El 18 de brumario de la dinastía Castro

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Si se hubiera producido un golpe militar en cualquier otro país de América Latina o el Caribe, incluso en uno muy pequeño u oscuro, creo que se podría afirmar con seguridad que habría ocupado la primera página de los periódicos.

Pero el golpe militar en Cuba —una nación vinculada a la nuestra de muchas vitales e históricas maneras— no ha sido reportado en absoluto. De hecho, en “El hermano menor de Castro es ahora el centro de la atención”, de Anthony Depalma y James C. McKinley Jr., en la página ocho del New York Times del 3 de agosto de 2006, incluso se negaba la posibilidad un acontecimiento semejante:

Uno de los aspectos más reveladores de su carrera es que en las casi cinco décadas que Raúl Castro ha dirigido las fuerzas armadas cubanas, nunca ha ocurrido un intento de golpe de Estado o un levantamiento de los soldados rasos contra sus oficiales.

Fue así como este periódico procesó la interesante novedad de que el nuevo jefe de gobierno de Cuba era, de hecho, ¡el líder de las fuerzas armadas cubanas durante cinco décadas! En otras palabras, una toma del poder abiertamente militar fue la prueba principal de que tales cosas no ocurren en La Habana.

El ascenso de Raúl Castro no cuenta como un “intento de golpe”, ya que tuvo éxito.

Tal vez el ascenso de Raúl Castro no cuenta como un “intento de golpe” (ya que tuvo éxito), y mucho menos como un motín de “soldados rasos”, pero el hecho concreto es que, por primera vez en un Estado comunista, desde que el general Jaruzelski se hizo con el poder en Polonia en 1981, el Ejército ha remplazado al Partido como fuente de autoridad.

El hecho aún más grotesco de que el poder haya pasado de un hermano de 79 años a otro “más joven” de sólo 75 puede haber contribuido a ocultar lo obvio. También puede haberlo ocultado el hecho de que ―a pesar de la constante palabrería sobre su “carisma”― Fidel Castro nunca se quitó su uniforme (excepto para aparecer con los trajes a la medida que se pone en las conferencias internacionales) desde el día en que tomó el poder.

Incluso mi distinción entre el Ejército y el Partido puede no distinguir una gran diferencia. Cuba ha sido un estado cuartelario dirigido por un caudillo militar durante la mayor parte del último medio siglo. Más que nada, el Máximo Líder siempre basó su legitimidad en su condición de Comandante en Jefe. La sucesión dinástica de su hermano no hace sino formalizar esta situación. Como alguna vez fue dicho de Prusia, Cuba no es un país que tiene un ejército, sino un ejército que tiene un país.

Cuba no es un país que tiene un ejército, sino un ejército que tiene un país.

El ejército tampoco se limita a las cuestiones serias del poder político y militar. Bajo la dirección de Raúl Castro, se ha extendido hasta ser en un gran accionista en las pocas áreas de la economía cubana que realmente generan ingresos. Una sociedad comercial de los militares conocida como Gaviota supervisa quizás hasta el 60% de los ingresos del turismo cubano. Enormes granjas y complejos turísticos son gestionados por oficiales en activo y retirados, los que dependen de Raúl y, según el reportaje de Depalma y McKinley, él también ha “enviado a oficiales a escuelas de negocios en Europa para aprender técnicas de gestión capitalista”.

Saber lo anterior hace aún más sorprendente que todo el mundo parezca haber olvidado el momento climático de 1989, cuando pareció existir un cisma de importancia dentro de las fuerzas armadas cubanas. El 12 de junio de aquel año, el general Arnaldo Ochoa Sánchez fue arrestado y acusado de corrupción masiva, incumplimiento del deber, y narcotráfico.

Ochoa no era poca cosa. Había pertenecido a la guerrilla original en la Sierra Maestra, era miembro del Movimiento 26 de Julio que formó el núcleo interno de la Revolución, había estado entre los internacionalistas cubanos que intentaron levantar la bandera de la revuelta en Venezuela y el Congo en los años 60, y había encabezado las misiones militares cubanas en Angola, Etiopía y Nicaragua.

