La goda y otros relatos, del ensayista e investigador literario cubano Miguel Iturria Savón (La Habana, 1955).
“Por el día, desde la cima, el pueblo es una gran colmena frente al mar rodeado por montañas…”, así comienza una de las historias, Maqueta desplegada, del nuevo libro, La goda y otros relatos, del ensayista e investigador literario cubano Miguel Iturria Savón (La Habana, 1955).
Esta sola imagen, un tanto a vuelo de pájaro que vislumbra la pequeñez del mundo, es el sabor general de los veinticuatro cuentos esbozados en este breve volumen.
Cada narrador es un dios que construye, a fuerza de exploración interna, una realidad paralela que le otorga sentido al devenir de las horas. Lo ve todo, lo siente todo, y nos ofrece una lente ya curada para interpretar dimensiones novedosas.
Iturria Savón, a través de estas páginas, nos da una clase en el arte de la distancia narrativa. No se halla el cronista a diez metros de los hechos, ni a un kilómetro, ni a un año luz, sino en otra galaxia muy distinta a la que un humano pueda imaginar. Incluso, la psicología de los personajes, que tendemos a evaluarla con intimidad, se filtra por un telescopio interminable. El escritor es un francotirador que ironiza sus víctimas.
“La sombra de la muerte planeaba aún sobre ciudades de Europa…”, nos dice en otro texto, Un loco en el camino. ¿Cómo se logra —se preguntarán los lectores, pero más aún los escritores— ese recurso literario de estar siempre “planeado” sobre la superficie de la tierra y sobre el corazón de los personajes, en estos relatos que viajan de lo fantástico o lo más crudo y descarnado?
Quizás, se logra siendo un exiliado crónico, un hombre golpeado constantemente por las circunstancias externas que fuerzan al espíritu a transfigurarse en halcón mitológico. La casa, la familia, el propio cuerpo es una entidad donde no acuna el sentimiento de pertenencia. Cada historia es una despedida, pero también un agradecimiento.
“Ella llegó a casa alterada, incapaz de ordenar sus emociones. Él intuyó que algo grave le había pasado y la abrazó con ternura”, nos revela el cuento Ataraxia. En este grupo de palabras se encapsula la quintaesencia de un libro sin ruidos, sereno como un arce en el amanecer de otoño, que ha nacido entre el escándalo de la literatura de hoy día, consumida por la inmediatez y el ansia de mucha venta.
Todos escriben, pero nadie lee. En cambio —suerte del presente—, Miguel Iturria es el Escritor, con mayúscula, que ha Leído, con mayúscula también, y nos regala en estas páginas fragmentos de su propio ser remoto, casi sideral: constelaciones que rigen los pasos de quien se atreva a seguir los hilos de trama.
Volvamos un momento al inicio del cuento Ataraxia, cuyo título para nada es accidental: “alterada, incapaz de ordenar sus emociones”, “él intuyó”, y “la abrazó con ternura”. La acción del héroe es la calma, la firmeza ante las tempestades. Sabe —de tanto observar a los dioses— que solo los pilares soportan la estructura.
¿Qué otra arma tiene aquel que se aventura a las profundidades del Hades que no sea el doble filo de la intuición? El olfato lo guía y el amor lo trasciende porque, al otro lado de la puerta, sin importar los trillos y los oleajes, se halla el tejido de la ternura, ese tapiz que se empolva y se restaura, que se basta de una tenue luz para mostrar sus inquietudes y bellezas.
La goda y otros relatos muestra la claridad y la madurez de quien no espera nada. ¿Acaso Saturno se atemoriza por nuestras reincidencias y miserias? Él es parte del milagro y lo sublime. Y, como parte, armoniza con la piedra, el cristal y el conjunto de las leyendas desplegadas en el espacio arquitectónico, donde el eco, el aroma y la sombra son personajes centenarios que se transmutan, pero conservan, detrás de toda intención y nuevo siglo, el sabor de la permanencia, como una geometría o una poética inalterable.
Miguel Iturria Savón ha sabido dibujar, sin sobresaltos, esa imagen que causa admiración.