Los muchos rostros del nacionalismo

El ascenso del nacionalismo no fue una historia lineal que condujera a la victoria final del Estado nación. Hubo muchos giros y cambios, y tanto la naturaleza de los Estados nación como la del nacionalismo cambiaron profundamente con el tiempo. Aunque ninguna narración puede hacer justicia a la enorme variedad de experiencias y desarrollos en todo el mundo, pueden detectarse varios patrones distintos. Aquí presentaré algunas reflexiones generales y luego expondré los hallazgos más importantes sobre cada uno de los temas: en primer lugar, el surgimiento de nuevos Estados nación; después, la evolución de la ciudadanía; y, por último, la nacionalización de la esfera cultural y del ámbito físico, que se abordarán conjuntamente porque estuvieron profundamente influidos por las mismas corrientes intelectuales. Finalmente, reflexionaré brevemente sobre lo que puede deparar el futuro.



Reflexiones generales

Los Estados nación y el nacionalismo surgieron solo a finales del siglo XVIII, y su difusión está relacionada con procesos de modernización como la construcción del Estado, el progreso económico y los procesos isomórficos, tanto en el ámbito político como en el cultural. Sin embargo, no se trató de un proceso lineal. De hecho, se asemejó más a un curso errático en zigzag. Los principales puntos de inflexión estuvieron definidos principalmente por cambios de mentalidad tras el derrumbe de sueños colectivos, como el desencanto con la Revolución Francesa en torno a 1815, con el nacionalismo romántico en 1848, con el optimismo positivista hacia 1885, con las ideas raciales en 1945 y con las políticas de desarrollo tecnocrático hacia 1979. La pregunta ahora es cuándo se instalará definitivamente la frustración con el neoliberalismo y la política de la identidad, y hacia dónde se dirigirá el mundo después.

El capitalismo —un ingrediente crucial de la modernidad— parece tener un vínculo profundo, aunque variable, con el nacionalismo, tanto en lo que respecta a los Estados nación como a la construcción de la identidad nacional. En la era moderna temprana, el capitalismo editorial ayudó a estandarizar las lenguas nacionales, mientras que los actores comerciales desempeñaron un papel esencial en la creación de una esfera cultural nacional para un público de consumidores anónimos. Los Estados nación y los imperios modernizadores fomentaron el capitalismo —especialmente en el medio rural— para aumentar la recaudación fiscal y fortalecer el Estado.[1] Además, la nación se vende bien. Los productos alimentarios, las experiencias turísticas e incluso muchos artículos industriales se comercializan asociándolos con un país de origen, mientras que los medios de comunicación de masas —como la prensa, las exposiciones internacionales, el cine, la radio, la televisión privada y las redes sociales— no solo presentan un mundo dividido en Estados nación discretos como algo evidente, sino que además fomentan abiertamente los sentimientos nacionalistas.

Otro tema fascinante es la relación entre nacionalismo y religión. Las divisiones religiosas fueron instrumentalizadas en varias ocasiones para crear nuevos Estados nación, como en los Balcanes y en el subcontinente indio. Desde la década de 1970, las religiones han adquirido un papel político más destacado. Aunque las religiones trascienden fácilmente las fronteras nacionales, en la mayoría de los casos los movimientos religiosos políticamente activos operan dentro del marco de los Estados existentes. 

Este es el caso, por ejemplo, de la mayoría de las formas del islam político. La notoria excepción es Daesh, pero es poco probable que su dictadura religiosa sin fronteras, radical y absolutamente violenta, resulte una alternativa atractiva en el futuro.[2] Fuera del mundo islámico, el resurgimiento religioso parece reforzar el orden internacional existente. Muchos regímenes autoritarios y populistas de derecha apelan a los valores religiosos para reforzar su legitimidad, como ocurre con los nacionalistas hindúes en la India, el régimen militar de Myanmar y el budismo, la Rusia de Putin y la Iglesia ortodoxa, el partido polaco Ley y Justicia y el catolicismo, y la alianza de Donald Trump con los evangélicos. Incluso la China comunista promueve cada vez más las ideas confucianas tradicionales. Como ha señalado Rogers Brubaker, parece que el lenguaje ha perdido parte de su potencial movilizador en favor de la religión.[3]

