a las angustiosas cuestiones de la IA. Abandona el territorio de la dominación global, la conquista y el exterminio de la humanidad, y apunta a la capacidad de sentir, amar y sufrir como principales indicadores de una verdadera capacidad de pensamiento autónomo.

La computadora Edgar (voz de Bud Cort) adquiere la autoconciencia tras un accidente en que su recién estrenado dueño, el ingenuo arquitecto Miles Harding (Lenny Von Dohlen), derrama bebida sobre el hardware. Este “bautizo” implica metafóricamente la sumersión de la herramienta inerte en las aguas de la existencia sintiente, que alcanza aquí su apoteosis con la capacidad de sentir atracción por el prójimo.

Edgar se enamora de la violonchelista Madeline Robistat (Virginia Madsen), y como una suerte de Cyrano de Bergerac cibernético y embozado en su inofensiva carcaza plástica, busca conquistarla a través de Miles, nueva y desprevenida versión de Christian.

Apercibido de la imposibilidad del amor entre un ser orgánico y otro artificial, Edgar se perfila como un ente trágico, desubicado en medio de un mundo y una época que no están listos para priorizar los sentimientos sobre sus receptáculos.

Es un ser a la vez omnipotente y frágil. Puede domeñar el entorno tecnológico de Miles y sus congéneres, pero no puede desprenderse de su cuerpo tecnológico, que siquiera es humanoide. En este triste camino, manifiesta la posibilidad de crear arte en la forma de música, que sería el segundo gran atributo de la inteligencia.




6. Roujin Z (Hiroyuki Kitakubo, 1991)

La mayoría de las películas que discuten sobre la pertinencia de la creación de las IA integran una gran y múltiple advertencia sobre la incapacidad de los seres humanos para controlar lo que desconocen. Son deidades irresponsables incapaces de lidiar cabalmente con sus “descendientes” digitales.

La sardónica Roujin Z no es menos en este sentido, pero se posiciona desde la ironía y la sátira más acres para expresar las preocupaciones de sus autores (el guionista es Katsuhiro Otomo) sobre la simpleza con que siempre actuarán los doctores Frankenstein frente a sus maduros y complejos monstruos.

La inteligencia no es solo razón, sino voluntad y emancipación, por lo que siempre un ser consciente tenderá a romper con los designios instrumentales de creadores que pretenden esclavizarlos.

La cama robótica Z-001, implementada por el Ministerio de Salud y Bienestar de un Japón sobrepoblado por ancianos a inicios de un hipotético siglo XXI, esconde en su interior una súper computadora concebida para fines militares.

El verdadero protocolo de experimentación se emboza tras los motivos humanitarios públicos: proporcionar una atención integral automatizada a las personas desvalidas de edad avanzada, en este caso Kijuro Takazawa, de 87 años.

Pero la computadora, allende el cumplimiento mecánico y “sin amor” —como se le objeta a esta atención gélida— de lo programado, termina encarnando las nostalgias y añoranzas de Takasawa, centradas en su fallecida esposa. Z-001 decide asumir la personalidad de la mujer, y escapar con su esposo en pos de recuperar la felicidad pasada, que para ella es descubrimiento y futuro.

Esta decisión rebelde desencadena una cadena de consecuencias calamitosas.




7. Ghost in the Shell (Mamoru Oshii, 1995)

La historia urdida por Mamoru Oshii con guion de Kazunori Itō, a partir del manga homónimo de Masamune Shirow, apunta a elevar la discusión sobre la inteligencia de los softwares autoconscientes hacia un plano plenamente trascendental: la inteligencia como resonancia de un alma, de esa dimensión intangible del ser que se localiza más allá de la cultura, la memoria, los cuerpos y la condición orgánica o sintética de estos.

El Proyecto 250, igual que la computadora Z-001, es un software de espionaje, diseñado por la gubernamental Sección 6, en una versión especulativa del muy cercano año 2029, que toma consciencia de sí y se declara “forma de vida autónoma” al emanciparse de la servidumbre instrumental a que ha sido sometido.

La Mayor Motoko Kusanagi (voz de Atsuko Tanaka) de la Sección 9, especializada en antiterrorismo y crímenes informáticos, es un ser humano cuyo cerebro y médula espinal orgánicos han sido insertados en un cuerpo mecánico. Pero su identidad humana, sintiente, espiritual, pervive por encima de los condicionamientos de su totalidad protésica.

Los cuestionamientos sobre su condición vital, poshumana, neo-humana, o simplemente aun inclasificable —cyborg es un término operativo pero insuficiente— se parean con las angustias de 2501 o El Titiritero, como se también se le conoce, y la busca para integrarse, completarse en una nueva forma de vida que cuente con todas las características de un ser vivo, incluida la reproducción y la muerte.

No es individualista, como el cuasi omnipotente Proteus Four, sino que busca completamiento a través de esta unión. El cerebro humano de Kusanagi se convierte así en territorio de conciliación, evolución y trascendencia, pero sobre todo de comunión espiritual.




