Cuando Chris Nash, director sin credenciales, decidió iniciar su filme In a Violent Nature (2024) con una conversación fuera de campo entre dos jóvenes, sabía que estaba haciendo una declaración de principios. El dilema que implicaba esta decisión estética tenía que ver con el espectador que, desde la circulación del tráiler hasta la clasificación bajo el género de horror, llega a la pantalla con una expectativa modelada por escalofríos, sustos e imágenes de intolerable violencia.
En rigor, In a Violent Nature cumple cada uno de estos requisitos casi como si copiara ideas de The Texas Chainsaw Massacre (Hooper, 1974), pero la manera caprichosa en que los lanza en la película consigue que la experiencia de visionado resulte extrañada y que la larga lista de otros referentes que la acompañan se vaya difuminando poco a poco.
Si fuese necesario un manual de instrucciones para desmontar el filme, habría que comenzar explicando que aquí se reconfigura el slasher tradicional a través de una estrategia de puesta en escena radicalmente inusual: esto es, la adopción del punto de vista del asesino.
Sin embargo, este uso singular de cámara subjetiva que recuerda tanto al polémico clásico Peeping Tom (Michael Powell, 1960) o a la secuencia inicial del popular Halloween (John Carpenter, 1978), nos llega ahora envuelto en la estética del slow cinema. La decisión estilística rompe con los códigos del horror comercial, al reemplazar el montaje frenético y el espectáculo de la violencia por largos planos secuencia, sonido ambiente y una distancia emocional entre la cámara y los eventos representados.
Esta estrategia permite abrir un debate que es propio del cine de autor. O sea, pensar un filme de slasher a través de lo que el filósofo Jacques Rancière denomina “distancias del cine”. Es decir, un espacio de separación entre imagen y sentido que desplaza al espectador de la posición de consumo inmediato del horror hacia un lugar más alejado, fuera de ese confort visual que lo deja todo al alcance de la mano.
In a Violent Nature se construye con un grupo de elementos que ponen al espectador en “situación”. O sea, agrupa varios elementos propios del slasher convencional. Por ejemplo, estamos frente al típico caso de venganza en la cual una persona desprotegida —en este caso, un niño—, sufre varios tipos de violencia por parte de un grupo de hombres y regresa del inframundo años después, como una versión poderosa o empoderada de sí mismo, en busca de reparación.
Todo sucede en un sitio alejado en la naturaleza —árboles, ríos, cabañas solitarias—, donde aparece un grupo de jóvenes que terminan siendo las nuevas víctimas. Johnny (Ry Barrett) encarna este prototipo de asesino sin piedad, con máscara y unas cadenas, pero con un motivo bien determinado. En este caso, quiere recuperar un amuleto colgado en su tumba que por alguna razón no explicada lo mantiene tranquilo bajo tierra. Todo comienza cuando uno de los jóvenes del grupo lo roba y desencadena las acciones que suceden en el filme.
El filme obliga a una experiencia inmersiva, al generar toda la información aprovechable para construir el argumento en dos conversaciones dispersas.
La primera, que ocurre alrededor de una fogata, se cuenta como esas típicas leyendas que son dichas en momentos propicios para provocar terror en los oyentes y que se deben decir con cierto tono e intensión. Por esa razón, la futura víctima que la cuenta prácticamente la susurra y la transforma en algo más tenebroso. Pero lo que no sabe es que su cuento viene a ser una suerte de invocación o, mejor, de puesta en situación para que el espectador realice un grupo de cálculos mentales sobre el porvenir del grupo de amigos.
La segunda ocurre cuando ya ha comenzado la persecución y algunos de los sobrevivientes se encuentran con un guardabosques (Reece Presley) que estuvo implicado en la historia de Johnny y, por tanto, se confirma que la leyenda tiene un correlato en la realidad.
A diferencia de los slashers convencionales, donde el montaje está en función de generar emociones y escalofríos, In a Violent Nature emplea planos larguísimos, que pueden durar hasta cinco minutos sin corte. En muchos momentos, el asesino es seguido por la cámara desde su espalda, a menudo centrado en el encuadre, mientras camina lentamente por el bosque. Nunca corre, algo que lo diferencia de sus víctimas.
El hecho de que la cámara permanezca la mayor parte del tiempo a su lado hace que, como espectadores, experimentemos los efectos de ese ritmo que es propio del estilo de Béla Tarr o Lisandro Alonso, en los que la cámara asume una función casi contemplativa. Aquí vale mencionar que, como algunos filmes contemporáneos de horror, como The Witch (Robert Eggers, 2014) y Longlegs (Osgood Perkings, 2023), Chris Nash rellena su filme de tiempos muertos que dislocan el ritmo característico de este tipo de filmes.
Con ese punto de partida, el filme le resta peso a la narrativa para privilegiar la atmósfera, y el horror no se manifiesta de forma trepidante, sino que llega eventualmente y de diferentes maneras. Esta perspectiva camaleónica es otra de las características del filme, que no sigue unas estrategias de representación fijas para nadie ni nada.
No sucede con el personaje principal ni con las víctimas, pero tampoco con los asesinatos. En ese sentido, el filme parece trazar unas reglas que inmediatamente abandona de forma deliberada, como si quisiera construir un puzle donde cada lado tiene formas y colores diferentes.
El director de traslada del plano general al plano detalle, de la elipsis al exhibicionismo descarnado, del corte abrupto al plano intenso, del plano fijo a la cámara en movimiento. Todo esto sucede de manera tan natural que no se percibe como un cambio de registro, sino como un elemento orgánico, como una marca de identidad.
Otro de los juegos estructurales del filme se da al crear situaciones fílmicas contradictorias, como se ejemplifica perfectamente en el asesinato con la máquina cortadora de árboles. Esta escena, una de más sangrientas del filme, es filmado con total tranquilidad.
En una entrevista a propósito del filme, Nash dijo que “quería que fuera muy larga” para desarticular el efecto que podría tener en un filme tradicional de slashers. “Quería que fuera casi aburrida, que aburriera al público con una violencia grotesca. Me pareció interesante tener una muerte espectacular, pero que fuera muy divagadora”, agrega el director.
Este efecto lo hemos visto con anterioridad con Michael Haneke, por ejemplo, en varios momentos de su conocida Funny Games (1997), especialmente en el disparo que salpica de sangre el televisor. También me recuerda escenas de la miniserie Too Old to Die Young (Nicolas Winding Refn, 2019), como aquella en que una persecución de autos, construida sobre la base de otras persecuciones a tope de adrenalina, llega a tal punto de deconstrucción que los propios protagonistas se duermen dentro del auto.
Nash no apunta directamente a estas referencias en su entrevista, pero sí menciona otros directores que utilizan técnicas similares, como Terrence Malick o Gust Van Sang.
Todas estas distancias, como les llama Rancière, vienen a ser subversiones dentro del cine de horror contemporáneo. En ese sentido, In a Violent Nature abre un camino innovador, pero diferente al de otros nuevos genios del género, que se dividen entre el llamado “horror prestigioso” (Get Out, The Witch, Midsommar) y los que regresan de manera hiperconsciente al cine exhibicionista al estilo de Wes Graven, como The Barbarian (2022).
El filme se Nash pone en práctica una maquinaria que, a pesar de situarse desde la perspectiva del asesino, genera una serie de obstrucciones que evitan la identificación para producir extrañamiento y, de cierta manera, curiosidad.
En esta distancia —entre el plano y el espectador, entre el asesino y sus víctimas— reside la potencia y el encanto del filme.

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