Otra conclusión que puede extraerse es que el nacionalismo estuvo mucho más vinculado al Estado que a las comunidades étnicas o culturales. Debido a sus instituciones, marcos jurídicos, sistemas fiscales, ejércitos y fronteras, los Estados tienen más poder y estabilidad que las comunidades étnicas o culturales. Esto puede observarse tanto en la creación y evolución de los Estados nación como en la construcción de las identidades nacionales. Todos los Estados nación emprendieron actividades de construcción nacional, ya fuera explícitamente mediante la educación y las fiestas nacionales, o implícitamente al crear una esfera pública nacional. La mayoría de los nuevos Estados nación adoptaron las fronteras (internas) existentes, y solo en casos muy raros estas se redibujaron según criterios étnicos o lingüísticos. En el ámbito académico, la mayoría de los investigadores tomaron los Estados nación existentes como su principal unidad de análisis, mientras que tanto la alta cultura como la cultura popular tendieron a dar por sentado el orden internacional vigente. El Estado nación fue también el principal motor de la nacionalización del ámbito físico, funcionando a menudo como un marco asumido, por ejemplo, en la preservación del patrimonio y en la construcción de los llamados “alimentos étnicos” (una clara denominación errónea).

Una lección crucial que podemos extraer es que no debemos dar por sentados la nación, el Estado nación y el nacionalismo. No son fenómenos naturales, sino productos de la historia. Sin embargo, en la vida cotidiana, las naciones y los Estados nación suelen naturalizarse. Los mapas, por ejemplo, son simplificaciones que, al asignar colores distintos a los países, borran las diferencias internas y suponen que cada país es fundamentalmente distinto de sus vecinos. Términos como “el pueblo” o “la nación”, salvo en ciertos contextos jurídicos, son igualmente simplificaciones, además del uso frecuente pero incorrecto de “nación” como sinónimo de “Estado” o “país”. Al designar a los habitantes de un país como “el pueblo”, “los franceses” o “los mexicanos”, se da a entender que forman una comunidad nacional homogénea, con una sola cultura y una sola lengua, borrando así el complejo mosaico de grupos indígenas, minorías étnicas, poblaciones inmigrantes y “descendencia mixta”, mientras al mismo tiempo se suponen diferencias fundamentales con las zonas vecinas más allá de la frontera. 

Por tanto, debemos ser prudentes al utilizar esta terminología. Además, debemos ser conscientes de los peligros del nacionalismo metodológico, terminológico y normativo: no debemos suponer que el Estado nación o la sociedad nacional constituyen la unidad natural de análisis; debemos tener cuidado al usar conceptos que solo se aplican a un caso nacional concreto y asumir que es único; y no debemos entender el Estado nación como la etapa final lógica de la historia humana ni condenar automáticamente todas las demás formas de estatalidad como anomalías obsoletas.



El surgimiento de los nuevos Estados nación

También hay hallazgos más detallados que merecen mencionarse. El análisis del surgimiento y la evolución del Estado nación ha mostrado que pueden distinguirse tres grandes fases: la invención del Estado nación durante la era de las revoluciones, la difusión del modelo de Estado nación a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX, y su hegemonía a partir de la década de 1960.

El Estado nación no apareció de la nada. Aunque ya existían identidades nacionales vagas del tipo ethnos antes de finales del siglo XVIII, no desempeñaron un papel importante en la creación de los nuevos Estados nación durante la era de las revoluciones, que se basaban en la comunidad de ciudadanos, o demos

El ascenso de una visión del mundo secular y la rápida expansión de la alfabetización gracias a la imprenta fueron desarrollos importantes que socavaron las jerarquías sociales existentes, el carácter sagrado de los textos antiguos y la autoridad monárquica. 

Los modelos estatales tradicionales se vieron aún más erosionados por la creciente popularidad de las nuevas ideas ilustradas sobre la libertad y la igualdad. Otro requisito crucial fue el proceso de construcción del Estado durante los siglos XVII y XVIII, impulsado por la necesidad de financiar guerras cada vez más costosas. Las crisis fiscales y los intentos subsiguientes de cuestionar los privilegios y las exenciones fiscales existentes provocaron tanto la Revolución americana como la francesa, que dieron lugar a la invención del Estado nación; fue, por tanto, principalmente el producto de un conflicto sobre la legitimidad política. En consecuencia, las nuevas autoridades revolucionarias adoptaron una constitución escrita basada en la soberanía de la nación y en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.

