El 11J: la misma guerra de razas

I

El 11 de julio de 2021 no acaba de pasar; tampoco la masacre de los Independientes de Color. Esta es, quizás, la única “continuidad” de la que pueda hablarse en rigor. En 1912 se alegó que el PIC era un partido racista que había intentado quebrar la unidad del pueblo cubano y provocar la intervención americana. Su alzamiento fue percibido como una guerra racista; de los negros, obviamente, contra los blancos. ¿No fueron estos, acaso, los mismos cargos que se esgrimieron contra los manifestantes —y sus barrios— que protestaron el 11 de julio? 

Sin dudas, no podemos hablar de una masacre ese día, pero sí de una brutal represión que no ha concluido. Algunos de los testimonios del 11J señalaron el uso de insultos racistas, sexistas y homofóbicos por parte de las autoridades de la ley y el orden. 

Como veremos, la retórica del Estado, empezando por la del Presidente, demuestra que, para ellos, lo que ocurrió el 11J fue un alzamiento de negros. Esto es iluminador. Sabemos que ese día salieron a las calles miles de cubanos de todas las edades, sexos, razas, ocupaciones. Pero no es menos cierto que vimos muchos negros y mulatos. De todas maneras, lo revelador —insisto— es que la condena de todas esas personas se legitimara a partir de etiquetas ostensiblemente racistas, pues responden a la visión estereotipada del negro: violento, irracional, inmoral, vulgar, indecente. El caldero racista revuelve esto con alegaciones de contubernio con el enemigo imperial y el antipatriotismo. Así, cubanía y antimperialismo se aliaron para justificar y exigir que el disidente fuese considerado como el enemigo total: negro, delincuente, mercenario, anexionista y anticubano. En esa misma línea racista y elitista, Díaz-Canel llamó a “eliminar los vestigios de delincuencia que tenemos” y “los […] que podamos tener de comportamientos indecentes”.[1]

Esta imagen racista del pueblo, producida por un discurso elitista que enfatizó hasta el cansancio la incultura, la marginalidad y la vulgaridad de sus otros, fue realzada al presentarlos como enemigos del orden y la estabilidad ciudadanos.

La estrategia —que ya se había venido utilizando contra el MSI, el 27N y otros activistas y artistas como Luis Manuel Otero Alcántara, Maykel Osorbo y Tania Bruguera— fue la de hacer ver las protestas como alentadas y financiadas principalmente desde Estados Unidos y encaminadas a crear un estado de ingobernabilidad que pretextara una intervención. El gobierno cubano usó un puñado de amenazas contra funcionarios comunistas para sembrar el miedo entre los simpatizantes del sistema. Sin embargo, desde el principio, me fue claro que la retórica empleada por Díaz-Canel y los voceros oficiales era la de atizar el miedo al negro —más enraizado entre los cubanos de lo que muchos quisiéramos creer—, de modo que ese miedo les generara un apoyo total porque había llegado el momento de usar “mano dura”.  

El 11 de julio, cuando llamó a los “revolucionarios” a salir a las calles, Díaz-Canel afirmó que entre los manifestantes había “personas revolucionarias confundidas,” que no debían confundirse con aquellos que tenían “insatisfacciones” y que las expresaban “de una manera distinta”.[2] A partir de ahí, comenzaron a añadirse las etiquetas de “lumpens”, “ratas”, “delincuentes”, “sucios personeros”, “hostilidad salvaje”, “grupos vandálicos”, “delincuencia”, “vulgaridad”, “denigración” a las autoridades, “marginalidad”, “turba violenta”, “bandas que muerden y escapan”, “ladrones”, “violentos”, “analfabetos”, “indecente”. 

