Cuando en 2016, Néstor Díaz de Villegas decidió tomar un avión con destino a La Habana, después de treinta y siete años en Estados Unidos, recibió críticas enconadas. Lo acusaron de inconsecuente, de agente infiltrado, incluso, de soplón. El viaje, su regreso a Ítaca, fue leído por muchos como un acto de traición no solo al exilio, sino, también, a sí mismo, a su propia biografía de “gusano”. Desde muy joven, la vida del poeta estuvo marcada, entre otras cosas, por los arrestos, la cárcel y el campo de trabajo forzado revolucionario. Ha escrito mucho y ha concedido varias entrevistas a lo largo de su carrera, pero, hasta ahora nunca había hablado en profundidad sobre esa experiencia. Confío en que esta conversación contribuya a llenar esos vacíos.
Néstor Díaz de Villegas es un provocateur sagaz y polémico. Sus ideas difícilmente pasan desapercibidas o dejan indiferente al lector. En esta ocasión, charlamos, además, sobre su último libro, sobre su regreso a la isla, y, por supuesto, sobre política. Su mirada sobre la “normalización” de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, que promovió la administración de Barack Obama reanuda el debate sobre este asunto.
En 1974 agentes de la Seguridad del Estado en Cienfuegos te detuvieron. En tu mochila encontraron algunos poemas “contrarrevolucionarios.” También registraron la casa minuciosamente. Esa noche dormiste en una celda del tamaño de una cuna, aseguras en tu libro De donde son los gusanos… (2019), sobre el que hablaremos después. ¿Recuerdas alguno de esos poemas que usaron para incriminarte? ¿Algún verso?
Fueron dos agentes. Pero antes, dos compañeros de la FEEM (Federación de Estudiantes de Enseñanza Media) del Preuniversitario Jorge Luis Estrada en Cienfuegos donde yo estudiaba entonces, se asomaron a la puerta del aula y me pidieron que los acompañara a la sede local del Ministerio de Educación. Como ya había tenido problemas con ellos, sospeché que se trataba de una trampa.
Me pidieron que dejara mis cosas debajo del pupitre y que los acompañara. En el maletín escolar llevaba un ensayo, entre comillas, sobre el papel represivo de los CDR (Comité de Defensa de la Revolución), que me habían pedido unos amigos de la Universidad de Toronto, y que pensaba enviar esa tarde ¡por correo ordinario! Ellos me mandaban de Canadá recortes de la revista Circus, con las letras de Roxy Music. Era un lunes, sobre las ocho de la mañana.
Además, guardaba unas copias al carbón de un poema que ya había circulado, la Oda a Carlos III, del que no recuerdo mucho, solo que le hablaba a la estatua del monarca en la calle habanera y le decía «Escucha: los obreros te han derribado de tu pedestal» y «han cambiado el nombre de tu avenida por el de un impostor». Así que recogí mi maletín, lo apreté contra mi pecho, y partí con los muchachos de la FEEM hacia la dependencia del Ministerio de Educación. Por el camino hablamos de Carpentier. Opiné que era un basura, y ellos rieron.
En la sede de Educación, una casona cienfueguera de dos pisos y patio interior, los muchachones se despidieron y me aseguraron que ya vendría alguien a avisarme dónde era la reunión, sobre no sé qué libros imaginarios. Entonces, Rolando Cuartero —el director de la escuela— asomó la cabeza por un balcón del segundo piso, y la sangre me abandonó el cuerpo.
¿Qué pasó después?
Miré instintivamente hacia la puerta de la calle. En ese momento, entraban al edificio de Educación dos agentes de la Seguridad del Estado vestidos de verde olivo. Por detrás de ellos, vi un Alfa Romeo color vino, parqueado junto a la acera. Se aproximaron, y sin más preámbulos, me preguntaron si mi nombre era Néstor Díaz de Villegas Machado. El segundo apellido fue el puntillazo. «Está detenido», dijo uno de los policías.
Buscando palabras en el fondo del estómago, logré componer una frase y les pedí que me enseñaran la orden de arresto. La gente nos miraba: maestros; empleados; estudiantes; padres; y el director Rolando Cuartero, desde el balcón del segundo piso. Uno de los segurosos abrió una carpeta roja y me enseñó el documento, pero yo tenía la vista nublada, la lengua enredada, actuaba en piloto automático, y solo atiné a leer «diversionismo ideológico». Eso fue todo.
Luego, me condujeron al Alfa Romeo y enfilaron hacia Cumanayagua, el pueblo donde vivía. El registro duró horas. Hubo gente durante mucho tiempo en la sala de mi casa, vecinos y familiares que venían a tomar café. Mi padre, mi madre, primos, tías, amigos, apiñados en la sala en penumbra, por unas seis o siete horas.
Pero tuvo que haber un antecedente… ¿Cómo te convertiste en sospechoso?
