El estudiante de antropología visual

El mensaje entró haciendo un sonido fuerte como si quisiera decirme: estoy aquí, léeme.

Llegó como llegan las mujeres con tacones, haciendo mucho estruendo. El mensaje decía: “Voy a hacer de ti el hombre más feliz de la tierra”.

El mensaje entró por WhatsApp. Después de leerlo borré el chat. Era un número desconocido. Seguro que algún pájaro que estuvo conmigo le dio mi contacto a otro maricón.

Minutos más tarde vuelve a entrar otro mensaje: “¿No me crees? Soy el único que puede volver a traerte un poco la felicidad”.

Es el mismo número. Lo sé porque termina en 29, el día en que nací.

Esta vez no borré el chat, pero tampoco contesté. Seguro es un desesperado. Alguien que busca sexo, porque no quiso ir a una sauna, una sala de video o a la playa donde todos van y todos tienen sexo con todos.

Quizás ese sujeto busca la ilusión del amor, tener una pareja. A veces he actuado así. En ocasiones juro amor, dependencia, pero no es para convencer a la otra persona. Es para escenificar un arrebato de enamoramiento.

He vivido en dos ocasiones ese arrebato. Es muy probable que haya sido una sola vez. Me gustaría sentir esa energía de nuevo. Por eso exagero, lo represento cuando alguien cumple un mínimo de requisitos.

Si no tuviera todos estos libros por leer, los dibujos que tengo que realizar, mi vida fuera todo lo contrario a lo que es ahora. Me dedicaría a buscar sexo todos los días, como muchos hacen. Cumplir con una jornada laboral, hacer comida, limpiar un poco la casa, salir a los bares y discotecas.

Tres palabras para denominar lo mismo: singar, follar, culear. Tres pasos que se anteponen antes. La práctica, hablar, besar, pero besar de forma tal que la lengua tenga protagonismo y desnudar, desnudar… ¿Por qué tendría miedo a la felicidad?

Porque no podría ser verdad lo que dice el mensaje. Me pase todo el día pensado en la persona que escribió dichas palabras. No ha llamado, ni ha vuelto a escribir. Por poco me quemo cuando bajaba una olla de agua caliente en la cocina.

No tengo muchos conocidos que hubieran escrito estos mensajes. Aún no contesto el último. Sin embargo, escribo del hecho. Escribo como casi siempre hago, después de masturbarme. Creo que el semen cuando sale destupe el flujo de las palabras.

Me he analizado, digo la frase “te quiero”, pero es para mí. Para demostrarme que a pesar de todo tengo ese deseo. Puedo amar, entregarme.

Llevo años diciendo lo mismo. Por la insistencia en el tema, parece que no estoy seguro. O que lo que quiero es que todos se enteren que aún tengo la capacidad para enamorarme.

Ayer una mujer llevaba pañuelo en la cabeza. Era de encaje, al parecer era musulmana o algo así. Le acompañaba una niña de 7 años, su hija. Esto lo vi porque estaba recostado a uno de los vidrios de una parada.

Madre e hija salieron corriendo a abordar un bus. Yo no esperaba ningún medio de transporte. Yo me apoyo al tronco de un árbol, una pared y miro. Ese es mi viaje. A la niña se le cayó la muñeca que llevaba entre sus brazos.

No pasó por mí el deseo de recoger el juguete y devolvérselo a la niña. La muñeca se quedó tendida en el asfalto, sola, sobre una superficie caliente. Por un momento quise apropiarme del juguete. Pero fue más placentero ver la muñeca tirada en la acera.

Caminé hasta donde se encontraba y, desde mi superioridad, miré con alegría la carita rosa de plástico y le lancé unos escupitajos.

Casi siempre limitamos la parte cruel que tenemos. Quizás, si cada uno de nosotros pudiera expresar libremente sus fantasías malévolas sin temor de ser censurado, ya no habría tantas guerras. Sé que, si le cuento esto a algún conocido, no se llevará una buena impresión de mí.

¿Y si el mensaje me lo escribió el estudiante de antropología visual? El muchacho alto de mirada triste que se esconde detrás de lentes de sol.

Él sabe que me gusta, pero no estoy muy seguro de que fuera él el que los escribió. En la última conversación que sostuvimos, casi sin conocernos, el muchacho me comentó que le gustaban los hombres afeminados, los cuerpos trans, el trucaje, la piel tersa, el cutis lleno de polvo, la palidez, esa delicadeza frágil que denota fuerza. Pero aun así creo que pudiera ser él, o más bien quiero creer en la posibilidad de que fuera él.

