Al margen de mis contemporáneos

La juventud que vivís es una fuerza de cuya aplicación sois los obreros
y un tesoro de cuya inversión sois responsables.
José E. Rodó

La juventud es el descubrimiento de un horizonte nuevo que es la vida.
Ernesto Renán

A Guillermo Martínez Márquez

El sol de los últimos años del siglo XIX alumbró en Cuba un triste y aplastante espectáculo. Del cabo de San Antonio a la punta de Maisí se extendía una línea sinuosa, a ratos amarillenta, y a ratos carbonizada, que marcaba con el paso triunfal de la Invasión, el dolor de una epopeya magna.

El siglo pasado se despidió, entre bramar de cañones, retumbar de fusiles, sones de clarín, y brillar de machetes. En un concierto de lágrimas y fusiles que caen se arrió en las fortalezas la bandera que durante tres siglos brindó sus colores a la caricia del aire tropical y que se plegaba entonces húmeda por las aguas de Santiago y de Cavite.

La campiña cubana era una extensión sahárica. La tierra roja de sangre se cubría de zarzas y de maleza. Las altas torres de los grandes ingenios permanecían blancas. La tea guerrera había pasado sobre nuestros campos convirtiendo la llanura verde en páramo amarillento. Las ciudades amodorradas se reponían muy lentamente, pues el gran error de España las mantenía aun exhaustas.

Mas el entusiasmo latino triunfó pronto sobre el pesimismo ambiente. Los campos comenzaron pronto a verdear en los nuevos cañaverales, o a matizarse de obscuro en las siembras de tabaco.

Un afán de reconstruir, y una sed de unirse a la vida moderna se apoderó de todas las clases sociales. Los hacendados hicieron en tender los grandes hornos y las chimeneas se tiñeron de negro. El guajiro tornó a levantarse antes que el sol para romper con el arado la tierra de los campos. Multitud de obreros trazó en la llanura la línea ondulante de las carreteras, los toldos volvieron a extenderse para proteger el tabaco, y sobre la tierra antes desierta sonó más vigoroso que nunca el ritmo de la vida.

Cuba renacía y tornaba rápidamente a ser la isla maravillosa codiciada de todos.

En medio del gran concierto de vida, entre el ronco trepidar de los ingenios, el silbar de los ferrocarriles, el golpe de los martillos, y el prolongado bramar de la sirena con que los barcos extranjeros saludaban a la joven bandera, una nueva generación de poetas rompió a cantar con todo el entusiasmo y toda la fuerza del momento.

La época literaria que une la literatura fin del siglo con la surgida después de la independencia, no tiene si bien se analiza, un gran poeta. La generación decadente de Julián del Casal, Juana Borrero, Carlos Pío y Federico Uhrbach y Hernández Miyares, no había, a causa de la guerra, ejercido influencia en los nuevos poetas.

La época literaria nacida bajo otros cielos, entre el pesimismo y los dolores del destierro o de la expatriación voluntaria, no reunía las condiciones necesarias para ser definitiva. Era áspera e inculta. Los poetas jóvenes de principios del siglo, habían pasado los mejores años de la juventud, no en la universidad, o en el estudio de la biblioteca, sino en los campos de la revolución, o en los comités revolucionarios de New York, Tampa o Cayo Hueso. Su poesía era, pues, monótona y carente de pulimento. Emotividad pura sin refinamiento alguno, y triste como el ambiente en que fue sentida y escrita.

Así, pues, el triunfo entre parnasiano y decadente de Julián del Casal, no tenía contacto ni eslabón con el entusiasmo posterior. Las flores de loto, las visiones orientales, las drogas, el hastío elegante, tan amado de los decadentes, no tenían solución de continuidad con el entusiasmo sonoro y fuerte del nuevo siglo.

José M. Carbonell, Manuel S. Pichardo, Guillermo de Montagú, que debieran haber formado el eslabón, levantaban su canción de veinte años fuera de todas las influencias y lejos de todos los cánones, que por imperativo circunstancial no habían podido apreciar ni estudiar.

Esa generación sobre la cual sumariamente he pasado, y entre la cual había poetas indiscutibles, cantaba atrasada. Había quedado rezagada de la literatura moderna. Su canción tornaba a ser romántica, o pre-modernista. Carecía de la serena profundidad de la poesía de nuestro tiempo, y era de un discordante pesimismo frente al optimismo del ambiente.

Con esas características nuestra historia literaria se eclipsaba y se perdía. Cuba, que había marchado con Casal y con José Martí al frente del movimiento modernista, preparando el camino de Rubén y que había dado a la América el poeta y la poesía más grandes del siglo XIX, estaba llamada a perder su supremacía.

Pero pronto, afortunadamente, aires de fuera nos trajeron las nuevas modulaciones. El alma optimista de la poesía latino-americana y española, comenzó a ejercer en nuestros cenáculos literarios su benéfica influencia. Los poetas que comenzaban a rimar estrofas, tenían guías, y maestros, pudiendo acoplar su canción al sentir moderno. Y surgió entonces una generación fuerte, robusta y entusiasta, capaz de enaltecer nuestra historia literaria.

