Mi último viaje en Lada


Mi último viaje en Lada, una novela de Efraín Rodríguez Santana (Editorial Casa Vacía).



Aunque ya estaba muerto, distribuyeron la foto de Willie Quintana. Un negro más en la composición de los hechos. El informante secreto de cada cuadra se deleitaba con los minutos confesionales que le concedían las autoridades policiacas de la zona; encima de una tarima imaginaria repetía lo pautado, según fuera blanco o negro: lo vieron entrar o salir de una casa, estuvo al frente de una procesión de balseros, se fue, nunca más se le vio el pelo. Aquí todos somos iguales, pero las estadísticas criminales son oscuras.

La intervención en los hoteles del litoral del Municipio Playa fue un poco más apacible, pero sin resultados, se revisaron los libros de registros, se interrogaron a directores, jefes de personal, recepcionistas, maleteros, taxistas, porteros y, sobre todo, a los responsables de vigilancia de dichos establecimientos. Respondieron con precisión: los negros no vienen a los hoteles; algún que otro cubano, sí, vanguardia de la zafra; los negros no entran espontáneamente.

W&Q fueron minuciosos en cada lugar, el equipo se amplió considerablemente. Cabeza de Vaca movía otros hilos más personales. Informaba directamente a Bocanera.

—Busco rastros de este tipo —mostró la foto de Negrón a Guille—. Buscar es un supuesto —aclaró Cabeza de Vaca—, a este lo reventaron, lo acomodaron en un contenedor de basura y lo dejaron en una esquina de Miramar. Pensé en ti, en tus recursos para inventar historias. A lo mejor inventas una que sea verdad.

Guille alzó sus ojos saltones, se pasó la mano por la cabeza rapada, se acarició la barbilla sucia, observó a Cabeza de Vaca, como si se dispusiera a deletrear una canción, sopló como una flauta, qué iba a saber él de un tipo que ya pasó a la gloria. Eso pensó Guille, no dijo nada. Decidió esperar por mejores argumentos, contempló la foto obsesivamente.

—Tu situación da grima —dijo Cabeza de Vaca—, estás en la calle de milagro, y ¿quién te sacó? —hizo una seña con el dedo para sí mismo.

Guille asintió, su cuerpo se dobló como una vara de pescar, su piel diarreica buscó algo que comer. 

—Moví cielo y tierra, te convertí en una pieza clave de mi vida —dijo Cabeza de Vaca—. Me amariconé contigo, para que sepas. Y ahora vas a mover cielo y tierra para encontrar alguna pista del accionar de este fotografiado. Guárdate la foto, interroga a tu comparsa, a cuánto bicho viviente te encuentres en el camino. 

—Haré cualquier cosa, mañana, tarde, noche —afirmó Guille—, pero recuerda que yo no trabajo en el cementerio.

—Estás poético, pasaste por casa del poeta de 17 y le robaste un verso. Te voy a refrescar la memoria: te emborrachaste como una puta mala —dijo Cabeza de Vaca—, te pusiste a gritar mierda en 19, armaste un show máximo, aparece el patrullero y te cagas en la madre de los agentes. Se bajan del carro, te mandan a callar, sacas un cuchillito de cocina, te dan tranca, te esposan, te llevan al policlínico, te curan, te depositan en la estación, te meten en el calabozo de bienvenida, aparece el hipopótamo de guardia, se resinga en la resingá de tu puerca progenitora, te tritura del cuello para abajo, no sé cómo no te mató. Te ingresan, ahí llego yo, el piadoso, hablando sobre la legalidad de mierda que nos ampara y nos viola. Te dejan salir, te ponen en mis manos, es por eso por lo que me lo debes todo. Si te pido pajarito volando, me traes pajarito volando. 

—Ese tipo está muerto. Te lo saco de la tumba y te lo traigo, dijo Guille.

—Hazte el gracioso. Averigua con tus curdas de Buena Vista, a lo mejor se produce el milagro, lo que quiero es que te pongas a trabajar como un esclavo. 