Mi primer acto de desafío fue negarme a participar en las lecturas de los discursos de Fidel Castro que organizaba la escuela, los viernes, después de clases. Los dormitorios para los que no vivíamos en Cienfuegos estaban en el antiguo colegio de los jesuitas, y los viernes en la tarde regresaba a casa. Se me ocurrió decir, muy orondo, en el medio de la asamblea, que los viernes a esa hora, tenía que correr a tomar el ómnibus a Cumanayagua, porque los sábados y los domingos los necesitaba para escribir, leer, y bañarme en el río Hanabanilla.
Además, viví tres años de mi adolescencia en La Habana. Y en 1972, fui expulsado de la Academia de San Alejandro por desviado o degenerado. Mis primos de California me mandaban paquetes de ropa y zapatos, y yo me vestía de una manera escandalosa para la época. Casi siempre llevaba unos jeans Wranglers, con un signo de la paz cosido en el culo, y camisas de afocante poliéster cristal. A veces, también, usaba una chaqueta Levi’s, en el caloroso clima cubano.
¿Cómo llegaban los paquetes de ropa? ¿Qué reacciones provocaba en la gente tu modo de vestir?
Los llamados «paquetes» son un artefacto cultural de finales de los 60 y principios de los 70. Los enviaban los familiares desde el extranjero, mucho antes de que la «comunidad» cubana exiliada comenzara a viajar a la isla a mediados de los setenta, y a hacer de la “ropa de afuera” algo consustancial al atuendo ordinario del cubano. La aduana te hacía pagar un impuesto oneroso por la mercancía. Ya desde entonces el gobierno cubano le sacaba lasca a la emigración.
En los paquetes también venían especias, calzoncillos, calcetines y productos de aseo personal. Pero lo importante era la ropa, los cortes de tela, los zapatos. Las prendas de vestir estaban hechas con acrílico, poliéster, orlón y nylon, de acuerdo al gusto de la época, y daban mucho calor. Todo se intercambiaba, se recirculaba y revendía. Había una economía de trueque, préstamo y reciclaje de trapos. También de imitaciones muy populares.
Mi hermana tenía una exótica maxifalda de poliéster con estampados hindúes y una peluca de chorongos platinados, y así me llevó a matricular en San Alejandro: ¡mal comienzo!
Yo tenía unos botines de piel de becerro tan exquisitos, que el fotógrafo suizo Luc Chessex se asombró de que mi familia exiliada pudiera permitirse algo así.
Durante los meses de trámites para salir de Cuba, viví de vender mis jeans y camisas Manhattan, y pagué varios hoteles en La Habana con el importe. Un par de jeans costaba entonces 400 pesos cubanos, eran una unidad de cambio.
¿Qué sucedió luego de la expulsión de la Academia de San Alejandro?
Después de la expulsión de la Academia fui a dar a la secundaria José Antonio Echeverría, de la Manzana de Gómez en La Habana, donde los directores me aconsejaron, de buena fe, que regresara a mi pueblo. El Sistema era un insulto permanente a mi inteligencia. Me reunía con grupos de desafectos y hippies que encontraba en las fiestas clandestinas con Los Almas Vertiginosas y otras bandas de música rock, gente que oía la W, seguía la moda y se colaba en las fiestas de Raúl Chaveco y Dreke.[1]
Néstor Díaz de Villegas cuando era estudiante de la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro, 1970.
Además, andaba con Colchón y Carlito el Gago, dos negros con «espeldrúns» escondidos debajo de boinas, muchachos de la movida habanera. Colchón vivía en un cuarto del apartamento de su madre, en Lamparilla, donde todo el mundo estaba invitado a pasar la noche. A veces éramos seis o siete, una especie de comuna, bajo un afiche de Santana. Carlito el Gago era el sobrino de un viejo maleante de la calle Cárcel, el primer vendedor de mariguana que conocí en mi vida.
Háblame un poco de esas fiestas en casa de Raúl Chaveco y Dreke. ¿Quiénes eran? ¿Qué pasaba allí?
Eran fiestas clandestinas, solo por invitación, que podían realizarse porque Dreke era pariente de un comandante, y Chaveco era el hermano de un mayimbe de la Aduana, si la memoria no me falla.[2] El apartamento estaba en el penthouse de un antiguo hotel del Prado. El piso inferior, que había sido el restaurante del hotel y también le pertenecía a su familia, era un espacio enorme con ventanales que miraban al barrio de Colón, y al mar. En los espacios entre ventanales había una colección de afiches del ICAIC, y en la pared del fondo, una tarima. Allí tocaban los Almas Vertiginosas. Bajaban las luces y toda La Habana elegante comenzaba a desfilar. Yo era un chiquillo de dieciséis años, pero compuesto correctamente.