Fue el primero René López, triste, decepcionado y solo, llenando con sus nostalgias los primeros años del siglo. Después la musa honda, serena y meditativa de Agustín Acosta, parnasiana primero, arbitraria y genial más tarde. Tras él, sufriendo las influencias de “Ala”, llega la pléyade de Hilarión Cabrisas, Francisco y Fernando Lles, Armando D. García, Luis Rodríguez Embil, Sergio La Villa, Regino Boti, José M. Poveda, saturado de espíritu futuro, Miguel Galliano Cancio y Mariano Brul. Todos entusiastas, saturados de influencias nuevas y que imprimen a la lírica orientaciones múltiples de acuerdo con su espíritu multiforme.

A continuación de ellos, orientado ya definitivamente, comienza a brillar un nuevo grupo. Arturo Alfonso Roselló, positivista en su idealismo de poeta; Federico de Ibarzabal, complicado en “El balcón de Julieta”, sonoro en “Gesta de héroes”, desconcertante en “Una ciudad del Trópico”; Pichardo Moya, amante de lo pequeño; Gustavo Sánchez Galarraga, frívolo, musical, elegante, con los sencillos y honestos motivos de todo poeta de salón, y Nemesio Ledo, íntimo y sereno.

Son estos dos grupos últimos, los que han impreso a la lírica cubana el sello característico. Su estudio nos lleva a la conclusión de que no hay una orientación nueva, una tendencia hacia pautas reveladoras de un nuevo sentir.

De todos ellos, sólo Agustín Acosta evoluciona con su tiempo, mientras los demás continúan cantando como en un principio. Hay en el fondo una inclinación bien perceptible hacia la musicalidad. Se busca de preferencia los motivos sencillos, ingenuos y fáciles, para hacer con ello música apacible.

Mientras el resto de América piensa y filosofa, nosotros hacemos música frívola de la estrofa. Sánchez Galarraga derrama como un torrente la música irreflexiva y cambiante de su verso sin alma, sin dar en sus motivos una idea nueva, una emoción honda, una vibración a nuestro espíritu. Y tras él, deslumbrados por un triunfo relativo y rápido, recorriendo los senderos trillados de “El jardín de Margarita”, o tratando de imitar la casta y femenina canción de “La barca sonora”, los corifeos del viejo romanticismo, entonan melodías que por ser débiles se perderán en el tiempo.

Frente a esa orquesta familiar que desgrana sus motivos en el lujo de los salones y en las fiestas populares, se yergue altiva, honda y consciente, la influencia de Agustín Acosta. A la sombra del poeta de “Ala”, desterrando sus influencias, pero conservando su orientación, comienza ahora a desarrollarse la generación más brillante que ha tenido Cuba.

Culta, con una cultura moderna que la hace capaz de seguir de cerca todos los cambios y de emprender todos los caminos de la literatura americana, su poesía, que esquiva los viejos motivos, tiende a un arte nuevo, menos brillante, pero más hondo que el hasta ahora predominante. Su canción, que ahora comienza a modular las primeras notas, no se ha escuchado todavía.

Tal parece que los jóvenes poetas están afinando las liras para deslumbrarnos en un futuro no lejano. Sólo de tarde en tarde, en la página de alguna revista tropezamos con un retazo de esa producción.

Mas no basta ello para juzgar lo que será en el futuro. Es necesario conocerla íntimamente, estar junto a ella, al margen de sus aspiraciones, estudiando todo el maravilloso proceso de esos espíritus, primas arbitrarios que nos harán ver nuevas verdades.

Hay en los poetas característicos de ese nuevo grupo, una tendencia definida hacia el futurismo. Se nota en lo poco que han producido, la rebelión contra lo estatuido y contra la convencional estética predominante aún. Su espíritu se ha preparado, recogiendo para modificarlas, todas las influencias. Desde Herrera Reissig, hasta Francis James, de Chocano a Nervo, de Carrere a Lugones, ha recorrido todas las formas, modulado en todas las escalas, para encontrar finalmente su forma característica.

Aunque en formas diversas, por caminos distintos, divergentes a veces, marchan todos hacia una poesía nueva. Andrés Núñez Olano, pulido elegante, inquiriendo el alma de todas las cosas; Enrique Serpa, pasional y devoto de la carne y del perfume afrodisíaco; Rubén Martínez Villena, de todos el más próximo a Acosta, recorriendo todas las filosofías para hacerse una personal y darla en su verso; Ramón Rubiera, amante de las formas complicadas; Rafael Stenger, impreciso y brusco en su vibrar juvenil; preparan en las páginas de su obra, una renovación completa de la poesía cubana contemporánea.

Dentro de muy pocos años su canto será escuchado en América. La musicalidad predominante será olvidada ante la nueva forma. Frente a la frivolidad triunfante hasta hoy, se pondrá para anularla la honda filosofía de los jóvenes poetas. Y Cuba tornará otra vez a ser escuchada en el Continente como en aquellos tiempos gloriosos de Casal y de José Martí, en que señalaba a la América hispana el modernismo francés recogido por Darío.