Esta imagen racista del pueblo, producida por un discurso elitista que enfatizó hasta el cansancio la incultura, la marginalidad y la vulgaridad de sus otros, fue realzada al presentarlos como enemigos del orden y la estabilidad ciudadanos. Es decir, Díaz-Canel echó mano al archiconocido dualismo racista —y en la misma línea de Trump— del caos, anarquía vs. la ley y el orden; dicho de otro modo, civilización contra barbarie

El Presidente trajo a colación una tesis racista del propio Fidel Castro, para quien esas personas eran “los eslabones perdidos en la sociedad”.

Los que salieron a protestar fueron así desterrados a una categoría subhumana y presentados como un enemigo total que se había propuesto sembrar el caos y la destrucción, y al cual, implícitamente, había que destruir.[3] Después de todo, eran “ratas”, tenían “las orejas peludas”[4] y se escondían —y “vivían”— en cuevas. Con esto se buscó también despolitizar las protestas, pues se las describió como violencia callejera e irracional, llevada a cabo por “elementos delincuenciales”. 

De ese racismo elitista se hicieron eco, como era de esperar, algunas figuras del mundo de la cultura como Miguel Barnet, Víctor Fowler, Teresa Melo, Virgilio López Lemus, entre otros. Barnet, por ejemplo, afirmó que “estamos en guerra contra la indecencia, el coronavirus y el bloqueo”. Según el escritor Ricardo Riverón, “el vandalismo y el mercenarismo se ceban en la marginalidad, y esta, en la barbarie anticultural”.[5]

Por último, está la deriva que explícitamente identifica y vincula los “elementos delincuenciales” con sus “cuevas”: los “barrios en desventaja o vulnerables” a que aludió Díaz-Canel en la Mesa Redonda del 13 de julio. El Presidente trajo a colación una tesis racista del propio Fidel Castro, para quien esas personas eran “los eslabones perdidos en la sociedad”. De hecho, Díaz-Canel, a la par, distinguió entre, separó a y sugirió la naturaleza transitiva, continua, de “los delincuentesy los insatisfechos que participaron en estos hechos”;[6] enfatizando esta idea al afirmar que había que trabajar con “los marginales y con los delincuentes”.[7]

El racismo es más odioso cuando asume un paternalismo hipócrita.

Hay que advertir que, tras las protestas del 11J, quedó claro muy pronto que la delincuencia, la marginalidad, la indecencia y el anexionismo, para el Estado, tenían una geografía: la de los barrios.[8] Por ejemplo, el 16 de julio Granmacitó la afirmación de la coronel Moraima Bravet Garófalo, jefa de investigación criminal del MININT, de que muchos de los menores involucrados en las protestas provenían de “familias disfuncionales” y vivían en “medios marginales”.[9]

Al día siguiente, José Alejandro Rodríguez hablaba de: “[…] sitios en los cuales la marginalidad y la pobreza han retornado, mezcladas con la disfuncionalidad familiar y barrial…”.[10] Pero quizá ningún texto de esos días ilumina mejor en toda su repulsión el racismo elitista del Estado que se desbocó tras el 11J como el publicado por el Escambray: “Definitivamente […] el lado más oscuro de la nación salió ese día a la luz”. La oscuridad de que nos habla, es, por supuesto, la de los negros, la de los barrios pobres y abandonados por el Estado; una oscuridad que, al salir, al hacerse visible, tuvo la audacia de salirse de “su lugar”. 

El racismo es más odioso cuando asume un paternalismo hipócrita, puesto que siempre descubrimos lo que intenta ocultar: el desprecio por el otro detrás del tono condescendiente. “Ahora podemos sentirnos hasta culpables por haber convivido con la marginalidad […] sin tenderle lo suficiente la mano a esos barrios precarios que se han multiplicado más de lo que quisiéramos en la isla”. No nos queda claro si el sentimiento de culpabilidad se debe a haber permitido no la marginalidad, sino su derecho mismo a existir —convivir— con nosotros; o a “no haberle tendido lo suficiente la mano”. Es sorprendente la claridad con que esta reflexión perfila con precisión la mentalidad colonial y represiva en que se apoya. De esos barrios es de donde ella vio salir “un rostro iracundo y resentido que rebasó todos los límites de la civilidad”. Rebasados tales límites, ¿qué otra cosa podía ser ese rostro, el rostro de ese barrio, sino el del delincuente indecente, anexionista, el del enemigo total afiliado al odio?[11]

Rodríguez no se anda por las ramas: “si la nueva insurrección podía traer la pérdida de la República, había que liquidar ese alzamiento como fuera”.




