La más ermitaña de las escritoras cubanas

Con motivo del año que llevamos de Covid-19, Hypermedia Magazine ha despachado las siguientes preguntas a un amplio grupo de escritores cubanos:

1) ¿La pandemia ha modificado sus hábitos y/o métodos de escritura? ¿De qué modo?

2) ¿Han variado este año sus hábitos de lectura? ¿Ha leído más? ¿Ha leído menos?

3) ¿Cuáles han sido las lecturas (títulos, autores, plataformas) más reveladoras durante esta pandemia?

4) ¿La nueva situación global le ha inspirado algún proyecto literario?

5) Cuéntenos cómo es actualmente un día en su vida de escritor(a).

Compartimos con nuestros lectores los mensajes que retornan a nuestro buzón.




Parecería que los estragos de la pandemia en nada me afectan, puesto que llevo recluida más de una década en mi celda monacal de un segundo piso aquí en el Vedado. El claustro, sin embargo, también se estremece cuando en el siglo soplan vientos apocalípticos. Vamos, que ni remotamente es lo mismo un confinamiento por libérrima elección de la más ermitaña de las escritoras cubanas, que este jodido encierro forzoso.

Antes, cuando los negocios en el mundo se desenvolvían como de costumbre, yo me daba alguna que otra escapadita de tarde en tarde. No vayan ustedes a chivatearme, pero en la vieja normalidad, a veces yo iba con Zurelys y Daniel a casa de nuestra vecina Luisa, o con Waldo a un restaurante-bar con happy hour próximo al cine 23 y 12, o con mi infatigable María Elena, a sentarnos bajo los álamos al anochecer en el parque central de la avenida Paseo.

Pues bien, ya no. Por causa de esta salación del coronavirus, he desarrollado una pertinaz agorafobia. Hace un año que no bajo a la calle. Ni siquiera salgo al portal. Cuando me da por la melancolía y el lirismo y eso, contemplo el crepúsculo desde mi terraza y va que chifla.

Recibo a poquísimas personas: Mayerín, Susana, Maia y Zaet, Duanel… En fin, los sospechosos habituales. Y con muy escasa frecuencia, como quien dice de Pascuas a Ramos. Chachareamos por teléfono, eso sí, largo y tendido. Somos un atajo de parlanchines que no nos dejamos amedrentar por las nuevas tarifas de ETECSA y menos aún por la posibilidad, siempre latente, de que ciertos compañeros entrometidos nos escuchen sin pedirnos permiso.

Por lo demás, cualquier ápice de tolerancia que hasta los umbrales del catastrófico 2020 pudiera yo tener con el aterrizaje de algún intruso en paracaídas, se ha esfumado a raíz de la pandemia. Hoy por hoy no hay ogro que me gane en el concurso de los misántropos energúmenos y feroces.

Nunca me he enganchado un nasobuco, adminículo infame, por más de cinco minutos. Comprendo su utilidad, pero no lo soporto. Me constriñe, me indigna, me asfixia. No habito en el harén de Haroum-al-Raschid ni practico cirugías ni pretendo asaltar a mano armada la sucursal del Banco Metropolitano de 23 y Crecherie. ¿Qué payasada es esa, pues, de esconder mi bella nariz? Nanay, corazones. Prefiero ocultarme completa.

Suerte que puedo hacerlo, porque a diferencia de tantísimos compatriotas, nada me obliga a janearme una guagua, una cola u otras desventuras habaneras que implican agotamiento, suciedad, violencia, tumulto y contagio (eventualidades a las que, dada mi precaria salud, difícilmente conseguiría sobrevivir). Suerte, hay que proclamarlo, con nombre de mujer. Gracias, Mary, un millón de gracias. No logro visualizarme sin ti en medio de tamaña debacle.

Mucho lamentaría defraudarlos, pero a decir verdad no creo tener una vida propiamente de escritora, con métodos y hábitos de lecturas y escritura, solo una vida a secas donde todo se mezcla como en la vidriera de los cambalaches. Las páginas de mi Diario, escuetos reflejos de tal existencia, albergan memorándums, reflexiones, chismes, anhelos e incertidumbres de muy diverso pelaje. Vaya, tremendo ajiaco. Aquí les copio, a manera de botón de muestra, un ramillete de apuntes más o menos recientes, escogidos al azar:

