El profesor borracho de Bruselas

En el momento en que los monjes de la abadía de Saint Sixtus de Westvleteren supieron —por allá por 2005— que la cerveza que producían y vendían para granjearse su supervivencia estaba cosechando fama, no tenemos idea de dónde estaba nuestro protagonista de hoy. Quizás cursaba el preuniversitario; tal vez coreaba canciones de Tego Calderón o ya conocía a los Mojinos Escozíos… 

El abanico de posibilidades es inmenso.

Yo sí sé dónde estaba cuando lo conocí. Se hacía llamar el_árabe en CiberHabana, una suerte de Facebook común entre la Universidad de La Habana y la CUJAE; un sitio que conectaba gente inimaginable, lo mismo que hacen hoy los grupos de WhatsApp.

Calvo, nariz de gancho y barba prominente, Ahmed era profesor de español en la Facultad para No Hispanohablantes de la UH. Generalmente con camisa, pantalones de vestir o jeans y botas, era el clásico tipo que de ponerle un turbante en la cabeza tranquilamente podría pasar por un sultán o un guerrero tipo Saladino. “Por eso, además de mi nombre, elegí como nickname el_árabe, cosa que después, cuando llegué acá, al principio me trajo quizás par de momentos desgradables”, me cuenta.

Mi ilusión de que lo hubiera escogido porque se la pasaba entre Caimito y La Habana —visitando a sus padres—, y eso está tan lejos como el Kurdistán, se desmoronó. No obstante, en ese peregrinar que fue su vida siempre hubo un rasgo distintivo: el alcohol. A veces al abordaje, a veces de gustos más refinados. Pero un buen trago jamás recibiría su negativa. Y los monjes de Saint Sixtus de Westvleteren, así como todos los monjes que produjeran una cerveza en Bélgica, estaban a punto de experimentar su furia. 

Tiembla, “lagarto frío”, ante tu castigador.


Cuba, la Universidad, el amor

Memo, como también le dicen, es hiperquinético. La calma no se le da bien. Siempre estaba en movimiento: del salón a la cátedra, de ahí al pasillo a fumar y conversar, de vuelta al salón, un poco de Call of Duty en red y de ahí, al final del día, a donde nos llevara el viento. (Sería injusto no poner un “nos” acá, porque éramos más de uno).

Generalmente, el viento nos llevaba hacia el alcohol. “El alcoholímetro siempre estuvo presente y encendido”, resalta, al tiempo que por la diferencia horaria, mientras preparo mi desayuno, ya él está almorzando, con una cerveza Chimay Blue servida en copa de cristal. “La mimba la conseguíamos en casa de Richard, cerca de la universidad. Era donde más barato se encontraba y cinco litros nos salían en 75 pesos cubanos, así que había para darse una buena ‘rompida’ de cara”.

Entre las incursiones habaneras se contaban festivales de teatro y cine, conciertos de rock en el Maxim, fiestas universitarias, reuniones del CiberHabana en La Tropical, un parque o la Universidad. Todas excusas para “empinar el codo” donde, a su decir, “terminaba borracho hasta quien no bebía ni refresco de cafetería”.

Pero la sed de etiles nunca alejó a Ahmed de su camino como profesor. Cumplidor y respetado, conocedor de “español, spanglish, francés, frañol, inglés, portugués y japonés”; podía ser que terminara en alguna o varias juergas con sus estudiantes, pero la clase era a otra cosa, mariposa. Fuera de ahí, la vida seguía. “Precisamente por uno de mis estudiantes conocí a la que hoy es mi esposa”.

Era el concierto de Billy Gibbons, uno de los barbudos de ZZ Top, en la Fábrica de Arte el 17 de diciembre de 2015. “Andaba con un estudiante belga, de Bruselas. Un tipo singular: tomador, buen escritor. Él me presentó a una amiga belga, y así conocí a Dzulija, o Yulia, para decirlo de una manera que entendamos”.

