La senda del samurái: una cubana en Japón

Edo, 1603. Tokugawa Ieyasu, shogún, llegó allí luego de un largo bregar que lo convirtió en el hombre más poderoso del Japón. Se asentó en el castillo homónimo de la ciudad (que siglo y medio antes había levantado Ota Sukenaga) sin saber que tal vez ese acto le daría al lugar el privilegio de convertirse en el mismísimo corazón imperial. 

El entonces pueblo de la provincia de Musashi llamó rápidamente la atención de todos. Ahí estaba su señor. Comerciantes, pescadores, negociantes, rufianes, campesinos y samuráis acudieron al lugar para poblarlo, hacerlo crecer, llenarlo de fortuna… y buscarla también. 

Hoy ya no se llama Edo. Tokio es la capital de uno de los países más desarrollados y quizás más míticos del mundo, aunque de puertas para afuera, la apertura de la era Meiji en el siglo XIX se detuvo poco o casi nada. Y los luchadores, los que quieren experimentar, los samuráis, siguen llegando. 

Ahí se va a desarrollar nuestra historia.


La senda del samurái: una cubana en Japón - Gabriel García Galano

La llegada

En Japón viven actualmente cerca de 500 cubanos. Poco más de la mitad están en Tokio. Anayanci es uno de ellos. 

Qué nombre más cubano que este para nuestra protagonista. Anayanci. De profesión: bióloga. De aspiraciones: antropóloga forense. De oficio: profesora de español, bailadora. Personalidad explosiva. Clásica mulata habanera, aunque ella dice que es negra.

Cuando supe que se había casado con un japonés y se iba a vivir a la Tierra del Sol Naciente, lo primero que pensé fue que estaba loca. ¿Japón para un extranjero? ¿Japón para un cubano? La mente de cualquiera se iría detrás de términos y frases oídas en animes y alguna que otra película, donde ser forastero en aquellas tierras era más o menos el equivalente a ser un bicho raro. 

Gaijin, esto es: fuera del círculo, literalmente; los extranjeros son gente “de fuera”. Gaijin. Cada vez que oía esa palabra, sonaba a despectivo, pero estaba a punto de cogerme el… dedo con la puerta.

“La necesidad y muchas decisiones —cuando miro hacia atrás las tomé sin pensar— me pusieron aquí”, dice Ana, que vivía alquilada en un cuarto de Habana Vieja. “El motor del agua se rompió, no había muchos clientes y mediante varios amigos extranjeros logré hacer un grupo al que daba clases de español, un grupo que fue creciendo. Todo para ayudar a mi familia y, por qué no, poder salir a bailar”. 

Y le fue bien: su grupo creció como recompensa al tiempo dedicado. Mientras, otras malas noticias iban llegando.

Su bisabuelo falleció, y la casa se vendió. La ambición de Anayanci de ser antropóloga forense dio al traste con sus necesidades. Eso solo se estudia perteneciendo al Ministerio del Interior, y dicha pertenencia limita las relaciones con extranjeros; en su caso, las prohibía. Pasó por mucho para lograr la liberación del MININT, hasta que al fin le dieron la boleta y se marchó. Así pudo seguir con su proyecto de vida, al tiempo que estudiaba Biología.

“Fue ahí como conocí a Kenta, mi esposo. Él vino a Cuba a tomar clases de percusión con los tamboreros en los solares, y a estudiar español. En la Universidad de La Habana la carrera le salía muy cara y decidió buscarse otras vías de aprendizaje”. 

En Habana Vieja, Kenta dio con Anayanci. De lunes a viernes, dos horas y cuarenta minutos de clases los fueron haciendo más cercanos. Muchos vieron lo que ella se negaba a aceptar: el japonés estaba muerto en la carretera con la mulata. Y como dicen que el roce hace el cariño… Sucedió. 

“Luego de varios meses juntos él tuvo que regresar. Un día me preguntó si quería conocer a su familia y yo acepté”. 

Lo demás es historia. El matrimonio le abrió una nueva puerta, a miles de kilómetros de Cuba. Y la cruzó, con la fuerza para aguantar “el golpe”.


