Hypermedia Investiga: Yukiko Motoya

En las páginas de Mi marido es de otra especie (Alianza Editorial, 2019) de Yukiko Motoya. Entre fragmentos. Clasificando.


(…)

Un día reparé en que mi cara se había vuelto idéntica a la de mi marido. No es que alguien me lo hubiera hecho observar, sino que, de una manera casual, mientras clasificaba las fotos acumuladas en el ordenador, de repente me fijé en ese detalle. 

Al comparar las fotos de hace cinco años, cuando aún no nos habíamos casado, con las recientes, tuve la impresión de que nos parecíamos. No era una similitud que me permitiera señalar facciones concretas y explicar en qué consistía la semejanza, pero, cuanto más miraba las fotos, tanto más aumentaba mi aprensión. Era como si el aspecto de cada uno se fuese aproximando gradualmente al del otro.

Cuando llamé a mi hermano Senta, a fin de hacerle unas consultas sobre el ordenador, aproveché la ocasión para planteárselo.

—¿Cómo dices? ¿Ustedes dos? —replicó en un tono despreocupado, como un animal que estuviera descansando tranquilamente en la orilla del mar—. Jamás he pensado tal cosa. ¿No será lo que suele decirse, que, cuanto más larga es la convivencia de una pareja, tanto más van asemejándose el uno al otro?

—Si esa teoría fuese cierta, entonces tú y Hakone deberíais pareceros mucho más. No me sirve.

Mientras le respondía, iba abriendo una carpeta del ordenador, tal como él me había enseñado a hacer. Senta y Hakone son novios desde la adolescencia y llevan viviendo juntos el doble de tiempo que mi marido y yo. Nosotros nos casamos año y medio después de habernos conocido.

—Y, lo mires como lo mires, vivir juntos no es lo mismo que estar casados —añadí.

—¿Ah, no? ¿Dónde está la diferencia?

—Está, por ejemplo, en la densidad de la relación.

Senta me indicó que arrastrara la carpeta de las fotos hasta el icono de la cámara.

—Esto no es mi fuerte —advertí—. El icono se extiende enseguida y acaba volviendo al sitio donde estaba.

Como era de esperar, a pesar de que tuve que habérmelas un par de veces con el alargamiento del icono, por fin pude subir las fotos. Tras consultarle sobre mi intención de vender el frigorífico, colgué el teléfono. Es posible que escuchar de labios de Senta que él no ve ningún parecido entre mi marido y yo me tranquilizara. Lo digo porque desde entonces me olvidé por completo de lo que había observado en nuestras fotos.

Había ido a Correos para enviar un paquete de mi marido y, al volver a casa, vi que la señora Kitae estaba sentada en un banco del recinto canino. Di unos golpecitos en la ventana, ella me hizo una seña y entré para charlar un rato. 

En nuestro edificio hay un espacio reservado exclusivamente para los perros de los inquilinos. Es como un parque en miniatura, con el suelo de tablas, situado encima de la marquesina en la entrada. Se accede a él por el pasillo de la primera planta. Empujé la pesada puerta contraincendios, entré y la señora Kitae dio unas palmaditas en el espacio libre del banco, a su lado.

—¿Qué tal, Sanchan? Siéntate aquí. Me alegro de verte. Ahora no tienes nada que hacer, ¿verdad?

La señora Kitae tiró del carrito que ella misma había reformado y, de la bolsa en la parte trasera, sacó una lata de café. Por encima de la bolsa, sobre un cojín, como de costumbre, atado con un cordón y acurrucado, Sansho parecía un adorno. La señora Kitae viene aquí todas las tardes para que su querido gato Sansho tome el sol. 

Según ella, que su gato no disfrutara de esta zona sería injusto, ya que ella paga el mismo alquiler que los inquilinos propietarios de perros. Tiene casi tres décadas más que yo, lo que no impide que su salud sea excelente y su espalda esté completamente recta. Si no fuese por las canas, con un cutis tan juvenil como el suyo, no sería de extrañar que la tomaran por una cincuentona. Sus vaqueros de un blanco puro le sientan muchísimo mejor que a mí.

Conocí a la señora Kitae en la sala de espera del veterinario al que llevo a mi gato. Fue ella quien entabló conversación y me estuvo hablando largo y tendido del problema de su gato, que hace sus necesidades dentro de casa. 

Vivimos en un edificio de gran tamaño, con dos alas, la E y la O, un tipo de construcción que es una rareza en el barrio. Debido a su envergadura, entra y sale mucha gente, aunque la relación entre los inquilinos es escasa. La señora Kitae es la única a la que puedo considerar una conocida. Al principio me mantenía a distancia, ya que su empeño en llevar a su gato a un espacio reservado para los perros me parecía una actitud sospechosa, y fue ella quien empezó a decirme algo de vez en cuando. Poco a poco, fuimos trabando conversación. Su gato, Sansho, que permanecía sobre el cojín con una inmovilidad absoluta, como una estatua de Jizo, me despertaba curiosidad.

