Hace unos meses escribí un texto, aún inédito, para una revista francesa, donde analizo algunas zonas del arte cubano de cara a la fragilidad de la forma social. En la parte dedicada a Luis Manuel Otero Alcántara, enfatizo la manera en que su obra, e incluso él mismo, evidencia la existencia de Cubas paralelas, y al mismo tiempo señala un camino posible para reconectarlas.
Estar en las antípodas de la Revolución es un disparo publicitario de doble rasero: por un lado, te hace visible internacionalmente, no solo en los espacios de arte sino también en el universo del activismo y los movimientos sociales, y por otro lado, te coloca al interior del país en la condición (muchas veces irreversible e inconmensurable) de disidente o contrarrevolucionario, lo que condiciona la recepción de tu obra y tus prácticas.
En dependencia del submundo que se analice, el espectro se mueve entre la simpatía, la atracción perturbadora, el distanciamiento cauteloso, el descrédito o la difamación.
Sin embargo, al analizar detenidamente la obra de Luis Manuel, nada delata esta radicalidad extrema, sino todo lo contrario: lo que vemos son posibilidades de conexión, sin renunciar por eso a la claridad y a la valentía de llevar los argumentos hasta las últimas consecuencias.
Uno de los aspectos más interesantes de la obra y la persona de Luis Manuel Otero es su capacidad para conectar estas Cubas, o por el contrario, mostrar los avatares de su desconexión. Él consigue erigirse como agente de sus posibilidades representativas, e incide en un todo social que ya es imposible imaginar de manera estándar, a no ser en el discurso estatal. Y esto ocurre, ya sea usando recursos de marketing convencionales y no tan convencionales (a veces bizarros o pulsando las fronteras de lo ético o políticamente correcto), como aprovechando las situaciones extremas hacia las que el propio sistema te arroja.
La radicalidad, así como el estrellato, son estados o condiciones a las que se llega a través de la relación entre disposición, habilidad personal y determinadas circunstancias externas catalizadoras, que pueden incluir la propia historicidad de los fenómenos en cuestión y de su receptividad.
Luis Manuel Otero está consciente de todos los pivotes que transmutan su obra y de los desafíos que estos significan para su carrera, para su vida y para lo que quiere decir o poner sobre la mesa. Para él no hay grandes fisuras, a nivel temático o estético, entre el inicio de su obra, centrada en la escultura de factura povera, sus performances en espacios públicos, o las recientes acciones más abiertamente políticas y participativas.
Al referirse a lo político en su obra, lo hace en términos de la consecución de un imaginario propio que recrea, a partir de cómo lo afecta y estimula la realidad cubana, la manera en que la gente sobrevive y se reinventa, el deterioro de lo que te rodea en todos los sentidos, las políticas estatales, la disfuncionalidad gubernamental y, sobre todo, las maneras posibles para incidir social y políticamente para cambiar las cosas.
De allí emerge, para él, la decisión de concebir el arte como plataforma política, que fundamenta las bases del Movimiento San Isidro, y no quedarse en los límites del comentario político, que es como se refiere a gran parte del arte de finales de los ochenta y los noventa en Cuba.
Lo que ha sucedido es que se ha quebrado el pacto entre artistas, instituciones oficiales y Estado, un pacto que mantenía la crítica social activada por estos en los marcos controlados de los predios institucionales. Se ha recolocado, en el contexto actual cubano, la discusión sobre la pertenencia y uso del espacio público por parte de las artes visuales, y ha surgido una actitud de no retorno para muchos artistas y activistas, que ya no aceptan circunscribirse al ámbito de las galerías, de otras instituciones y centro culturales, o de sus propias casas. Ese es un punto clave en la confrontación directa del Estado con estos grupos de artistas independientes.
Cabe añadir que la historia del activismo cubano y de movimientos de creación alternativos, con sus altas y bajas, ha mantenido este bastión de intervenir el espacio público, y bajo esa premisa ha realizado no pocas acciones de inigualable belleza. Voy a citar solo una de ellas: las lecturas de poesía, convocadas por OMNI-Zona Franca, que, con la legitimidad de la fuerza poética, invadieron calles, parques y metrobuses, y pusieron en entredicho aquella discriminatoria sentencia de que la poesía es privativa de un grupo de entendidos.
No digo esto con el propósito de hacer comparaciones o establecer jerarquías, sino para señalar posibles alianzas y remarcar la necesidad de relatar la historia completa que nos ha traído hasta hoy. El hecho de vislumbrar alianzas, aunque no se lleven a cabo, es ya un proceso de maduración y de construcción social.
En medio de esto, no quisiera poner a Luis Manuel Otero como el eslabón perdido de ninguna cadena, pero su sola existencia me hace pensar en figuraciones más promiscuas, enmarañadas y al mismo tiempo simples.
Él mismo es como una especie de ensamblaje, o mejor, como si una de sus esculturas hubiera tomado vida de repente y decidido habitar este plano terrenal.