En los años que he enseñando la asignatura de Historia de África a nivel universitario siempre ha habido un tema en la trágica historia de ese continente que ha impactado e indignado a mis estudiantes por encima de todos: el genocidio de Ruanda de 1994.
Este genocidio —una tragedia que exterminó aproximadamente 70 % de la población de origen Tutsi en solo cien días— fue llevado a cabo por un gobierno hegemónico de la etnia Hutu, que, mediante discursos de odio, impulsó a una parte de la población a exterminar a la otra. Más de un millón de personas asesinadas fue el resultado.
Para mis estudiantes, que viven en democracias, el tema de los genocidios ha sido siempre un asunto ajeno a sus realidades. Incluso para mí, un exiliado proveniente de una dictadura brutal y omnipresente como la cubana, la ocurrencia de un genocidio en mi país de nacimiento era impensable.
Todo cambiaría en la noche del 11 de julio de 2021, cuando después de haber seguido las noticias sobre múltiples protestas pacíficas a lo largo del día en toda Cuba, escuché la transmisión en vivo del discurso del presidente cubano Miguel Díaz-Canel. De sus declaraciones, donde comenzaba a descalificar las protestas como obra de manipuladores y mercenarios, una frase me puso en alerta.
Escalofriante, mencionaba que los protestantes tendrían que pasar por encima de sus cadáveres —los del Gobierno y sus seguidores—, que el Gobierno estaba dispuesto a todo y no admitiría que ningún mercenario y contrarrevolucionario provocase un estallido. De manera clara convocaba a todos los “revolucionarios y comunistas” a enfrentar en las calles estas manifestaciones en modo de combate.
Terminada la alocución, me cruzó el pensamiento de que ese hombre estaba llamando a la gente a algo que me sonaba muchísimo a un terror genocida. Las palabras de Díaz-Canel me recordaron inmediatamente las declaraciones incendiarias de Théoneste Bagosora, el líder de facto del gobierno hutu ruandés que planeó, impulsó y ejecutó el genocidio en el país africano.
La diferencia entre Bagosora y Díaz-Canel es que el presidente cubano no es el máximo encargado de la toma de decisiones en la Isla y que no había hecho un llamado a una campaña de terror de tipo étnico, ni siquiera por orígenes raciales o nacionales, sino a una campaña de violencia generalizada que se enfocaba en motivos políticos.
Según la caracterización originaria de Raphael Lemkin, las causales de tipo político no están incluidos en el concepto clásico de genocidio; definido después por la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y el Castigo del Delito de Genocidio como aquellos actos cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo en función de sus orígenes nacionales, étnicos, raciales o religiosos.[1] Esta definición clásica ya ha sido considerada por muchos teóricos importantes sobre el tema como inadecuada y obsoleta —entre ellos Richter, Stein, y Izenberg— por lo que desde la academia se ha pedido insistentemente en ampliar el concepto hacia lo que se ha denominado como terror genocida, que incluye una gama más amplia de causales, como orígenes políticos, de género y orientación, como fuentes de acciones genocidas.[2]
Estaba consciente que el llamamiento de Díaz-Canel contenía elementos suficientes para intuir una incitación a la comisión de actos de terror por motivos políticos contra una población civil pacífica que, si bien no correspondía a lo establecido por el Estatuto de Roma como genocidio, sí cumplía con los preceptos de un concepto más amplio y actualizado, como el de terror genocida. Sabía, además, que el llamado a incitar acciones violentas que podían conducir a un terror genocida no era una decisión que emanaba de él, sino de Raúl Castro. De sobra, sabía que Raúl —un hombre sanguinario, carente de empatía y con una voluntad firme de mantener su control absoluto y el de su familia sobre toda la Isla— podía tomar la decisión, sin dudarlo, de masacrar a la población cubana.