—Qué buen tiempo hace —le dije mientras me sentaba a su lado y abría la lata de café frío. El día era bochornoso y, a pesar de la corta distancia entre su piso y el recinto canino, la mujer tenía la camiseta pegada al torso húmedo.

—Menudo calor —replicó—. El verano en Japón es asqueroso.

Con el ceño muy fruncido, examinaba el suelo de tablas. Hace poco me contó que antes vivía con su marido en San Francisco, donde tenían un piso en propiedad adquirido cuando eran jóvenes. Todo fue perfecto hasta que el impuesto sobre bienes inmuebles subió tanto que se vieron obligados a vender la vivienda y regresar a Japón.

—Imagínate, Sanchan, cinco millones de yenes al año por un piso que es tuyo. ¡Cinco millones! ¡Es intolerable de tan absurdo!

Sólo en una ocasión había visto al marido de la señora Kitae, un hombre que siempre tiene una sonrisa para todo el mundo y, lo mismo que Sansho, me evocaba una estatua de Jizo.

Me preguntó si no tenía algo divertido que contarle. Entonces recordé de repente la comparación de las fotos que había hecho algún tiempo atrás y olvidado por completo.

—Mi cara se está pareciendo cada vez más a la de mi marido —repuse.

Pensé que ella no me haría ningún caso, pero dejó de abanicarse con la palma de la mano y mostró un interés inesperado.

—¿Cómo dices? ¿Cuánto llevan casados?

—Pronto hará cuatro años.

—Te conozco desde hace muy poco y no puedo opinar, aunque permíteme que te prevenga. Una jovencita como tú, que lo acepta todo, sea lo que fuere. Eso te hará… en un abrir y cerrar de ojos.

Un perro corgi, que correteaba ladrando por el suelo de madera, me impidió entender una parte de su frase. Esperé en vano a que la repitiera y ella volvió a abanicarse nerviosamente con la mano, levantándose el flequillo.

—Oye, la próxima vez que nos veamos, ¿me enseñarás esa foto?

—¿Eh? Sí, claro.

La señora Kitae tiró del carrito hacia sí y, como si el tema hubiera dejado de interesarle por completo, se puso a acariciar la mandíbula de Sansho. Mientras buscaba el momento oportuno para levantarme e irme de allí, ella sacó algo de la bolsa fijada al carrito, esta vez, un paquete de galletas.

Había empezado a incorporarme cuando ella habló.

—Conozco un matrimonio…

Volví a sentarme en el banco. Ella partió una galleta y me ofreció un trozo.

Entonces, me contó que en cierto lugar vivía una pareja a la que conocía desde hacía largo tiempo, por lo que, naturalmente, sus nombres y sus caras le resultaban familiares. Incluso tenía amistad con los demás miembros de la familia. La señora Kitae y su marido se trasladaron a San Francisco, y en consecuencia estuvieron un largo periodo sin poder verse. Por fin, al cabo de unos diez años, tuvieron la oportunidad de volver a reunirse.

Durante esta etapa, la pareja había vivido en Londres. Convinieron en que se encontrarían en esa ciudad para comer juntos y, cuando la señora Kitae llegó al restaurante y vio a sus conocidos que se levantaban y exclamaban “Cuánto tiempo sin vernos”, no pudo creer lo que veían sus ojos.

—Se habían vuelto idénticos, como dos hermanos gemelos.

Se diría que evocaba la escena mientras mantenía los ojos cerrados.

—Pero desde el principio se parecerían un poco, ¿no?

—Qué va, ni lo más mínimo. Por un momento, pensé que uno de ellos se había hecho una operación de cirugía estética. En serio.

Durante la comida, con tanta discreción como constancia, la señora Kitae miraba sus caras y las comparaba. Quería convencerse de que el parecido era cosa de la edad, aunque la semejanza era tal que ese motivo no bastaba para explicarlo. 

Lo más curioso era que, examinados cada uno por separado, los distintos elementos de cada rostro, ojos, nariz, boca, eran, sin ninguna duda, de personas diferentes. Sin embargo, al examinar las caras en su conjunto, una imagen se solapaba con la otra, como si se reflejara en un espejo. La señora Kitae estaba inquieta, tenía la sensación de que era objeto de un engaño.

—Sería por su manera de comer o por el ambiente del restaurante —le sugerí mientras tomaba la galleta que me ofrecía.

—Es posible que eso ayudara —replicó ella, volviendo la cabeza hacia mí—, sin embargo, ¿cómo te diría? Tenía la sensación de que sus facciones armonizaban, de que cada uno imitaba al otro. Y lo más sorprendente era que comía con placer las ostras y los langostinos que antes no le gustaban nada.