II

En 1912, la insurgencia de los Independientes de Color fue etiquetada de “guerra racista”. Anticipándose a la conocida afirmación de Trump por la confrontación con los supremacistas blancos en Charlottesville en 2017, el historiador castrista Rolando Rodríguez expresó que en la represión contra los Independientes de 1912 “hubo racismo de ambas partes”.[12]

También echa sobre el PIC el baldón de anexionista, con lo cual justifica la represión que sufrieron: “Entre los negros […] este acercamiento [a Estados Unidos] tenía antecedentes”, y cita el caso de “antiguos mambises negros”. De ahí su afirmación de que el pueblo cubano “difícilmente podía apoyar a estos hombres ni perdonar que buscaran a los estadounidenses como sus aliados”. Rodríguez no se anda por las ramas: “si la nueva insurrección podía traer la pérdida de la República, había que liquidar ese alzamiento como fuera”.[13]

Puesto que “los líderes de los Independientes de Color habían estado en manoseos con los diplomáticos estadounidenses en la isla” y “ensalzaban en sus escritos a los dirigentes políticos de Estados Unidos”, la conclusión racista del autor no podía ser otra que la de apoyar al gobierno de José Miguel Gómez que decidió “liquidar ese alzamiento como fuera”. Nunca se insistirá lo suficiente en que esta lógica es el “prototipo” de la violencia racista con que respondió el Estado cubano a las protestas del 11 de julio de 2021. 

Céspedes —y esto se sabe— pidió la anexión a Estados Unidos al alzarse por la independencia.

Pero antes de enfocarnos en esta fecha, es preciso demostrar por qué esa lógica es intrínsecamente racista más allá del evidente prejuicio antinegro. A mi juicio, es todavía más importante y urgente traer a la luz el supremacismo blanco en que se apoya, pues las imputaciones que se les hacen a los negros solo pueden funcionar si no se examina igualmente a los blancos. 

Céspedes —y esto se sabe— pidió la anexión a Estados Unidos al alzarse por la independencia. Así, los autores del prólogo a La nación insurrecta, de Oscar Loyola, observaron que ya en 1979 este “ponía sobre la escena el peliagudo tema del anexionismo al interior del independentismo cubano”.[14]

No obstante, Loyola hace constantes malabares encaminados a convencernos de la “poca consistencia” y de la “‘falta de firmeza’ cespedista en lo que a la anexión se refiere”. Incluso, al citar su solicitud de anexión al gobierno de Grant, se refiere a él, sin nombrarlo, como “el gobernante oriental”.[15] De todas maneras, como reconoce, “no puede negarse el contenido anexionista” de su solicitud. Curiosamente, explica el pedido de Céspedes por “la admiración sentida por el cubano con relación a las ‘instituciones republicanas’ de los Estados Unidos, únicas en el mundo de la época” y absolutamente opuestas al “opresivo y despótico” régimen español. 

Pero, ¿acaso no incurrió Céspedes —y por extensión Loyola— en la misma “ingenuidad” que Rolando Rodríguez le censura al PIC por creer “en la virtud de la racista sociedad estadounidense”? Las “simpatías” por las “sabias instituciones republicanas” del vecino norteño que exalta Céspedes en su carta a Seward, y de las que dice que “nos han de servir de normas para formar las nuestras”, ¿eran “menos racistas” que las que “supuestamente” despertaban las del PIC?

Del Monte va al grano: “El modo de operar sería poner en estas aguas el mayor número de buques americanos de guerra posible, para evitar todo desembarco exterior, poniéndose, si fuese conveniente, de acuerdo con las autoridades de la isla”.