Había conocido a Raúl Chaveco en los portales del Ballet Nacional, alto y flaco, siempre vestido con un poncho, y con su perrito bajo el brazo. Yo residía en San Lázaro, éramos vecinos, y empezó a invitarme a su casa, donde vivía con su madre. Los Almas habían recibido uno de aquellos famosos envíos familiares, con varias guitarras Fender y una batería, y claro que no lo dejaron pasar, pero el hermano aduanero de Chaveco intervino. Entonces se dio una gran fiesta de fin de año donde Los Almas tocaron con sus nuevos instrumentos. Estuve allí, y creo que fue uno de esos momentos que, con el tiempo, se convierten en leyendas urbanas. Ahora Raúl Chaveco vive en Miami, debería contarte su vida.
¿Había alguna diferencia entre los ambientes de La Habana y los de la provincia? ¿Qué pasó cuando regresaste a tu pueblo?
Nada más de poner un pie en el preuniversitario Jorge Luis Estrada, comprendí el error de haberme ido de La Habana. En Cienfuegos, el filisteísmo era una sustancia pegajosa que se adhería al cuerpo, mientras que en la capital estaba un poco más diluido. No olvides que de Cienfuegos son Osvaldo Dorticós, Edith García Buchaca y Carlos Rafael Rodríguez. Cienfuegos es una de las ciudades más siniestras de Cuba, donde la burguesía conspiró desde muy temprano para derrocarse a sí misma. En la cárcel, llegué a ver de cerca la decadencia de ese estrato social: los intelectuales socialistas, siquitrillados y escarmentados.
En Amazon:
Fidel Castro. El Comandante Playboy. Sexo Revolución y Guerra Fría.
Un libro de Abel Sierra Madero.
Volvamos al arresto. Por lo general, en Cuba este tipo de detenciones se producen por una denuncia o un chivatazo. ¿Quién te delató y por qué?
Era un blanco fácil y me habían creado un expediente. La dirigencia de la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas) me odiaba, el director me aborrecía y le pedía a mis pocos amigos que se apartaran de mí. Uno de ellos, el que yo jamás hubiera pensado que me delataría, había sido captado por la Seguridad del Estado y su misión era recoger mis poemas y anotar mis conversaciones. Se llama Oscar Álvarez, y tengo entendido que es pastor de una iglesia protestante en la ciudad de Cruces. No quiero ocultar su identidad, tampoco deseo perturbar su conciencia. Estuve en Cruces durante mi primer viaje a Cuba, en 2016, y me mostraron el templo donde predica. Oscar fue una víctima del Sistema, igual que yo, ni más ni menos. En la sede de la Seguridad del Estado, me pidieron que lo delatara. Según ellos, Oscar tenía algo que ocultar. Los acusadores en mi causa, la 110-74, fueron mi amigo Oscar Álvarez; Rolando Cuartero; Armando Pérez, jefe del Partido Comunista y profesor de geografía; y la secretaria de la FEEM, Marianela Ferriol, que luego sería vocera del Ministerio de Relaciones Exteriores en tiempos de Roberto Robaina. En 1978, su padre, un dirigente burgués comunista, estuvo preso por malversación en Ariza y fuimos compañeros de barraca.
¿No te parece que depositar toda la culpa en el Sistema le quita cierta responsabilidad a los delatores, cancerberos y represores?
El Sistema antecede siempre a sus represores y cancerberos. El Sistema se crea en la lucha, en los años duros de quemar, dinamitar, socavar, y desacreditar a la policía y a las instituciones. El Sistema no es algo explícito, visible o inteligible, y quienes se suman a él lo hacen por espíritu de rebaño. Pero hay diez o doce, o trece o catorce, no sé cuántos, que conocen lo que realmente está pasando, saben lo que buscan y a dónde se dirigen. Son la vanguardia, el núcleo. Lo demás es accesorio, son los esbirros que igualmente puedes encontrarte en una universidad estadounidense, medio siglo más tarde, difundiendo la idea de que la Revolución se arrojó en brazos de los bolcheviques cuando los idiotas norteamericanos desaprovecharon la oportunidad de influir en el rumbo del nuevo régimen. Esa versión es tan dañina como un chivatazo.
Luego del arresto estuviste encerrado alrededor de un mes en la sede de la Seguridad del Estado de Santa Clara. Cuéntame un poco de la experiencia de los interrogatorios y del encierro. ¿De qué se te acusó? ¿Recuerdas la retórica, la metodología de los cancerberos y la arquitectura del lugar?
Juan Manuel Cao ha descrito con mucho detalle esos procedimientos. Mi primera celda era tan pequeña, que cuando tenía sed y pedía que abrieran el agua, que salía por un hueco en la pared, se me mojaba la laja de concreto donde dormía. Nunca supe si era de día o de noche. Creo que estuve todo el tiempo en un subterráneo. Alguien gritaba a todas horas, en alguna parte. Gritos de terror que helaban la sangre. En la celda había un foco permanentemente encendido. Como papel sanitario me daban un pliego en tiras del periódico Granma; cuando pregunté por qué estaba así, el interrogador me respondió que para que no leyera las noticias. Estuve treinta días encerrado en distintas mazmorras, en algunas con otro recluso.