El Estado nación demostró rápidamente ser un éxito. Al abolir los privilegios feudales y tratar a los habitantes como ciudadanos, los Estados nación podían aprovechar más recursos que los Estados tradicionales y formar ejércitos de reclutas más fuertes. El Estado nación y su imperio de la ley también proporcionaron un marco fértil para el crecimiento económico. Como consecuencia, el nuevo modelo de estatalidad fue pronto emulado en otros lugares. Este proceso de difusión se ha descrito generalmente como consecuencia de un proceso de modernización política en el que los imperios tradicionales fueron sustituidos por Estados nación modernos. 

En consecuencia, las ideas nacionalistas se transmitieron principalmente dentro de un contexto imperial, mientras que la fuerza motriz fueron los movimientos nacionalistas que luchaban por la independencia.[4] Sin embargo, los nuevos Estados nación surgieron en oleadas. Los activistas nacionalistas, por lo general, no eran lo bastante fuertes para crear un Estado nación por sí solos: necesitaban una “ventana de oportunidad”, como una amplia crisis geopolítica, el colapso de imperios existentes o una intervención exterior.

Además, los Estados nación y los imperios no fueron formas de estatalidad mutuamente excluyentes; estaban profundamente entrelazados, tanto como imperios nacionalizadores como Estados nación imperiales. 

Desde esta perspectiva, se hace visible una dinámica muy distinta: una interacción compleja entre un proceso global de emulación y una sucesión de crisis imperiales. De hecho, pueden identificarse tres respuestas diferentes al surgimiento del Estado nación. La primera fue el rechazo: muchos gobernantes y élites tradicionales rechazaron el nuevo modelo de estatalidad como una amenaza heterodoxa y extranjera. 

A largo plazo, esta reacción no resultó muy eficaz. 

Otros grupos de élite en los Estados tradicionales comprendieron que ciertos aspectos del modelo de Estado nación podían adoptarse con prudencia para reforzar el Estado. Esto condujo, en la mayoría de los casos, a políticas de reforma autoritarias destinadas a fortalecer el ejército y aumentar la recaudación fiscal. 

Durante el siglo XIX y principios del XX, esta estrategia de cambio gradual fue adoptada por muchos gobernantes tradicionales. Los miembros de las clases medias, por su parte, defendieron en su mayoría una tercera respuesta: la adopción integral del modelo de Estado nación, incluido el constitucionalismo liberal. 

Se sentían atraídos principalmente por la posibilidad de participar en la política, la igualdad jurídica y la modernización económica. Sin embargo, la mayoría carecía de los medios para imponer sus ideas y tuvo que esperar su oportunidad.

Esto ofrece una imagen muy diferente del surgimiento de los nuevos Estados nación. 

Durante la era de las revoluciones no fueron los movimientos nacionalistas fuertes los que liberaron a los países de los monarcas tradicionales o de la opresión colonial, sino las crisis imperiales las que crearon vacíos de poder que fueron rápidamente ocupados por las clases medias emergentes. 

Este patrón se repetiría en los Balcanes y en Europa del Este, donde las minorías cristianas recibieron apoyo externo en sus luchas contra el Imperio otomano, mientras que la Primera Guerra Mundial provocó el colapso de los imperios de los Habsburgo, el zarista y el otomano, cediendo el terreno a los activistas nacionalistas. El proceso de descolonización posterior a 1945 también fue impulsado principalmente por la retirada de los imperios coloniales.

Pero el colapso imperial no fue la única vía para la creación de Estados nación. El modelo de Estado nación avanzó sobre todo gracias a monarcas ambiciosos que emprendieron cursos autoritarios de reforma para fortalecer sus dominios. 

Esto solía ocurrir tras una derrota humillante que les hacía ser plenamente conscientes de que el modelo de Estado nación había hecho más poderosos a los países occidentales. Los imperios de los Habsburgo, los Románov y el otomano adoptaron diversos aspectos de ese modelo tras perder guerras contra potencias occidentales. 

Durante el largo siglo XIX, lo mismo ocurrió en Persia, China y Japón. Estados más pequeños y ambiciosos como Mysore, Egipto, Madagascar, Siam y Etiopía también siguieron políticas de reforma autoritaria.

En estos Estados puede detectarse un proceso de isomorfismo. 

Para fortalecer el ejército, se vieron obligados a adoptar aspectos cada vez más interrelacionados del nuevo modelo de Estado nación. El primero de ellos fue el reclutamiento y el equipamiento militar moderno. Para financiarlo, tuvieron que aumentar los ingresos fiscales. Esto se consiguió introduciendo impuestos directos, para lo cual se requerían un catastro y un censo. 

