Joan Didion, Miami y el mapa de Cuba

En el sótano del edificio donde vive mi amigo Gonzalo, en un tramo alto de la Morningside Drive, había una estantería de madera en la que los vecinos gentilmente colocaban los libros que les sobraban.

Cuando bajé a acompañarlo al cuarto de lavado, a unos pasos de la puerta de la cueva donde dormitaba un encargado llegado a Nueva York desde Vladivostok, lo primero que hice fue acercarme:

—¿Me puedo llevar este? —le pregunté.

Era una esmerada edición del sello Viking Press con las cartas que a lo largo de siete décadas había escrito y enviado Saul Bellow. De regreso a Miami constaté que en tantos años el autor de Las aventuras de Augie March nunca se había referido en su correspondencia a Joan Didion, mi lectura obsesiva del momento.

Dos espíritus pueden convivir durante un buen tiempo en una misma ciudad y, no obstante, ignorarse uno al otro, tanto las caras, los saludos, como los títulos de sus libros —a veces ex profeso, así somos—, para asombro de un único lector, maniático, que hubiera querido que las cosas se produjeran según su intrincada fantasía.

Pocos días después, descubrí en mis devaneos por páginas sin orden una carta firmada en Chicago, el 28 de abril de 1986, dirigida a John Auerbach, residente en Israel, en la que Bellow da cuenta de la existencia de otro amigo, Anthony Kerrigan, traductor de Borges, de Neruda, de Unamuno…, quien por entonces no pasaba por una buena situación financiera.

De acuerdo con la misiva, Tony, como le llama, había perdido todos sus fondos, vivía de los cheques del Seguro Social y de su pensión de veterano del ejército, en compañía de uno de sus hijos, alimentándose a base de carne enlatada.

Lo llamativo para Bellow era que, nacido en Massachusetts, pero habiendo vivido 12 años de niño en La Habana, el antiguo trotskista Kerrigan estuviera a sus casi 70 años planeando regresar a la Isla, donde esperaba, así dice la carta, ser asesinado por Fidel Castro, para de esa manera resolver “todas sus preocupaciones financieras, convirtiéndose en un mártir”.

Como podía constatarse, este intelectual estadounidense de claros principios de izquierda, traductor además de Heberto Padilla y de Reinaldo Arenas, pretendía solucionar sus problemas con un fácil remake de una hipotética muerte a la carta. A la historia de Cuba, ya lo sabemos, no le faltan historias de regresos-para-morir: desde José Martí hasta el comandante Eloy Gutiérrez Menoyo. Y los que faltan…

Al final, la anécdota se diluye dentro de la maraña del epistolario de Bellow, y de Tony Kerrigan no se habla mucho más. Pero la escena de la confesión del viejo traductor a su amigo y esa extravagante idea del viaje a La Habana como inducción al suicidio, como huida para la muerte, me hizo recuperar, no tanto a los autores norteamericanos que simpatizaron con la Revolución cubana y que hasta viajaron a La Habana (Susan Sontag, Normal Mailer, Gore Vidal, Margaret Randall, entre tantos), sino a aquellos que incorporaron en algunas de sus obras, al menos de leve manera, tanto el tópico lustroso de “la gesta de los barbudos”, como diría el mal poeta, como la presencia misma de una isla caribeña dentro del mapa geopolítico de Estados Unidos, antes y después del año bisagra de 1959.




Fucking Havana






Pienso en Earl Middleton, el protagonista de un cuento de Richard Ford titulado “Rock Springs”, un hombre que viaja de Montana hasta Florida, su estado natal, en un Mercedes color arándano que ha robado, él, que nunca en su vida había tenido un buen auto, “desde que era un niño y recogía limones entre cubanos”.

Pienso en Falconer, de John Cheever, en donde hay un personaje, Bumpo, que cumple una condena de 18 años de cárcel por haber desviado un avión de Minneapolis a Cuba (hacía rato en 1977 que la isla del Caribe se había convertido en refugio de todo tipo de “combatientes” contra el capitalismo), o en el cuento “El brigadier y la viuda del golf” (publicado en The New Yorker en noviembre de 1961), en el que el personaje de Charlie Pastern empeña sus finanzas en la construcción de un refugio nuclear y no deja de exclamar: “¡Hay que bombardear Cuba! ¡Hay que bombardear Berlín! ¡Tiradles unas cuantas bombas atómicas para que aprendan quién manda!”.

