Cuando te estás muriendo, al menos según mi limitada experiencia, empiezas a recordarlo todo.
Las imágenes llegan en destellos —personas y lugares y conversaciones sueltas— y se niegan a detenerse. Veo a mi mejor amiga de la primaria mientras hacemos un pastel de barro en su patio trasero, lo coronamos con velas y una diminuta bandera estadounidense, y observamos, con pánico, cómo la bandera se incendia.
Veo a mi novio de la universidad, con mocasines pocos días después de una tormenta de nieve récord, resbalarse y caer en un charco de aguanieve. Yo quería terminar con él, así que me reí hasta quedarme sin aire. Quizá mi cerebro esté reproduciendo mi vida ahora porque tengo un diagnóstico terminal y todos estos recuerdos se perderán. Quizá sea porque no tengo mucho tiempo para crear nuevos, y alguna parte de mí está cribando en la arena.
El 25 de mayo de 2024, mi hija nació a las siete y cinco de la mañana, diez minutos después de que llegara al hospital Columbia-Presbyterian, en Nueva York. Mi esposo, George, y yo la sostuvimos, la miramos y admiramos su novedad.
Unas horas más tarde, mi doctora notó que mi conteo sanguíneo se veía extraño. Un conteo normal de glóbulos blancos es de alrededor de cuatro a once mil células por microlitro. El mío era de ciento treinta y un mil células por microlitro. Podía ser algo relacionado con el embarazo y el parto, dijo la doctora, o podía ser leucemia.
“No es leucemia”, le dije a George. “¿De qué están hablando?”
George, quien entonces era residente en urología en el hospital, empezó a llamar a amigos médicos de atención primaria y ginecólogos. Todos pensaron que era algo ligado al embarazo o al parto.
Tras unas horas, mis médicos creyeron que sí era leucemia. Mis padres, Caroline Kennedy y Edwin Schlossberg, habían llevado a mi hijo de dos años al hospital para conocer a su hermana, pero de pronto me estaban trasladando a otro piso. Se llevaron a mi hija a la sala de recién nacidos. Mi hijo no quería irse; quería conducir mi cama de hospital como un autobús. Me despedí de él y de mis padres y me llevaron en camilla.
El diagnóstico fue leucemia mieloide aguda, con una mutación rara llamada inversión del cromosoma 3. Suele verse principalmente en pacientes mayores. Cada médico que vi me preguntó si había pasado mucho tiempo en la Zona Cero, dado cuán comunes son los cánceres de sangre entre los socorristas. Yo estaba en Nueva York el 11-S, cursaba sexto grado, pero no visité el sitio hasta años después. No soy anciana; acababa de cumplir treinta y cuatro años.
No podía curarme con un tratamiento estándar. Necesitaría unos meses, por lo menos, de quimioterapia para reducir la cantidad de blastos en mi médula ósea. (Los blastos son células sanguíneas inmaduras; un conteo elevado puede ser señal de leucemia.) Luego necesitaría un trasplante de médula ósea, que podría curarme. Después del trasplante, probablemente necesitaría más quimioterapia, de forma regular, para intentar evitar que el cáncer regresara.
No podía —no lograba— creer que estuvieran hablando de mí. El día anterior había nadado una milla en la piscina, embarazada de nueve meses. No estaba enferma. No me sentía enferma. En realidad, era de las personas más saludables que conocía. Corría habitualmente entre cinco y diez millas en Central Park. Una vez nadé tres millas cruzando el río Hudson —irónicamente, para recaudar fondos para la Sociedad de Leucemia y Linfoma.
Trabajo como periodista ambiental, y para un artículo esquié la Birkebeiner, una carrera de esquí de fondo de cincuenta kilómetros en Wisconsin, que me tomó siete horas y media.
Me encantaba invitar gente a cenar y hacer tortas para los cumpleaños de mis amigos. Iba a museos y obras de teatro, y por mi trabajo pude zambullirme en un pantano de arándanos. Tenía un hijo al que amaba más que a nada y una recién nacida que necesitaba mis cuidados. Esta no podía ser mi vida.