Mi papá era funcionario y agente del G2 y, a la semana de mi detención, le permitieron venir a verme.[3] Yo estaba vestido con un overall amarillo sin mangas y me habían rapado la cabeza. Su revolución se fue al carajo en un segundo. Su ojos me decían: «¡Te lo dije!»; pero ya era demasiado tarde. Pensé que me echarían seis meses de cárcel, pero al tercer o cuarto interrogatorio, mi investigador me hizo entender que no volvería a ver la calle en mucho tiempo. Esa noche me trasladaron de celda, con la cara contra la pared, la cabeza gacha, las manos esposadas, y todo lo demás. Me pusieron con un recluso escapado de la prisión Nieves Morejón, de apellido Peñate. Cuando le conté mi caso, sentenció sin mucha emoción: «Diez años». Me pedían doce, me echaron seis.
Cuéntame de la relación con tu padre antes y después de todo ese proceso. ¿Cómo reaccionó a tu arresto?
Envejeció prematuramente viéndome en uniforme gris soviético y gorro con orejeras durante sus visitas a la cárcel, cada dos meses. Estuvo cinco años llevándome gofio y cigarros, sin faltar una vez. Soportó las humillaciones a que lo sometieron por mi culpa: ya no era un hombre de confianza, hasta su pistola 45 con cachas de nácar tuvo que entregar a la jefatura. Le dijo a mi abuela que me habían metido preso por robar, como le ordenaron que hiciera, pues en esa época no era permitido divulgar el paradero de un preso político.
Años después, en Miami, un mecánico de mi pueblo, al verlo pasar frente a su taller, salió de debajo del carro con una llave inglesa en la mano, y tuve que interponerme para que no lo matara, pues, en los sesenta, mi padre había confiscado su negocio familiar en Cumanayagua.
¿Cómo iba a saber él que eso era lo que le esperaba cuando lanzaba puntillas en las calles de su pueblo, para ponchar los carros de la policía de Batista? ¿Cómo podía saber él que tumbar a Batista sería un error, como le explicaba su hermano Víctor, sargento político del senador Santiaguito Rey?
Néstor Díaz de Villegas a los dos años de edad. Cumanayagua, 1958.
Después de los interrogatorios te enviaron a una granja de trabajo forzado en Ariza. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuáles eran las condiciones de vida, las rutinas y cómo era el régimen de trabajo? ¿Quiénes eran los demás confinados?
En realidad, Ariza era un campo de concentración. En los mapas de la época aparecía marcado como «granja porcina». Tenía un bachiplán[4] adosado al campo, donde trabajábamos en la confección de postes de concreto de alta tensión, lo que entonces llamaban un “pretensado”. Había muchos.
El primero por el que pasé fue el Pretensado de Santa Clara. En Ariza había cuatro barracas en cada una de sus dos secciones, la de reos comunes y la de los presos políticos. Estaban divididas por un terraplén y rodeadas ambas de una doble cerca de púas, garitas y espesos marabuzales. Por la mañana nos contaban, desayunábamos pan duro y agua de chirria, y partíamos hacia el bachiplán, que estaba detrás del campo. Yo empalmaba estructuras de cabillas para los postes: era cabillero. En esa cárcel estaban Otto Meruelos, el vocero de Fulgencio Batista; los embajadores Bebo Cabrera y Luis Puig Tabarés; además de Kemel Jamís, el hermano de Fayad, el poeta. También estaban Pedro Monteagudo, profesor de medicina en la Universidad de Las Villas; y un sinnúmero de marxistas, castristas, alzados, reclutas, Testigos de Jehová, abogados, ingenieros, médicos, y diversos burgueses que habían jugado a la revolución.
¿Escribiste durante ese confinamiento?
Escribí en Ariza los primeros poemas que considero parte de mi repertorio, poemas de juventud que abordan los mismos problemas estéticos que todavía me ocupan.
¿Te asumiste como preso político? ¿Qué implicó para tu familia todo eso?
Soy un político desde que tengo uso de razón. Nunca fui otra cosa. A los siete u ocho años, escuché a mi abuelo Pepón conversando con Joaquín Bembibre, un comerciante español de nuestro barrio, recostados a la baranda del portal donde yo jugaba con Coqui, el dálmata de la familia. Mi abuelo había vivido en España y solía hablar con Bembibre de asuntos españoles.
Ya a esa edad yo había escrito, sin que nadie me ordenara hacerlo, el retrato de una tía, y mi texto había impresionado a los mayores. Lo que quiero decir es que era curioso, me fijaba en todo y prestaba atención hasta a las chácharas casuales.