Pienso en Oración por Owen, de John Irving, en donde el excéntricamente recto Owen Meany considera la Crisis de los Misiles como “apenas un poco de fanfarronería nuclear”, cuando el resto de sus compañeros de clase en la Universidad de Nueva Hampshire sucumbía en octubre de 1962 al miedo general. 

Y hasta pienso en un libro de menor calibre, Chango’s Beads and Two-Tone Shoes, de William Kennedy, en el que el periodista Daniel Quinn viaja a La Habana revuelta de 1957 y termina enamorándose de una cubana, revolucionaria y santera de nombre Renata Suárez Otero.

También me obligo a recordar el tópico trillado de la relación de Ernest Hemingway con Cuba.

Sin embargo, entre quienes más han bordeado el tema cubano, así sea de manera muy leve, se encuentra Philip Roth.

De la Revolución de 1959 huye la familia de Consuelo Castillo, la joven de la que, años más tarde, se enamorará David Kapesh, el profesor universitario y protagonista de El animal moribundo. Kepesh tiene sesenta y dos años, Consuelo, veinticuatro. Los parientes de ella, “ricos cubanos de New Jersey, a la derecha de Luis XIV, (…) aman a Reagan, aman a Bush, odian a Kennedy”.

En Me casé con un comunista también aparece una referencia a una familia de hacendados tabacaleros que poseen unas tierras en un sitio llamado El Partido, a las afueras de La Habana, en cuya casona se celebrará una boda por todo lo alto. 

Luego, en Zuckerman desencadenado, la estrella de cine Caesara O’Shea deja tirado al escritor Nathan Zuckerman porque tiene un affaire, un poco en contra de sus deseos, nada menos que con Fidel Castro, “un hombre que no acepta un no por respuesta”.

Por último, en Pastoral americana, Roth hace que la hija de Seymour El Sueco Levov se insurja contra el sistema y coloque una bomba casera en un sitio anodino donde morirá un hombre inocente. Tras un periplo accidentado, la joven en huida permanente sueña con escapar a Cuba.






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Roth escribe: “Puesto que ella no podía contribuir a una revolución en Norteamérica, su única esperanza era entregarse a la revolución existente. Eso señalaría el fin de su exilio y el verdadero comienzo de su vida. Dedicó el año siguiente a encontrar el camino hacia Cuba, hacia Fidel, quien había emancipado al proletariado y erradicado la injusticia por medio del socialismo.”

Por lo visto, la cópula con el proceso revolucionario cubano, pero sobre todo con su carismático Máximo Líder, se ha hecho inevitable en el deseo de demasiados escritores y héroes de ficción de la narrativa estadounidense.

En esa misma novela, mientras El Sueco pena por la desaparición de su única hija, una noche se le presenta el espectro de Angela Davis “como Nuestra Señora de Fátima se apareció a los niños de Portugal”. El hombre se queda atónito ante la aparición de uno de los iconos de esa izquierda aleccionadora que pulula en nuestra intelectualidad y que sigue atrapada, en lo que a Cuba concierne, entre la realidad y el deseo.

“Angela le dice que cuanto él ha oído acerca del comunismo es falso —escribe Roth—. Debe ir a Cuba si quiere ver un orden social que ha abolido la injusticia racial y la explotación de la mano de obra y que está en armonía con las necesidades y las aspiraciones de su pueblo”.

(Roth tampoco estuvo nunca en La Habana, ni se informó como se debe. En El animal moribundo se arriesga a asegurar que “el Club Tropicana” se encuentra en un hotel del mismo nombre, y en Me casé con un comunista habla de un expresidente de apellido Mendiata. Pero bien que le cautiva el cisma político de 1959, con sus aristócratas de antes y sus barbudos de ahora, un ahora que se ha vuelto eterno y encanecido).

De manera que siempre tocaba regresar a Joan Didion: 

¿Cómo quedaba mi autora del momento, me dije a mi regreso de Nueva York a Miami, en medio del rosario de tanto autor fascinado por la Isla?

Además de la escena en la novela Según venga el juego, en la que la protagonista cruza unas palabras con una prostituta cubana en el sofá del baño para damas del hotel Flamingo de Las Vegas, el atisbo mejor estructurado de presencia cubana en la obra de Didion lo hallé en Noches azules, un libro dedicado a Quintana Roo, fallecida en 2005, la niña que la autora y su esposo, el también escritor John Gregory Dunne, adoptaron en 1966 con unas horas de nacida.