Incluso, mucho antes que Céspedes, Domingo del Monte, en 1842, le había expresado en una carta a Alexander H. Everett que Inglaterra tramaba clandestinamente “la destrucción total e inmediata de la isla”, es decir, la “independencia” de los criollos, a cambio de que se les unieran los negros y declararan “la emancipación general de los esclavos de la isla”, por lo cual, “esta hermosa tierra”, llamada “a ser la estrella más brillante del pabellón de América”, terminaría convertida en una “república militar negra”. A la vista de ese peligro, Del Monte —“el cubano más útil de su tiempo”, según Martí— le pregunta a Everett si acaso el gobierno de Washington “[vería] impasible […] la pérdida de la mayor de las Antillas, de la hermana menor de la Gran Confederación Occidental de los pueblos caucásicos de América”. 

No satisfecho con la insinuación intervencionista, Del Monte va al grano: “El modo de operar sería poner en estas aguas el mayor número de buques americanos de guerra posible, para evitar todo desembarco exterior, poniéndose, si fuese conveniente, de acuerdo con las autoridades de la isla”.[16] Solo resta añadir que Everett abogaba por la anexión de la Isla y que ese mismo año, en una carta posterior a la de su amigo, le comenta: “Aunque aparentemente las condiciones de este país no sean ahora muy propicias a un acontecimiento de tal índole, todavía debo esperar y creer que no está muy lejana la fecha en que se convierta en realidad la predicción de su amigo Saco y la Gran Antilla sea otra brillante estrella de la bandera de nuestra Confederación”.[17]

A propósito de la mención de Saco, hay que insistir en que su posición antianexionista respondía a la defensa y preservación de una cubanidad constituida exclusivamente por la élite criolla que representaba y que, en el caso de la incorporación a Estados Unidos, pasaría a ser una minoría subordinada. De modo que seguir celebrando la cubanidad y el antianexionismo de Saco significa validar una visión racista y elitista de la identidad nacional. 

¿Y de qué, si no de manoseos con esa diplomacia, y aún con los fundamentos esclavistas y racistas de Estados Unidos, puede uno catalogar el discurso de Sanguily?

Si en lugar de adentrarnos en el pasado más distante nos acercamos más a nuestro presente, en el propio año de la masacre del PIC (1912), Manuel Sanguily, en su discurso en el banquete que José Miguel Gómez ofreció a Philader C. Knox —promotor de la diplomacia del dólar—, llamó al representante estadounidense “glorioso caduceo, símbolo de prosperidad y beneficencia”. El brillante orador evocó la independencia, que “juntos los brillantes batallones americanos y las huestes cubanas casi desnudas” habían realizado. Sanguily pintó el maravilloso lienzo de la reciprocidad, “a virtud de [la cual] ni os atribuís la potestad de supeditarnos, ni hemos sufrido el infortunio de retoñado vasallaje”. Exalta incluso la “excursión” de Knox a “las libres comunidades del mar Caribe”. De esas repúblicas, y de la de Cuba, Sanguily —siguiendo la tradición del independentismo cubano forjado en la emigración por José Martí— afirma que fueron “engendradas” al “ejemplo” de la de Estados Unidos, y “conservadas, acaso por el influjo y la eficacia de los “originales y salvadores principios” de la norteña. 

Rolando Rodríguez, como se recordará, aprobó la masacre de los Independientes de Color al pretextar que sus líderes habían estado “en manoseos con los diplomáticos estadounidenses”. ¿Y de qué, si no de manoseos con esa diplomacia, y aún con los fundamentos esclavistas y racistas de Estados Unidos, puede uno catalogar el discurso de Sanguily? No tenemos aquí a Evaristo Estenoz, sino al tribuno independentista exaltando a Estados Unidos como “la mayor y más ilustre democracia de la tierra”, cantando “la grandeza misma de la federación augusta”. Y es esta disparidad la que revela el racismo de Estado que se ensañó —y lo sigue haciendo con absoluta impunidad— en los cubanos que se lanzaron a las calles el 11 de julio.