II

Si la poesía renace y se modifica, no queda atrás la prosa en sus diversas manifestaciones. La Historia, la Novela y la Crítica, tienen entre la juventud excelentes cultivadores.

La investigación histórica, tal vez la labor que se ha preferido en Cuba, y única que no se abandonó en ninguna época, tiene hoy pocos cultivadores. Francisco González del Valle, de serena visión y estilo que peca tal vez de conciso; René Lufríu, aunando la elegancia literaria con la investigación histórica; Néstor Carbonell, amplio y rudo como un bloque; Emeterio Santovenia, amante de los detalles y del regionalismo; Calixto Masó, el más joven de todos y que ha rendido ya una magna labor en sus estudios de nuestra historia pre-colonial, mantienen vivo aún el amor a la tradición y a la belleza del pasado.

La novela cuenta con menos cultivadores aún. En los últimos años sólo Miguel de Carrión y Carlos Loveira han cultivado ese género con éxito. En las dos obras del primero, Las honradas y Las impuras, se notan grandes dotes de psicólogo, aunque la exposición es defectuosa de estilo.

En Generales y doctores, de Carlos Loveira, se tropieza con un novelista notable. Brusco a veces, de estilo llano un poco desaliñado, pero de dotes observadoras extraordinarias, lleva él a sus obras todo nuestro ambiente, con todas sus lacras y sus defectos más criticables. Compartiendo las teorías del socialismo imperante, su pluma es cruda y amarga al criticar defectos y errores de las clases elevadas y directoras. No es ciertamente un novelista completo, ha de sufrir algunas modificaciones antes de llegar a la obra definitiva, pero a juzgar por lo que hasta ahora se conoce, se puede asegurar que es Loveira uno de los temperamentos mejor preparados con que ha contado la novela cubana.

El ensayo abandonado en Cuba durante muchos años, renace también. José A. Ramos, el más completo tal vez de los escritores cubanos, talento observador, un poco pesimista, ha rendido una hermosa labor de sociología.

Emilio Gaspar Rodríguez, pulido y cuidadoso, lleno de influencias rodonianas, nos da en sus dos obras, “El retablo de Maese Pedro” y principalmente en “Los conquistadores”, una obra original y sincera, en la que luce su claro talento, su depurado gusto, y más que nada su extensa cultura literaria e histórica.

Medardo Vitier, bien preparado, un poco recargado de citas y de apasionamiento, realiza en un campo más limitado, pero no menos brillante, hermosa labor de divulgación.

Miguel A. Carbonell, en tanto, gusta de comentar el momento actual, sorprendiendo toda su evolución, siguiendo paso a paso toda su curva, persiguiendo sus fines y reuniéndolo todo en un canto sereno a la patria y a su porvenir.

La crítica tan brillante a fines del siglo pasado, enaltecida por la serenidad de Varona y el apasionamiento de Manuel Sanguily, por Manuel de la Cruz, Aurelio Mitjans y Enrique Piñeyro, y que como las otras aplicaciones del intelecto sufrió grave crisis en los primeros años, resurge hoy al par que las otras manifestaciones, aunque con una fuerza mucho menor.

José M. Chacón y Calvo, amante de la pureza clásica, paciente como un benedictino, erudito e investigador, hace lejos de nosotros, una intensa labor de historia literaria.

Enrique Gay Calbó, nervioso, breve, tratando de recoger todas las palpitaciones, en un estilo sajón por lo frío y lo conciso, es sin duda el llamado a comentar más adelante toda la evolución, los ideales, las aspiraciones y las realidades de la generación contemporánea.

En la crítica de arte contamos con un valor positivo, reconocido y estimado en el extranjero, Bernardo G. Barros, cuyo bien documentado estudio, “La caricatura contemporánea”, lo coloca en uno de los primeros puestos entre los comentaristas del arte americano.

Esta es, vista al paso, la generación que hoy por hoy mantiene en Cuba el amor a las cosas del espíritu. No he querido juzgarla críticamente, está demasiado cerca, y estoy demasiado dentro de ella para poder apreciarla tal como es. A la crítica venidera dejo estos modestos apuntes.

Muchos de los mencionados se anularán en el practicismo predominante, irán a perder sus bellos talentos prometedores en la penumbra mucho más práctica de los bufetes. O se perderán simplemente, sin que su voz se escuche en el concierto.

Otros escalarán la cumbre, siguiendo un camino nuevo, cuya orientación no se ve todavía. Los más, vegetarán lamentablemente y sólo de tarde en tarde darán al aire su canción. Día a día irán surgiendo nuevas promesas, unas se realizarán y las más desaparecerán antes de fortalecerse.

Alguien vendrá algún día a medir el ciclo de esta generación. Se quedará desconcertado al estudiar las relaciones entre el medio y la producción literaria. Frente al pesimismo político y social, encontrará un arte vigoroso y optimista que parecerá de otro tiempo mejor. Y tal vez traslade esa observación al margen de una obra de Goyau, en que estudia el ilustre filósofo las relaciones entre el medio y la obra artística.



© Imagen de portada: Agustín Acosta, por Conrado Massaguer.

* Publicado en Las rutas paralelas, crítica y filosofía (La Habana, 1922).





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