En un momento de la evocación de su pasado, Didion se refiere al alivio que sintió durante cierto tiempo cada vez que aparecía su menstruación, aunque luego se detiene en el momento en que, con veinticinco años, dio inicio su obsesión por tener un hijo. Del primero de estos estados de espíritu data la escena en la que la periodista de Vogue visita la consulta de un internista del Columbia Presbyterian al que acudían las colegas de la redacción, en busca de la respuesta de un test de embarazo que el médico le había realizado:

“Necesitaba conocer los resultados, le dije, porque me iba a ir a pasar la Navidad a California. Tenía el billete en el bolso. Abrí el bolso. Se lo enseñé.  
—Puede que no le haga falta billete a California —me dijo—. Puede que le haga falta un billete a La Habana.
Yo entendí correctamente que aquello era un comentario tranquilizador, su forma alambicada de decirme que tal vez necesitara un aborto y que él me podía ayudar a conseguirlo, y sin embargo mi respuesta inmediata fue rechazar con vehemencia la solución propuesta: era una idea delirante, era impensable, me negaba a hablar del tema.  
Yo no podía ir a La Habana.
En la Habana había una revolución.
Y de hecho la había: era diciembre de 1958 y faltaban pocos días para que Fidel Castro entrara en La Habana.  
Y eso fue lo que le dije.  
—En La Habana siempre hay alguna revolución —me dijo el médico del Vogue.  
Al día siguiente empecé a sangrar y me pasé la noche llorando.” 


¿Se trataba, acaso, de la opción de viajar a Cuba para someterse a un aborto clandestino y barato, como mismo hay quien viaja a Colombia para colocarse unos pechos de silicona? ¿Ir a La Habana como se va a un brujero, a exorcizar ciertos males? ¿Acaso La Habana como el sitio donde se podía perder un hijo con relativa ligereza?




Fucking Havana






(Once años después, en Según venga el juego, Didion describe el ambiente de una habitación semivacía, en una casa alejada de todo, en Encino, al noroeste de Los Ángeles, a donde la protagonista, una actriz frustrada llamada María Wyeth, llega para someterse a un aborto clandestino: “Recordó haber leído en alguna parte que los periódicos eran antisépticos, tenía que ver con los productos químicos de la tinta, cuando se daba a luz en una granja se cubría el piso con periódicos”). 

Su llanto, aclara Didion en Noches azules, no se debía al hecho de haberse perdido un viaje a La Habana ajetreada de aquellos meses, a la pena que siente todo periodista cuando se le va el tren del mejor scoop de su carrera. Durante un largo tiempo, La Habana, Fidel Castro y los barbudos serían noticia jugosa para otros, pero para Joan Didion podrían estar irremisiblemente ligados a su deseo de no tener un hijo, y de inmediato, como un punto de giro, a la aparición de una obsesión por la maternidad que terminó en 1966 con la adopción de una bebé en el Saint John’s Hospital de Santa Mónica.

Didion rechaza viajar a La Habana con la misma vehemencia con la que un traductor de izquierdas de apellido Kerrigan, amigo y personaje del epistolario de Saul Bellow, desea aparecerse en lo que sabe que es un estado totalitario para morir como un mártir, acaso un mártir simplón, idiota, a manos de Fidel Castro. 

(En marzo de 1997, cuando la revista Vanity Fair le preguntó sobre cómo le gustaría morir, el humorista y presentador Howard Stern respondió: “A manos de Fidel Castro mientras intento invadir Cuba”). 

Didion no está para revoluciones. Por esa época, tener o no tener un hijo ha comenzado a convertirse en una inquietud. De hecho, sus dos primeras novelas (Río revuelto, de 1963, y Según venga el juego, de 1970) giran en gran medida en las historias de dos mujeres que se las arreglan solas para hacerse un aborto, ambas en California, ambas lejos del progenitor.

Cuba, fuera del mapa Didion.

¿Cuba? Didion no quiere aparecerse en un lugar donde se está produciendo una revolución, todo lo contrario de lo que, en Pastoral americana, ambiciona la hija on fire de El Sueco Levov. Solo que, para ambas —personaje de carne y hueso una, ente ficticio la otra— el tema cubano concluye en otro sitio del mapa continental.

Tras un periplo que incluye Idaho, Oregón, Chicago, Kentucky y Maryland, la tartamuda Merry Levov se da cuenta de que es seguida por el FBI en un parque de Miami plagado de hispanos, a quienes pretendía enseñarles inglés, a cambio de practicar su español antes de volar a La Habana.