—Milito con el vicio, susurró Guille, la gente me tira algo de comer al piso, me agacho como un perro, me lo como. Lo único que me queda es una puerta, la comparto con unos camaradas de la vieja guardia, la abrimos, dentro no hay nada, es como un observatorio; como no tiene techo, miras a las estrellas. Nos bebemos un pepino de alcolifán, lo saboreamos como si fuera champán.

—Dime algo nuevo —concluyó Cabeza de Vaca, sacó de la cartera cinco pesos y se los dio. 

El Guille se asombra.

—No lo creo —dice—. Con eso se compra, cuando hay, cinco cajas de fósforos en la bodega. Dame algo más que me haga recordarte con amor.

Cabeza de Vaca le pasa cinco dólares.

El apartamentico de 76, limpio, bien equipado. 

—Aquí vive un abogado, un maestro en esta mercadotecnia de los asaltos a mano armada, un viejo tiburón de tropas especiales ya retirado —aclaró Bocanera. 

—Una especie de mina que explota y te deja manco. Como una felicidad efímera —dijo Cabeza de Vaca—. Ni tu querida madre te dibuja bien. Ya que te cortarán la cabeza, deberíamos de tener un buen pegamento para pegarla, hablamos de nosotros mismos como payasos, terminas tu propio cuento con unas hazañas de corral. 

—Este tiene un cementerio en los arrecifes —aseguró Bocanera—. El tipo es como una lápida olvidada, rodeado de flores secas. 

—Tengo a tres buitres de Buena Vista cosechando información —dijo Cabeza de Vaca—, tenemos que esperar a ver si se produce el milagro y sacamos algo en limpio. Pasan hambre esos tipos.

—Dales comida —dijo Bocanera.

—Hay que dosificarlos, si comen mucho se olvidan del amo —aseveró Cabeza de Vaca. 

Bocanera fue a la cocina y trajo café. Bebieron, se observaron. Cabeza de Vaca necesitaba bañarse. 

—Vivo peor que Guille, no tengo ni una puerta que abrir —comentó el policía—. Tengo casa, pero es como si nunca se singara en ella. 

—Necesitas un poco de aseo, cambiarte de ropa, embetunar las botas —propuso Bocanera—. Estar a la altura de tu inteligencia.

Cabeza de Vaca abrió la boca, de pronto uno de los dientes se movió de un lado al otro.

—Soy homosexual —dijo Bocanera. 

—Eso ya lo sé —replicó Cabeza de Vaca—. Algo sabes tú que otros no saben.

—Vivo con un hombre —explicó Bocanera.

—Se llama Boni, es mexicano y ahora está de viaje —dijo Cabeza de Vaca.

—Estás bien informado —jaraneó Bocanera.

—Cada uno tiene sus cosas —dijo Cabeza de Vaca—. Nos ponen a pelear entre todos, es un asunto de protocolo, aunque sé que tú eres un tipo calificado.

—¿Calificado? —preguntó Bocanera.

—Buena gente, capaz, amparado por el destino —aclaró Cabeza de Vaca.

—Me vas a hacer llorar —aseguró Bocanera.

—Tú eres el jefe —dijo Cabeza de Vaca.

—Tengo algunos recursos extras —dijo Bocanera—. De momento me sirven para continuar, pero necesito saber con quién y hasta dónde.

—Eso no lo sabrás nunca, es una de las reglas de este trabajo. Querer conocer quién es de verdad fiel, según creo yo, es una mentecatería.

—Saber no quiere decir que seas bueno o malo —aseguró Bocanera.

—Son categorías que no funcionan en este oficio —dijo Cabeza de Vaca.

—Lo que quiero decir es si están sólo para fiscalizar o para aportar un poco más —explicó Bocanera.

—Quieres llegar a lo imposible —dijo Cabeza de Vaca—. Te puedo contar mi vida ahora mismo, pero con eso no te voy a aclarar la mierda en la que chapoteo.

—¿Tienes alguna opinión que yo deba conocer sobre W&Q? —indagó Bocanera.