Pasé cinco semanas en Columbia-Presbyterian, y lo extraño y triste de todo lo que me estaban diciendo sobre mí me hizo buscar el humor en ello. No sabía qué más hacer. Decidí que todos en el hospital tenían síndrome de Munchausen por poder, y que yo era su objetivo. Era un chiste que a mí me hacía mucha más gracia que al resto.
Más tarde, cuando ya estaba calva y tenía un raspón en la cara por una caída, mi broma era que parecía un Voldemort maltrecho. Hubo indignidades y humillaciones. Tuve una hemorragia posparto y casi me desangré, hasta que mi obstetra me salvó. (Ya me había salvado la vida una vez, al notar mi conteo sanguíneo y darme la oportunidad de curarme. Esta vez pareció excesivo).
Las pequeñas cosas lo hacían más fácil, o de algún modo hacían que todo pareciera que iba a estar bien. Mi hijo me visitaba casi todos los días. Cuando mis amigos se enteraron de que me gustaba el agua carbonatada Spindrift, me enviaron cajas; también enviaron pijamas, acuarelas y buenos chismes. La gente hizo pinturas y dibujos para decorar mis paredes. Dejaron comida en el apartamento de mis padres, adonde se habían mudado George y los niños.
Las enfermeras me traían mantas calientes y me dejaban sentarme en el suelo del pasadizo acristalado con mi hijo, aunque se suponía que no saldría de mi habitación. Se devoraban los chismes que yo reunía; miraban hacia otro lado cuando veían que tenía una tetera y una tostadora de contrabando. Me hablaban de sus hijos, de sus citas, de su primer viaje a Europa.
Nunca he conocido a un grupo de personas más competente, más lleno de gracia y empatía, más dispuesto a servir que las enfermeras. Las enfermeras deberían hacerse cargo de todo.
Finalmente, mi conteo de blastos bajó y me permitieron hacer un ciclo de tratamiento en casa, con mi familia. Mi atención pasó al Memorial Sloan Kettering, uno de los centros de trasplante de médula ósea más grandes del país.
Cada vez que necesitaba volver al hospital, mi oncólogo me visitaba casi a diario, hablando sobre mi enfermedad, por supuesto, pero también sobre cacería de zorros, sobre quién me estaba molestando esa semana, sobre su nuevo gato.
Es judío ortodoxo y observa el Sabbath, pero aun así respondía los mensajes que yo, groseramente, le enviaba los sábados. Ha buscado tratamientos para mí en cada rincón del planeta; sabe que no quiero morir y está intentando evitarlo.
Mi médico de trasplantes, siempre con pajarita, siempre gritando un gran saludo, es un científico loco disfrazado de uno de los principales expertos del país en trasplantes de médula ósea, quien me ayudó a superar una infección pulmonar y ni siquiera pestañeó cuando saqué un rosario y una botella de agua bendita, bendecida por el papa Francisco y enviada desde Roma.
Me miró y dijo: “Vaya con Dios.”
Después de la quimio en casa, me ingresaron en Sloan Kettering para una dosis aún más fuerte de veneno. Luego estuve lista para el trasplante. Mi hermana resultó ser compatible y donaría sus células madre. (Mi hermano era medio compatible, pero aun así les preguntaba a todos los médicos si quizá media compatibilidad era mejor, por si acaso.)
Mi hermana mantuvo los brazos extendidos durante horas mientras los médicos drenaban sangre de uno, extraían y congelaban sus células madre, y devolvían la sangre por el otro. Las células olían a sopa de tomate enlatada.
Cuando empezó la transfusión, estornudé doce veces y vomité. Luego esperé: a que mis conteos sanguíneos se recuperaran, a que las células de mi hermana sanaran y transformaran mi cuerpo. Nos preguntábamos si heredaría su alergia al plátano o su personalidad.