  • Torcedura cronológica en la parte del neverending work-in-progress que transcurre en los 90s. enderezarla mañana sin falta.
  • Rebrote. Más de mil positivos ayer. Y dispersos por todos los municipios. Nada, que la cosa está en candela, reestablecieron el toque de queda, ahora sin aquellos patéticos aplausos de las 9:00 p.m., desde ventanas y balcones. ¡Ojalá no vuelvan a paralizar el transporte público!
  • Ver mística de la noche en aquel relato de Irish de 1937, para el ensayo sobre los serial killers en la narrativa de ficción.
  • Viene un frente frío por el Golfo de México. Bienvenido sea.
  • En la Telebanca no hay quién coño entre. “Congestión en las líneas”, repiten y repiten. Y aún debo pagar la puñetera factura del bejuco.
  • Trabajo duro en el capítulo 18. ¿Terminaré algún día? Por supuestísimo que sí. ¡Ánimo, pelusa! Batería al 30 %.
  • No acabo de cogerle la vuelta al “reordenamiento”, palabreja equívoca. Averiguar tasa de cambio del euro respecto al dólar.
  • Leyendo a Simenon en francés. Fluye divinamente.
  • Volví a ver Charlie Says, la película. Dejarse de paparruchas, que la esbirra Van Houten, alias Lulu, sí participó (y con perro entusiasmo) en la masacre de Cielo Drive. No me explico por qué falsean los hechos del caso Tate-LaBianca, si tutilimundi los conoce. ¿O seré que a estas alturas del campeonato a nadie le importan?
  • Verificar fecha de vencimiento del certificado médico.
  • Listo un lindo artículo acerca de los detectives oscuros para zumbárselo a Stephanie.
  • ¿A cómo estarán las calabazas en el agro de A y 19? Da miedo preguntarlo.
  • Revisar nota de contracubierta del libro de G… Me temo que saldrá para la imprenta ad calendas graecas. No hay papel, según parece. Pero mejor tenerlo en punta por si las moscas.
  • Encargué champú de hierbas, mi predilecto, quizá me empate con un botellín.
  • Humbertico el Sapingo sigue calumniando a la gente en el noticiero. ¡Qué tipejo más puerco, por Dios! Bueno, es lo que le queda al oficialismo cubiche ahora que, gracias al auge de las redes sociales, está perdiendo el monopolio de la información. Lo de San Isidro, años atrás hubiera pasado en silencio, pero ya no pueden escamotearlo como quisieran, de ahí la rabieta.
  • Carlos llamó desde Chile, acento de terciopelo. Dice que la telefonía fija ya no se usa. Estoy obsoleta, pues.
  • Releyendo la saga de Ripley. Me hace gracia que el héroe sea filocomunista. El pasaje donde intenta justificar el Muro de Berlín está para no perdérselo, una delicia.
  • Tampoco hoy entró agua. Esta sequía me crispa los nervios.
  • Jorge Enrique me endosó una encuesta a propósito del primer aniversario de la irrupción de la Covid en nuestro agraciado país. Ja, bonita efeméride…

Todo ese revoltijo, no obstante su inmediatez, viene de antaño. Es consustancial a mi perenne lidia con lo caótico, lo abigarrado y lo multiforme, a mi barroquismo incurable, que en esencia no ha variado tras lo embates del guizazo malévolo SARs-CoV-2. Simplemente se ha vuelto más febril.

Mis actividades fundamentales —pensar, leer, escribir— han seguido ocupándome, por fortuna, la mayor cuota de tiempo. Solo que sin horarios ni calendarios, sin una planificación rígida. Cuando se quiere preservar la cordura en el vórtice de algún cataclismo hay que ser flexible, al menos con las pequeñeces.

Por huir del agobio de unas jornadas sombrías con noticias cada vez peores, primero Europa y Medio Oriente —no tengo amigos ni familiares en China—, y luego de más cerca, he regresado a ciertos libros, muchos en realidad, que me hicieron enormemente feliz durante mi larga infancia previa a la Facultad de Artes y Letras de la UH.

En general evitamos esos retornos, tan signados por la nostalgia, para ahorrarnos decepciones. Intuimos que, perdida la inocencia, los sencillos placeres del periodo antediluviano se hallan sin remedio fuera de nuestro alcance. Quiero decir, que podemos evocarlos de un modo vago, como envueltos en una especie de nebulosa, mas no volver a sentirlos con aquella intensidad electrizante de otrora.

Pero no siempre sucede así, créanme. Aventurarnos a enchumbar la magdalena en el té, resulta en ocasiones, máxime cuando atravesamos por momentos dolorosos, una saludable iniciativa. Este ha sido para mí, en todo caso, un año de relecturas harto satisfactorias.

Policiacos, desde luego. Empecé por los orígenes, o casi. Esto es: el canon holmesiano. Digo “casi” porque de ese género, antes de toparme con A Study in Scarlet, yo solo habia leido las Memoirs de Vidocq compendiadas en El tesoro de la juventud (Poe, Gaboriau y Wilkie Collins surgirían en mi horizonte poco después). Y reconecté enseguida.