Para mencionar algo de lo que los cubanos pueden estar orgullosos, debo añadir que él fue clave en la derrota militar de las fuerzas sudafricanas en la batalla de Cuito Cuanavale en 1987, que contribuyó decisivamente a la independencia de Namibia y a la derrota definitiva del apartheid como tal.

Tal vez Ochoa había visto demasiado del mundo exterior. Tal vez, en aquel año de 1989, él era uno de los muchos cubanos que veían promisorio el programa de la glasnost y la perestroika de Mijaíl Gorbachov. O tal vez, simplemente, era culpable de lo que se le acusaba: connivencia con los cárteles de la droga colombianos para enriquecerse y enriquecer a otros.

Tal vez Ochoa había visto demasiado del mundo exterior.

Nunca lo sabremos realmente (o quizás puede que ya estemos a punto de averiguarlo), porque el intervalo entre su detención y su muerte, así como las de sus asociados, fue cuestión de apenas cuatro semanas. Su ejecución por fusilamiento fue anunciada ―tras un consejo de guerra extraordinario― el 13 de julio de 1989.

El hombre que pronunció el largo y farragoso discurso que justificó la detención y se adelantaba al veredicto fue Raúl Castro. El jefe de las Fuerzas Armadas cubanas, al que se le concedió el tiempo en pantalla que normalmente se reservaba para su hermano, se dirigió a la nación durante dos horas y media, en lugar de los 45 minutos asignados (esperemos que él no caiga ahora en el hábito de repetir eso) y asombró a muchos cubanos que habían sido educados pensando en Ochoa como un “incorruptible a ultranza”.

El momento era significativo, porque, en general, Cuba había logrado evitar el espectáculo de los “juicios-espectáculos” comunistas, inaugurados por Stalin en Moscú en los años 30 y ejecutados de forma aún más grotesca en Praga, Budapest y Sofía, después de la Segunda Guerra Mundial. El único juicio a una “facción” en La Habana había ocurrido a mediados de los 60 y, paradójicamente, fue contra un grupo de estalinistas de la línea moscovita supuestamente dirigidos por Aníbal Escalante.

Sin embargo, el juicio-espectáculo de Ochoa en 1989 no fue una interminable inquisición ideológica. Fue un asunto rápido y despiadado que rindió confesiones instantáneas, dirigido por un “tribunal de honor” militar, y culminó enseguida con una sentencia de muerte. Todo resuelto dentro del marco del alto mando militar. Eso debería de haber servido de advertencia para lo que se avecinaba.

En el “nuevo calendario” del 18 de brumario de 1799, Napoleón Bonaparte utilizó sus tropas para tomar el poder en París, se autoproclamó como primer cónsul de la nación, y poco después anunció que la Revolución Francesa se había terminado.

El célebre ensayo de Karl Marx sobre “El dieciocho de brumario de Luis Napoleón”, en el que ridiculizaba a un monarca francés posterior de mucho menor relieve que Bonaparte, nos ha dado la tan manida broma sobre la relación entre tragedia y farsa. Ahora, el Movimiento 26 de Julio ha arribado a su propio y tardío final histórico.

El nuevo pretendiente, una vez más, es mucho menos vistoso e impresionante. Si todavía no podemos decir que Castro ha muerto, ni podemos decir con confianza “larga vida” al nuevo-aunque-viejo Castro, al menos sí podemos afirmar que la era Castro está terminantemente acabada y que una dictadura secretista, de completo uniforme y altamente comercial, es la forma definitiva que dicha dictadura ha de tomar.





© Imagen: Christopher Hitchens.


Este artículo fue publicado originalmente en la revista digital Slate por Christopher Hitchens en agosto de 2006 con el título en inglés de “The Eighteen Brumaire of the Castro Dinasty”.