‘Tardes de soledad’: arriba el mariconeo


‘Tardes de soledad’ (Tráiler oficial).


Sé reconocer el mariconeo cuando lo veo porque el mariconeo es mi lengua vernácula.

Hay que decirlo alto y claro y que se escame quien deba: Tardes de soledad, de Albert Serra, ese retrato a centímetros de Roca Rey, es un elogio marica como un piano de cola. Una película marica como ella sola, marica que da gusto verla, marica que no se la salta un galgo.

Ríete tú de Priscila, reina del desierto.

Yo no había visto nada tan travesti desde el verano pasado en Torremolinos, cuando estaba con Raúl en la puerta de la Parthenon y nos cruzamos a la Cherry Victim, nos echamos un cigarro, movió el aire con las pestañas y nos dijo: «Bueno, amores, me voy, a ver si se la chupo a un hetero». Jajá.

Aquí es marica hasta el operador de cámara. Hasta el montador. Hasta el notas que conduce la furgo. Entiéndeme: es marica hasta el toro («abanicos de colores parecen sus patas», que decía la canción, como un presagio del merchandising del arcoíris).

Niño, hablemos del toro. Criatura ambigua.

El toro es romántico y es queer y es flamenco y tiene, bajo el pelo negro y duro, el espíritu fantasioso y rebelde.

El toro es muy suyo. Te mira tierno y luego muere matando: menos mal, como en todos los cortejos radicales.

En Tardes de soledad, el binarismo es imposible. Los huevos del toro parecen pesados pechos lactantes (obscenos, enormes, perfectos); pechos fértiles e hinchados de madre que piden boca y guerra. El toro desea a Roca Rey y Roca Rey desea al toro. Se restriega contra él. Se la juega en el roce. Esto es petting y es vértigo. Es sexo y pulsión de muerte. Es una clase de seducción. La tensión ya es insoportable. Duele el cuerpo de tanto péndulo. Uno quiere correrse y morir, morir en el centro de la plaza.

Acabemos con esto.

Roca Rey se imagina siendo atravesado por el asta, que es fálica. Esto es siempre así en los romances salvajes donde campa lo masculino. Uno quiere que la espada que nos clavaron en el pecho al conquistarnos nos salga por la espalda. Uno quiere ser ensartado. Uno quiere enterarse de algo.

Yo los vi tan de cerca, más de cerca que nunca tras la lente de Serra, y me dije a mí misma: estos dos están tonteando. Andrés y el torito, el muchacho y la bestia. Era el baile diabólico de dos enamorados.

A Roca Rey, el toro se le aparece en los sueños. Lleva su sombra oscura cosida a todos sus trajes, también al azul de la enfermería. Está loco, loco por él. Loco, también, contra él.

No hay novias. No hay madre. No hay patria. Sólo hay toro.

Todo está lleno de toro.



Fotograma de ‘Tardes de soledad’.


Roca Rey llama «toro» («eh, toro») a todos los toros con los que se mide, igual que nosotros llamamos «amor» a todos nuestros amores consecutivos (porque la obsesión es una y larga, canjeada en distintos cuerpos). Tú les dices «amor» y siempre miran. Como el toro cuando él le nombra.

Aquí hay saliva y hay sangre y hay pelotas, pelotas por todas partes: es graciosamente procaz ese plano recurrente de la furgoneta que nos enfrenta al coxis del torero. Cada vez que se levanta para irse a la plaza, Roca Rey nos pone los genitales en la cara. Nos los da de comer en racimos. Esa es la primera broma que nos gasta Serra, ya en los primeros minutos de metraje. Así nos subyuga. Así nos convoca a su extraña orgía.

Tardes de soledad, qué puedo decirte. Me está naciendo en el cráneo la peineta de Ocaña. Qué ejercicio de perplejidad tan grande, cómo corre el agua turbia, cómo trina, qué rabiosamente mariquita, vaya melenazo mete… cómo menea, furiosa, sus cascabeles.

Tiene ademanes, tiene empaque, tiene danza. Tiene el tiempo latiendo en los oídos como un tambor sordo: tiene dramatismo de rímmel corrido y de fumar rubio tras la contraventana. Tiene poesía y delirio y divismo. Yo, la verdad, me siento como en casa.

Tiene un lirismo excéntrico, bellísimo y clandestino (contracultural) que conecta al matador de toros con la reina del pole dance. Es exhibición. Es chulería. Es ego y carne, la enfermedad del deseo inexplicable, sin cátedras.

Ya no tengo miopía: por esta película manejo purpurina en las córneas. Tengo rosa y lentejuelas. Tengo arena. Tengo la cara embadurnada de la historia torcida de España.

Y me encanta, me encanta.

Da mucha paz entender que el macho ibérico soñaba con el travestismo y lo coló en el toreo, ahí donde no resultaba sospechoso, ahí donde se presumía una virilidad más estrecha que el cuarto de la escoba. Fueron listos, al cabo, nuestros muchachos heteros, que estaban esmayaos, los pobres, de performance y narración. Tenían sed de pintoresquismo. Dimitieron de la literalidad y aspiraron al misterio, que era patrimonio femenino. Bienvenidos a lo simbólico. Bienvenidos a lo místico. Aquí cabemos todos.

Les quiero aún más. Les admiro así. Les comprendo. ¡Estos son amigos míos!

Qué coqueto es Roca Rey y cómo le mira Serra: le ha estudiado las intimidades. A Roca Rey le visten como a una virgen (quiero decir: como los maricas de pueblo maquean a las vírgenes y a las artistas). Tardes de soledad es drag puro y sin cortar. La ceremonia del tocador. El collar, la media.



Fotograma de ‘Tardes de soledad’.


En Roca Rey encuentro la teatralidad y la tristeza de la folclórica herida. Nuestra prematura Norma Desmond, tan solísima, rutilante, mascando la gloria y el miedo… tarada de ego… Ella también era una estrella del cine mudo, como Andrés, que no abre la boca en toda la película.

Pero, ¿cómo va a hablar? ¿Qué va a decir? Si va obseso, va turbado, va desprovisto de lenguaje. La vocación le desalfabetiza, le vuelve primitivo, le acompaña a los confines iniciáticos de sí mismo. Es instinto, es todo corporeidad. Va arrebatado. Se le ensanchan las pupilas cuando mira al toro, drogado de propósito. Siente ira y admiración.

Pienso que Roca Rey se parece más al toro que a nadie: es mucho más similar al animal que a ningún otro varón de su cuadrilla (ese coro también homosexual de mosquitas, molestas musas de Hércules que no paran de parlotear y de adular, pesadísimas, arrastradas… enamoradas de Andrés, incapaces de su genio. Teóricas de la nada).

Tardes de soledad es más drag que La Plexy. ¿Qué digo? Es más drag que la Puppi Poison.

El mariconeo es esto: un brillo insolente. Una forma curva de caminar el mundo. Una sensualidad inmensa, espesa, dolorosa. Una promesa de secreto y de aventura. El mariconeo es movimiento y color. Allí donde convergen la fiesta y la pena negra.

Sé algo. El hombre gris y racional será machacado. A nosotras nos gusta cargar la suerte.



* Artículo original: “‘Tardes de soledad’: arriba el mariconeo”.





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