En cuanto a Joan Didion, no hay evidencias de que Cuba y la documentación de la utopía entraran en sus prioridades como periodista de raza, como sí ocurrió con Nueva York, California, el Sur de los Estados Unidos y hasta El Salvador. Para esta periodista aguzada, la Isla nunca llegó a convertirse en un trampantojo, en un holograma combativo, en el espejismo de rebeldía y exotismo que fue para los tantos que la incorporaron a su imaginario. 

Mientras las revistas Dissent y The Village Voice transitaban a inicios de los sesenta por un período de real encandilamiento por la revolución de los barbudos, Didion laboraba en Vogue, enfocada en otros temas. No queda claro si tanto ella como su marido fueron invitados a la cena ofrecida al Che Guevara en 1964 en la mansión de Bobo Rockefeller, uno de los polos esplendorosos de la recepción estadounidense del proceso cubano. Tal vez para esa fecha ya el matrimonio se habría mudado a California, en busca de nuevos aires y del hijo que nunca lograron gestar.






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Pero aquí no acaba el relato. Cuando por fin Didion regresa al tema cubano, el dedo índice que araña el mapa no llega a saltar por encima del Estrecho de la Florida, sino que se detiene sobre un punto emblemático y no menos estigmatizado de nuestra cartografía: Miami, esa extensión liberada de Cuba, esa versión alambicada, incompleta y superada de La Habana.

Cuando Didion llega a Miami, hace apenas un par de años que había viajado y fotografiado como periodista el drama de El Salvador. Según lo relata ella misma en una entrevista titulada “Didion & Dunne: the rewards of a literary marriage”, aparecida el 8 de febrero de 1987 en The New York Times, fue en ese país de Centroamérica que empezó a prestarle atención a Miami, a partir de las obligadas lecturas que hacía de The Miami Herald

“No sucede nada entre Estados Unidos y América Latina que no pase por Miami”, aseguraba. 

Sin embargo, en una reseña aparecida en el mismo diario en octubre de ese 1987, se nos informa que a la autora empezó a interesarle el tema cubano desde la década de 1960, cuando, dice ella misma, “empezaron a salir muchas cosas interesantes con los cubanos” luego de la invasión de Bahía de Cochinos y el asesinato del presidente Kennedy. 

Cuando Didion llega a Miami, insisto, en 1985 y sin una agenda definida, en los últimos cinco años la ciudad había sido testigo de las bombas que estallaron en la sede de la revista Réplica. A la autora le llama la atención que en 1982 la Comisión de la Ciudad de Miami le haya otorgado una asignación de diez mil dólares a Alpha 66, un grupo armado que, cuatro años antes, había sido incluido por el Comité Selecto sobre Asesinatos de la Cámara de Representante de Estados Unidos entre las veinte organizaciones que tenían “motivación, capacidad y recursos” para haber asesinado a John F. Kennedy, y con evidencias de una posible conexión con Lee Harvey Oswald.

No había terminado de tocar tierra miamense, cuando Didion se entera por The Miami Herald que el hotel Howard Johnson, cercano al aeropuerto, ofrecía “descuentos para guerrilleros”, al amparo de un programa para “luchadores por la libertad”. Gracias a este plan, las habitaciones costaban apenas 17 dólares por noche.

Ese es más o menos el Miami que encuentra esta periodista que ha llegado, lista para rastrear y para descubrir algo que todavía no sabe lo que es, como mismo había hecho cuando en 1970 recorrió Luisiana, Misisipi y Alabama, y gestó las notas que conformarían su libro South and West: From a Notebook

En esta ciudad, apunta Didion en el libro resultante, titulado justamente Miami (Simon & Schuster, 1987), se habían puesto de moda los circuitos cerrados de vigilancia, pululaban las rejas en las casas y hasta había una firma que instalaba ventanas a prueba de balas. De hecho, las estructuras de seguridad de algunos barrios residenciales podían haber sido importados de ciertas zonas urbanas de Bogotá o de San Salvador.

Joan Didion se reúne y dialoga con políticos, empresarios, periodistas, comunicadores radiales e intelectuales, como Raúl Masvidal, Jorge Más Canosa, Bernardo Benes, Agustín Tamargo, Guillermo Novo, Carlos M. Luis… Algunos de ellos vivían protegidos por escoltas armados por culpa de sus criterios no muy afines a los del ala más intransigente del exilio. 