Sin mayores dificultades, volví a identificarme con Violet Hunter, hermanita postiza de Sherlock y Mycroft. Volví a temerle al siniestro doctor Grimesby Roylott. Volví a deambular, con el corazón en la boca, por los tétricos pasillos de Baskerville Hall. Y la vertiginosa precuela norteamericana de The Valley of Fear, inspirada en acontecimientos históricos, volvió a sacudirme cual fotutazo de alto voltaje. Aquel reencuentro con el ambiguo Edwards, sabueso de la Pinkerton Detective Agency y el personaje con más profundidad psicológica de todo el canon, superó con creces mis expectativas. Conan Doyle, en suma, volvió a conquistarme.

Así las cosas, el jueves 9 de abril de 2020 nuestros ilustres mandantes decretaron parálisis total del transporte público en La Habana. Debido al rollo de la Covid, claro. Lo nunca visto. Mary y yo, que no vivimos juntas, quedamos separadas una de la otra por un kilometraje virtualmente imposible de cubrir a pie. Ella lo hizo, al cabo de una semana, en plan iron woman, y por poco le da una sirimba. Lo dicho: imposible. Como ya ustedes podrán imaginar, se me pegó el cielo con la tierra.

Hice a un lado, por sepetequincuagésima vez, el novelón negrísimo que llevo años metiendo en caja, y me apliqué a escribir, dentro del mismo tema policiaco, algo distinto. Breve, ligero, no ficticio, muy coloquial. Un antídoto contra el terror provocado por la indefensión.

Posteriormente, a partir del miércoles 20 de mayo, comencé a publicar acá en Hypermedia Magazine una miniserie de articulejos acerca del canon holmesiano, a razón de una por mes, donde me proponía compartir mi talismán con quienquiera que pudiese necesitarlo. En otras palabras: invitar a la (re)lectura de los folletines y cuentos de Conan Doyle protagonizados por Sherlock Holmes a aquellos de ustedes que desearan librarse del estrés resultante de la pandemia y de sus múltiples y enojosos corolarios, aunque solo fuera por un ratico, sin engullir psicofármacos a tutiplén ni estrangular a nadie.

Ignoro a cuántos lectores, descontando a mis colegas de la filial habanera del Club Diógenes, logré convencer. Me consta que hubo algunos curiosos revolviendo bibliotecas, tanto digitales como de papel. Comoquiera, nunca terminaré de agradecerle a Jorge Enrique, mi editor aquí presente, la benevolencia con la que acogió tan bizarra propuesta, vintage a matarse. También él pertenece al Club Diógenes, por lo que conoce el canon de arriba abajo —e incluso había escrito sobre Holmes, Watson y aquel célebre apretón de manos en el laboratorio de Química del Barts Hospital, mucho antes de que a mí se me ocurriera hacerlo—, pero es menos optimista que yo, o sea, mas sensato. En resumen: un partenaire ideal.

La miniserie de marras, finiquitada luego de cinco entregas el lunes 28 de septiembre, me ayudó a mantener las tuercas y los tornillos en sus lugares durante aquel inmundo verano. Y asimismo, dicho sea de paso, a comprar gasolina a precio de oro para mover el carro que finalmente un bróder le prestó a Mary.

Volviendo a mis relecturas bajo el imperio del coronavirus, las 60 hazañas iniciales del mítico detective por antonomasia fueron apenas un aperitivo. Detrás de Conan Doyle, igual que en mi niñez, arribaron en fila india los autores policiales de la belle époque, el trepidante Wallace, la exquista baronesa Emma Orczy, el muy científico Austin Freeman, el irónico Chesterton, el enrevesado Van Dine, las gloriosas huestes del Detection Club encabezadas por Dame Agatha Christie, la constelación Black Mask con Hammett como estrella más rutilante, el arrollador Charteris, Ellery Queen y sus epígonos Gardner y Stout, los “duros” de los años treinta, el romántico Chandler, su discípulo canadiense Ross Macdonald, su discípulo hispano Vázquez Montalbán…

Y a continuación, ya metida en ese maremágnum, pasé a otros cultivadores del género negro descubiertos —por mí, quiero decir— más adelante, hacia las postrimerías del segundo milenio: los colosos de la criminal psicology, el police procedural, la crook story, el thriller político, la penitenciary story, el mistery posmoderno y otras vertientes producto de una indetenible fragmentación que aún no termina. Retorné al surrealista Fredric Brown, a la traviesa Ruth Rendell, al brutal Himes, al enérgico McBain, al ambivalente Block, al erudito Eco, al divertidísimo Westlake…

Todos esos escritores, al margen de sus desiguales calidades literarias, fueron inmensamente populares cuando estaban en activo. Sus cuentos veían la luz en revistas de gran tirada, ya fuesen elegantes o pulp, en tanto que sus libros alcanzaban por lo general el rango de best-sellers. Y son, todavía hoy, la mar de entretenidos. Se leen muy rápido. Bueno, más bien se consumen. Se devoran. ¡Ñam ñam! Me he banqueteado, pues.