La señora Kitae recordaba que ésa era la comida favorita del marido, y lo comentó, procurando que no se le notara un interés excesivo por el detalle.

—¿Cómo? —exclamó la mujer, con los ojos muy abiertos por la sorpresa—. ¿Es posible que fuese así? —Se quedó pensativa un momento y entonces concluyó—: No, debes de estar equivocada. A mí siempre me han gustado las ostras. ¿No es cierto? —Miró a su marido, el cual hizo un rotundo gesto afirmativo.

Terminaron de comer sin que la señora Kitae hubiera podido aclarar su duda y los tres se encaminaron a la ancha avenida para tomar un taxi.

La mujer acercó un trozo de galleta al hocico de Sansho.

—Al despedirnos nos prometimos que, a partir de entonces, nos veríamos con más frecuencia.

—¿Y no fue así?

—No, no lo fue. No volvimos a vernos hasta diez años después.

El encuentro tuvo lugar en el mismo restaurante londinense. La señora Kitae recordaba que la pareja parecía tan idéntica como si uno fuese la imagen del otro reflejada en un espejo y notaba que los latidos del corazón se le aceleraban un poco, inquieta como estaba por lo que iba a ver. Cuando avanzó hacia ellos, ambos se levantaron de la mesa y la señora Kitae no pudo reprimirse antes de preguntarles qué les había pasado. Desde cierta distancia, ya había visto que volvían a ser dos personas tan distintas una de la otra como lo habían sido antes de la ocasión anterior.

—La verdad es que fue un tanto decepcionante —comentó la mujer mientras introducía a la fuerza en la boca de Sansho el trozo de galleta al que el gato no había hecho ningún caso—. Había esperado que su parecido fuese todavía mayor.

Al igual que la vez anterior, una vez finalizada la cena, fueron a la ancha avenida para tomar un taxi. De improviso, mientras contemplaba la espalda del marido, a la señora Kitae le entró un ataque de risa y, entonces, le confesó a la esposa lo que percibiera diez años atrás. ¿Qué le ocurrió en aquella ocasión? No debía de haber sido más que una apreciación subjetiva.

Ellos la invitaron a su casa para continuar la velada con un vino. Descorcharon una botella y bebieron una copa tras otra. Cuando la esposa y la señora Kitae iban por la tercera botella, el marido hacía rato que estaba como una cuba. La esposa propuso que salieran al jardín. 

La señora Kitae, que estaba contemplando la decoración a base de piedras que se repetía en toda la casa y pensaba que respondía a un gusto muy peculiar, se levantó y fue tras ella, tambaleándose. Únicamente la luz de la luna iluminaba el jardín de estilo inglés, creado con gran esmero, aprovechando hierbas y flores silvestres, y la esposa avanzó hasta cruzar un puentecillo sobre un estanque. Por fin, se detuvo junto a un arriate de salvia florida.

—Mira, Kitae, te lo voy a contar —le confesó, y por su tono parecía como si contuviera la risa; tal vez estaba muy bebida—. Sólo tú sabrás por qué he vuelto a ser como antes. Quieres saberlo, ¿no?

—Sí, claro, cuéntame. ¿De qué se trata?

—Bien, pues aquí lo tienes —repuso la esposa, señalando el borde del arriate a sus pies.

—¿Estas piedras? —se asombró la señora Kitae mientras miraba con suma atención. Las mismas piedras que decoraban el interior de la casa estaban en el arriate, iluminadas por la luna.

—Exacto. Las he utilizado para que me sustituyeran. Anda, coge una.

Perpleja, la señora Kitae se agachó y cogió una piedra de forma más o menos cuadrada y sin ningún rasgo distintivo, igual a las que había en la sala.

—¿Qué tiene esta piedra de especial? —inquirió.

—Mírala con detenimiento. Así verás que es realmente idéntica.

—¿Idéntica a qué?

—Mírala y lo entenderás.

La señora Kitae se puso en pie y examinó la piedra a la luz de la luna. Creía a medias que la esposa bromeaba, pero, en cuanto varió un poco el ángulo de la piedra, recuperó la sobriedad de golpe.

—Es increíble —musitó, con la mirada fija en la piedra—. Sí, es cierto, incluso tiene los ojos y la nariz. Es idéntica.

La esposa convino en que, desde luego, era increíble. Entonces, le explicó que aquello había empezado con una piedra que estaba en un recipiente plano de arreglo floral, colocado por casualidad junto a la cabecera de la cama en el dormitorio. La piedra se iba pareciendo mucho al marido y, cada vez que la sustituía por otra, ocurría lo mismo. Así se fueron acumulando. 

Al recibir esta explicación, la señora Kitae cayó en la cuenta de que había muchas piedras más o menos del mismo tamaño en el borde del arriate de salvia que la esposa había señalado.

