Aunque éramos pocos pasajeros, la azafata nos dijo que debíamos respetar los asientos asignados para mantener el equilibrio de la nave.
“En caso de amerizaje”, explica con una voz hipnótica y serena, “el chaleco salvavidas tiene un silbato”. (Por un segundo intento recrear la situación: el avión cae al mar en el Estrecho de Bering, se hace pedazos, todos mueren excepto yo, tengo 10 minutos antes de la hipotermia, un ataque de tiburón o la muerte por agua, y los dilapido con un silbato…).
Inmediatamente, casi todas las mujeres abordo se persignan. La mayor parte de las rusas se refugiaron en Dios sin creer realmente, solo porque Dios era preferible al capitalismo.
Me tocó el asiento 22, al final de la fila derecha, donde el respaldo no puede reclinarse. Frente a mí —los aviones de hélice que cubren el trayecto Anádyr-Kivak, en la Siberia, solo tienen dos filas— está sentada una mujer joven, leyendo.
Es una mañana radiante de otoño, o si lo prefieren ustedes de invierno, da lo mismo: afuera hay -19 grados.
El pelo largo de la chica le cae por los dos lados de la cara, ocultando su perfil. No hay modo de saber si es más o menos bonita. No alcanzo a ver si tiene el aire felino de las uzbecas de iris negro o los rasgados ojos ocre de las kirguizas. Tampoco si tiene los labios carnosos de las kazakas o la boca orlada de las tártaras de Crimea. Y mucho menos si es cierto lo que dicen sobre la sensualidad de las tadjiks de piel azul.
Pero eso no importa ahora. Lo deseable, de entrada, no es la chica en sí misma, sino la postura que adopta, la situación erógena que protagoniza: eso de estar allí sentada, casi silvestre, absorta en su lectura, columpiándose en el tiempo. Un tiempo suspendido entre la hora fugitiva de esta mañana en el aeródromo de Anádyr y la hora recuperada en la que transcurre la acción del libro que está leyendo.
La literatura rusa es bastante pródiga en mujeres que leen la historia de su propia vida en alguna novela: pienso en Nastasha Filippovna, la femme fatale de El idiota (Dostoievski), o en Anna Karenina, leyendo una novela cuya protagonista se suicida lanzándose al andén. Meses después y sobre el final del libro de Tolstói, Anna terminará su vida de la misma manera. Alguien que lee novelas sobre mujeres suicidas es alguien que lee mucha literatura rusa. (Paradoja: aunque el diagnóstico de depresión en Rusia es dos veces más alto en las féminas, la tasa de suicidio es tres veces más alta en los hombres).
Desde donde estoy no alcanzo a ver el título del libro, pero sí se distingue, bien grande, la foto del autor. O de la autora. Pongamos que se trata de Ignacio Ramonet, o de Eva Golinger, como ustedes prefieran. De pronto, el encanto se ha quebrado. Me siento como Ronaldo Luiz Nazário de Lima, el célebre futbolista brasileño, al descubrir que Andréia Albertini, la prostituta que se llevó a la cama una noche cualquiera de abril hace algunos años, es en realidad un travesti.
Decepcionado.
En este mismo momento la chica levanta su vista del texto y me encara con cierta curiosidad. Es hermosísima. Ya saben lo que dicen: durante tres cuartas partes de un siglo, el sexo fue la única distracción de las rusas —junto con el vodka y la delación—: el resultado es una sensualidad única en el mundo.
Pero la situación que protagoniza —como un cuchillo en la oscuridad— ya no es nada erógena. ¿Por qué? El avión de hélice, el frío ártico y los pasajeros son los mismos. ¿Por qué? Se trata de una premonición. Bueno, en realidad, de algo más que eso: de un juicio, más bien; y no solo estético, sino también intelectual e incluso sexual.
Es complicado de explicar. Lo de menos, llegados aquí, es el nombre concreto del autor o de la autora, al que la muchacha lee. (Aunque da cosa que una chica tan atractiva desperdicie su tiempo leyendo a Ramonet). Lo determinante es que, al descubrir ese nombre, la acción de leer, considerada hasta ese momento en abstracto, se ha llenado de contenido. La atmósfera se ha cargado de consignas, de anécdotas ridículas o directamente cursis, de estadísticas fáciles o directamente falsas, de alucinaciones.
(La historia conspirativa más hollywoodense sobre la muerte de un presidente —más delirante que las novelas de Stephen King (22/11/63) y Don Delillo (Libra) sobre el asesinato de Kennedy—, se le ocurrió a Eva Golinger, la “abogada, escritora e investigadora estadounidense nacionalizada venezolana por matrimonio y jus sanguinis” —según la Wikipedia. Un thriller que involucra a Hugo Chávez. Todo comienza con una silla irradiada. En la ciudad de Nueva York, durante la visita del presidente venezolano a la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre de 2006, alguien —un funcionario norteamericano involucrado en el apoyo logístico para el evento—, proporcionó una silla con altos niveles de radiación para que Chávez plantara su bolivariano culo. Así empieza. Como El Guardaespaldas, Game of Thrones, y Los ángeles de Charlie, todas esas películas juntas, mezcladas en una).
Una música dulzona y panfletaria —el libro leído es Cien horas con Fidel— se ha apoderado de la escena, estropeándola.
La estampa de la chica leyendo sigue siendo la misma, pero su contenido, como se viene diciendo, es distinto: castrante. O mejor dicho: castrista. (Los cubanos padecemos en muchos sentidos ese síndrome de Munchausen que hace que la gente intente convencerte de que estás enfermo para poder aferrarse a ti durante más tiempo. El Estado, por ejemplo, intenta convencernos de que somos alérgicos a distintas cosas a las que no somos alérgicos).
Esa misma muchacha, sentada en un avión, leyendo sobre el mar de Bering constituiría una escena de una belleza inapelable. Pero tuvo que meterse Fidel.
Hay una moraleja en todo esto: leer, como ir al cine o ver la televisión, asistir a un concierto o masturbarse, no constituye por sí misma una buena acción. Ni siquiera —como en este caso— una opción recomendable.
Leer te desfigura.