La senda del samurái: una cubana en Japón - Gabriel García Galano

Adaptación

“Acá todo es distinto. Imagínate para una cubana de Habana Vieja, acostumbrada a la bulla de la música alta, a ser independiente, al calor y otras maneras de vestir, caer en Tokio. Fue un cambio radical. En Japón, el patriarcado pone al hombre por delante de una manera inimaginable”.

Ese fue el primer cambio. La cultura del país está diseñada para que el hombre trabaje y la mujer esté en la casa haciendo labores domésticas. “Si el esposo llega a la casa a las 7:45 p.m., a las 7:44 p.m. la comida está puesta en la mesa”, me cuenta Anayanci. 

“Cuando llegué y vi que me iba a ser difícil cumplir mis metas, tanto por el idioma como por las vías para obtener una beca y finalmente dedicarme a la antropología forense, agarré y me fui a una escuela a aprender japonés. Son escuelas muy buenas, para gente que quiere trabajar aquí. Junto con el idioma te enseñan cosas de la cultura, la manera de ser y pensar de los japoneses. Para que los entiendas, para que te adaptes mejor. Aunque hay gente que nunca se adapta”.

Al mismo tiempo, empezó a trabajar en un restaurante. “Aquí se le sirve primero a los hombres, lo mismo en un establecimiento que en la casa. Pero como yo soy más fuerte que eso, les dije que había cosas que yo no podía cambiar, que yo iba a poner por delante siempre a la mujer, como uno aprende normalmente en Cuba… y me lo aceptaron”.

Otro detalle es que se habla bajito, y las discusiones no suelen pasar del intercambio de palabras. Debió ser bastante raro para ella ver gente indignada como muñequitos, sin partir caras de un bofetón como habrían hecho en su barrio: 

“Aquí, por ese lado, ni se tocan. Son muy cuidadosos con eso. Cualquier agresión, incluso verbal, puede ser suficiente para llamar a la policía. Un golpe te mete preso”. 

¡Ah, shogún, tus tiempos! Era tan fácil encararse, gritar un galimatías y abrir al oponente en dos con una katana: ¡zas! Por suerte hay civismo. Y los japoneses se precian de ello.

Algo que le sorprendió también es que, por regla general, nadie toca o se queda lo que no es suyo: 

“He dejado cosas regadas en el metro, y sé de gente que le ha pasado. Celulares, carteras, paraguas, lo que sea. Ellos las recogen y las guardan en algún lugar esperando a que las vayan a recoger, o si no averiguan quién es el dueño y se las devuelven. Otra cosa es que cuando la gente toma y se pasa de tragos, muchas veces no regresa a la casa. Se quedan durmiendo en cualquier lugar: estación de metro, dentro del metro, un portal, una acera… ¡Cualquier lugar! Y nadie los molesta ni les roba las cosas”. 

Yo me imagino que toda regla tiene su excepción. Se lo iba a decir, pero qué sabré yo, que ni he brincado el Atlántico. 

Quédate dormido en otro lado y te dejan encuero.

El pollo del arroz con pollo llegó cuando la pregunta se me hizo inevitable: “Ana, asere, tú además de extranjera, eres negra. ¿Cómo se portan los japoneses cuando te ven, cómo reaccionan? Y con el idioma, uno de los mitos es que a los extranjeros no los dejan hablar japonés, que son muy conservadores… ¿Es cierto?”. 

Yo quiero creer que mi ignorancia le dio risa… y parece así fue. Me dijo:

“Además de extranjera y negra, soy alta. Aquí en Tokio están más acostumbrados a ver extranjeros, y a veces los asumen como algo cool. Todo lo que venga en inglés tiene su swing, a veces es hasta elegante. Por supuesto que han visto negros aquí, y por lo general han superado la curiosidad. Pero en otros lugares no están tan adaptados. La gente se te queda mirando, pero es curiosidad, no mala intención. Van y te preguntan que de dónde eres, y cuando les hablas japonés, se sorprenden más. Un día iba caminando por la calle y sin querer choqué con una mujer que, cuando me vio, bien dio un brinco del susto…”

“Yo he tenido que adaptarme a muchas cosas. Y una de las primeras es que en el metro los asientos están diseñados para ellos, es decir, yo no cabía en uno”, me comenta entre risas. “Me tuve que adaptar a sentarme de una manera que evitara rozarlos a ellos y a la vez no estar incómoda, recogerme, pues uno está adaptado a que en Cuba te sientas escarranchado, con las piernas abiertas”.

