Se sabe: Cuba asfixia a los cubanos cada cierto tiempo. Los estrangula. Los hace afeitarse con vinagre, como escribió alguna vez Pere Gimferrer de Enrique Lihn.
Quedarse aquí, dicen algunos, va dejando poco a poco de tener un sustento epistemológico, como decir “que fea esa ola”. Algo que no se entiende bien, que parece un chiste, y además lo es. Pienso eso mientras leo que desde 2012 más de 100.000 cubanos se largan de aquí —de la peor manera posible: atravesando ilegalmente Centroamérica— porque dicen no comprender las extrañas señales de vida del presente. Bien por ellos, aunque no es tan raro.
Estamos rodeados de gente que huye del país porque se les hace chico, porque quieren mejorar económicamente, porque en el mundo laboral cubano la realidad se estructura en el formato de la novela picaresca, porque se hartan de la práctica cotidiana del obstáculo y de la postergación, porque supuestamente —claman algunos Avatars de la disidencia— no se puede leer en Cuba, escribir en Cuba, hacer arte en Cuba, vivir en Cuba.
Porque este, como me dijo una novelista cubana, que salió corriendo de acá en los noventa —y de la que nadie se dio cuenta que volvió después—, este es un país de carneros. (“El socialismo cubano se parece demasiado a un internado en un sentido y demasiado a una iglesia en otro”, escribió Christopher Hitchens en “La Habana versus Praga”.)
Puede ser. Durante mucho tiempo escuché la expresión “moral de rebaño” para describir ciertas conductas nacionales. Puede que el peso de la Historia, aquella fuerza ineludible que venimos sorteando desde 1959, golpee a algunos en la cara y no les quede otra que decirse —como un mantra— que no soportan más, que se quieren pirar de aquí, que están hartos de la maldita circunstancia ideológica por todas partes.
Pero también es cierto que hay mucha gente que está a años luz de hacerlo. Que se queda. Que lidia con sus plegarias mal atendidas. Que se encierra en sus casas a beber orina. De hecho, hay gente que obtiene más dividendos en decir que se va que en irse de verdad, porque se profita, de paso, y muchos viven de esa autocomplacencia de sentirse genio en un país de iletrados, lobo en una patria de ovejas. Es complejo.
“Si te quedas en los EE. UU.”, me dijo una amiga escritora residente en Miami, “ninguna universidad gringa te vuelve a invitar a nada. Para ellos, importas más estando en Cuba”.
Nunca vivir aquí fue tan lucrativo, tan Benetton.
Pero irse del todo, se sabe, va siendo para muchos una medida radical e innecesaria. Hay que tener para eso valentía, desesperación o estupidez. Implica quemar pasaportes, libretas de direcciones y tarjetas de felicitación de amigos. Significa pensar la lengua literaria en su desnudez, despojada de los efectos especiales de la nacionalidad, de aquellas franquicias del gremialismo ilustrado local.
En la biografía de Sherwood Anderson que realizó Kim Townsend, el autor sostiene que Anderson escribía tan bien sobre el norte de Ohio porque hacía mucho tiempo que no vivía allí y se había olvidado de todo. Anderson inventó Ohio. En el caso cubano, habría que preguntarse hasta qué punto esa “invención” —recomiendo una hojeada a José Martí: la invención de Cuba, de Rafael Rojas— ha sido para nosotros un ejercicio de radicalidad estética y no un sistema domesticado de ensoñaciones.
Gustavo Pérez Firmat lo deja claro en Cincuenta lecciones de exilio y desexilio: “En mis libros nombro a Cuba obsesivamente y sin embargo me cuesta trabajo escribir ‘mi país’. Cuba se ha convertido en otra cosa: un ámbito, un ambiente, un lugar sin límites que pueblo con palabras, imágenes, fantasías, obsesiones, fantasmas, mentiras. Los cubanos de verdad también mienten, pero sus falsedades se revisten de geografía —de calles y lomas y árboles y adoquines y fachadas y pasquines y tardes de sol”.
(A veces tengo la impresión de que escribir sobre Cuba es, para algunos, como el estudio de internet con puras explicaciones conceptuales, sin tener acceso a una computadora. Memorizar qué es una interfaz, un link, un giga, aprender instrucciones de navegación para aquello que solo se conserva en la memoria.)
Otros son itinerantes. Mejor huir por una temporada corta para que el resto note con la ausencia de lo que se pierde. Desean más bien que alguien se acuerde de ellos; mientras reciben un poco de cariño, al fin y al cabo. Así, el extranjero como tal, importa bien poco porque están pensando en cómo andará por acá la canalla literaria, que qué será de este y de este otro y se acordarán de mí y cómo los amo y los odio a todos y todo eso. Los psiquiatras tienen un nombre para eso: Síndrome de Ulises. Es una especie de desexilio. La pesadilla de Wendy Guerra ya no es Todos se van, sino Todos vuelven.
De este modo, las imágenes del afuera terminan siendo para ellos a lo más fotogramas rotos que los devuelven tristemente a casa, atándolos a un habla —ese extraño acento que es la literatura cubana— que desesperada e infructuosamente quieren dejar de pronunciar.
“No en balde partir es romper”, vuelvo a la carga con Firmat, “por más que lo intento, no me acostumbro a decirle azulejo al bluebird que se posa afuera de mi ventana”.
Afortunadamente —por los libros de Rafael Rojas, de Ponte, de Gustavo Pérez Firmat, que son bandas sonoras de películas que no existen—, yo no creo en el exilio. “Sobre todo no creo en el exilio” —como afirmó Roberto Bolaño en un discurso en Viena— “cuando esta palabra va junto a la palabra literatura”.