—She thinks she’s gonna get in…
El oficial latino que me han asignado en la aduana del aeropuerto de Fort Lauderdale se ríe de su mal chiste con el otro, un americano. Hay gente que en el pecho tiene viruta de madera empapá en meao de seis días de un hámster. Todo el que haya tenido hámster en Cuba sabe de lo que hablo.
Los miro reír. Esta película o es muy mala o no tiene subtítulos, porque no le encuentro la gracia. Respiro una, dos, tres veces. Hondo. Lo que estoy a punto de decirle al oficial latino va a cambiar drásticamente el curso de los acontecimientos. Será esa frase que detona todas las bombas. Esa explosión que, cuando ocurre, te preguntas cómo pinga se llegó hasta aquí.
En la fracción de segundo que me toma oxigenar mi ira, recorro mentalmente los sucesos que me han traído hasta este punto.
Llevo casi tres horas para entrar a La Florida. De esas casi tres horas, dos se me han ido en una cola eterna arrastrando par de maletas. “Nunca más, Fort Lauderdale, nunca más”, pienso mientras pateo levemente las maletas para romper la inercia y poder seguir arrastrándolas unos pasos apenas, hasta que la cola, ese majá zigzagueante que asfixia todo el salón del aeropuerto, se detenga de nuevo.
Pero nada de este malestar importa. Nada estorba la sensación de triunfo en mi cuerpo. Después de todo, acabo de protagonizar un peliculón en RD. Middle finger pa’ esta y todas las colas del universo.
Cuando logro llegar a la aduana, un American officer me dice que hay problemas con mi residencia. Necesito el papel que confirma que tengo una prórroga de entrada a USA con validez por dos años. Le digo que el papel existe, pero no lo traigo conmigo. Que it doesn’t make any sense que traiga un papel cuando hoy todo está digitalizado.
—Look in the computer, por favor, officer.
—I can’t do that. You need the paper.
“He can’t do that… He can’t do that, el bollo mío!”, pienso.
Me dice que sin el papel tengo que pagar una multa que dobla lo que queda de mi salario por la película en RD. Eso, o renunciar a mi residencia americana. Me niego a todo. Me cierro.
The American officer me lleva a un cuartico. A “El cuartico”. Ese lugarcito que tantos cubanos residentes (y no) en USA conocemos muy bien. El cuartico no es más que otra sala de espera. Sabes cuándo entras, pero no hagas planes.
En la sala de espera/cuartico, además de un par de oficiales, hay una muchacha sentada en un mar de sillas plásticas vacías. La muchacha, una isla en medio del frío de la sala. La cara roja de llorar. Welcome to the United States of Abuse.
Avanzo hacia la ventanilla donde me espera el oficial latino que me han asignado. En la ventanilla de al lado hay una oficial, pero es él quien me hace una señal.
Le llego. Me habla en un tono que, si bien no es del todo fula, asume, de entrada, mi culpabilidad. Pero, ¿dónde reside esa culpabilidad?
Uñacas sacaojos de animal print, bling bling de oro con el nombre de Yenisleidy colgando de mi cuello, overol dos tallas más grande, afro con todo el salitre y el sudor del malecón de RD… Miro mi imagen desde el hoy, desde el ahora mismo de mi cama en Madrid. Intento convertirme en ese oficial de aduana, pensar como él. Es obvio que nada podía salir bien.
Intento explicar lo mejor que puedo mi situación. Intento que una piedra tenga alma. No importa lo que haga, a los ojos de la piedra sigo siendo culpable de representar un papel, una imagen que no cuadra con su noción de la decencia.
“She thinks she’s gonna get in”. Esa frase rebotando aún dentro de mi cabeza.
Un, dos, tres… Respiro hondo one last time. Escucho, aturdida por tanta arbitrariedad, las risas del oficial latino y del otro, el americano, que no sé ni cuándo ha llegado. Son una nube borrosa de testosterona súper tóxica. Poco a poco logro enfocarlos, pero aún sigo sin entender de qué se ríen.
Suelto la bomba.
—I don’t understand what’s so funny about this situation… ¿De qué te ríes? ¿De qué se ríen ustedes? —les digo por lo bajito mientras sofoco en un puño el nombre de Yenisleidy bañado en oro.
El oficial latino deja de reír. Sale de detrás del mostrador. Se me acerca.
Fuck.
—Ya está. Tú vienes conmigo detenida.
“¿Contigo…? ¿Detenida…?” Mi cerebro repite las palabras en slomo tratando de procesar la información.
—No. Yo no he hecho nada. Yo no soy una delincuente. Usted me está tratando como una delincuente. Usted está dudando de mi palabra.
—¿Tú te estás resistiendo?
Entiendo que la situación es seria. Entiendo que debo obedecer. Doblegar a la Yenisleidy que hierve en mi aorta.
Agarro las maletas. Las pateo para sacarlas de su inercia, pero ahora no tan sutilmente. Mi acción cotidiana, un tanto rabiosa esta vez, es tomada como un acto de violencia extrema.
De golpe, mi cara se estrella contra el cristal del mostrador. El oficial latino agarrando ahora mis muñecas. Intentando esposarme. Todo el peso de su cuerpo hinchado de prejuicios sobre mi cuerpo diminuto. Imagino se sienta bien presionar con todo tu peso a una mujer de ciento y pocas libras. Una vez más insisto en ponerme en su lugar.