“La sensación —escribe— era la de una capital latinoamericana un año o dos después de un nuevo gobierno. El espacio en los centros comerciales estaba sin alquilar o alquilado a los inquilinos equivocados. Había demasiadas tiendas de zapatos y salas de videojuego para una ciudad estadounidense. Había también demasiados proyectos de obras públicas: un nuevo sistema de transporte que no transportaba efectivamente a nadie, un proyectado people mover alrededor del área del downtown que se decía salvaría al nuevo sistema de transporte masivo. En mis primeras visitas a Miami, los carros nuevos y relucientes del metrorail se deslizaban vacíos hacia el Dadeland mall y regresaban, trenes fantasmas sobre el tráfico congestionado de la South Dixie Highway. Cuando regresé unos meses después, el servicio ya había sido recortado y el multimillonario metrorail solo funcionaba hasta las primeras horas de la noche”.




Fucking Havana






En paralelo a sus observaciones sobre la cosa política y la arquitectura de la ciudad, Didion se detiene a describir las fiestas entre cubanos, y sobre todo la visibilidad de las festividades que rodeaban a las jóvenes quinceañeras cubanas emigradas.

“Las fiestas de quince eran un aspecto de la vida cubana mencionado casi invariablemente por los anglos, quienes solían presentarlas como evidencia de la extravagancia cubana, o sea, de la irresponsabilidad y el infantilismo cubanos”, retrata Didion.

“En este estado anímico —dice en otro momento—, Miami no parecía una ciudad en absoluto, sino una leyenda, un romance de los trópicos, un tipo de sueño despierto en el que cualquier posibilidad podría darse”.

Sobre la cuerda siempre tambaleante de las posibilidades, ella misma se asoma a uno de los lugares esenciales de la ciudad, el Woodlawn Park Cemetery, donde, además de tantos fundadores “anglos” (como gusta en llamar a los suyos), también reposan los restos de muchos cubanos de varias generaciones, credos y tendencias.

En ese crisol mortuorio descansan los restos del dictador Gerardo Machado, quien en 1933 había volado desde La Habana hacia el exilio definitivo, llevándose consigo “cinco revólveres, siete bolsas de oro y cinco amigos, aún en sus piyamas”. Solo que no muy lejos de ahí se encuentra lo que queda del presidente Carlos Prío, otro que, en 1952, tras el golpe de Fulgencio Batista, se había visto obligado a tomar un avión “con su hermosa esposa”. “Ella —puntúa Didion— lleva un traje de seda, guantes y un sombrero con un velo de redecilla”.

“Las vanidades de La Habana se hacen polvo en Miami”, sentencia la escritora. La tierra de Miami ha venido a igualarnos a todos. De haberle dedicado más años al tema, en 1995, 2005 o 2015, Joan Didion se habría asombrado de la muy variada realeza de los muertos cubanos en esta ciudad: desde machadistas, priístas y batistianos, hasta ortodoxos, decantados del Directorio Estudiantil Universitario, defenestrados del Movimiento 26 de Julio, comunistas de la vieja escuela y hasta castristas de todas las generaciones, que carenaron —por una razón u otra, aunque siempre termina siendo la misma: para salvarse— en esta ciudad demonizada. Eso sí, entre los muertos seguramente habría muy pocos desapasionados de lo político, pues si algo no ha faltado en nuestra historia es intensidad y poco recato.

“Muchos epílogos de La Habana se han representado en Florida y algunos prólogos —concluye ahora—. Florida es esa parte del escenario cubano donde se hacen las salidas declamatorias y los negocios al margen. Florida es donde el coro espera para comentar sobre la acción y a veces para unirse a ella”.

Sin embargo, algo curioso estaba ocurriendo también cuando esta observadora realiza una serie de visitas seriadas a Miami. En 1986, The Miami Herald convocó a cuatro historiadores para que seleccionaran las diez personalidades más influentes del condado Dade de los últimos 150 años. A Didion le llama la atención que en la lista no haya aparecido ningún cubano, ni siquiera Fidel Castro, quien obviamente ya llevaba marcando a Miami durante tres décadas. A la escritora también le resulta llamativo que los acontecimientos del puerto del Mariel y el éxodo de 125.000 cubanos hacia la Florida hayan sido mencionados de pasada, cuando ese mismo panel se refirió a los sucesos más importantes acaecidos en más de un siglo de historia de la ciudad.

