Hace doscientos años el historiador Nikolái Karamzin visitó Francia. Los emigrantes rusos le preguntaron: “En resumen, ¿qué ocurre en la patria?”. Karamzin ni siquiera necesitó dos palabras.
“Roban”, fue su respuesta…
“Conocí a un hombre educado”, cuenta Serguéi Dovlátov en La maleta, una de las mejores novelas de la disidencia soviética, “que robó de su empresa un cubo de mezcla de cemento. Por el camino, la mezcla se endureció, como era de esperar. El ladrón abandonó aquella piedra no lejos de su casa. Otro de mis amigos rompió la cerradura de un punto de agitación. Se llevó una urna electoral. La escondió en su casa y se tranquilizó. El tercero de mis conocidos se llevó un extintor. El cuarto robó del despacho de su jefe un busto de Paul Robeson. El quinto, un anuncio callejero. El sexto, un pupitre de un club de aficionados a la música”. “Con frecuencia”, asegura Dovlátov, “todo esto adopta un carácter metafísico. Hablo de robos misteriosos, sin objetivo lógico conocido”.
En el momento en que escribo esta columna, se han robado de mi patio trasero cuatro metros cuadrados de césped. La imagen habla por sí sola.
El patio de mi casa no es el Camp Nou.
José Antonio Saco lo comprendió bien en su Memoria sobre la vagancia en la Isla de Cuba —un ensayo que para mí define cabalmente, a pesar de haber sido escrito en 1830, la moral cubana del nuevo milenio—, cuando se dio cuenta de que “no hay ciudad, pueblo, ni rincón de la Isla de Cuba, hasta donde no se haya difundido un cáncer devorador”. Saco se refería al vicio del juego, pero en su Memoria… entran también, como en cajón de sastre, la vagancia, la corrupción, la pereza oficial, el crimen y la indolencia rural. El robo. Todas esas tumoraciones que se le han atribuido a la Isla desde siempre. El mérito de Saco está simplemente en decir las verdades más incómodas —algo que los llamados pensadores cubanos han olvidado, en su afán de legitimar el presente de un país donde las ciencias sociales corren desesperadamente para captar fotos turísticas. Es una suerte de incomodidad que se agradece. Los mejores momentos de su Memoria… descansan justamente en el absurdo, en la presencia de un horror nacional, en la imposibilidad esencial de erradicar —a pesar del optimismo de Saco— la vagancia en Cuba.
¿Se preguntan las ciencias sociales cubanas por la relación entre crimen y nación? Casi nunca. Respecto a la respuesta: se me ocurre una excepción notable y una anécdota.
La excepción es Fernando Ortiz, abogado, historiador y antropólogo todoterreno, fan de Cesare Lombroso y autor de Los negros brujos. (Apuntes para un estudio de etnología criminal), donde trabaja literal, tremendista y obsesivamente con el aspecto criminal de la brujería —los asesinatos rituales, la necrofilia, las extravagantes prácticas sexuales— y en su impacto necrosante sobre la sociedad cubana. Hay, por cierto, una distancia demoledora entre ese Fernando Ortiz —que veía a los negros como gente que debía ser “civilizada” para asegurar el bienestar y el progreso del país— y el canonizado. Qué diría un babalawo made in Cuba de esta apreciación de Ortiz en 1906: “casi siempre delincuente, estafador continuo, ladrón a menudo […] profanador de sepulcros cuando puede. Lujurioso hasta la más salvaje corrupción sexual, concubinario y polígamo, lascivo en las prácticas del culto y fuera de ellas, y fomentador de la prostitución ajena. Verdaderamente parásito social, por la general explotación de las inteligencias incultas y por la particular de sus concubinas”.
La anécdota es conocida —y parece Dashiell Hammett versionado por Eduardo del Llano—pero no está de más recordarla: un buen día alguien carga con la estatua del violinista —donada por el Instituto Mozart de Viena— que estaba en la intersección de Línea y G. Robarse una escultura de dos metros… ¿Estamos todos locos? La imagen me volvió ahora que leí la novela de Dovlátov donde la escultura monumental se convierte en la manifestación más conservadora y vigilada del arte soviético. Y la causa es la propia monumentalidad. Se pueden escribir novelas y sinfonías en secreto. Se puede experimentar en secreto sobre el lienzo. Pero ocultar una figura de cuatro metros. ¡Imposible! En pocas palabras, se requiere el reconocimiento oficial. Y, por supuesto, confianza total. De experimentos, nada… Hay algo en la monumentalidad. Algo político.