Ese día yo también estaba en la Fábrica, en el mismo concierto, con parte de mis mejores amigos. Y también conocí a una Yulia, pero cubana. ¿Será que es destino de los borrachines calvos y barbudos compartir estas coincidencias? Bueno, quién sabe si la vida me pone en Bélgica alguna vez, aunque sea de visita.

“La conocí en el deporte nacional: la cola. Y como me la dejaron encargada la llevé a todo rincón loco que pudiera tener FAC”.

Nuevamente, el alcohol fue protagonista. En un ambiente donde él y nuestros amigos alababan a Gibbons y su banda, aprovechó para brindarle a la chica algo de beber. “Una cajita de compota…, pero que no trae compota”. ¡Planchao de toda la vida! Ella, víctima del deseo, succionó la pajilla mientras su cara fue cambiando poco a poco el semblante. 

A quien no le haya sacado los colores un planchao, que se revise. “Hoy ella ve una cajita parecida y me dice que no quiere, incluso sin yo ofrecerle”. El trauma dura, y durará.

Al final, Memo confiesa que —volao como un zapato— intentó despedirse de ella con un “besito jerarca”, mientras se aguantaba con todo su ser de la pared para mantener el equilibrio. La chica se puso “en tres y dos”. “Le tiré la sliderentonces a ver si hacía swing para salir juntos al otro día. Por suerte me acordé de la propuesta y ella, que sí fue lista para beber, me dejó una tremenda impresión y mejor noche”.

En este caso, no sé cómo se aplicarían las metáforas beisboleras: el tiró la slider y Dzulija se ponchó. Pero seguramente si su esposa cuenta la historia, su versión sería otra. El hecho es que 7 meses después, Ahmed estaba en Bélgica.

“Lo demás —dice— es capitalismo desenfrenado”.


Bruselas, cerveza y béisbol

A la sombra de otro castillo, el de Laeken, es donde ahora vive en Bruselas-Capital, una de las tres regiones que conforman el Estado belga, un lugar idílico y absurdo a la vez, según ha logrado entender después de los años. 

“Bélgica es un país complicado. Aunque tiene un puesto bien privilegiado en Europa Occidental (para mí son El Vedado europeo), las belgadas son bien conocidas en el viejo continente. No se podría esperar otra cosa de una nación que es demócrata, monárquica, federal y parlamentaria a la vez”. A esto también se unen las diferencias entre francófonos y flamencos.

“Flandria —los más apegados a los holandeses— aportan mucho a la economía del país, y por tanto reclaman más protagonismo, además de que tienen mucho poder económico por ser una zona rica desde siempre”. No dice que Wallonia —la parte francesa— no tenga sus cosas, pero un comentario posterior me deja claras las diferencias: “Los flamencos son más nice, son políglotas y más abiertos a los cambios, una superioridad en desarrollo que a veces los hace ver autoritarios en su contribución al país. ‘Bélgica para los flamencos’, llegan a decir”. 

Claro, cómo no van a ser nice si tienen de los holandeses, que más nice —marihuana libre mediante— no pueden ser. Mientras que ya se sabe lo que se opina de los franceses por ahí, sobre todo influidos por ese odio cultural casi irreconciliable con los norteamericanos. Rueden la voz: “Los francófonos son insufribles”, dirían los flamencos… y viceversa.

Yo me quedé en la cabeza con la frase “capitalismo desenfrenado”, así que le pregunté por el tema de la medicina (obligado en tiempos de pandemia). “Una consulta rutinaria puede costar entre 25 y 35 euros; el dentista 30 o 50; un oculista 60. Eso si no hay nada que hacer. Si no es el caso, agárrate. Y a pagar. Ocho días en un hospital pueden ser 9000 euros, que es casi la mitad de mi salario anual. Yo mejor no me enfermo”. Pero también aclara que, contrario a la creencia, nunca dejan de atenderte. Lo que después vas a tener una deuda bastante seria, “pero no te dejarán morirte”.