El clic de las esposas cerrándose, pellizcando mi piel, es ya too much para mí.
—¿Qué pinga es esto? ¡Cojone! ¡Ustedes no pueden hacer esto! ¡YO NO SOY UNA DELINCUENTE, REPINGA!
Mi voz se rompe en mil pedazos. “¿Cómo coño se ha llegado hasta este punto?”
Forcejeo mientras el oficial latino me lleva por un pasillo hasta una celda. Lágrimas en cascada mojan mi overol dos tallas más grande. Casi no puedo respirar. Mis pensamientos se ahogan en la certeza de que ni siquiera en el supuesto caso de haber delinquido, soy merecedora de un trato tan brutal. Nadie lo es.
Me sientan, esposada aún, en un banco de metal. El oficial latino se queja. Dice que le he dislocado el hombro en el forcejeo. Imposible. Me tenía reducida con todo… Imposible.
El oficial latino desaparece. Es ahora el turno de la oficial mujer. También latina, pero con un acento que se nota se crio comiendo Twinkies, M&M’s y Double Bubble.
Me pregunta si puede cacharme. Le digo que sí, sin dejar de llorar. Toca cada parte de mi cuerpo, buscando no sé qué. Me pide me quite la cadena que cuelga de mi cuello. Lo hago. Siento que pierdo un súper poder.
La oficial mujer dice que me siente en el banco de metal de nuevo. Me esposa también los tobillos. Me mira, estudiándome.
—¿Tú tomaste algo? —Siento que en cualquier momento me puede llamar “mamita”. Quizá lo hizo, no lo recuerdo.
Le digo que no he tomado nada. Que ella vio todo lo que pasó. Que fue testigo de cómo el otro oficial me trató desde el inicio.
Me pide revisar, censar todas mis pertenencias. Contar cuánto dinero tengo. La pregunta es pura formalidad. No creo que comprenda la posibilidad de una respuesta negativa. Sabiendo que es mi mejor apuesta, asiento.
La oficial abre mis maletas y mi pequeño bolso. Anota en una planilla todo lo que ve: ropas, maquillaje, busto/lámpara de Martí, 400 euros y 200 dólares, pelucas, tablet, vírgenes de Regla y de la Caridad, guion de cine, butt plug con cola de zorra color morado… Lo normal.
—¿Tú por qué tienes residencia americana, pasaporte español y vienes de República Dominicana?
—Ya se lo dije al otro oficial. Viví en New York por seis años. Ahora vivo en Madrid. Vengo de Santo Domingo de rodar una película.
—¿Pero por qué, si tienes residencia aquí, también tienes residencia en España?
—¿Y por qué no? —le respondo, agotando el último cachito de paciencia que me queda.
La oficial dice que no le hago las cosas fáciles. Que estoy muy alterada. Me vuelve a preguntar por qué me fui de USA a vivir a Madrid.
—¿Qué quiere que le diga? ¿Que mi marido me daba golpes? —grito. Mis reservas de paciencia vacías ya.
La oficial hace una pausa apenas perceptible. Me mira con el rabo del ojo.
—Domestic violence —murmura mientras apunta en su planilla.
Cuando termina el interrogatorio, me dice que no hay nada que hacer. Si no tengo el papel, no puedo entrar al país. Pienso en mi madre, esperándome afuera por horas. Sus casi 80 años. Su angustia.
Me llevan a otra celda. Me encierran. Lloro en voz alta. El Niágara de mis lágrimas cayendo en el suelo gris de la celda.
Pasado un rato vuelve la oficial. Me habla de mi madre, desesperada en la sala de arrivals. Pienso en los dos años que llevamos sin vernos.
La oficial me dice que han mirado en el sistema y que todo está en orden con mi prórroga. Si mirar en el sistema siempre fue una opción, ¿por qué me desoyeron antes?
Me doy cuenta entonces de que el problema de no haber traído el papel no es consustancial a legalidad, a protocolo alguno. Como tampoco lo es mi detención. El problema no es la ausencia del papel. El verdadero problema es que en mi persona confluyen demasiados factores que hacen de la ausencia del papel un problema merecedor de esposas y grilletes, de coacción, de abuso de poder.
La oficial dice que ahora comprende mi reacción nacida de la impotencia. Comprende que dije la verdad desde el principio. Dice que solo me dejarán salir gracias a la angustia de mi madre. Habla como si me hiciera un favor.
Le agradezco. No sé por qué, pero le agradezco.
Un oficial enorme se nos acerca. Me dice que lo acompañe. Lo sigo por un pasillo larguísimo hasta llegar a una puerta. El oficial enorme abre. Del otro lado veo a mi madre en medio de un montón de gente. Voy hacia ella. En principio no me ve, no me reconoce. Me paro frente a ella. Su rostro rojo de tanto llorar.
“Qué será de la muchacha sola del cuartico”, pienso.
Mi madre me ve por fin. Me abraza fuerte. Sus brazos como una casa. Después de dos años, este es el único lugar donde quiero estar.
Papel cartucho
En mi historia personal, el hecho de ser “color cartucho” ha supuesto un gran privilegio. Al mismo tiempo es una fukin maldición. Entrar en esa bolsa me ha ubicado en una posición de indefinición. Una suerte de inopia racial.