Mi abuelo exclamó en el portal: «¡Sí, Bembibre, muy bien, muy bien! Pero, ¿por qué han desaparecido las patatas? ¡Las patatas!». Sería el año 1964 o 1965, y entendí a qué aludía realmente aquel diálogo. En el escaparate de mis abuelos no había mucha ropa, sino un almacén de latas de aceite Sensat, cajas de calcetines Once Once, y montones de cuadernitos de fósforos con anuncios comerciales.
En cuanto a tu segunda pregunta, como te comenté antes, a mi padre le prohibieron decir dónde me encontraba. Él calló y, junto a mi madre y mi pequeño sobrino, no dejó de visitarme durante los cuatro años y pico que pasé en Ariza.
El régimen cubano siempre ha utilizado a los presos políticos como moneda de cambio con Estados Unidos en momentos de crisis política o económica. Se sabe que en 1979, el presidente Jimmy Carter tenía la intención de levantar el embargo para “normalizar” las relaciones con la isla. Eso provocó, entre otras cosas, que Fidel Castro accediera a liberar — a ti entre ellos— alrededor de tres mil presos políticos. ¿Cómo se produjo la salida del país?
En 1978, las autoridades comenzaron a circular en las cárceles unos panfletos con recortes de periódicos norteamericanos, donde nos informaban sobre las negociaciones con los dialogueros. Seguíamos el avance de aquel proceso mucho más en detalle que quienes no estaban en prisión. Claro, se estaba negociando la amnistía. Entre los negociadores estaba mi futuro amigo, Enrico Mario Santí, por entonces un joven académico ilusionado con la posibilidad del cambio. Siempre digo que le debo al presidente Jimmy Carter haber salido libre un año antes de cumplir mi condena, pero quizás sea más exacto decir que se lo debo a Enrico Mario. Fueron aquellos jóvenes ilusionados quienes consiguieron nuestra liberación, la de tres mil de nosotros.
Un día aparecieron con tarjeteros y nos preguntaron si teníamos familia en los Estados Unidos, y dónde. Mis tíos estaban en Huntington Park, California. Salí de la cárcel en 1979, me dieron un par de meses para arreglar mis papeles, y volé de Rancho Boyeros a Miami el 17 de mayo, día del campesino. Treinta años más tarde, en el patio de su casa de Claremont, aquí en Los Ángeles, Enrico me entregó la copia del documento donde el Departamento de Estado le anunciaba mi liberación.
No voy a preguntarte sobre tu vida en Estados Unidos. Sobre esa etapa y experiencias has escrito y hablado en otras entrevistas. En esta ocasión me interesa indagar sobre tus regresos a Cuba a partir de 2016. Tu último libro, De donde son los gusanos: Crónica de un regreso a Cuba después de 37 años de exilio (Vintage 2019) da cuenta de esos viajes. Es curioso que tanto la partida como el retorno estuvieron marcados por los “deshielos”. ¿Por qué no regresaste antes?
Durante los primeros veinte años de mi vida en los Estados Unidos fui apátrida, sin pasaporte ni nacionalidad, tan solo mi tarjeta de refugiado político y un documento especial para viajar. No sé si me hubieran dejado entrar a Cuba con esos papeles. Las veces que lo intenté, no pude. En realidad, me horrorizaba la idea del regreso, y todavía me perturba. Mi madre murió a los diez años de mi salida. A partir de entonces, no tenía nada que buscar allí.
Foto familiar tomada en 1961. En la imagen aparece Néstor Díaz de Villegas junto a sus padres y su hermana Idania.
¿Y qué pasó con tu padre?
Mi padre vivió en Cumanayagua hasta los 70 años de edad. Cuando murió mi madre, se fue a vivir a Jaruco con mi hermana Idania. Perdió cada oportunidad de avance imaginable y fue quedándose atrás, cumpliendo sus modestas tareas revolucionarias. Ese hombre bueno y dócil vigilaba las costas cubanas, junto los agentes Benítez y Luis el Negrito, a la caza de exiliados saboteadores. Las contradicciones históricas lo abrumaron y terminó sus días en la Pequeña Habana, junto a mi hermana y lejos de su querido nieto, el actor Alexis Díaz de Villegas, que había tomado mi lugar en su vida.
Una tarde del año 1992, durante una discusión de ancianos frente al supermercado La Mía, de Flagler Street, sobre la guerra en el Escambray, mi padre salió a defender el bando de los hombres de Tomassevich. Tuve que rescatarlo antes que lo apalearan. Ya mostraba los primeros síntomas del Alzheimer y nunca supo si estaba en Shenandoah o en el Escambray. Sus cenizas esperan en una urna de yeso colocada sobre un aparador cheo, en un apartamento del Plan 8 en Wynwood, para ser esparcidas sobre la tumba de mi madre en el cementerio de Cumanayagua.