“Lo otro fue cuando empecé a trabajar con niños, en el empleo que tengo ahora en la guardería. Al principio, imagínate, esos bebés nunca habían visto a un negro, y todos los días las miradas eran de mucha curiosidad por lo que no conocían. Pero ya me adapté y ellos también. Son procedimientos normales”. 

Asimismo, narra que en muchas familias estar relacionados con extranjeros es bien visto y ahora casi está de moda. Bendita apertura Meiji. Al shogún no le habría gustado nada este estado de cosas. 

Dice igualmente que si les hablas en japonés te responden en japonés, pero que les gusta hablar en inglés para practicar y,si saben otro idioma, intentan practicar con quien sea, para demostrar que saben, que son inteligentes. 

Pero lo más impresionante que relata Anayanci es cómo en Japón siempre intentan ponerse en el lugar de los otros. Los japoneses piensan mucho en los demás, al punto de que en las escaleras eléctricas se sube por el lado izquierdo solamente, para que si alguien está apurado pueda subir corriendo por el lado derecho. 

“En las discusiones de pareja, tampoco es que la mujer le diga al hombre la razón de su molestia, sino que le pide al hombre que piense en qué puede haber pasado para que ella tenga ese estado de ánimo”. 

En otras palabras, el clásico: “Nah, a mí no me pasa nah”, pero por dentro no lo quiere ver ni en postalitas.

La gente usa las máscaras no solo para no enfermarse, sino pensando en que si están enfermos y son asintomáticos, pueden enfermar a otras personas. Por eso se protegen más: pensando en ellos, pero también en los otros. También es que aquí, por una cuestión de cultura de higiene, muchas personas usan mascarillas en lugares públicos, haya o no haya virus”. 

Eso, y la costumbre de no estar en el besuqueo y la abrazadera… Solo 982 fallecidos por Covid-19 en un país con una de las poblaciones más envejecidas del mundo (28 % de la población es mayor de 65 años).


La senda del samurái: una cubana en Japón - Gabriel García Galano

Seguir la senda

“Tengo claro que habría sido imposible hacer esto si Kenta no hubiera estado bien empapado de la cultura cubana, de cómo somos. Él, antes de conocerme, había pasado casi cuatro años de su vida en Cuba, viviendo en alquileres, entre tambores de santo y solares, y tenía claro que había cosas de mí que no iban a cambiar, y lo aceptó, al igual que me aceptó su familia”.

Hoy Anayanci trabaja de 9:00 a.m. a 9:00 p.m. La conversación la tuvimos en un escenario disparejo: ella muriendo de sueño y yo acabado de despertar. Pero este es el camino, su propia senda del samurái. 

Aunque ya tenga el estómago reducido y le cueste readaptarse a la comida cubana, al punto de que casi ni la come. Aunque ya le agobie la música alta del barrio cuando vuelve a Cuba, donde le toma una semana recuperar sus modales de Habana Vieja. Aunque extrañe Cuba, pero ya no se sienta enteramente cubana, pues emigrar, dice, “te deja en un limbo, donde no eres de aquí ni de allá”. 

Nunca será japonesa, pero ya no es caribeña. Ana siente una mezcla de emociones que la dejan varada en el medio, tratando de acercarse a alguna de las dos orillas, luchando por dar pie, por sobrevivir, por no ahogarse, viendo a la distancia las palmeras o los árboles de cerezo.




No es tu culpa, es la necesidad de sexo - Gabriel García Galano

No es tu culpa, es la necesidad de sexo

Gabriel García Galano

Apareció la oportunidad: las apps de citas. Para asiáticos, latinos, para toda “raza”, denominación o creencia. Hace un año, la aceptación de este tipo de cosas en EE. UU. era de un 29 %. Pero en un país donde no hay tiempo para casi nada, no importa la aceptación. La usas y ya. “Es un entretenimiento, qué puede pasar…”.