Algunos me complacieron menos que otros, cierto. Siempre fue así. Ninguno, sin embargo, supuso lo que se dice un fiasco. Ni siquiera los más ingenuos. Aunque mis preferencias en lo que atañe al vasto universo de la narrativa policiaca se hayan modificado no poco luego de tantas otras lecturas, películas y teleseries negras, nada me ha hecho abjurar de mis antiguos ídolos. Y no se trata de emperramiento, de gratitud sin límites o sentimentalismo bobalicón.

Advertir, por ejemplo, que los primos Frederick Dannay y Manfred Bennington Lee, mundialmente conocidos desde 1929 por el seudónimo Ellery Queen, sabían una pila de peritaje criminalístico, pero nipitoche sobre la naturaleza humana, en absoluto me condujo a rechazarlos, ya que ese punto débil no resta amenidad a sus narraciones más clásicas. Y tal consideración, a mi juicio, vale para el gremio en conjunto. Ellos ponen las reglas del juego, cada quien según su estilo, y uno decide si está o no dispuesto a acatarlas sin exigirle peras al olmo ni acomplejarse porque nunca logra identificar al asesino.

O sea, lo tomas o lo dejas. Punto. Lo demás es esnobismo y plasticancia, actitudes harto inadecuadas bajo el azote de la Covid.

Husmeando chismosamente en las biografías de estos autores para eludir la desolación de unas lóbregas Navidades, me percaté de que en el ya inminente 2021 se cumplirían nada menos que los centenarios de dos de mis favoritos: Friedrich Dürrenmatt y Patricia Higsmith, ambos en enero. Esa última portentosa casualidad la detectamos juntos Jorge Enrique y yo. De manera que me apresté a redactar, a fin de publicarlas aquí, sendas semblanzas conmemorativas.



Ena Lucía Portela.


Para que dichas colaboraciones aparecieran ante los ojos de ustedes justo en las fechas de los respectivos natalicios, cosa de que ningún plumífero atrevido se nos anticipara —nadie lo intentó, por lo menos entre cubanos—, tuve que ser bien sucinta. Demasiado para mi temperamento expansivo. Mucho quedó en el tintero, principalmente en lo referido al suizo, uno de los más grandes escritores, si no el mayor, en la historia del género negro. No he olvidado, empero, mi promesa de ensayar acerca de La promesa, novela de culto, con la amplitud y el detenimiento que tal joya merece. Lo haré, si los duendes tropicales no se oponen, muy pronto. De hecho, ya estoy haciéndolo.

Ahora que se divisan vacunas en lontananza, acaso una candileja al final del túnel, he regresado con energías renovadas a mi propia novela en proceso, cuasi lista desde los tiempos inmemoriales. Ya no me atrevo a anunciar que la daré por concluida en el transcurso del presente año, por más que me lo haya propuesto en firme. Ay, amiguitos, si solo dependiera de mi voluntad…

Pero no se alarmen, que no voy a aburrirlos con argumentos del Salvation Army. Puesta a elegir, prefiero que me tachen de perezosa a que me tomen por una incorregible llorona. Sobre todo porque disfruto de un modo salvaje, como ninguna otra ocupación, la no tan simple aventura de novelar. Únicamente les pido, por favor, otro poquitín de paciencia. ¿Vale?

Tengo entre manos, además, un modesto proyecto nuevecito de paquete. Consiste en pescar todos mis textos de no ficción con temática policial publicados en pleno apogeo de la pandemia —y algunos más que aún están en remojo— lo mismo en esta revista que en otros sitios, y reunirlo en un volumen armónico, es decir, unificado. ¿No les parece una pequeña idea tenebrosa? Pues ya veremos cómo se materializa.




Manuel Díaz Martínez

Días de recogimiento

Manuel Díaz Martínez

En estos días de recogimiento sanitario me he limitado a escribir, cuando mi estado de ánimo me lo ha permitido, alguna que otra nota de lectura y unos cuantos borradores que podrían llegar a ser poemas. También, cotidianamente, invierto tiempo en actualizar con materiales de interés mi muro de Facebook.