La esperanza es una triste puta, una mujer desahuciada que todos utilizan, una mujer manoseada para calmar cualquier arrebato. Yo he deseado ser eso: un cuerpo, una puta, un cuerpo en manos de la persona indicada. Yo he querido que me utilice como un juguete, como un consolador.

La mano abre la gaveta que está al lado de la cama. La mano toma el pene enorme de silicona y sin previo calentamiento se lo introduce. (Así lo he visto en algunos videos porno).

Es desconcertante cómo la materia inanimada se vuelve animada. Cómo el objeto se vuelve sujeto, cómo unos centímetros de material sintético (nada natural) vuelve a un chico tan natural.

En este caso, imagino su mano. Él tiene las uñas pintadas de negro, mal cuidadas. Las uñas no están del todo cubiertas de esmalte. Ese detalle fue lo primero que me percaté de él. Llegó acompañando de una amiga que recién conocía.

La sala estaba a media luz, la película estaba por empezar. La amiga nos presentó. Él me habló, sonrió. Tenía brackets, metales en sus dientes. Su sonrisa parecía diabólica en medio de la sala oscura de cine. Brillaban los metales, pero aun así, percatándome de esa imagen, yo insistí en ver su sonrisa tierna, apetecible.

Esa misma noche yo hubiera querido besarlo, pasar mi lengua por la hilera de chapitas de metal incrustadas en sus dientes. Rememorar con él cómo fue la primera vez que besé a alguien con brackets. En definitiva, los que se someten a esos tratamientos estomatológicos reconocen públicamente sus desviaciones, reconocen el deseo que tienen de corregirlas.

El muchacho estudiante de antropología visual me recuerda momentos de felicidad, momentos en los que estuve acompañado, tenía sexo y largas conversaciones con aquel restaurador. Creí que con él podría revivir la escena de la que siempre escribo. La escena más tierna que he vivido.

El restaurador y yo estábamos tendidos en un sofá, en un apartamento de paredes elevadas en La Habana. Él leía en voz alta uno de mis libros. Estábamos en calzoncillos, las piernas del restaurador son flacas, enclenques, solo que, por el volumen de los pelos, se ven a simple vista gruesas.

Yo tenía sus pies en mis manos, acariciaba, besaba sus dedos, la parte de la coyuntura. Debajo de las articulaciones nacían unos pelos negrísimos. Me gustaba mucho ver esos vellos, tocarlos, sentirlos en mis labios.

Él leía con vehemencia mis palabras, mientras yo cortaba y lijaba las uñas de sus pies. En algún momento, cuando el cortaúñas no lograba meterse en el borde del dedo, yo usaba la boca, cortaba con mis dientes esos trocitos de uñas y pellejito, los masticaba sin que él se diera cuenta, y me los tragaba. Cómo iba a desperdiciar algo de su cuerpo. Yo, que había probado casi todo de él.

Cuando utilizo los diminutivos, siento lo frágil de aquellos días. La dosis de melancolía que acompaña mis momentos de plenitud. No son intensos los momentos que recuerdo. Están tamizados, como cuando se le pone un filtro a una luz para que la intensidad sea tímida.

Quizás sea esa delicadeza lo que predispone al estudiante de antropología a buscar hombres afeminados, seres que se han construido. Estos chicos son el otro extremo: el de los hombres que van al gimnasio y muestran unos cuerpos tallados, macizos.

Hay una búsqueda superficial, epidérmica, que los une. En estos seres no hay complejos, ni resentimiento por dedicarle tanto tiempo a la puesta en escena. Cada día está dedicado a sus construcciones. Ya sea a través de ejercicios físicos, ropas, vuelos, mangas, fármacos, vestidos, maquillaje, pintura, mucha pintura, accesorios collares, uñas postizas, pestañas, rellenos, medias, aretes. De ahí su cercanía al arte, a la teatralidad, a lo artificial que tanto seduce.

El día que caminamos juntos, el estudiante llevaba un pantalón cortado por la parte arriba de los tobillos. Se le veía una piel blanca, sobresalía la vellosidad de sus piernas. Unos pelos negros encrespados sobre el tono pálido de esa zona del cuerpo.