Mi cabello empezó a caerse y usé pañuelos para cubrirme la cabeza, recordando, vanidosamente, cada vez que me los ajustaba, lo hermoso que había sido mi pelo. Cuando mi hijo venía de visita, él también se los ponía. Después de unos días, no podía hablar ni tragar por las llagas en mi boca; la comida se volvía polvo en mi lengua.
George hizo por mí todo lo que pudo. Habló con todos los médicos y con la gente del seguro con la que yo no quería hablar; durmió en el suelo del hospital; no se enojó cuando yo, enfurecida por los esteroides, le grité que no me gustaba la cerveza de jenjibre Schweppes, sino solo la Canada Dry.
Iba a casa a acostar a los niños y volvía para traerme la cena. Sé que no todo el mundo puede estar casado con un médico, pero, si pueden, es muy buena idea. Él es perfecto, y me siento tan estafada y tan triste de no poder seguir viviendo la vida maravillosa que tenía con este hombre amable, divertido, guapo e inteligente que tuve la suerte de encontrar.
Mis padres, mi hermano y mi hermana también han estado criando a mis hijos y sentándose en mis distintas habitaciones de hospital casi todos los días durante el último año y medio. Han sostenido mi mano sin vacilar mientras yo sufría, intentando no mostrar su dolor y tristeza para protegerme. Ha sido un gran regalo, aunque siento su dolor cada día.
Durante toda mi vida he intentado ser buena, ser una buena estudiante, una buena hermana y una buena hija, proteger a mi madre y nunca hacerla enojar o entristecer. Ahora he añadido una nueva tragedia a su vida, a la vida de nuestra familia, y no hay nada que pueda hacer para detenerla.
Regresé a casa después de cincuenta días en Memorial Sloan Kettering. El trasplante me había puesto en remisión, pero no tenía sistema inmunitario y tendría que recibir de nuevo todas mis vacunas de la infancia. Empecé un nuevo ciclo de quimioterapia para mantener el cáncer a raya. Recaí.
Mi médico de trasplantes dijo que la leucemia con mi mutación “tiene gusto por regresar”. En enero, me uní a un ensayo clínico de terapia con células CAR-T, un tipo de inmunoterapia que ha demostrado eficacia contra ciertos cánceres de sangre. Los científicos modificarían genéticamente las células T de mi hermana para dirigirlas a atacar mis células cancerosas.
Afuera de la ventana del hospital siempre estaba oscuro. Me dieron más quimioterapia; después del tratamiento CAR-T tuve síndrome de liberación de citocinas, una tormenta inflamatoria que me dejó incapaz de respirar sin oxígeno de alto flujo. Mis pulmones se llenaron de líquido, mi hígado estaba descontento y estaba constantemente al borde de ingresar en la UCI.
Unas semanas más tarde, estaba en remisión de nuevo, aunque había perdido unos nueve kilos. Los médicos estaban contentos con los resultados: me había ido mejor que a varios otros pacientes del ensayo, lo cual era difícil de creer, pero me fui a casa.
No sentía realmente que estuviera en casa: tenía que ir a la clínica ambulatoria casi todos los días, para tratar infecciones o recibir transfusiones, sentada en un sillón reclinable durante horas, esperando saber cuándo necesitaría volver al hospital.
A principios de abril, volví, con solo unos días de aviso, para mi segundo trasplante. Esperaba que esta vez funcionara. En realidad, decidí que funcionaría.
Copié obedientemente poemas de Seamus Heaney en mi cuaderno: “The Cure at Troy” (“Cree que desde aquí / se puede alcanzar otra orilla. / Cree en los milagros / y en las curas y los pozos sanadores.”) y “The Gravel Walks” (“Así que camina en el aire contra tu mejor juicio”).
Intenté ser la paciente perfecta: si hacía todo bien, si era amable con todos todo el tiempo, si no necesitaba ayuda ni tenía problemas, entonces funcionaría. Esta vez, tenía un donante no relacionado, bajo la lógica de que sus células serían distintas a las de mi hermana y a las mías, y por tanto más aptas para enfrentarse al cáncer.