(En un mundo perfecto o por lo menos más interesante, el robo de la estatua de Línea habría sido perpetrado por la facción más fundamentalista de los escultores cubanos —una tropa dispuesta a protestar contra el naturalismo imperante, y no por un grupo de rateros dispuestos a convertirla en andariveles de plomería.)
“Una vez visité el taller de un famoso escultor”, cuenta Dovlátov en La maleta, “por los rincones se veían sus trabajos inconclusos. Reconocí fácilmente a Yuri Gagarin, Mayakovski, Fidel Castro. Los observé y me quedé de una pieza: todos estaban desnudos. Totalmente desnudos. Con traseros bien esculpidos, órganos sexuales y musculatura en relieve.
El terror me dejó congelado en el lugar.
—No se asombre —me aclaró el escultor—, somos realistas.
Primero esculpimos la anatomía. Después, la ropa…”
Y se me ocurrió pensar en esos horrorosos vaciados en yeso de José Martí que hay en cada rincón de la Isla de Cuba. Rafael Rojas escribió hace muy poco sobre esta omnipresencia, literalmente, de los bustos martianos. No me atrevo a aventurar una cifra, pero ¿cuántos bustos de Martí se fundirán al año? La demanda es inagotable. Un escultor experimentado puede esculpir a Martí a ciegas. O sea, con los ojos cerrados. Cuando una vez le preguntaron a José Alberto Figueroa sobre la imagen que más esfuerzo le había costado lograr, el fotógrafo cubano respondió: “Sí, claro, la de los bustos de Martí. Yo estaba haciendo un trabajo en una fábrica donde está hoy la tienda de Carlos III. Entre otras cosas, allí se producía bustos. Un día vi muchos bustos de Martí y quise fotografiar la escena, pero el administrador del lugar no me lo permitía y cuestionaba mi interés”.
Pero me desvío. Me sacaron cuatro metros de césped del patio. No tenía sentido denunciar el robo. Pero, por supuesto, lo denuncié.
“¿Césped? ¿Lo que le robaron fue hierba?”, me dice el policía como si acabara de proponerle que bailáramos desnudos.
“Lamentablemente, sobre el césped es casi imposible seguir las huellas”, me dice el tipo y pensé de pronto que estaba hablando con Pocahontas, ¿dónde ha quedado todo aquello de la técnica canina?
Adelantándome un poco diré que el césped nunca apareció. Pero en el camino a la Estación de policía, me enteré de otros robos insólitos made in Cuba. Está, por ejemplo, el robo de señales de tránsito, el hurto de las ruedas de los contenedores de basura, el robo de herrajes en los baños de los hoteles, el robo de tierra (tengo un amigo que un buen día despertó con un cenote en el jardín); el robo de las barandas de seguridad de los puentes elevados, de tomacorrientes en los hospitales… Y el más insólito de todos, el robo, por así decirlo, nacional: el robo de tiempo.
Perdemos tiempo pensando que las cosas van a cambiar, que ahora sí, que el próximo año será mejor…
Perdemos tiempo recorriendo librerías: es inútil, el libro que buscas nunca está ahí.
Perdemos días enteros en casi cualquier trámite que involucre a una institución estatal.
Perdemos alrededor de 15 minutos después de cualquier cena, almuerzo, etc.; todos los camareros cubanos demoran aproximadamente eso en traer la cuenta.
Perdemos un mínimo de tres horas diarias esperando el transporte público.
Perdemos tiempo tratando de entender la economía nacional. Ya conocemos las canalladas de nuestras tiendas de recaudación de divisas, donde una computadora ordinaria cuesta casi cuarenta veces tu salario del mes. La gran matemática del socialismo.
Tal vez por eso Eliseo Diego escribió en “Testamento”, especialmente para los cubanos: “Les dejo el tiempo, todo el tiempo”.