—Me recuerda al cuento “Los tres talismanes”, ¿no es cierto? —comenté. Ella inclinó la cabeza.

—¿Se parece a ese cuento lo que acabo de decirte?

—Sí, algo por el estilo. Un bonzo, a punto de ser devorado por el espectro de una bruja de montaña, utiliza un talismán que pega en la cisterna del retrete para que lo sustituya.

—Ya veo —dijo la señora Kitae, en un tono neutro que no permitía adivinar si el cuento le interesaba o no. Entonces se puso en pie—. Me preguntó si quería llevarme aquella piedra de recuerdo, pero la rechacé, claro, porque me daba mala espina.


(…)

Mi marido quiere ver la tele mientras come y por eso no nos sentamos uno frente al otro, sino que me coloco a su lado derecho. Nada le satisface más que sentarse ante el televisor por la noche, vaso de whisky con soda en mano, y quedarse embobado viendo un programa de variedades. Era una costumbre, una afición que se había esmerado en ocultarme antes de nuestro enlace. Muy poco después de casarnos, me pidió que me sentara porque tenía una cosa que contarme. En esa ocasión, se sentó en una silla, en posición erguida.

—Mira, Sanchan, has de saber que quiero ver la tele tres horas al día como mínimo.

Este matrimonio era el primero para mí, pero él había fracasado en uno anterior. Cuando estaba delante de su mujer, se esforzaba por ocultarle su dejadez, y supongo que acabó cansándose de fingir. Quería confesarme cómo era en realidad. Me hablaba serio, con toda formalidad, y hasta cometí el error de alegrarme, creyendo que yo era la única persona en la que confiaba para sincerarse.

Aquella misma noche, supe que su interés por la televisión se reducía al programa de variedades. Tres horas no parecía muy exagerado y era más o menos el tiempo que duraba la cena y la copa que tomaba por la noche. Jamás se aburría ante la pantalla, como si la estuviera sorbiendo y le extrajera algún sabor agradable. 

El hombre que había parecido capaz de revelar su verdadera personalidad, cada vez que se presentaba la ocasión, afirmaba que, cuando estaba en casa, no quería pensar en nada. Si vuelvo un poco la vista atrás, creo que fue en esa época cuando las facciones de mi marido empezaron a perder firmeza.


(…)

La cordillera de los Andes fue el destino de nuestra luna de miel. No acabábamos de decidirnos por un lugar, hasta que mi marido vio por casualidad en un programa televisivo algo sobre las ruinas de Machu Picchu y me propuso: “Ya que es una ocasión muy especial, vayamos a Sudamérica”. 

No teníamos ningún conocimiento previo e hicimos la reserva de acuerdo con las recomendaciones de la agencia de viajes. Ya habíamos pagado cuando nos enteramos de que el Machu Picchu es una antigua ciudad en ruinas que aparece de repente al borde de un precipicio de unos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. Hay que tomar un avión, un autobús, un ferrocarril y otro autobús para llegar allí. 

Me alarmé al enterarme de que se trata de un viaje que no puede planearse tan a la ligera. Consulté en Internet una página tras otra y todas hacían hincapié, con una insistencia que parecía incluso excesiva, en la necesidad de tomar precauciones y cuidar de la forma física, ya que, sin duda, el viaje sería muy duro. 

Así pues, empezamos a salir a caminar de noche para desarrollar la fuerza muscular y la resistencia, pero, cuando llevábamos una media hora dando vueltas en el parque cercano a nuestra casa, mi marido se detenía de repente y refunfuñaba: “Bueno, ya está bien para mí. En el peor de los casos, me quedaré descansando en el hotel y tú podrás encargarte de grabar con el video, ¿eh, Sanchan?”.


(…)

Por la mañana, cuando me miré en el espejo, parecía como si mi cara hubiera empezado a olvidarse de mí. Seguramente, aquel día mis facciones relajaban su vigilancia. Al verme reflejada en el espejo, se apresuraron a reunirse y trataron de colocarse en su posición habitual, pero no la recordaban con exactitud y, al final, quedaron un poco desdibujadas.

Volví a examinar mi cara con detenimiento en el espejo. Los ojos estaban algo más separados de lo normal y, en general, mi cara tenía una rara expresión de estupidez. Poco a poco se estaba aproximando a la de mi marido. Me la lavé con brío varias veces, tratando de hacerla retornar a su aspecto anterior, y luego la embadurné con una crema solar muy potente. 

Mientras lo hacía, una voz interior me susurraba que no valía la pena el esfuerzo por cuidar de una cara de facciones tan vagas, pero conseguí desentenderme de ella y salí de casa.

#YukikoMotoyaMaridoEspecie
#HypermediaTeMuta




Hypermedia Investiga: Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Moshfegh

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