Flores en el balcón

Algo por los asediados hay que hacer.
JCF.

Quise ser mucha gente y muchas cosas, y alguna vez quise ser Juan Carlos Flores. Pero no se puede ser Juan Carlos Flores. Nadie tiene la valentía de ser un muerto y, menos aún, un muerto sucesivo, que se va muriendo por capas y cuyas muertes son cada vez más poderosas.

Levadura que infla el pan tibio del cadáver. Como el ritornello de sus poemas. Esas dos, tres líneas que se repiten y que milagrosamente cobran la fuerza de la persistencia. Versos laboriosos y circulares que dan vueltas como la noria a la entrada de un fortín y que, en vez de agua, sacan polvo, sacan cansancio y hastío.

Alguien —no sé, francamente, quién— decía que las cosas para que sucedieran tenían que suceder dos veces. Flores colocaba una pieza sobre otra, la misma tautológica sintaxis de barro; moldeando con algo que no terminaba de ser palabras. Por alguna razón, dejaba fisuras, visillos por donde se colaba un núcleo de mercurio, el haz de una luz mortífera.

Este 14 de septiembre, Flores, que había cavado ya todos los túneles y que vivía a ras de suelo tanto como puede ser posible, se despertó una vez más en la coacla tóxica de su barrio de Alamar, fue a comprar el pan a la bodega y, en el camino, le dijo a algún vecino que se iba a suicidar. No le hicieron mucho caso, por supuesto, no tenían por qué hacérselo. ¿Quién le puede hacer caso a quién en un paraje como Alamar, y, por otra parte, quién que se suicida va primero a comprar el pan, nada menos que el pan agrio de la bodega?

¿Era esa enormidad lo último que Juan Carlos Flores tenía para decir? Además del topo, además del ermitaño, ¿acaso Juan Carlos Flores era también su propio mensajero, el señor de los mandados que por uno o dos pesos cubanos lleva el pan hasta la casa del muerto? A media mañana, en el balcón de su apartamento, se colgó.

El balcón del apartamento de Flores es el balcón de los edificios de microbrigada. Angosto y húmedo, con tendederas de ropa, presumiblemente una lavadora en una esquina, los trastos, la evidencia de la hecatombe, amontonados bajo el lavadero, y en la baranda de concreto esas celosías que parecen las celdillas de cera de un panal de abejas.

Es curioso que Flores haya mezclado dos maneras del suicidio que no había por qué mezclar y que hasta ahora se bastaban por sí mismas. El suicida se cuelga en baños, en dormitorios o en ese sitio de la casa —algún descansillo, algún rincón, algún espacio ciego— que nunca supimos para qué servía hasta que el muerto decide darle significado. Lugares cerrados, íntimos.

Del balcón, en cambio, el suicida se lanza. Es la pista de despegue. El balcón y la soga tenían su uso instaurado dentro de la dramaturgia del suicidio, pero Flores, con su presencia jíbara, acaba de resemantizarlos. Podemos imaginar el impúdico exhibicionismo, los vecinos aglomerados, el aire pesando como plomo, el zumo de la media mañana, cortada de un tajo, rezumando sobre el brazo de cemento que es Alamar.

No ha sido pasada por alto la filial terrible en la que Juan Carlos Flores acaba de matricularse. Es la tanda central de la poesía cubana contemporánea, el corazón de una alineación de humo que resulta imbatible porque juega como home club en la pesadilla de la posrevolución. Las tres voces más potentes. Los tres suicidas, limpios y recién planchados. Novás, Escobar, Flores.

Está el peso del totalitarismo aplastando estas conciencias rotas. Pero Flores es un suicida posterior. No parece haber, en él, ese rastro de desilusión y tristeza que a menudo aflora en la obra de Novás y de Escobar, un réquiem de la utopía, melancólico en el caso del primero, esquizoide en el del segundo.

Flores es un fugitivo sereno, que no parece estar huyendo ni llorando, a pesar de que eso es lo que hacen los suicidas, y que revierte la famosa sentencia de Leopoldo Marechal. De todo laberinto se sale por Abajo, dice Flores. Alguien que solo puede ser leído a la hora en que él leía a Roberto Friol: “en el atardecer cianótico/ cuando el país es una gota de sangre en mi mantel”.

Veamos la última secuencia. Flores deja la jaba del pan en la esquina de la mesa y va a hacer lo suyo en el balcón. Flores deja la jaba del pan en la esquina de la mesa y va a hacer lo suyo en el balcón. Flores deja la jaba del pan. ¿Quién va a repartir, y entre quiénes, el pan que antes de irse Flores nos dejó?