El mensaje es una de las evidencias más contundentes que puedan ofrecerse —y hay muchas— de que Fidel Castro no independizó a Cuba de Estados Unidos.

Pero antes es necesario dirigir nuestra atención al mismísimo Fidel Castro, quien en 1963 invitó a la periodista Lisa Howard a visitar La Habana. Castro había pensado en ella como intermediaria para reanimar el canal de conversaciones secretas que había mantenido con Kennedy. Le concedió a Howard una larga entrevista televisada, que fue filmada el 13 de febrero de 1964 en la habitación de su hotel. Después conversaron en privado acerca de cómo mantener abierto el canal secreto con Washington “y trabajaron juntos para dar cuerpo a un ‘mensaje verbal’ dirigido a Johnson” y en el que lo animaba a seguir lo que Kennedy había comenzado:

El comunicado establecía cuatro puntos básicos. En primer lugar, Castro quería transmitirle a Johnson que entendía que Cuba habría de convertirse en un gambito político durante las elecciones de 1964, y que estaba dispuesto a seguirle el juego si Johnson necesitaba asumir una retórica dura, e incluso si llevaba a cabo acciones hostiles, siempre y cuando fueran para fines políticos internos. “Por favor dile al presidente Johnson que realmente deseo que lo elijan como presidente en noviembre —comenzaba el mensaje con un toque de humor—. Si hay algo que yo pueda hacer para ayudarlo a ganar la mayoría (fuera de retirarme de la política), estaré feliz de cooperar. Si el presidente necesita hacer declaraciones belicosas sobre Cuba, o incluso llevar a cabo alguna acción hostil durante su campaña… si me informa, de manera no oficial, que requiere alguna acción específica por consideraciones políticas internas, lo entenderé y no tomaré represalias”, prometió Castro.[18]

El mensaje es una de las evidencias más contundentes que puedan ofrecerse —y hay muchas— de que Fidel Castro no independizó a Cuba de Estados Unidos. Como en la República —con todas las diferencias que se deben reconocer—, la política cubana no ha dejado de depender de la de Estados Unidos. En segundo lugar, este mensaje desmiente rotundamente las afirmaciones del Estado cubano —enfatizadas después de las protestas del 11 de julio— de que nunca había interferido en la política estadounidense. En este sentido, su preferencia por un candidato presidencial, e incluso su disposición a ayudarle activamente a ganar la presidencia, no difiere en lo absoluto del activismo político de una buena parte del exilio cubano. Y para rematar, Castro, de hecho, lo invita a agredir a Cuba, si es por razones políticas, poniéndole como única condición que se lo informe extraoficialmente. Si Johnson hubiera decidido tomarle la palabra, cabe advertir que la única exigencia de Castro respecto a esa “acción hostil” era ser informado; ninguna otra condición que la de una motivación política.

En Castillo Pérez, el Estado quiso vengarse del contundente golpe político de Patria y Vida.

Desde el principio, el gobierno de Díaz-Canel afirmó que las protestas del 11 de julio habían sido organizadas y financiadas por el imperio u organizaciones “contrarrevolucionarias” con base en Estados Unidos. Por esto aseguraron que encontrarían a los “cabecillas”, a los que, para no variar, se les achacó que habían intentado provocar el caos con la intención de precipitar la intervención estadounidense. 

Sin embargo, si bien Díaz-Canel no ha sido capaz hasta hoy de demostrar esos cargos ni de encontrar cabecillas, eso no le ha impedido encarcelar y aplicar la ley a su antojo con el único propósito de aterrorizar. Mientras Castro sí había invitado a la agresión extranjera y puesto en peligro las vidas de un número de cubanos que no podemos siquiera imaginar. De hecho, en 1968 desafió a la Unión Soviética y a las fuerzas del Pacto de Varsovia a que respondieran si intervendrían militarmente en Cuba —como lo habían hecho en Checoslovaquia— no solo en caso de producirse una invasión estadounidense en Cuba, sino aun de manera preventiva.

