Conocí a Roberto Yanes una noche creo que de 1971. Coincidimos en un conversatorio con el cineasta español Antonio Eceiza, en un local que la Comisión de Extensión Universitaria tenía en el edificio antiguamente llamado Retiro Odontológico, en la calle L entre 23 y 21.
Eceiza estaba en La Habana para el estreno de su filme Las secretas intenciones y entre sus actividades se encontraba este conversatorio o encuentro con estudiantes universitarios. El evento lo moderaba el comandante de la Revolución Alberto Mora. Entonces yo no tenía la menor idea de la complejidad de su figura ni de por qué con su pedigree lo habían rebajado a dirigir este apéndice cultural de la universidad, un cargo muy menor para un hombre que había ocupado puestos de ministro. Mora moderaba paneles y discusiones sobre muchas películas y, aunque era bastante tolerante respecto al diálogo abierto, se enfurecía mucho cuando alguien contradecía algo que él sustentaba como principio. Para mí, que era más arrogante que culto, representaba un funcionario al que había que enfrentarse.
El intercambio de opiniones sobre la película marchaba bien. Eceiza asimiló con calma críticas bastante fuertes. En un momento dado, empezó a alabar la cultura cinematográfica del auditorio y dijo que en Cuba se ponía muy buen cine, pero empezó a citar películas que le habían mostrado en la Cinemateca y mencionó, entre otras, Bella de día de Buñuel y Simpatía por el diablo de Godard, e inmediatamente le saltamos, no se me olvida, José Luis Pérez, alias “el Jimmy”, con su melena por los hombros, a quien yo conocía, y Yanes con su pelo enmarañado y su aspecto estrafalario, a quien yo no conocía, y yo. “Jimmy” estudiaba Física y a Yanes, bastante mayor que yo, lo habían expulsado de Física por tener presentado para irse del país. Yo estudiaba Psicología. Le explicamos que esas películas no se mostraban al público, que había censura.
El intercambio subió de tono, Mora se enfureció y Eceiza se interesó. Al acabarse la interminable discusión, el español se nos acercó y se fue conversando con nosotros tres. Nos detuvimos bajo la marquesina del cine ya rebautizado Yara y ahí nos dio la una de la madrugada. Eceiza se despidió y apenas había cruzado la calle 23 cuando dos policías vestidos de paisano y un tercero en traje militar, se nos acercaron y nos anunciaron que nos arrestarían por tener “contacto con extranjeros”. Yanes empezó a insultarlos a grito pelado y Eceiza regresó. Confundidos ante el regreso del extranjero, no supieron qué hacer y nos dejaron ir con él hasta la puerta del Habana Libre, desde donde tras ver claro el horizonte, los tres regresamos a nuestras casas.
A partir de ahí nos vimos con bastante frecuencia. Yanes trabajaba de noche como profesor de la facultad obrera que entonces estaba ubicada en la Manzana de Gómez. Por el día coincidíamos en la Playita de 16 y más tarde en la Cinemateca. Nos unía también que ambos estábamos desesperados por irnos del país y ahí fui testigo de unas aventuras estrafalarias en algunas de las cuales estuve personalmente involucrado.
Él estaba convencido de que debía caer preso para poder irse, por lo que buscaba cualquier ocasión para desafiar abiertamente y en público a las autoridades. En una charla del poeta Ernesto Cardenal, a la hora de las preguntas, Roberto fue casi el primero en levantar la mano y antes de que le concedieran la palabra empezó a increpar al “Padre Cardenal”, como lo llamaba con toda ironía, calificándolo de hipócrita por su “disparatada reconciliación del marxismo y el catolicismo”. Había que oír cómo Roberto decía todo esto, con una voz aguda y con una entonación que lo hacían sonar como un orador en pleno discurso, definitivo, inapelable y concluyente. De más está decir que inmediatamente tres compañeros de la Seguridad se lo llevaron a rastras de allí, pero lo soltaron a la salida, para indignación de Roberto.
Un día se me apareció en la casa exigiéndome, Roberto no pedía, que lo acompañara a su casa, pues tenía que probar una balsa de desecho del ejército americano, utilizada durante la Segunda Guerra Mundial, que había conseguido en casa de un conocido. Me llevó a su casa, llenó la bañadera de agua, se puso en trusa, tiró la balsa adentro y se le subió encima. Mi misión era cronometrar el tiempo que la balsa flotaba sin problemas. Porosa como estaba, a las tres horas se había desinflado y Roberto, frustrado, determinó que con eso no se podía echar al mar.
En el año 1976 yo tomaba un curso de posgrado en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas, entonces situado en Siboney, en el área del antiguo Laguito. Por entonces se nos ocurrió un descabellado plan de entrar en la embajada argentina en un auto. Es mejor ni contar el disparatado plan. Roberto se me aparecía dos veces a la semana para que camináramos desde el Centro hasta la terminal de guaguas de la playa, frente al Coney Island. De esa manera pasábamos frente a la residencia del embajador y chequeábamos a los guardias y las cadenas de la entrada de carros a la casa. Sucede que entre el Centro y la embajada estaba una de la casas de Fidel Castro, a la que en nuestro recorrido, inevitablemente teníamos que pasarle por el frente. Una tarde, del garage de la casa salieron dos guardias y nos convidaron a entrar mientras nos preguntaban la razón de nuestra caminata. Yo dije que estaba tomando un curso en el Centro y que como las guaguas se demoraban tanto mi amigo, que me visitaba, y yo habíamos decidido caminar.