El capitalismo europeo, en su versión belga, es menos agresivo, pero al final, cuando estás enredado, Ahmed dice que puedes coger una soga y empezar a hacerte el nudo, porque “a Juanito el de la esquina le importa menos tu vida que la de su perro, que come croquetas de salmón todos los días. Pero estar ‘asegurado’ se siente riquísimo”.

El primer segmento de plato fuerte tenía que llegar: el alcohol. No te puedes ir al país donde se producen las mejores cervezas del mundo (la de los monjes de Westvlederen está considerada la primera) y convertirte en abstemio. Sin embargo, el inicio de Memo fue distinto. “La primera vez que entré en un mercado, lo que más me impresionó fue el estante del yogur. Tenía como 5 metros de eso nada más. Puro yogur. Y yo acostumbrado a que en Cuba era blanco o de fresa. Más nada”.

“Las mejores cervezas son belgas, y dentro de esas, las trapistas o trapenses (hechas por monjes en las abadías). Una cerveza acá puede costar desde 31 centavos, el lagger ligerito, y hasta 7 euros una cerveza de estas”. Y yo pensando que tomando Stella Artois y Leffe estaba en la cumbre. “No, hombre, no. Esas son buenas, pero comerciales, son más bien de exportación. Las hay que son de aquí y solo de aquí. Y son las mejores, dicho por países cerveceros como Alemania, República Checa y Holanda”. Claro, otros países tienen sus cervezas trapenses. “Pero Bélgica las hace mejor”. También tiene la mayor cantidad de monasterios dedicados a estos menesteres, seis en total: Achel, Chimay, Orval, Rochefort, Westmale y Westvleteren. 

“Generalmente tomo Chimay Blue —me dice al tiempo que me manda una de tantas fotos con su copa a desbordar, cosa que es normal, pues solemos caer en competencia de este tipo—, pero me gusta experimentar”. Hace un tiempo fui testigo cuando ordenó una que se llamaba Pata de Palo. Imaginar como debía estar eso va más allá de toda ficción. “Otra que me gusta es la Roquefort, que está dividida en 3 clases: 6, 8 y 10. La 10 es la cerveza más fuerte que he probado aquí, con 11,3 % de alcohol”.

Pero Ahmed no es todo cerveza. Tiene una despensa alcohólica bastante prolija. Se pueden contar varios licores, que van desde Jack Daniels hasta Añejo 7 años, pasando por Jaggermeister, Cointreau, una botella de vino con la etiqueta marcada como el símbolo de los Rolling Stone, champán; una que es una botella con forma de pistola con sus cargadores y un “yutong” de Añejo 3 años de Havana Club. Porque siempre hay un pedacito de Cuba.

Y por eso Memo también jugó béisbol y softbol en su momento. Fue primer bate y primera base, receptor, segunda, lo que fuera. “Me iba bien hasta que una lesión en el codo me sacó. Pero cuando regresé bateé de 4-3, hit, doble y triple. Estaba en mi momento. Y al otro día me sentaron”. Ahí cuenta que por poco le raja la cabeza al jefe del equipo, pero que se contuvo porque la violencia no camina en esos parajes. “Ese hombre no sabía nada de pelota y estaba acabando con el equipo. Me fui de la liga de béisbol y después regresé a jugar softbol, pero ahí seguía el hombre jodiendo. Y lo dejé”.

No me extrañaría su pesar. ¿Qué sabrá un belga de béisbol cuando el director de su selección de fútbol, Marc Wilmotts, malamente sabía cómo poner a jugar a sus hombres? Ese seguro era otro Higinio Vélez. Lo cierto es que cubano que no se encabrone con la pelota, no tiene sangre en las venas.