Me gustaría que hablaras un poco sobre la condición y ética del testigo como gusano, que manejas en el libro.
Bueno, un gusano es muchas cosas. Ante todo, es un tropo de la jerga política moderna. Un gusano es el Gregorio Samsa que despierta de una revolución, como todos nosotros. Una revolución no ya histórica, sino metafísica. Por cierto, en el museo Yad Vashem, de Jerusalén, vi un cartel de propaganda nazi con un enorme Ungeziefer (gusano) encaramado sobre la bola del mundo, con nariz de gancho y una hoz y un martillo en las pupilas. Me aterró pensar que, de todos los presentes en las salas del museo, yo era el único que entendía exactamente lo que significaba esa imagen. Tuve que salir corriendo hacia la tienda de regalos y comprar un paquete de Kleenex, pues no podía parar de berrear. La dependienta me dijo «Atáh adom tov!», creyendo que yo pertenecía a la tribu.
Mi tío Miguel Cardín y sus hijos e hijas habían sido arrojados a los vagones de un tren lechero que los transportó de noche a Sandino. Había vara-en-tierras y una pila de bloques de cemento esperándolos. Construyeron su propio campo de castigo, y allí vivieron durante una generación.
Néstor Díaz de Villegas. Miami, 1995.
Sandino fue uno de los “pueblos cautivos” que se crearon a fines de la década de 1960 en Pinar del Río. En realidad eran campos de concentración para los guajiros que habían apoyado a los que se alzaron en armas contra el régimen cubano. Los llamados “bandidos”…
Alcancé a ver una vez más a mi prima Diana, que envejeció en Sandino, durante mi primer viaje a Cuba, en 2016. La recordaba en la vaquería de su finca al pie del Escambray, rubia y alta, llamándome para que saliera del río y me sentara a la mesa un día de Pascua. Pero en el 2016 no me reconoció. Solo me miró y musitó: «¿El hijo de Cástor?», y sentí que ambos éramos parte de una tragedia griega.
Mi prima Amanda, que todavía está viva en Huntington Park, se casó en 1959 con un capitán del Ejército Rebelde. Fue la boda del siglo en Cumanayagua. En 1961, al capitán le echaron treinta años por alzarse contra el gobierno en el Escambray. Fuimos a verlo a las Circulares de Isla de Pinos. Lo recuerdo todo nítidamente: el hotel de Batabanó; el ferry; el salitre y el vómito debajo de un banco; los melones abiertos, flotando en el agua; las bolsas de gofio y de leche en polvo que, de alguna manera, anunciaban mi destino. Creo que mi nombre en griego quiere decir «el que regresa», o «el que recuerda».
Usas mucho la intertextualidad, el sarcasmo y la ironía para construir imágenes y articular la propia escritura. ¿Qué buscas con esa estrategia?
No lo sé.
En uno de los pasajes, “Albañilería filosófica”, estableces una dialéctica entre la escritura de Reinaldo Arenas y Fidel Castro. Esa crónica transcurre, precisamente, en el noventa cumpleaños del dictador. Allí dices que la literatura de Arenas es castrista no solo en el fondo, sino también en la forma. ¿Puedes explicar un poco ese gesto o ejercicio?
Es solo una teoría. Comienza con la pastoral de Bestial entre las flores, que trata de la infancia del dictador, o del autor. Continúa con Celestino antes del alba, donde el monstruo aparece formado. Sube a la montaña y participa brevemente en la lucha de la Sierra Maestra, y allí recibe su maestría. Más adelante hay un baño ritual en uno de los cuentos de Termina el desfile, cuando se limpia de tierra roja, se pone su camisita de guinga, y entra a La Habana casi al mismo tiempo que los barbudos y los campesinos, en su primero de enero particular. Luego está la guerrilla del Parque Lenin, la clandestinidad, el falocentrismo, la carta de despedida en la que Fidel es su ángel exterminador, y el hundimiento de la isla en el mar, en El color del verano. Hay también una cierta plebeyez estilística.
El asunto se hubiera resuelto si la revolución, en lugar de extenderse por toda la isla, hubiera quedado confinada a la provincia de Oriente. Quizás un Oriente independiente era todo lo que se necesitaba: cultura y nación separadas, con las que el resto de nosotros, los occidentales, no tuviéramos nada que ver.
Oriente debería ser cercenado del cuerpo nacional, quizás desplazando hacia el este la trocha de Júcaro a Morón. Abandonarlo a su suerte, separarlo de la unión. Reinaldo Arenas, Fidel Castro y Cabrera Infante, representan lo que yo llamaría «el problema oriental» en la cultura cubana.
¿El “problema oriental”? Explícame un poco esa teoría. Es racista, ¿no?