Por la voz de Díaz-Canel, usada como un megáfono con dicción deficiente de la voluntad de Raúl Castro, se incitaba abiertamente a individuos y grupos a realizar acciones violentas y criminales contra manifestantes pacíficos, utilizando elementos que han sido aplicados por aquellos que a lo largo de la historia han instigado violencias conducentes a genocidios.
Acá aplicaban las tristemente célebres “5 D”: deshumanización, demonización, deslegitimación, desinformación y desconocimiento deliberado de las atrocidades cometidas en el pasado contra aquellos a los que se ha dirigido la violencia genocida; en este caso hacia aquellos en Cuba considerados como “enemigos” de la Revolución.
Me quedaba claro que la incitación a actos violentos por sí solos no conducía necesariamente a la perpetración de acciones atroces que se pudiesen caracterizar como terror genocida. No obstante, me preocupaba que la estructura represiva a la que estaba dirigido este llamado a la violencia sectaria —camuflada con un sentido ideológico y patriótico— había estado programada y condicionada por un adoctrinamiento previo y por muchas incitaciones repetidas a la destrucción y aniquilamiento hacia esos que, a lo largo de la historia del totalitarismo castrista, han sido llamados de múltiples maneras: gusanos, escorias, traidores, mercenarios…
La noticia del corte de la Internet en todo el país me produjo más intranquilidad. La falta de noticias pronosticaba un final nada feliz a las protestas. En la mañana siguiente, a cuenta gotas, comenzaron a llegar noticias nada alentadoras: enfrentamientos entre paramilitares y fuerzas de seguridad del régimen contra manifestantes, reportes de baleados, golpeados, detenciones masivas, terror en general. ¿De verdad serían capaces de masacrar a su población?, fue la pregunta que repetí incesantemente durante todo ese largo día.
Llegada la noche, 24 horas después de la alocución de Díaz-Canel, la información proveniente de la Isla comenzó a fluir lentamente. Fueron poco felices. Las protestas habían sido brutalmente aplastadas y las calles solo mostraban conatos esporádicos de protestas, muy lejanos a las masivas manifestaciones del día anterior.
Las imágenes, en videos y fotos, eran terribles: un hombre baleado en su casa por la policía, jóvenes reclutados a la fuerza en formación militar armados con palos, uniformados tiroteando multitudes, grupos numerosos de mujeres fuera de una estación de policía indagando por familiares detenidos, desapariciones forzadas, muchas. La amenaza del uso del terror genocida por parte del régimen había funcionado.
Las malas noticias del aplastamiento de la movilización popular —con sus cientos de detenidos, desaparecidos, golpeados y heridos— se compensó con la supuesta ocurrencia de pocas muertes —oficialmente solo una—. Por fin, la información que iba llegando confirmaba que no había ocurrido ningún evento que pudiere catalogarse como terror genocida; aunque se había llamado a acciones que pudieron haber conducir a uno. No obstante, sí parece que ocurrieron crímenes de lesa humanidad, si bien gravísimos, motivos de un análisis diferente.
¿Qué habría pasado si la población hubiese seguido en la calle, si el llamado claro y contundente a un terror genocida no hubiese detenido la voluntad de los que protestaban? ¿Qué podría pasar si estas protestas llegaran a repetirse?
Por mis clases sobre Ruanda he leído bastante sobre lo que los estudiosos de los temas sobre genocidio denominan “señales de alerta temprana” para su ocurrencia, las cuales examinan los factores que pueden desencadenar los actos de violencia que los propician. La mayoría de estas investigaciones han desarrollado un modelo de predicción que ha integrado el “discurso peligroso” —o la incitación a la violencia— a las ideologías detrás de ellos.