Todo lo que sé del donante es que es un hombre de unos veinte años, del noroeste del Pacífico. Imaginaba un leñador de Portland o un técnico de Seattle. En cualquier caso, desearía poder agradecerle.
Entré en remisión de nuevo; recaí de nuevo. Entré en otro ensayo clínico. Fui hospitalizada dos veces más —semanas que no recuerdo, durante las cuales perdí otros cinco kilos.
Primero tuve enfermedad de injerto contra huésped, en la que las células nuevas atacan a las antiguas; luego, a finales de septiembre, me derribó una forma del virus de Epstein-Barr que destrozó mis riñones.
Cuando llegué a casa unas semanas después, tuve que aprender a caminar de nuevo y no podía cargar a mis hijos. Los músculos de mis piernas se consumieron y mis brazos parecían reducidos a hueso.
Durante el último ensayo clínico, mi médico me dijo que podría mantenerme viva un año, quizá. Mi primer pensamiento fue que mis hijos, cuyas caras viven permanentemente en la parte interior de mis párpados, no me recordarían.
Mi hijo quizá tenga algunos recuerdos, pero probablemente empiece a confundirlos con fotos que vea o historias que escuche. Nunca pude realmente cuidar de mi hija: no podía cambiarle el pañal, ni darle un baño, ni alimentarla, todo por el riesgo de infección tras mis trasplantes.
Estuve ausente casi la mitad de su primer año de vida. No sé quién cree ella que soy realmente, ni si sentirá o recordará, cuando yo ya no esté, que yo soy su madre.
Mientras tanto, durante el tratamiento CAR-T —un método desarrollado a lo largo de muchas décadas con millones de dólares de financiamiento gubernamental—, mi primo, Robert F. Kennedy Jr., estaba en proceso de ser nominado y confirmado como secretario de Salud y Servicios Humanos.
Durante mi tratamiento, él había estado en la escena nacional: anteriormente demócrata, se postulaba como independiente a la Presidencia, pero más que nada como una vergüenza para mí y para el resto de mi familia directa.
En agosto de 2024 suspendió su campaña y respaldó a Donald Trump, quien dijo que iba a “dejar que Bobby se desate” en materia de salud.
Mi madre escribió una carta al Senado intentando detener su confirmación; mi hermano llevaba meses denunciando sus mentiras. Desde mi cama de hospital, vi cómo Bobby, desafiando la lógica y el sentido común, fue confirmado para el cargo, pese a no haber trabajado nunca en medicina, salud pública ni en el gobierno.
De pronto, el sistema de salud del cual dependía se sintió tenso, inestable. Los médicos e investigadores de Columbia, incluido George, no sabían si podrían continuar con sus investigaciones, o siquiera conservar sus empleos. (Columbia fue uno de los primeros objetivos de la administración Trump en su cruzada contra el supuesto antisemitismo en los campus; en mayo, la universidad despidió a ciento ochenta investigadores tras recortes de fondos federales.)
Si George cambiaba de empleo, no sabíamos si podríamos obtener seguro médico, ahora que yo tenía una condición preexistente. Bobby es un conocido escéptico de las vacunas, y yo estaba especialmente preocupada por no poder recibirlas de nuevo, lo que me dejaría inmunodeprimida por el resto de mi vida, junto con millones de sobrevivientes de cáncer, niños pequeños y ancianos.
Bobby ha dicho: “No existe una vacuna que sea segura y eficaz”.
Probablemente Bobby no recuerde a los millones de personas que quedaron paralizadas o murieron de poliomielitis antes de que existiera la vacuna. Mi padre, que creció en Nueva York en las décadas de 1940 y 1950, sí lo recuerda. Hace poco le pregunté cómo fue cuando recibió la vacuna. Me dijo que se sintió como libertad.