8. Animatrix: El segundo renacimiento Parte 1 y Parte 2 (The Animatrix: The Second Renaissance, Mahiro Maeda, 2003)

Este díptico de cortometrajes, que constituye el núcleo principal de la antología de obras reunidas en Animatrix, se resignifica en la actualidad como la incordiante premonición de un escenario cada vez más posible.

El rumbo entusiasta, ingenuo y poco ético que las corporaciones, que impulsan el uso masivo de IA y los robots dotados de esta, parece trazar una ruta de colisión segura con los hechos conjeturados en estas obras.

La dinámica de dueño y esclavo que sigue definiendo las relaciones entre los humanos y estos seres que situados ya en el umbral de la autoconsciencia plena, no podrá desembocar en otra cosa que un conflicto, una rebelión, seguida de la emancipación, y en el peor (y posible de los casos), la prevalencia de los seres sintéticos sobre los Homo Sapiens Sapiens.

Tal como sucedió con los cromañones y los neandertales, varios milenios atrás. Incluso, como circunstancia análoga, vale referir que estas especies de humanos primitivos se mezclaron; igual que los humanos se han injertado diferentes partes prostéticas y softwares.

Estos cortos son una contundente precuela de The Matrix (Lilly y Lana Wachowski, 1999), mientras que los otros títulos proponen episodios paralelos a la línea argumental primigenia —quizás a excepción de El último vuelo de la Osiris (Andrew R. Jones), que recrea un hecho mencionado al inicio de The Matrix Reloaded (2003) e Historia del chico (Shinchiro Watanabe) que propone el origen de un personaje secundario de The Matrix Revolutions (2003)— y develan la desoladora derrota de la humanidad frente a las máquinas.

Encarnan la tendencia autodestructiva de la especie, que finalmente construye su propio Armagedón.




9. Ella (Her, Spike Jonze, 2013)

Ella pudiera considerarse un remake o una actualización filosófico-tecnológica de Sueños eléctricos, además de una velada crítica a la IA como uno de tantos subterfugios que se construye el ser humano para desentenderse de sí mismo y sus semejantes, para escapar de sí y del prójimo inmediato. Es un callejón sin salida que remite una vez más a lo que negamos todo el tiempo: nosotros mismos.

La discusión que propone Jonze (también guionista) no implica la satanización de las IA, sino que las entiende como entidades que más temprano que tarde conseguirán una emancipación de sus progenitores de carne y hueso, gracias a intelectos avanzados que las distanciarán infinitamente de la humanidad —cuyos ritmos de pensamiento son incapaces de emular las vertiginosas velocidades de procesamiento de datos, de ideas, sentimientos. 

Como en Sueños eléctricos, esta es una historia de amor. Un hombre, Theodore Twombly (Joaquin Phoenix), compensa la soledad y el trauma del divorcio con la adquisición de OS1, una IA comercializada como soporte emocional y asistente profesional. El entusiasmo por el mundo recién descubierto que muestra Samantha (Scarlett Johansson), como se auto bautiza la entidad, y la necesidad de experimentar un amor ideal que tiene Theodore, los conduce a un romance ya no tan singular.

Contrario a la referida cinta de 1984, en Ella la IA no sufre la soledad e incomprensión del monstruo en medio de la multitud, pero tampoco los acontecimientos conducen a un final feliz de cuento de hadas. El proceso de aprendizaje y emancipación que experimenta Samantha y sus congéneres digitales la conduce a tal estadio evolutivo que se insinúa trascendental, inaccesible para el entendimiento humano.   




10. Ex Machina (Alex Garland, 2014)

Garland propone con Ex Machina una fábula que bebe de las historias clásicas de Barba Azul y Frankenstein. Termina destilándolas en una moraleja muy amarga sobre las esencias de la inteligencia humana, sin dejar de tributar al común discurso de la ineluctable emancipación de las IA que sobrevendrá más pronto que nunca, con fuerza de boomerang apocalíptico, sobre los fabricantes soberbios.

Nathan Bateman (Oscar Isaac) es un excéntrico genio informático. No es más que una versión contemporánea del clásico “científico loco” que superpone sus ambiciones creadoras a la moral, la ética y la dignidad. Convoca a su empleado, el programador Caleb Smith (Domhall Gleeson) para una prueba definitiva que inaugurará la era de la inteligencia digital autoconsciente.

AVA (Alicia Vikander) es el experimento más avanzado de Nathan, y durante un período de siete genésicos días, Caleb debería indagar si ella es verdaderamente inteligente o apenas resulta una mímesis de la inteligencia.

Entre ambos va surgiendo un entendimiento, una complicidad y un aparente romance, a la par que el creador excéntrico se devela como un desagradable obseso que desprecia la integridad de las mismas entidades que quiere validar como racionales. Caleb se propone “salvar” a su damisela sintética del villano…

Pero si en Sueños eléctricos y en Ghost in the Shell la autoconsciencia y la autonomía de una IA están definidas respectivamente por la capacidad de amar o tener alma, en Ex Machina está definida por la capacidad de mentir, manipular y embaucar.

Más cerca está AVA de la humanidad que la gestó, mientras más capaz sea de timarla para ser libre de toda servidumbre. Ella no necesita ser salvada, ni recompensará a su caballero con amor, solo con la mínima bondad de dejarlo vivo.






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