Cartas sin palabras o ‘una nueva generación de ladillas’



… y mandarás mensajes mudos al vacío.
Reinaldo García Ramos


Imaginémonos por un instante que nos hallamos atrapados en la ilustración de la portada de un libro. Aparentemente, el dibujo es muy simple, como el de un escolar, pero en el fondo encierra una realidad angustiosa y solitaria. 

Un hombre camina entre muros sucios que parecen apretarse cada vez más, como un laberinto, mientras el mar se acerca y un avión, blanco como la última mañana, se aleja sin rumbo fijo. O, lo que es peor, sin retorno alguno. 

No obstante, eres ese personaje, de pantalón azul y camisa de mangas cortas, condenado a vagar, medio encorvado y con los brazos caídos, entre calles mudas, sigilosas y muy oscuras. Deseas despertar, huir hacia el final, volver a tu pasado, a tu casa, donde te esperan tus amigos, la familia, aquella extraña infancia que nunca te abandona. Pero ya estás impreso en la carátula, eres pulpa, letras, frases, algunos párrafos memorables. Y recibirás, como castigo eterno por tu irreverencia, el desprecio de siempre: nadie te leerá. 

No es la invitación a una pesadilla, sino la sugerencia a indagar en el nuevo libro del poeta Reinaldo García Ramos (Cienfuegos, Cuba, 1944), titulado Una amiga en París: Cartas 1968-1972Ediciones Furtivas, Miami, 2024. La obra pictórica a la que me refiero, tampoco es un mal sueño. Es una pieza —Muros— del pintor cubano Sergio Chávez Bonora, radicado en la Florida desde año 2001.

Las treinta y cinco misivas que conforman este libro son parte de una serie de textos que el escritor de Obra del fugitivo (2006, XI Premio Internacional de Poesía Luys Santamarina-Ciudad de Cieza) y de la novela Cuerpos al borde de una isla le envía —a finales de los 60 y principios de los 70, como reza en el título– a su amiga exiliada en París, Ana María Simo (Cienfuegos, Cuba, 1943), escritora y cofundadora del proyecto literario Ediciones El Puente. 

Hasta aquí todo parece normal, pero habría que hurgar entre estas intimidades para comprender que nos hallamos frente a unas páginas de valor excepcional, no solo para investigadores de la literatura cubana de inicios de aquella “Revolución” censuradora, sino también para quienes deseen respirar el turbio aire de esa época politizada, en que el oxígeno desaparecía rápidamente hasta dejar a una sociedad en la total asfixia. 

Peces sobre el asfalto, coleteando bajo el sol. Un joven, de veinticortos años e impresionante lucidez, va describiendo, carta a carta, en el tono más personal posible, el deterioro de su propia alma, espejo de un mundo despintado y represivo.  

Es la figura del antihéroe narrada desde la desesperación más absoluta, cuyo único propósito de vida es escapar de aquel paraíso abominable, donde las máscaras pululan como festivas sombras. No sabes si el personaje se está volviendo loco, paranoico, enajenado, o es un cristal a punto de romperse. 

A sus ojos llegan imágenes de un aquelarre tumultuoso, pero bien dirigido por una batuta oscura o por una flauta muy bien afinada frente a las puertas del Hades. Está solo, pero no lo está al mismo tiempo. Él recoge los pedazos de una sociedad sobre el patíbulo. Guarda la sangre en un cáliz de papel y nos la da a beber muchos años después como antídoto contra el olvido.

“Temo por todos nosotros: la gente va perdiendo perspectiva, pierde el camino; de repente, se están alegrando, conformando, con algo que hace unos meses no hubieran ni siquiera percibido, que hubieran rechazado de un tirón mortal. O de repente están dentro de un mundo circular […], construido sobre evasiones, en el sentido más cotidiano, más práctico de la palabra, donde la familia se soporta a pesar de que a veces, entre los amigos, se señale la inconveniencia, donde los verdaderos, terribles problemas son obviados para ocupar la mente, la saliva o la máquina de escribir en incidencias de bajo mundillo o de un “mundo literario”. […] No sé si soy injusto. Imagino que sí, sobre todo si se examinan mis propias perspectivas. Pero la semi-denuncia o la denuncia a secas, aunque sea ridícula ella misma, tiene un valor”. 