Creo que confundes jingoísmo con racismo. Hablo de un guajiro, un gallego y un mestizo orientales. Pudiera añadir, para hacer la relación todavía más diversa, el nombre de Fulgencio Batista. Algunos creían que era griego, otros que era taíno, y aún otros, que era colombiano. No es, como puedes ver, un asunto de razas. El racismo es un hoax (truco), y en los Estados Unidos ya existe la expresión sarcástica: «Uh, that’s racist!«, que indica exactamente lo contrario.
El libro produce otro tipo de memoria sobre la Cuba actual. Cuestiona, a partir de contrastes, el turismo ideológico, las narrativas afectivas y económicas del engagement, producidas durante la administración de Obama. Es una suerte de ruido si lo comparamos con otras escrituras recientes de académicos e intelectuales que utilizan la nostalgia como centro de los relatos. Me gustaría que hablaras un poco de ese posicionamiento como escritor y como testigo.
El colombiano Ernesto Londoño, del New York Times, fue nuestro hombre en La Habana, el agente de influencia de Barack Obama. Ahora está en Brasil, en el segundo frente anti-Bolsonaro. El engagement fue una historia muy sórdida que nadie ha querido tratar en detalle, y en la que entraron las negociaciones de paz de Colombia y la conversión de los guerrilleros en candidatos. También, el perdón de los Cinco Espías, la colaboración de las brigadas médicas cubanas y norteamericanas en una conveniente epidemia de ébola en Liberia, en el año 2014. La entrevista de Jeffrey Goldberg para The Atlantic, en la que Fidel Castro afirma que ‘un judío es un pájaro negro’ y se echa a la Knéset en un bolsillo; toda una judería movilizada a favor de la campaña publicitaria de renormalización del castrismo, con Karl Lagerfeld y Annie Leibovitz como productores.
Néstor Díaz de Villegas junto a su esposa Esther María, en el aeropuerto de La Habana. 2016.
Es también el momento desafortunado en el que Rafael Rojas denuncia «los mecanismos de boicot y obstrucción de la normalización diplomática», y exige el normal desarrollo del sainete político. ¿Quién puede volver a creer en la clase intelectual cubana? Rafael llegó a afirmar que «así como la oposición subordina su activismo al boicot de la normalización diplomática, el gobierno cubano reprime para afirmar su soberanía en medio de las negociaciones», algo digno del peor Bruno Rodríguez. Estuvimos a punto de otorgarles a los generales de GAESA una línea de crédito del Chase Manhattan, con Rojas & Rojas cortando la cinta del primer banco consolidado. Arturo López Levy tenía asegurado el puesto de gran gaón de las Diáspora(s), mientras su tío Luis Alberto Rodríguez López-Callejas, un cruce de Míster Burns con Rico MacPato, departía con la realeza de Hollywood en el condo de Robert de Niro. El Cuban reset fue una canallada sur toute la ligne; en cambio, las políticas de Trump han sido una especie de glasnost.
Es curiosa tu respuesta. En una de mis indagaciones agradeces a los “dialogueros” de 1979 que buscaban el fin del embargo y que contribuyeron a sacarte de Cuba; pero tienes una lectura diferente con respecto al “deshielo” que se produjo con la administración de Obama. ¿Puedes explicar tu posición?
En el primer caso se buscó la liberación de los prisioneros y se lograron ciertas concesiones importantes. Recuerda que había gente presa desde 1959. Aún así, dentro de las cárceles hubo quien se opuso a las negociaciones. Eran políticos cujeados, con gran experiencia y memoria. El desenlace de aquel diálogo fue el golpe bajo del Mariel, que ponía un abrupto punto final al tan sobrevalorado descontento popular. Pero la respuesta del exilio histórico y la administración Carter a la profunda crisis del castrismo fue el más grande faux pas de la historia diplomática, militar y humanitaria de los Estados Unidos.
En el segundo caso, las conversaciones fueron secretas, casi una conspiración papal. Se concedió todo y no se logró absolutamente nada. Se barrió a un lado a la oposición, que para entonces estaba organizada dentro de Cuba y era el único interlocutor confiable, no un comité de chupatintas de universidades Ivy League. Durante el Cuban reset no se negoció con un filántropo de la talla de Bernardo Benes, sino con la oligarquía cabeza hueca del exilio, que carecía de autoridad moral para hacerlo. El objetivo era convertir a Cuba en otro Vietnam, y algunos estaban dispuestos a sacrificar a la oposición con tal de conseguirlo.
Algunos creen, efectivamente, que el “deshielo” es un modo de fracturar la hegemonía del Partido Comunista y que contribuiría a empoderar a algunos sectores. La Historia o la propia práctica desmontó en muy poco tiempo esa tesis. Creo que “normalizar” una dictadura es muy problemático y atenta contra los cambios que tienen que producirse desde dentro. Además, favorece un tipo de transición postsocialista que no conducirá a la democracia, sino que marcaría más el futuro de Cuba como república bananera, desmemoriada y gobernada por militares. Pero… ¿comparar a Gorbachov con las políticas de Trump hacia la isla no te parece un poco arriesgado? Me gustaría que argumentaras esa idea.