Para Ernesto Vendeja, una de las autoridades más importantes en el estudio del tema, los indicadores de alerta temprana de los modelos de predicción de un terror genocida han incluido tres elementos básicos: “medios de odio”, “manifestaciones públicas” y “movilización popular”; todos presentes en el caso cubano: con medios de difusión masiva oficiales difundiendo mensajes de odio hacia aquellos que protestan, las manifestaciones públicas de las altas autoridades del Estado llamando a la violencia y la movilización estatal de población civil y policial para realizar actos de violencia.[3]
Otros importantes teóricos, como Jonathan L. Maynard y Susan Benesch, se han enfocado en el “contexto ideológico” detrás de los actos violentos que pueden conducir a actos de terror genocida. Para ellos, el adoctrinamiento ha sido la pieza fundamental para conectar ideología con violencia genocida. En este análisis, el establecimiento de sistemas de adoctrinamiento ideológico hacia determinados sectores sociales, con una retórica incendiaria combinada con discursos de odio —presentes en la Isla— son indicadores que al unísono pueden predecir actos genocidas. Noticias entonces nada felices para Cuba y los cubanos.[4]
Los modelos predictivos son claros entonces, existen los elementos para pronosticar la probable ocurrencia de episodios de terror genocida en la Isla. Han estado allí todo el tiempo, han existido siempre, en los tribunales revolucionarios, en los actos de repudio, en los editoriales del Granma, en las Mesas Redondas, en los discursos políticos, en los continuos llamados a la violencia, en el “Patria o Muerte”. Han estado ahí, a la vista de todos, y nunca me detuve a verlos. La realidad del llamado de Díaz-Canel a la violencia pende como una espada de Damocles sobre la nación cubana, implacable y pavorosa. Nada será igual.
Esta vez no ocurrió un terror genocida, pese a las muertes no contabilizadas por ningún organismo independiente del Estado; a pesar de los heridos, los desaparecidos, los detenidos arbitrariamente —muchos menores de edad—, los torturados, los condenados por procesos judiciales opacos y desprovistos de un mínimo de legalidad. A pesar de todas las atrocidades no fuimos una Ruanda, y Díaz-Canel, o más bien Raúl Castro, no fue un Bagosora.
Lo que sí resulta estremecedor para todos los cubanos es constatar la existencia de un liderazgo totalitario en Cuba que no solo ha empobrecido y brutalizado a su población a niveles inimaginables por más de sesenta años, y que además fue capaz de convocar a una situación de terror que pudo llevar a la aniquilación de miles, millones, de oponentes políticos pacíficos. Esa espada de Damocles está allí, amenazante, sobre cada cubano. Nunca, mientras ellos continúen rigiendo los destinos de Cuba, podré dormir nuevamente en paz, ni enseñar mi clase sobre el genocidio en Ruanda de la misma manera.
Notas:
[1] Para un resumen amplio sobre la conceptualización pionera y clásica de Lemkin sobre genocidio, ver: Moses, A. D. (2010): “Raphael Lemkin, Culture, and the Concept of Genocide”, en Bloxham, D. and Moses, A. D. (ed): The Oxford Handbook of Genocide Studies, Oxford University Press.
[2] Sobre la ampliación del concepto de genocidio hacia el de terror genocida y sus nuevas causales ver: Stein Y., Richter E. D. (2012): Incitement and hate language, hate education and their role in promotion of violent conflict and atrocity crimes – an epidemiologic perspective, Monograph, Jerusalem: The Jerusalem Center for Public Affairs; Izenberg D. (2008): “What we are facing is ‘Genocidal Terror’”. The Jerusalem Post, 27 marzo.
[3] Verdeja E. (2016): “Predicting genocide and mass atrocities», Genocide Studies and Prevention: An International Journal, 9 (3): 13-32.
[4] Maynard J. L., Benesch S. (2016): “Dangerous speech and dangerous ideology: an integrated model for monitoring and prevention”, Genocide Studies and Prevention: An International Journal, 9 (3): 70-95.
El trovador totalitario y la falacia de la amnistía
¿Los cientos de detenidos y desaparecidos en Cuba —después de los sucesos del 11J— merecen ser amnistiados, o simplemente deben ser liberados incondicionalmente?