A medida que pasaba más y más de mi vida bajo el cuidado de médicos, enfermeras e investigadores dedicados a mejorar la vida de otros, observé cómo Bobby recortaba casi quinientos millones de dólares destinados a la investigación en vacunas de ARNm, tecnología que podría usarse contra ciertos cánceres; reducía miles de millones del presupuesto de los Institutos Nacionales de Salud, el mayor patrocinador de investigación médica del mundo; y amenazaba con destituir al panel de expertos encargados de recomendar pruebas preventivas de detección de cáncer.
Cientos de becas y ensayos clínicos de los Institutos Nacionales de Salud fueron cancelados, afectando a miles de pacientes. Me preocupaba la financiación para la investigación sobre leucemia y médula ósea en Memorial Sloan Kettering. Me preocupaban los ensayos que eran mi única oportunidad de volver a la remisión.
Al inicio de mi enfermedad, cuando tuve la hemorragia posparto, me administraron una dosis de misoprostol para ayudar a detener el sangrado. Este medicamento forma parte del aborto con medicación, que, a instancias de Bobby, está actualmente “bajo revisión” por la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA).
Me paralizo al pensar qué habría pasado si no hubiera estado disponible de inmediato para mí y para millones de otras mujeres que lo necesitan para salvar su vida o recibir la atención que merecen.
Mi plan, de no haber enfermado, era escribir un libro sobre los océanos: su destrucción, pero también las posibilidades que ofrecen.
Durante el tratamiento, supe que uno de mis fármacos de quimioterapia, la citarabina, debe su existencia a un animal marino: una esponja que vive en el mar Caribe, Tectitethya crypta. Su descubrimiento fue obra de científicos de la Universidad de California en Berkeley, quienes sintetizaron el medicamento por primera vez en 1959, y que casi con seguridad dependieron de fondos gubernamentales, precisamente el tipo de recursos que Bobby ya ha recortado.
No escribiré sobre la citarabina. No sabré si fuimos capaces de aprovechar el poder de los océanos, o si los dejamos hervir y convertirse en un vertedero.
Mi hijo sabe que soy escritora y que escribo sobre nuestro planeta. Desde que estoy enferma, se lo recuerdo a menudo, para que sepa que no fui solo una persona enferma. Cuando lo miro, intento llenar mi cerebro de recuerdos.
¿Cuántas veces más podré ver el video de él intentando decir “Anna Karénina”? ¿O recordar cuando le dije que no quería helado del carrito y él me abrazó, me dio unas palmaditas en la espalda y dijo: “Te escucho, amiga, te escucho”?
Pienso en la primera vez que regresé a casa del hospital. Él entró en mi baño, me miró y dijo: “ué bueno conocerte aquí”. Luego está mi hija, su pelo rizado y rojo como una llama, entrecerrando los ojos y mostrando una sonrisa mellada después de beber un sorbo de agua con gas.
Camina por la casa con botas de lluvia amarillas, fingiendo hablar por el teléfono de mi madre, con un collar de perlas falsas, sin pantalones, riendo y huyendo de quien intente atraparla. Nos pide que pongamos “I Got the Feelin’” de James Brown levantando un altavoz portátil y diciendo: “Baby, baby”.
La mayoría del tiempo, intento vivir y estar con ellos ahora. Pero estar en el presente es más difícil de lo que parece, así que dejo que los recuerdos vengan y se vayan. Tantos provienen de mi infancia que siento que me observo crecer a mí misma y a mis hijos al mismo tiempo.
A veces me engaño pensando que recordaré esto para siempre, que lo recordaré cuando esté muerta.
Obviamente, no será así. Pero como no sé cómo es la muerte y no hay nadie que me diga qué viene después, seguiré fingiendo.
Seguiré intentando recordar.
* Sobre la autora:
Tatiana Schlossberg es periodista y autora de Inconspicuous Consumption: The Environmental Impact You Don’t Know You Have. Antes trabajó para el New York Times.
* Artículo original: “A Battle with My Blood”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.