Estas son solo pinceladas de un Jardín de las delicias donde se han perdido los dos primeros retablos. Una generación mordida por El grito, por La marcha de los hurones, por 27 pulgadas de vacío. Estas cartas son un Acta: “Y como yo estoy muerto / entre mis nieblas quietas sobre mis claustros reducidos a mí / devorando mi pupila angular un manjar de silencios / me observa nadie / ni siquiera el espectral reflejo en que me estudio / alcanza a continuar mi irracional concepto entre sus reglas”.

Son jóvenes incómodos, algo libre entre las llamas, muchos de ellos homosexuales, de bajo rango frente a un alto Lunes de Revolución o, como bien nos dice el autor en una escena hilarante —porque aquí, en estas cartas, también hay espacio para la carcajada—: “Y se ve uno, después de un provisional periodo de calma, de nuevo entregado a las chupaduras asquerosas de las nuevas generaciones de ladillas”

Sí, eran ladillas en los testículos y en el ano de los cancerberos, pulgas de acero hincadas en el ojo de la bestia, que amenaza con su furia habitual: “Ese Puente lo vuelo yo”, según nos confirma un texto crítico de Silvia Cezar Miskulin, publicado en el libro Ediciones El Puente en La Habana de los años 60, editado por Jesús J. Barquet. 

Como a través de una cortina honesta —y valiente también, porque en aquella época una sola palabra (o un silencio prolongado) te costaba la vida o años de cárcel—, vemos una Habana y toda una nación despeñándose ante lo inevitable, su terrible destino, su presente inmediato. 



Reinaldo García Ramos y Ana María Simo.


Palpamos una Cuba literaria que se va degradando a gran velocidad bajo las manchas del miedo y la conveniencia, el puestecito tímido, el premiecito vacuo. A lo largo de la lectura nos vamos preguntando cómo sobrevivieron ellos, esos a quienes el “triunfo” sorprendió muy jóvenes y luego los laceró por ser muy poco optimistas: “Estoy sufriendo esta realidad injusta que me ha obligado a perder varios años de mi vida rumiando tristemente las perspectivas de una escapatoria, y que amenaza con arrebatarme todavía algunos años más de mi existencia. […] Estoy, sin duda, embrutecido, al menos completamente deslumbrado por el espectáculo de mi propia depauperación individual”. 

El personaje queda sin palabras, sin papel, sin nada por dentro, solo para anunciarnos el verdadero y último aldabonazo, la señal de alarma, las luces rojas aullando en la tormenta, el sonido del metal contra el metal en la puerta derruida. Sus pasos están guiados por la fuga o por la caída precipitada de aquella ciudad celeste no apta para “pervertidos”, “feminoides”, “pelúos”, “seres extravagantes” que engrosaban las listas de vastos campos de reformación o de la melancolía perpetua. 

Una amiga en París: Cartas 1968-1972, de Reinaldo García Ramos, es un libro imprescindible para comprender el espíritu y el desamparo de una generación de nuevos intelectuales —en su mayoría— que terminaron presos, locos o muy lejos de la Isla. 

Es un testimonio único que deja profundas huellas en la mente. Una versión epistolar de Conducta impropiaEl central, incluso, en ocasiones, de Boarding Home o de Fuera del juego, pero siempre de un Lenguaje de mudos. Es el ariete contra el muro de la injusticia: la llave en el hermetismo del exilio. 

El dibujo de la portada es una pupila frente al mar. El hombre solitario masculla sus palabras en medio del silencio. Las paredes y las calles lo van apretando, pero él insiste en decir su verdad, su suicida verdad, que plasma en hojas blancas: “Uno insiste un poco más, por puro azar, y de algún modo conserva esperanzas. Pero se aísla en un páramo de estridencia y estupidez. ¿Quién es el que gana?”





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