“Esta mentalidad —anota—, en la cual la comunidad cubana local era vista como un desafío cívico ya resuelto, no era poco común entre los anglosajones con los que hablé en Miami, mucho de los cuales insistían en ilusiones (…) de que la ciudad era pequeña, manejable, próspera de un modo predecible, sureña a la manera progresista del sunbelt; una ciudad estadounidense que solo les pertenecía a ellos”. 

Como saliéndoles al paso a los tantos anglos con los que habló, Didion recuerda que el 43 % de la población del condado Dade en ese preciso momento era hispana, “lo que significaba que era fundamentalmente cubana”; que los edificios erigidos a lo largo de la llamativa avenida Brickell habían sido construidos por una firma fundada por un cubano; y que había cubanos “en las salas de juntas de los principales bancos, cubanos en los clubs que no admitían judíos o negros, y cuatro cubanos pugnando por el puesto de alcalde”.






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“Todo el tono de la ciudad era cubano —asegura—, la manera en que la gente miraba y hablaba y se encontraban unos con otros. La misma imagen con la que la ciudad había comenzado a presentarse, lo que era entonces un glamur recién encontrado, su sensualidad (colores cálidos, vicios candentes, negocios turbios bajo las palmas), según lo percibían los mismos estadounidenses, había llegado de La Habana prerrevolucionaria. Había incluso en la manera en que las mujeres se vestían en Miami una definida imagen habanera, un énfasis inequívoco en las caderas y en el escote, más color negro, más velos, un estilo generalizado de coquetería que entonces no era común en las ciudades del resto del país”. 

A pesar del peso simbólico de todo lo anterior, Didion está convencida de que hay una reticencia anglo a admitir lo que para todos era más que evidente. Tanto es el enrarecimiento del ojo de los estadounidenses blancos con respecto a los cubanos, tantas las dificultades para entender los nombres y la comida cubanos, que cuando Guillermo Cabrera Infante voló desde Londres para dictar una conferencia en el Miami Dade Community College, los miembros de la facultad anglo con los que ella conversó, ignorantes todos de la envergadura de la obra del escritor de Gibara, se referían a él simplemente como Infante.

A Joan Didion le llama la atención también que, siendo la cocina cubana tan predominante en la ciudad, el espacio de los jueves en el The Miami Herald reservado a la gastronomía no reprodujera ninguna receta llegada de la Isla; algo que a todas luces remitía a un ninguneo de un grupo poblacional hacia otro que volvía singular su propia experiencia. 

De hecho, sus alarmas se disparan cuando da detalles sobre un curso nocturno que la Florida International University (FIU) había organizado en 1986 con el título “Miami cubano: guía para los no cubanos”. Solo 13 personas, incluido el autor de la nota publicada en The Miami Herald, habían asistido a la primera sesión, y dos más se sumaron a la segunda, aunque acompañados por un guardia de seguridad, luego de varias amenazas telefónicas contra el evento. 

Sin embargo, no eran los propios cubanos quienes se habían indignado. Según el articulista, las llamadas provenían de alguien con “un sentido torcido del orgullo nacional”. A todas luces, a los miamenses no hispanos no les apetecía que el tema cubano ocupara un espacio de tanto peso como para ser motivo de estudio.  

Para muchos anglos de la ciudad, la cubana seguía siendo “la presencia incomprensible”, motivo por el cual aquí convivían dos culturas paralelas y separadas, con la peculiaridad de que solo una de las dos, la cubana, “exhibiera incluso un interés remoto en las actividades de la otra”. 

Como mismo unos años después la sangría de cubanos con destino a Miami y a otras ciudades del mundo condujo a que se propagara un chiste que decía (y dice) “el último que salga, que apague la luz”, a Didion alguien le cuenta que, en 1980, ante la avalancha de cubanos hacia Miami, no pocos anglos habían pegado calcomanías en sus autos que decían “el último americano que se vaya de Miami, por favor, que se lleve la bandera”.

Tal vez cuando la periodista aterrizó en la ciudad todavía quedaran algunas señales físicas de aquellos estandartes de la ironía y el desdén, aunque al parecer los propietarios de casas o de efficiencies en alquiler ya habían retirado los carteles que a partir de la primavera de 1980 decían “no se aceptan mascotas ni cubanos”.

