Hablaré desde la impotencia con la que cargo desde que nací, la misma que en los últimos días se ha vuelto insostenible. No tengo una mezcla de sentimientos, solo tengo esa impotencia que revienta mi presión arterial, mi cabeza, mi corazón.
Hablaré por última vez sin temor a los exégetas del hambre y a los arlequines de la justicia social.
Hablaré hasta por los codos porque uno ha pasado por mil cosas, como todos los cubanos de “a pie”, y termina explotando torpemente contra todo.
El 11 de julio salí en medio de la confusión con la única convicción de no quedarme en el alquiler, pasara lo que pasará: la calle era el lugar. Caminamos por San Lázaro en medio de un ambiente extraño, sabiendo que ellos estaban entre nosotros y en cualquier momento te podían cargar en una patrulla. Pasó un P5, desviado, con diez muchachos gritando “¡Libertad!”. Mi cuerpo solo atinó a aplaudir, como los demás cuerpos que vieron aquella belleza. La gente gritaba desde los balcones y se iban uniendo. Cuando llegamos a Galiano y Neptuno nos estaba esperando una turba al ritmo de “Yo soy Fidel”, y a quien no fuera “él”, le iban arriba con una rabia absurda.
No hablaré de la vergüenza que me produjo aquello; hablaré de la vergüenza que me ha producido todo lo que ha venido después. Yo siento vergüenza de ser cubano, cada día de este mundo. Sueño con irme a un lugar de la tierra donde no se hable de Cuba. Lo siento, país, has hecho mucho daño, has desgastado cuerpos en la rutina del terror cotidiano.
Uno sale a la calle porque no tiene nada, absolutamente nada que perder. Que digan que eran delincuentes, que eran borrachos, que eran vagos, que eran sucios, negros y cochinos. Que se muerdan la lengua cada vez que lo digan porque ese es el único pueblo que conozco, el que trabaja más de ocho horas diarias, el que sostiene los privilegios de los “normales” que aún pueden ser felices en Cuba. Siento odio, sí. Es humano sentir odio cuando te han negado la dignidad hasta para morir.
En la calle, pensaba en la cantidad de veces que muchos cubanos decían de dientes para adentro que lo que hacía falta era romper las tiendas en MLC. Y ese día las rompieron, como rompieron los negocios en Chile y Colombia contra las dictaduras de derecha. No importa para qué lado sople el viento, las dictaduras aniquilan la h»umanidad. Y hasta donde he llegado a conocerme, aún soy humano. Las personas que rompieron las tiendas, lo hicieron solo después de que el presidente designado Miguel Díaz-Canel Bermúdez diera la orden de combate entre cubanos. No importa si tú eres comunista y yo soy anticomunista: las dictaduras, repito, aniquilan la humanidad.
En la calle, pensaba en la cantidad de veces que mi mamá dice que está cansada de trabajar; “Total para nada”, me dice siempre. Mi madre siempre quiso terminar su casa y aunque trabaja todos los días, hasta algunos domingos, el salario le seguía sin alcanzar para comprar un saco de cemento. La casa nunca acabará de construirse, estoy seguro. Ya mi madre está muy agotada. Ella me llamó en medio de la protesta, presintiendo esas cosas que imaginan las madres, no le contesté por temor a que no pudiera soportarlo. Y ahí llegaron ellos con palos, tonfas, armas cortas, armas largas; almas que se fueron al más allá, aunque digan que fue solo uno. Hay mil maneras de morir y una bala en una ciudad basta para destruirlo todo.
Corrimos, como Laura Pausini: alejándonos de todo, escapando del tormento.
Cuando llegamos a la casa empezaron a contarse los detenidos. No se sabía dónde estaba la gente; las estaciones policiales no daban información y aún se desconoce el paradero de algunos. Amigos, conocidos, amigos de amigos, de casi todas las provincias, desde menores de edad hasta mayores, sufrieron la violencia policial.
Mientras la gente compartía parrafadas sobre el bloqueo, injurias contra los “actos vandálicos” de los manifestantes y moralismos malsanos hacia los “disturbios”, yo solo podía mirarle la cara a esos muchachos que vi en un collage, la mayoría de mi edad. Tampoco me concentré demasiado en lo que decían los famosos y los académicos, porque no fueron ellos los que sintieron la necesidad de explotar en la calle. No necesito una autoridad que me diga que hay o no violencia en Cuba, yo lo veo todos los días aquí.
Algunos hablaban de esos “vándalos” delincuentes, yo solo miraba la cara de los presos, entre ellos la cara de dos muchachas: Neife Rigau y Nai Rodríguez. El testimonio de esta última, estudiante de FAMCA, todavía me deja sin habla:
“Yo estoy detenida desde temprano, en una especie de sala de juicio, junto con unas treinta personas, algunos heridos. La policía me esposó y me aguantó para que una mujer me diera golpe, (…) me metieron en la patrulla. La mujer es de estatura mediana, pelo negro, piel trigueña y tenía un pulover de la campaña de vacunación Abdala. Por si alguien ve a la tipa esa en un video o la identifica”.
Para mí no hay más o menos violencia aquí que en la Conchinchina. No hablo de ninguna otra realidad que no viva, desde la que cada día habito en Cuba puedo afirmar que hay violencia. Decir que en otros lugares hay más y minimizar la nuestra, como lo hace Bruno Rodríguez Parrilla, me parece cínico. Por otro lado, hay personas que puede que sepan toda la mierda que se vive en Cuba, pero no la viven: son cosas totalmente distintas. Una cosa te lleva a la frialdad, el romanticismo y la serenidad; la otra a la conmoción y a la desesperación.
Todos han hablado sobre lo que estuvo bien o estuvo mal el #11J en Cuba. Todos se han pronunciado, contratacado o guardado silencio (que también es una forma de comunicación). Sin embargo, el pueblo sigue burlado. El Estado jugó a la desinformación y ganó. Ahora dicen que los emigrados pueden entrar medicinas e insumos al país, como si no fuera suficiente cinismo después de tantos reclamos a los que hicieron oídos sordos. ¿Y los que murieron sin medicamentos antes de que se abriera esa brecha? ¿Y los que murieron por la soberbia del régimen?
Para colmo, al finalizar el día tengo que soportar que un familiar me diga que él salió a repartir palos a la calle. Un familiar que me dice que está feliz de que hayan ganado, que dice que todo el que no esté de acuerdo con la Revolución de Fidel debería irse del país. Respeto su opinión, aunque él nunca respete la mía, pero le pido que no se me acerque. Hablaba con mi mamá sobre esto y era muy difícil explicarle que el Estado me violaba. Tal vez si fuera un padrastro o un tío, mi madre sabría reaccionar a la violación: decapitando al abusador, como me lo juró tantas veces de pequeño. Pero ante el Estado la dejo desprotegida. Quiero que entienda que no es tan difícil.
Decapítalo madre, te presto el hacha.
A los que aún saben entender, sin aleccionar.
La guerra del pueblo contra el pueblo
Aquel sintagma de “La guerra de todo el pueblo” (con el que Fidel Castro se refería al estado belicoso en que mantuvo a Cuba), se transformó en “La guerra del pueblo contra el pueblo”.