Los Converse de Ana de Armas

Fue en el otoño de 2006 y la fuimos a buscar a Barajas. Hacía frío, ese frío madrileño seco y hostil para el recién llegado, que al principio no lo parece, pero te da de golpe sin que lo esperes. El aeropuerto estaba oscuro y vacío. Ana llegaba de Italia con una maleta inmensa, un jean de dudosa procedencia y un abrigo gastado e insuficiente. Era linda, muy linda; y joven, muy joven.

Nada más entrar en el auto fue cariñosa, estaba loca por llegar y poder hablar en mi idioma, dijo gritando y sonriendo todo lo que el castañeo de sus dientes ateridos le permitió. No le gustó Italia, ni los italianos, no conocía Madrid. Llegaba sin dinero, pero con un contrato, o, al menos, la promesa casi cierta de un contrato para una serie en España.

Llegamos a mi casa, en Mauricio Legendre 16, justo al lado de la estación de Chamartín. Le ofrecimos un café, pero a ella no le gustaba, ¿no tienen chocolate caliente?

En un inmenso sofá cama construyó su rincón y durante meses, allí, Ana de Armas anidó, durmió, comió y vivió. Anita, tan joven, tan linda, nos contó, a mi esposa y a mí, del éxito de su más reciente película, Una rosa de Francia, junto a Jorge Perugorría. Era expansiva, gesticulaba y reía, contagiaba su alegría y en sus anécdotas había morbo y malicia: Pichi y yo tuvimos algunas escenas de sexo, y no sé él, pero yo terminaba mojada siempre.

Cuando tenga dinero lo primero que voy a hacer es comprarme unos Converse, nos decía una y otra vez. Lo tenía claro, negras con la suela blanca, muy blanca. En Cuba, donde el hambre y la miseria convierten a los objetos en símbolo de estatus, para una adolescente unas Converse podían ser la diferencia entre solo mojarse o llegar a algo más con Jorge Perugorria.

Y Ana no solo quería mojarse, ella soñaba con sus Converse All Star.

No tenía dinero, pero al contrato, de lo que después sería la serie El Internado, le dijeron que sí. Era joven, muy joven; y linda, muy linda. Más inteligente que muchos, lo primero que pidió a su agente fue un adelanto —si no recuerdo mal fueron cinco mil euros—, y ya con dinero, comenzamos sus trámites.

Empadronarse, abrir una cuenta de banco, esperar por la tarjeta, pedir la certificación de nacimiento, solicitar el DNI… A todo la acompañamos, a todas sus gestiones fuimos y compartiendo cervezas, tapas y cafés, —chocolate caliente para ella—, la fuimos conociendo. Hasta Boris, nuestro gato, la buscaba y ronroneaba entre sus larguísimas piernas.

Con ella recorrimos un Madrid frío pero hospitalario, caminamos por los cerros del Pardo, el Escorial, el museo del Prado. Pero ella no podía más, quería sus Converse y nos arrastró hasta Las Rozas Village, un centro comercial tipo outlet al noroeste de Madrid. El lugar es hermoso, está construido como una miniciudad rebosada de tiendas y boutiques y al girar en una esquina, como esperándola, en una estantería muy iluminada, Ana de Armas vio sus All Star.

Eran negros, con una suela blanca blanquísima, con ese olor a goma nueva tan especial.

Todavía no sabía ella que un día sería Blonde, la Marilyn cubana. Tampoco sabía que Alen Lauzán la empotraría en la raspadura un poco después, no a ella, a la Monroe, por otras razones que ahora no vienen al caso, o quizás sí. Lo cierto es que la imagen de Ana oliendo con fruición aquellos tenis no la he podido olvidar, tampoco el resplandor inequívoco de placer con el que brillaban sus ojitos hermosos.

Al probárselos fue cuando pude darme cuenta de lo largos y feos que eran sus pies. Unos pies demasiado grandes para alguien tan joven, para alguien tan linda. Los pies de Ana de Armas, flacos, esmirriados y horribles quedaron disfrazados de hermosura cuando los Converse los cubrieron.

Desde ese día no se los quitó.

Los rodajes para El Internado empezaron pronto. Allí Anita se empató con dos o tres actores e hizo migas con Elena Furiase. Nos contaba todo, con la fascinación de los descubrimientos y demostrando una relación con su intimidad muy abierta, muy al detalle. Con ella fuimos a mansiones en La Moraleja y áticos en La Latina, donde conocimos músicos, actores, productores y políticos; un Madrid de luces y mentiras desconocido para mí.

Llegó diciembre y nos invitó a una fiesta en el apartamento de Luis Merlo —que estaba en lo más alto de su popularidad por su papel de Fernando Navarro, el periodista gay del apartamento 2-B, del edificio de la calle Desengaño 21, en la serie Aquí no hay quien viva.

Fuimos mi esposa, Carlos y yo. El apartamento era espectacular, diáfano y bello. Las terrazas con vistas al Retiro eran lo suficientemente amplias para que el humo del hachís se dispersara hacia la calle de Alcalá. Todo tipo de sustancias aparecían en aquella casa: el costo nos trasportaba, la farlopa nos despertaba, el alcohol aplacaba el frío de diciembre y Ana de Armas encandiló a todos: era joven, muy joven, y linda, muy linda.

Ella, que tomaba solo chocolate caliente, esa noche bebió de todas las copas, rio e hizo reír, cantó y bailó un sensual guaguancó pisando el suelo de madera de aquel apartamento con unos Converse que en sus pies simbolizaban la libertad, el ansia de comerse el mundo y también el olvido a todos aquellos que dejó atrás. Estábamos borrachos, drogados, locos y felices.

Cuando llegamos a mi casa se desnudó antes de arroparse en su inmenso sofá cama, pero no se quitó los tenis. Era joven, muy joven; y linda, muy linda.

Pensé que estaba muy borracha así que, igual de perjudicado pero con algo más de control, quise ayudarla. Al acercarme a sus pies, largos y feos e intentar despojarla de sus All Star negros con una suela blanquísima me detuvo con rabia: A Pichi no me lo pude singar, pero mis Converse no me los toca nadie.





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