Cuando nos preguntaron a dónde íbamos se me ocurrió decirle que nos dirigíamos a un centro de investigaciones agrícolas cercano en el cual trabajaba un amigo. Me preguntaron el nombre del amigo y llamaron. Este no sabía nada, pero se lo olió y les dijo que, en efecto, nos esperaba. Milagrosamente nos dejaron ir. Huelga decir que le hicimos la visita al sorprendido amigo.
Un año después Roberto planeó insultar al director de la Facultad Obrera donde trabajaba, en público y gratuitamente, para provocarlo y que se lo llevaran preso. Me convocó para que yo actuara de testigo acusador, contra él, y que me hiciera como si no lo conociera. Pero la situación nunca cuajó.
Al año siguiente se apareció con su abuela y una maleta, en la puerta de la embajada de Colombia. Cuando los guardias armados lo detuvieron, dijo que venía para discutir una herencia que le habían dejado a la abuela. En eso llegó el embajador quien, desconcertado, lo invitó a pasar. Una vez adentro dijo que en realidad venía a pedir asilo y que de ahí no se iba a no ser para Bogotá. Tras horas de conversaciones el embajador, que llamó a la policía, y le explicó que no tenía razones para darle asilo, le aseguró que cuando saliera él le ofrecería su protección para que nada le pasara. La embajada estuvo rodeada por tropas especiales por más de quince horas y Roberto finalmente accedió a salir por la promesa del diplomático. Por supuesto, lo montaron en un carro y lo mandaron para Mazorra, donde cuenta que sufrió varios electroshocks y que lo mantuvieron desnudo durante quince días en una celda hasta que allí apareció el colombiano y lo sacó porque él había garantizado su seguridad: le extendió protección diplomática, pero no asilo.
Roberto pudo finalmente irse en julio de 1978, ya que tenía una visa aprobada para los Estados Unidos y los vuelos se habían reanudado. No pude ir a su despedida. Pero una vez aquí hizo lo que pudo para movilizar a mis familiares y convencerlos de lo horrible de mi situación para que hicieran lo imposible por sacarme. Incluso hizo que el padre de otro amigo, Jorge Posada, que era testigo de Jehová, jurara la bandera americana y se hiciera ciudadano para que reclamara a su hijo. Roberto era un tipo insistente y sabía salirse con la suya.
Cuando llegué a Estados Unidos por la estampida del Mariel, Roberto me llamó inmediatamente para que Posada y yo nos uniéramos a él en un “proyecto” que tenía que ver con un documental sobre el éxodo. Nosotros, aún con la arena en los zapatos, no teníamos idea de nada y no pudimos unirnos a la misión que nos encomendaba. Se insultó con nosotros y nos retiró la palabra. Al cabo de unos meses fuimos a visitarlo para recobrar la amistad. Vivía con su madre y su padrastro en un edificio en el Northwest, cerca de la avenida 27, de los que administra el gobierno para personas de bajos recursos. Dormía en un closet, ya que el apartamento era de un solo cuarto y manejaba un van desvencijado lleno de cámaras y periódicos. Había pasado unos cursos de bookmaking en Florida International University y de ello salió un pequeño libro hecho de forma artesanal, que se ocupó de escribir, editar, imprimir, reproducir y coser él mismo. Nos trató con frialdad. Nos confesó que estaba convencido que había que luchar contra toda autoridad, que el capitalismo era su nuevo enemigo y que ahora era “chesista” (así nos dijo), pues ahora entendía la ideología del Che.
No nos vimos más. Tres años más tarde, a través de Belkis Cuza Malé, nos enteramos que en 1984 Roberto se había pegado un tiro en el pecho. Jorge y yo hemos hecho repetidos e infructuosos intentos por conocer algo más de su suerte. Nada, ni un familiar, ni otro conocido que tuviera contacto con él, ni un obituario pudimos encontrar. Ni sabemos dónde está enterrado. Ni si lo está.
A la memoria de Roberto Yanes (1944-1984).
Nota del editor: Entre los años 2006 y 2015 el blog Penúltimos Días publicó colaboraciones de 87 escritores, en su mayoría cubanos, establecidos en una docena de países. Uno de sus temas más recurrentes fue la experiencia del exilio, entendida como una pieza clave para explicar el “tema Cuba”, que fue su preocupación fundamental. Escojo aquí apenas diez de esas contribuciones (de autores de diferentes generaciones, lugares, visiones y experiencias) porque creo que su relectura puede arrojar luz sobre la manera en que hemos vivido y sentido las últimas seis décadas el hecho de quedarnos sin un país que, sin embargo, se prolonga en la memoria. (Ernesto Hernández Busto).
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Suena un poco turbio, y hasta recreativo, pero son experimentos controlados. Nada de qué preocuparse.