Pero de nuestro lado también había reacción: “Entre el pantano de mangles y la barrera de arrecifes —escribe— se hallaba una ciudad estadounidense fundamentalmente poblada por personas que creían que Estados Unidos los había abandonado antes, los había traicionado en Bahía de Cochinos, y después, con consecuencias que hemos visto. Aquí, entre el pantano y el arrecife había una ciudad estadounidense poblada por personas que también creían que Estados Unidos los traicionaría de nuevo, en Honduras, en El Salvador y en Nicaragua, traicionándolos en las barricadas de una guerra fantasma que una vez más habían tomado no como una proyección de otra abstracción de Washington, sino como su propia lucha, la lucha, la causa con consecuencias aún no vistas”. 

No sin razón Raúl Masvidal, candidato a la alcaldía de Miami en 1985, le aseguró a Joan Didion que John F. Kennedy era el segundo hombre más odiado de la ciudad, obviamente detrás de Fidel Castro, lo que ratifica, entre otros, uno de los posicionamientos políticos de Carlos Eire en sus libros autobiográficos Waiting for snow in Havana y Learning to die in Miami.




Fucking Havana






Esta es la misma visión que llevaba a los veteranos de la brigada 2506 (“por siempre los valientes y los traicionados”, enfatiza Didion) a observar a Estados Unidos como “el seductor y el traidor”, y a considerar como “mártires de la lucha” a los cubanos implicados en el escándalo Watergate; la misma óptica de quienes veían la apertura del puente marítimo del Mariel por parte del gobierno de Carter como “un negocio para aliviar al gobierno de Castro de sus presiones internas”.

La idea del Miami de los últimos sesenta años, bien lo supo Joan Didion, pasa por un “hechizo colectivo”, un “encantamiento oculto”, que convierten al exilio “en un principio potente y organizador”. La escritora percibe en la ciudad una imbricación entre “definición de patria” y “honor personal” que ella misma habría revisitado y corregido si hubiera llegado a visitarla diez, veinte, treinta años después de su primera estancia.

Como quiera que sea, Joan Didion lo había anotado con una lucidez admirable en 1985: “Aquí las superficies tienden a disolverse”. 

Porque hasta eso que la escritora consideró “el código molecular de la comunidad: su oposición a Fidel Castro” ha empezado a difuminarse, a convertirse en otra cosa incorpórea, irreconocible, que algún día, no sabemos cuándo, un nuevo observador perspicaz, como lo ha sido esta autora, logrará convertir en un libro.

Al final Joan Didion nunca viajó a La Habana, y ni siquiera se atrevió a fabular demasiado con sus parajes. Contrariamente a algunos de sus colegas, no le interesó el homúnculo que se proponía construir el régimen verde aceituna ni morir a manos de un caudillo caprichoso. Sin embargo, vino a Miami, holograma poco definido, calcomanía tuneada y opción distópica de aquella otra ciudad; recorrió sus calles, hizo preguntas, tomó notas y llevó a cabo el retrato de una urbe estadounidense que lleva años atada de manera irremisible a las tripas de otro país supuestamente ajeno.

Pocas personas han pensado tanto a Miami como Joan Didion; sobre todo pocos escritores se han posado de manera tan avezada sobre esta ciudad que, en una crónica posterior titulada “Miami Uno” y publicada en el libro Los que sueñan el sueño dorado, Didion describe como “un asentamiento de interés considerable, no exactamente una ciudad estadounidense en el mismo sentido en que hasta hace poco entendíamos las ciudades estadounidenses, sino una capital tropical: plagada de rumores y desprovista de memoria”.

Nadie, o quizás uno o dos, han escrito sobre el Miami cubano con la profundidad y el sentido de la sutileza de esta hija de California. Su Miami, un momento dentro de su bibliografía sobre el que nada se ha hablado desde que la escritora recobró una mayor notoriedad tras la aparición en Netflix del documental Joan Didion: The Center Will Not Hold, resulta un libro sobrio, bien mirado, que destaca —junto a los de Carlos Eire, Gustavo Pérez-Firmat y otros pocos autores— en una escueta lista de visiones, prolijas y reales, sobre esta ciudad, en la que tampoco debería faltar la fallida Bloody Miami, esa novela-ladrillo de Tom Wolfe, tan pasada de colores, tan sembrada de clichés, como minas antipersonales.

Miami y el tema cubano regresarían más adelante en la obra de Didion. El escenario en The last thing he wanted, publicada en 1996, es Miami y Centroamérica, y el telón de fondo el escándalo político conocido como Irán-Contras. Aquí la autora retoma su vieja y acertada teoría de que Miami no es sino el epicentro de tramas insospechadas que luego tienden a estallar en otros lugares.

