A estas alturas, que Reina María Rodríguez tenga prohibido publicar en la Torre de Letras Los años de Orígenes (Monte Ávila Editores, 1979), de Lorenzo García Vega, es síntoma de una tendencia lamentable: para cierto sector de la campiña institucional cubana, es preferible una cultura que evite el más mínimo riesgo, experimentación o disenso. Ahí, cualquier tentativa crítica o de memoria “no autorizada” —incluso si vienen avaladas por dos Premios Nacionales de Literatura como García Vega (1952) y RMR (2013)— son deslices vetados por funcionarios sin la menor idea de la palabra “estética”. (Hay cierto morbo en Cuba con aquel mantra de Lenin de que la “ética es la estética del futuro”.)
La prohibición reafirma una idea que flota en nuestro país desde siempre: la libertad estética termina en el momento en que muerde la mano y pone en aprietos al funcionario estatal de turno. Por ahí está el ejemplo de Roberto Zurbano, cuyo artículo sobre el racismo en Cuba —publicado hace algunos años en The New York Times— fue motivo de su destitución como director del Fondo Editorial de la Casa de las Américas.
Pero volvamos a Los años de Orígenes. Para ese sector, la obra de Lorenzo García Vega es insoportable o desdeñable (no saben muy bien qué hacer con títulos como Espacios para el huyuyo o Erogando trizas donde gotas de lo vario pinto) y Reina María Rodríguez tal vez sea una poeta fatigosa que se niega a jubilar. Ahí, son mejores los ensayos antinflamatorios de José Antonio Portuondo y la Mirta Aguirre normalista. Más fácil trabajar con Guillermo Rodríguez Rivera, que no anda metiendo las manos en los latones de basura de la historia.
(Cuando Leonardo Padura advierte como un logro: “he conseguido que todas mis novelas se publiquen en Cuba y sin que se les cambie ni una palabra” —algo que a mí me suena a una especie de Síndrome de Estocolmo—, ¿a qué oscuro comisario cultural, encargado de aprobar la publicación del manuscrito, se está dirigiendo? Sería magnífico nombrar a ese sujeto.)
Para ese segmento de la élite de turno, la literatura no debe jugársela por nada y nunca es una indagación en nuestra confusión cotidiana. Hay conformismo ahí, pero también fobia al qué dirán, a la infracción, a perder el estatus que se tiene. Pavor a llevar la contra. En momentos así uno recuerda páginas de El estante vacío y se pregunta si Rafael Rojas tenía razón cuando señalaba —hace casi una década— que los cubanos hemos sido sometidos a una especie de “aduana ideológica” donde el Estado es el único editor. Y no es broma: nos vendieron la idea de lo literario como una suerte de partido político único. Pienso de este modo, en ciertas “ineficiencias” del Diccionario de la literatura cubana (bautizado por Severo Sarduy como Historia local del descaro) que siempre pesan sobre los escritores de la diáspora. Ejemplo al azar: Roberto González Echevarría no existe. Fue bloqueado. Desapareció. Los informáticos tienen una palabra para eso: firewall. Guste o no, la política editorial cubana tiene ese tono de antivirus, como una especie de Kaspersky que, de pronto y sin aviso, se activa y esteriliza todo, eliminando autores “peligrosos”, notificando “sospechas”, localizando intrigas palaciegas. Porque no hay día en que no aparezca o desaparezca alguien en la cuarentena de la literatura cubana.
(Cuando Leonardo Padura advierte como un logro: “he conseguido que todas mis novelas se publiquen en Cuba y sin que se les cambie ni una palabra” —algo que a mí me suena a una especie de Síndrome de Estocolmo—, ¿a qué oscuro comisario cultural, encargado de aprobar la publicación del manuscrito, se está dirigiendo? Sería magnífico nombrar a ese sujeto.)
Entre tanta defensa de la nación, entre tanto dele que suene al patrimonio cultural made in Cuba —que en realidad está más disfrazado que una drag queen—, el firewall contra el ensayo cubano de la diáspora permanece. El ejemplo más tremendo es el libro de García Vega. (También podría deslizar el nombre de Iván de la Nuez que, para decirlo rápido y mal, permanece inédito en Cuba.)
Comprender nuestra política editorial no es posible si no es por cansancio, por renuncia, por estupidez. No entraré en el tema de la calidad literaria de Los años de Orígenes, los libros buenos siempre tienen algo de inexplicables, más que los malos. Son buenos, y punto.
Así mientras las librerías cubanas agonizan, el Instituto Cubano del Libro, en vez de crear una piel nueva, de rectificar una política macabra y publicar de una vez y para siempre Los años de Orígenes, exhibe una musculatura cansada donde apenas corre la sangre.
En un país donde se publica muchísimo —contrario a lo que muchos piensan: desde odas a la ciudad escritas en servilletas, hasta lineamientos— no aparece este libro esencial. Nuestras editoriales se ceban con moringa. Y después dicen que la conspiración no es el único modo de pensar la cultura nacional.
Así mientras las librerías cubanas agonizan, el Instituto Cubano del Libro, en vez de crear una piel nueva, de rectificar una política macabra y publicar de una vez y para siempre Los años de Orígenes, exhibe una musculatura cansada donde apenas corre la sangre. La misma Reina María Rodríguez no sabe qué pasa, dónde se traba la cuestión, cómo quebrar el silencio y la invisibilidad que pesa como un enorme buey sobre Lorenzo García Vega.
(Se sabe: hay autores en la literatura cubana que no se pueden leer si no es estando de viaje, en movimiento, fuera de casa, en otro lugar que no sean los extramuros de La Habana, el extranjero, aquel silencio. Mientras el resto de los viajantes del mundo leen policiales y novelas románticas desechables, libros que dejan en las habitaciones de los hoteles o en las playas, los cubanos —cuando viajamos— leemos buscando vías de alternativas o de iluminación. Lecturas proteicas. El extranjero sirve para convocar a fantasmas o autores que de ningún otro modo hubieran venido. Uno puede exorcizar, por ejemplo, al Mañach de Teoría de la frontera, al Cabrera Infante de Mapa dibujado por un espía, al Reinaldo Arenas de Antes que anochezca, aunque en realidad sea mejor olvidarse de ellos y leer a Ponte o a Iván de la Nuez o a Gerardo Fernández Fe.)
“Sé que la tremenda ambigüedad es lo que me pertenece. Esto no es solo locura, esta invisibilidad me pertenece”, escribió Lorenzo García Vega un par de años antes de morir. Y uno se pregunta al final —y no se responde—, si es que ahí —en lo censurado, en el desprecio, en la invisibilidad— estará siempre el futuro de la literatura cubana como una maldición.