Ahora en 2022, el 24 de junio, la Fiscalía informó las sentencias dictadas contra Luis Manuel Otero Alcántara y Maykel (Osorbo) Castillo Pérez. Por los “delitos” de “ultraje a los símbolos de la patria”, “desacato” y “desórdenes públicos”, Otero Alcántara fue condenado a 5 años de prisión; mientras Maykel Osorbo fue sentenciado a 9 años de prisión por “desacato”, “atentado”, “desórdenes públicos” y “difamación de las instituciones y organizaciones, héroes y mártires”. Pero ninguno de esos cargos explica las verdaderas razones por las que fueron a la cárcel. 

En Castillo Pérez, el Estado quiso vengarse del contundente golpe político de Patria y Vida. Esa consigna, convertida en clamor, fue voceada por los manifestantes el 11 de julio aunque él no pudo salir ese día a protestar; Otero Alcántara, tampoco. Pero de alguna forma estuvieron en ellas. Por eso fueron juzgados —luego de meses injustificados en prisión— junto con los manifestantes del 11 y el 12 de julio. Fueron juzgados porque, como tantos jóvenes, mujeres, estudiantes, trabajadores y ancianos que se lanzaron a las calles a lo largo de toda la Isla, se negaron a ser los negros del Estado. Están en la cárcel por haber tenido la audacia de ser libres; acusados de difamar a las instituciones y a los héroes, etiquetados públicamente de escoria, basura y excremento.[19]

En ellos dos, en el barrio y el Movimiento San Isidro, en Patria y Vida, en las protestas del 11 y el 12 de julio de 2021, y en las por venir, sigue en pie el rechazo al mandato fascista de “Patria o Muerte”. Ya no hay vuelta atrás.


© Imagen de portada: Marcos Évora.