No sé por qué se insiste en que los cambios deben venir «desde dentro».
¿En qué momento han ocurrido cambios «desde dentro» en la historia de Cuba?
¿Cuando lo de Narciso López y sus filibusteros?
¿Cuando el Presidente virtual de nuestra nación zapateaba las calles de Manhattan hablando en espanglish y comiendo frankfurters?
¿Cuando Estrada Palma echaba otro tronco en la estufa de su casita de White Plains?
¿Cuándo los soldados negros de 10.o Regimiento de Caballería del Ejército de los Estados Unidos nos regalaron la soberanía en las Colinas de San Juan?
¿Cuando el Che terminó su segundo viaje en motocicleta, embarcó en el Granma y descubrió a Cuba?
¿Cuándo los gallegos Menoyo asaltaron el Palacio Presidencial en 1957 y Alberto Bayo introdujo la Segunda República Española en La Habana?
Para una nación con el 27% de la población en el exilio, donde se concentra la mayor fuerza productiva del país, que envía 7.000 millones de dólares anualmente a los internados en el penitenciario, ¿tiene sentido hablar de colonialismo? ¿No sería más serio hablar, como lo hago en mi libro, de tributación con representación? Yo le temo más bien al colonialismo cultural argentino y a la apropiación cultural chilena, que han creado paradigmas políticos excluyentes, una serie de dogmas históricos ad hoc y una escolástica de la dictadura en el Cono Sur que nos impactan seriamente.
¿Podrías explicar esa idea sobre el colonialismo cultural argentino y la apropiación cultural chilena?
Abel, me refiero al colonialismo cultural de países como Argentina y Chile, que se apropian del imaginario, de la narrativa de la dictadura militar, de la represión, o de las desapariciones en Latinoamérica. Cuba es una dictadura militar, pero en el relato global no aparece representada como tal.
En cambio, las políticas de Trump han desencadenado una gran transparencia, el más enérgico debate en los medios sociales, y un saludable reality check. Ahora vemos claro que, de un lado, está la junta de generales que juegan al Monopolio, y del otro, el resto de los cubanos.
El problema del embargo resultó ser otro hoax, algo que sabíamos desde hace medio siglo. Ni Barack Obama ni John Kerry entendieron el chiste del bloqueo. Hay dinero de sobra, hay piscinas llenas de doblones, solo que no para reparar calles ni construir viviendas. Los generales están nadando en dinero, y mientras más ganan, más quieren.
La tan repudiada economía del derrame, o trickle-down economics, que los latinoamericanos aborrecen, sería algo fabuloso para Cuba, pues ni una sola migaja caerá jamás de la mesa de los generales. ¿Necesitamos que sea la política exterior norteamericana quien los convenza de que los buenos muchachos comparten sus juguetes? Estamos demasiado tarajalludos para los infantilismos de izquierda.
Por otro lado, ¿qué consecuencias tuvo en el campo de la memoria, la política de Barak Obama hacia Cuba?
Creo que sentó un moderno precedente de acción unilateral por parte del gobierno de los Estados Unidos, que torcía una vez más el destino de Cuba por decreto imperial. Somos tan desmemoriados que fuimos incapaces de hacer las conexiones entre John Kerry y Sumner Welles, o entre Ben Rhodes y Carleton Beals. En fin, ¿para qué hibernar en el machadato? En ese campo, la principal consecuencia de la política de Obama hacia Cuba es mi libro, pero esto es algo que no me corresponde decir a mí, sino a las futuras generaciones de lectores.
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– @asierramaderoNotas:
[1] Con la “W” se conocía a las emisoras de radio de onda corta de Estados Unidos, cuyas señales llegaban a Cuba. Muchos jóvenes sintonizaban esas frecuencia para escuchar la música que estaba prohibida en la Isla.
[2] Mayimbe es un vocablo que recuerda la estructura de poder del cacicazgo. El mayimbe es el el jefe. Así se le conoció también al dictador Fidel Castro.
[3] Con las siglas G2 también se conoce al Departamento de Seguridad del Estado.
[4] Planta procesadora de concreto u hormigón.
Hasta hoy, no sé quién me delató: Juan Manuel Cao
Entrevista con el periodista y escritor Juan Manuel Cao, presentador del programa El Espejo (América TeVé), quien estuvo encarcelado en Cuba bajo acusaciones políticas cuando era aún muy joven. Cao padeció la dureza de los interrogatorios, el empleo de la psiquiatría como forma de tortura, y la cárcel. De todo ello conversa con Abel Sierra Madero.