Adaptación, añoranza, vida

Más allá de los autos y las carreteras —algo nunca visto a esa escala—, le impactó mucho la tranquilidad. “Me jodió el silencio extremo y la tranquilidad ensordecedora penetró mis huesos los primeros 3 o 4 meses. Pero llegué a aprender lo que son las buenas maneras de acá y no he alzado tanto la voz como cuando le gritaba al panadero ambulante de Zanja y Belascoaín”.

“Por eso de la tranquilidad, del silencio, es que cuando voy a Cuba me siento a veces fuera de contexto y me pongo hasta amarillo con todos los vecinos por el escándalo que tienen, aunque mis padres me digan que no es mi derecho decirles a ellos lo que tienen que hacer. Pero aquí sí hay ese tipo de derechos elementales, que en Cuba se perdieron hace rato”. Eso de que tus libertades terminan donde empiezan las del otro, se las trae.

También confiesa que le impactó la comida, a golpe de puré de papas o papas fritas, las famosas french fries, que son belgas, pero los soldados americanos, pensando que estaban en Francia, les pusieron así durante la Segunda Guerra Mundial, sin saber dónde estaban parados, literalmente. “Te imaginarás que vine a comer arroz ocho meses después de llegar”. Y lo otro que le cambió fue la educación de llegar a un lugar y decir “Hola”. Algo perdido en Cuba, a su pesar; al de todos.

También tuvo que pasar por los prejuicios. Con su barba de mullah, al principio, tuvo dificultades para encontrar trabajo, pues le dijeron que debía cortarse la barba y que incluso así no lo contratarían debido a su nombre…. “Yo soy un tipo que fluye con la corriente, y puedo ser un bandolero como Billy the Kid o tan catedrático como Fernando Ortiz. A ese empleador no se lo dije en francés en ese momento, pero se lo solté bien en cubano: tú lo que eres es tronco de comepinga”.

Trabajó entonces como mesero, o haciendo delivery para una iniciativa que se movía en bicicleta, por temas del cambio climático y tal, cosa bien respetada por los europeos. Lo hizo en eventos y recepciones casi hasta el desmayo, para poder pagarle el nauta a su gente. Fue ayudante de chef también y con algunas contratas en el Parlamento Europeo, pues su esposa trabaja allí. Músico, poeta y loco, hasta el momento en que logró hacerse profesor freelancede español e inglés. Cuentapropista de toda la vida. Pero siempre estuvo trabajando, como hace quien cae en un mundo nuevo y totalmente diferente de la nada, y quiere progresar. Como hacen los emigrados.

“No te voy a negar que hubiera querido hacer todo lo que me pasó por la cabeza en cada momento, tal como hacer cerveza en el sótano de la casa, algo perfectamente legal aquí, o vender café cubano y el periódico impreso en el estanquillo de la esquina, sobre todo para sentir a la gente suspirar y dar esa conversación espontánea que sucede con la gente que se hace asidua a un lugar”.

Sobre Cuba, claro, extraña y piensa en su país. Su perra se llama Havana. Cuando le pregunté si era por la capital donde vivió y están sus (nuestros) Industriales, me aseguró que sí…, y por el Havana Club. Que no pasa un minuto en el que no se sienta tan cubano como siempre y que le gusta ese “no sé qué” del que aún gozamos y nos pone en la estima de muchos, por nuestros bailes, nuestros músicos, las playas, o por ser nosotros mismos. Porque toda la cerveza de Westvlederen que pueda tragar el Memo, no va a hacer que deje de sentirse cubano… y con ganas de servirse otro trago.


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La senda del samurái: una cubana en Japón - Gabriel García Galano

La senda del samurái: una cubana en Japón

Gabriel García Galano

Tokio es la capital de uno de los países más desarrollados y quizás más míticos del mundo. Y los luchadores, los samuráis, siguen llegando. En Japónviven actualmente cerca de 500 cubanos. Poco más de la mitad están en Tokio. Anayanci es uno de ellos. Clásica mulata habanera, aunque ella dice que es negra.