Su protagonista, la periodista Elena McMahon, otra de las tantas mujeres a la deriva en la fallida obra de ficción de Didion —porque su huella indefectiblemente queda en la crónica, el reportaje y el ensayo sociológico—, viaja al sur de la Florida en plena campaña electoral de 1984. Su plan es visitar a su padre, un hombre que lleva toda una vida involucrado en asuntos más bien turbios, incluso con cierta gente que “quería negociar con Fidel para recuperar el Sans Souci”. 

De ahí que por este texto desfilen The Miami Herald, El Floridita de la Calle Flagler, el Clearview Convalescence Lodge de South Kendall, la casa del padre en el barrio de Sweetwater, una caja de Goodwill en la Calle 8, la autopista I-95, “un trago compartido en el Miami Springs Holiday Inn a las 2 a.m.”, o el lobby del hotel Omni, de Biscayne Boulevard, donde tiene lugar el encuentro con un oscuro intermediario en el negocio de la venta de armas.






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Miami a pulso en esta otra obra de Joan Didion: las sensaciones experimentadas durante las varias visitas que hiciera en 1985 y el mapeo que la escritora realizara de la ciudad antes de escribir su libro Miami, terminarán por reaparecer en un intento de thrillerque, por sus numerosos meandros e intermitencias, falla a la hora de captar la atención del lector.

Una huella particular

Cuando recibí a través de Amazon este ejemplar del Miami de Joan Didion, constaté para mi regocijo que venía firmado. El libro era de uso, ya eso lo sabía, pero nunca imaginé que viniera con la huella de una o de un par de vidas.

La grafía no era la de Didion, sino la de otra mujer que recién lo había adquirido. Su dedicatoria decía: “Happy Birthday, Lee. Dec. 6, 1987. Love, Mom”.

¿Qué había pasado con Lee? ¿Había leído por fin el libro/regalo de cumpleaños? ¿Por qué aquel obsequio y no otro de la misma autora, como Río revuelto, con su heroína bovaryana y su trama retorcida de amores secretos, hastío y muerte? ¿Por qué este libro había sido puesto a la venta? ¿Se había hartado Lee del tema cubano y por esa razón se había desprendido del regalo que le había hecho su madre? ¿Acaso Lee había muerto y sus herederos decidieron vender su biblioteca en pleno? Y si vivía, ¿cómo era posible que Lee hubiera dispuesto de la venta de un libro dedicado por, como manda la tradición, la mujer más importante de su vida? 

Y mucho más: ¿Por qué su madre le había obsequiado a Lee un libro nada menos que sobre esa extraña ciudad llamada Miami, erigida encima de un terreno poroso y rodeado de manglares, “construida aparatosamente sobre la quimera del dinero de la huida y tomando como referentes no Nueva York, Boston, Los Ángeles ni Atlanta, sino Caracas y México, La Habana y Bogotá, París y Madrid”, como escribiera la propia Didion? ¿Tendría Lee algo que ver con Miami? ¿Habría acaso tenido una relación con un cubano o una cubana, de la que salió airosa, dañada o consternada? Todo era posible.

Releí la dedicatoria y pensé en Joan Didion, en la presencia del aborto en su obra narrativa. Pensé en la niña “de pelo rabiosamente negro” que adoptó en 1966. Pensé en la madre que ve morir a su hija. Pensé en la muerte de cualquier hijo. Y de nuevo me pregunté cómo había sido posible que aquel libro entrara en la fría red de los libros de uso que se venden por Internet.

Aquel libro personalizado, lleno de huellas de otras vidas y leído por mí justamente en Miami, me regresó a los otros dos que me llevé en contra de las normas vecinales del sótano del edificio de mi amigo Gonzalo en un tramo calmo de la neoyorkina Morningside Drive. 

Entonces me levanté, eché un vistazo irreflexivo por la ventana de la sala hacia la calle Flagler y coloqué a Didion en la mejor parte de mi librero.


* Una versión reducida de este ensayo apareció con el título “Al final Joan Didion no viajó a La Habana”, en julio de 2018 en la edición digital de la revista mexicana Letras Libres.

* Este artículo forma parte de ‘Fucking Havana‘, el segundo número de nuestra revista impresa ‘Hypermedia Review‘.





Fucking Havana








Hypermedia Review n˚ 2



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