Ese detalle sería insignificante para muchas de sus novias, incluso para la muchacha trans con quien está saliendo. Pero, al ver ese detalle, imaginé que con él podría revivir el momento más hermoso de mi vida (hablando de manera sentimental). El momento del que ya hablé, el de los dos hombres que están tendidos en un sofá semidesnudos.

Imagino que lo verdaderamente excitante de estar con una mujer trans es saber qué es, pero no del todo. Saber que debajo, a escondidas, hay algo que, a simple vista, por biología, la emparenta contigo. Saber que, al desnudarla, al quitar las ropas, los rellenos, podrás encontrar una corporalidad muy distinta a la que viste esa noche en una disco.

Lo excitante es sentir que, en ese cutis terso, rosado cuando lo besas, muy a pesar de la delicadeza que representa se sienten los coñones saliendo, los pelos, la textura rugosa de una mascullada que no se va del todo.

Lo excitante es ver tirado el vestido, sus zapatos de correa y tacón, el neceser con sus creyones, su ropa interior. Si bien todos usamos ropas, artilugios para mostrarnos en público, esos artilugios, esas cremas, en las personas trans cobran otra dimensión, es su segunda piel. O, quizás para ser más exacto, todos esos trapos son su verdadera piel.

Por lo general, el crecimiento de la barba por día es de 0.3 milímetros. Yo debo superar esa medida. Hay muchas medidas que supero, por eso no llego a seducir al estudiante.

Tengo libras de más. Mi abdomen crece, se ensancha para los lados. Uso, por encima de la camiseta, una camisa o chaqueta para aminorar el volumen visualmente. Soy descuidado. No uso cremas. No me cuido ni la cara, ni las manos. No trato de frenar el surgimiento de las arrugas.

Con el deseo de poder amar al estudiante de antropología visual surgió un desprecio a mi aspecto físico. Es mentira que el amor lo puede todo, es mentira que lo espiritual es lo que decide. No soy apetecible físicamente, ni materialmente. No tengo propiedades, tengo deudas.

Sin embargo, el muchacho conversa largas horas en la madrugada, mirándome a los ojos, tomándonos un té de frutos rojos en una taza de vidrio. En ese momento, yo hubiera sido feliz si él me hubiera agarrado una mano mientras con la otra me llevaba el té a la boca, sin quitarle la vista de su rostro.

Fuimos muy felices en los momentos de silencio en medio de las conversaciones. A ninguno de los dos nos impacientó la ausencia de palabras.

Si escribo es porque no ha sucedido nada de lo que he imaginado. La escritura da corporalidad a lo que siento. Si no lo llego a escribir, el muchacho estudiante de antropología visual sería apenas el motivo de unas de mis pajas.

He besado sus labios gruesos, su nariz ñata en sus fotos de Instagram. Esto en realidad no tiene ninguna importancia, pero, si llego a escribirlo, si lo veo, si lo vivo en las palabras, me doy cuenta hasta dónde puedo llegar.

Llevo meses comprando, recolectando muñecas. Son rubias, con cara de tontas, plásticas. Apenas tengo la representación femenina en mis manos y estoy solo en mi cuarto, lo primero que hago es desnudarlas, escupirles el rostro. Luego las voy desmembrando. Separo los brazos y las piernas, desprendo la cabeza, igual a como lo hacen los asesinos.

En todo este tiempo, esto es lo único que me ha traído felicidad. En ocasiones, cuando he comido mucha carne y sé que mi mierda es pestilente, me he defecado en la cabeza de algunas de esas muñecas.

Pongo una hoja de papel periódico en medio de mi casa. Delante, acomodo un espejo de forma tal que pueda ver cómo sale la mierda de mi culo y se deposita el mojón de forma circular en las cabezas de las muñecas.

En el espejo se ve una barriga doble, por la inclinación del cuerpo. Río, a veces lloro. Para mantener el equilibrio, acuclillado, mi mano derecha, la de mayor fuerza, se mantiene agarrada al borde de una mesa.

Luego de cagarle las cabezas a las muñecas, las lavo para guardarlas. El objetivo que persigo al coleccionar estas muñecas es que, cuando tenga una buena cantidad de esos juguetes, los voy a verter en una caldera, con mucho fuego.

Quiero ver cómo toda esa ternura, toda esa delicadeza, todas esas extremidades delgadas, se derriten. Se convierten en una materia pestilente, tóxica. El objetivo final sería grabar un video del proceso y mostrárselo al estudiante de antropología visual.







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