—Esos tipos vienen de la superestructura. Pudiera abrir las guatacas y enterarme de banalidades —dijo Cabeza de Vaca—. Sin embargo, me atrevo a sugerirte algo, tú eres el dueño de este pastel, ellos están obligados a comer cuando tú digas. Si tienes que utilizar la Makarov la utilizas.

Dieron el pitazo que en la cuadra de 21 entre 44 y 46 habían detectado a un posible implicado en el caso de Negrón. Algo así como un hermano de piel, corpulencia y agresividad concordante con la del asesinado. Alguien aseguró un parentesco real. Como dos gotas de aguas negras en el asfalto. 

Habría que seguir y detener a aquel sujeto. Un tipo respetado en su cuadra y más allá. Casado, con dos hijas y una mujer más que intensa, voluminosa, con una boca locuaz y una dentadura recia. Petrificaba a sus contertulios, unas veces para reír, otras para quedar tocados por la emoción.

El marido que vendía galletas se dejaba querer. Trabajaba en la panadería de 50, sacaba de allí cantidades suficientes para vender por los alrededores.

Un tipo joven, más bien bajito, ágil, atlético, con una cruz de plata mexicana pendida de una gruesa cadena que caía sobre el pecho, le preguntó si tenía autorización para vender aquellos paquetes. 

El panadero lo miró con asombro, le explicó que no vendía nada, regalaba. El tipo joven parecía una especie de comino frente a aquella corpulencia. Trató de replicar. El panadero lo mandó para la pinga.

Ese es el momento en que se arma el conflicto. El comino, con su recio lenguaje palestino de allá de Oriente exclama a voz en cuello que es policía, saca una pistola. Trata de intimidar al panadero, pero este se echa a reír, lo observa con desprecio. Decide lanzar las bolsas de galletas a los portales y pasillos de las casas que tiene más cerca. 

El comino saca una identificación y le ordena al panadero que se detenga. El panadero inclina el cuello hacia su lado, le dice al comino que es una reverenda yegua. Hace un gesto con la mano como si fuera a cogerlo por el cuello, el comino sale corriendo y se pierde.

Vuelve a su casa, se sienta en el portal, le cuenta lo ocurrido a su mujer, que se desternilla de la risa. Sus voluminosos senos se ríen más que ella. En eso llegan tres patrulleros. 

Al panadero se le enturbia el rostro, respira de otra manera, se le infla el cuello. 

—¡A mí hay que matarme! —profiere en un grito de guerra.

Sale a la calle, se planta frente a los carros. Los policías tratan de apaciguarlo. 

Regresa el comino blandiendo la pistolita, dispara un tiro al aire. Los vecinos de la cuadra se movilizan, intentan calmar al panadero, rodean al comino: 

—¡Quién cojones eres tú para tirar un tiro ni una pinga! —exclaman. 

El comino amenaza al panadero con perforarle el pie. El panadero se abalanza contra él. El comino retrocede. Los vecinos lo insultan: 

—¡Tú lo que eres tremenda puta! ¡Niná, niná! ¡Penco!

Nueve policías la emprenden a bastonazos con el panadero, le rompen una tonfa en la cabeza. Aporrean las rodillas, los tobillos, lo esposan. Se lo llevan a la estación. Lo meten en el calabozo de recibimiento. Lo golpean del cuello para abajo. 

Al día siguiente se comprueba que el presunto implicado nada tiene que ver con Negrón.




Sobre el autor:
Efraín Rodríguez Santana (Cuba, 1953). Poeta, narrador. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas, Universidad de La Habana, 1979. Premio de Poesía Gastón Baquero por Otro día va a comenzar, Verbum, Madrid, 2000. Ha publicado, entre otros, Un país de agua, Premio de Poesía Centenario de Rafael Alberti, 2002, Máquina final, Lumme Editor, Sâo Paulo, 2009, Una cabeza patea un pie, Ediciones Matanzas, 2020. Es autor de las novelas La mujer sentada, Editorial Letras Cubanas, 2002 y La cinta métrica, Espuela de Plata, España, 2011, Lumme Editor, Sâo Paulo, 2012 y Ediciones Unión, La Habana, 2015..






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