Notas:
[1] Granma, 14 de julio de 2021, p. 3.
[2] Granma, 12 de julio de 2021, p. 2. Canel enfatiza esta supuesta diferencia cuando afirma que en San Antonio “nos enfrentamos a los contrarrevolucionarios y hablamos con los revolucionarios”.
[3] “Las aisladas, pero indignantes imágenes de autos quemados y vidrieras rotas, solo sería un tímido avance de algo más profundo y desgarrador: el final de nuestra bien reconocida y necesaria tranquilidad ciudadana. Nadie imagine un escenario distinto, ni se piense que aquellos que tanto han apostado por la caída de Cuba, se conformarán con una u otra concesión. Irán hasta los cimientos […] para convertir en cenizas cualquier vestigio de un país que tanto ha hecho por su gente, a pesar de todo” (Miguel Cruz: “Persiguen una intervención militar contra Cuba”, en Granma, 14 de julio de 2021, p. 8).
[4] Pedro de La Hoz: “Por nosotros mismos”, en Granma, 13 de julio de 2021, p. 16. Al día siguiente, también en Granma, Juan Antonio Borrego mencionó “la violencia callejera, que enseñó su oreja peluda este domingo”.
[5] “La Revolución es amor, no hay razón alguna para que se le ataque”, en Granma, 14 de julio de 2021, p. 6.
[6] Granma, 15 de julio de 2021, p. 3.
[7] Granma, 20 de julio de 2021, p. 4. En este mismo periódico, Dilbert Reyes Rodríguez calificó a los manifestantes como “delincuentes” y sus acciones como “actos de marginalidad” (13 de julio de 2021, p. 12).
[8] Por ejemplo, el 18 de julio, Granma publicó “La Güinera se alzó en favor de la Revolución”, cuyo título es un intento por borrar el alzamiento del barrio el 11 de julio. El absurdo del título solo consigue hacer visible el desasosiego del miedo blanco y patriarcal. 
[9] Granma, 16 de julio de 2021, p. 5.
[10] José Alejandro Rodríguez: “Las lecciones del 11 de julio”, en Juventud Rebelde, 17 de julio de 2021.
[11] Mary Luz Borrego: “Cuando la marginalidad y el odio salieron juntos”, en Escambray, 31 julio de 2021. La Revolución “no triunfó con una varita mágica en la mano para convertir en barrios residenciales a los barrios marginales”, sino que se ha trabajado en el mejoramiento de las condiciones en esos sitios; sin embargo, “hay barrios transformados radicalmente, pero que con el tiempo han ido perdiendo esas transformaciones”, precisó Gerardo Hernández Nodelo, coordinador nacional de los CDR, quien explicó que en la capital habanera existen 62 comunidades donde hay personas que no cuentan con las condiciones óptimas en sus viviendas: “es una verdad triste, dolorosa, pero es nuestra verdad” (Laura Mercedes Giráldez: “La revolución cubana no triunfó con una varita mágica en La Habana”, en Granma, 5 de septiembre de 2021). Otro ejemplo, de Cubadebate, identifica la pobreza de los barrios con la delincuencia, señalando incluso en la primera la potencialidad del crimen: “No podía ser de otra manera: utilizar el potencial delictivo, las frustraciones de la gente, el resentimiento de los que sienten que han sido abandonados”. Como en todas partes, el pobre es, por serlo, un sujeto sospechoso. Este prejuicio señala el racismo del sistema judicial (Ana Álvarez Guerrero: “Testimonios del 11 de julio: cuando se desató la violencia”). Por eso Osvaldo Castro Medel enyuga la condena del “disparate anexionista” del 11 de julio a la de los manifestantes que [sus hijos oyeron] “llevaban cuchillos y amenazas, desvergüenzas y chancleteos, ladridos y palabras impublicables”. En este la criminalización se produce en y a través no solo de los actos violentos, sino sobre todo de los consabidos significantes que asocian al negro con la vulgaridad, la incultura. Como puede verse, la continuidad ladridos-palabras enrarece la diferencia humano-animal; esto último en el sentido de bestia (“Así no quiero la ‘libertad’, en Juventud Rebelde, 13 de julio de 2021, p. 11). 
[12] Rolando Rodríguez: La conspiración de los iguales, Imagen Contemporánea, La Habana, 2010, p. 1.
[13] Énfasis del autor.
[14] Énfasis del autor.
[15] En su “Exposición al Secretario de Estado [norteamericano] W. H. Seward”, Céspedes le dice, y casi hace una promesa: “no será dudoso ni extraño que después de habernos constituido en nación independiente formemos más tarde o más temprano una parte integrante de tan poderosos Estados, porque los pueblos de América están llamados a formar una sola nación y a ser la admiración y el asombro del mundo entero” (Oscar Loyola Vega: La nación insurrecta. Selección y prólogo de Fabio E. Fernández Batista y David Domínguez Cabrera, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2018, ppp. 52-53).
[16] Sophie Andioc Torres: La correspondence entre Domingo del Monte et Alexander Hill Everett, Editions L’Harmattan, Paris, 1994, pp. 60-62. (Énfasis del autor.)
[17] Domingo del Monte: Centón epistolario, en https://pdfslide.net/documents/el-centon-epistolario-de-domingo-del-monte.html.
[18] William M. LeoGrande y Peter Kornbluch: Diplomacia encubierta, Fondo de Cultura Económica, México, 2015. (Énfasis del autor.)
[19] Elso Concepción Pérez: “Coleccionistas de escoria”, en Granma, 5 de mayo de 2021.




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Un año después del 11J

Emily Carrero Mustelier

Al pueblo cubano se le juntó el hambre con las ganas de comer, y después de 62 años, 6 meses y 10 días de sufrimiento dijo “¡hasta aquí las clases!”.