En general, también impulsaron la economía aboliendo los privilegios tradicionales y los vestigios del feudalismo, liberando así la tierra y el trabajo para una economía orientada al mercado. 

Esto exigía una mayor seguridad jurídica, que podía alcanzarse mediante la codificación de las leyes y la creación de un poder judicial independiente. Estas nuevas funciones debían ser desempeñadas por un gobierno centralizado y una burocracia racional basada en la meritocracia. 

La educación moderna, a su vez, era necesaria para formar oficiales, médicos y funcionarios, y para elevar el nivel de alfabetización de amplios sectores de la población. Sin embargo, una población mejor educada, que pagaba más impuestos y servía en el ejército, tendía a reclamar igualdad jurídica y participación política. 

Además, para eliminar los derechos extraterritoriales se necesitaban un código penal y un sistema penitenciario de estilo occidental. Estas monarquías modernizadoras no adoptaron el modelo de Estado nación de una sola vez, pero para evitar quedarse atrás acabaron aceptando casi siempre el paquete completo. Como la iniciativa de estas reformas procedía generalmente del monarca, la participación política se pospuso todo lo posible, y cuando finalmente se introdujeron una constitución y un sistema parlamentario, la mayoría de estos Estados tomó como inspiración al Imperio alemán, cuya constitución garantizaba un poder ejecutivo fuerte y relativamente independiente.

Muchas de las políticas adoptadas por estas monarquías modernizadoras también se aplicaron en las colonias de ultramar. Los imperios europeos intentaron aumentar sus ingresos fiscales mediante reformas económicas y administrativas. No eran partidarios de conceder participación política y, por lo general, solo cedían cuando la presión de las élites nativas y sus seguidores resultaba imposible de ignorar. 

Los activistas nacionalistas en las colonias se sintieron inspirados por las monarquías reformistas —especialmente Japón—, admirando la manera en que modernizaban sus sociedades por iniciativa propia. Así, el modelo de Estado nación resultaba atractivo por dos razones distintas: podía fortalecer al Estado mediante reformas, permitiéndole prosperar en la arena internacional, y podía hacer soberana a la nación, otorgando el poder al pueblo, ya fuera derrocando al régimen existente o logrando la independencia. Por tanto, la retórica nacionalista fue utilizada tanto por las autoridades de los Estados reformistas como por las clases medias emergentes.

Dado que se centran únicamente en los activistas y movimientos nacionalistas, la mayoría de las explicaciones existentes sobre el surgimiento y la rápida difusión del nacionalismo son profundamente defectuosas. El énfasis en la continuidad cultural entre las comunidades étnicas de la Edad Moderna y los Estados nación modernos, sostenido por autores antimodernistas como Anthony Smith y Azar Gat, ignora el hecho de que la mayoría de los nuevos Estados nación no eran homogéneos desde el punto de vista étnico o cultural. Además, el auge del Estado nación estuvo impulsado principalmente por motivos políticos y crisis geopolíticas. 

Los modernistas, como Ernest Gellner, pusieron el acento en los factores socioeconómicos, argumentando que el nacionalismo surgió como consecuencia de la transición de una sociedad agrícola a una industrial, la cual requería la educación de las masas. En realidad, sin embargo, fue un proceso global de emulación lo que produjo la difusión del modelo de Estado nación. 

El capitalismo, y no la industrialización, fue un aspecto crucial de este proceso, promovido principalmente por regímenes reformistas que buscaban fortalecer el Estado, más que por una clase burguesa emprendedora. Además, la educación de masas fue necesaria no tanto para el trabajo fabril como para formar funcionarios instruidos para la burocracia y soldados alfabetizados para el ejército. 

Por tanto, la construcción del Estado fue mucho más importante que los desarrollos económicos. Benedict Anderson sostiene de manera convincente que, a comienzos del siglo XIX, el “modelo” del Estado nación estaba “disponible para ser copiado”. También afirma que este modelo contenía una serie de aspectos indisolublemente ligados a él, como las instituciones estatales, la ciudadanía nacional, la soberanía popular, los himnos nacionales y las banderas. 

De forma similar, Brubaker sostiene que el “modelo organizativo de nación, Estado, ciudadanía y soberanía popular” era un paquete con un núcleo común claramente definido.[5]

Podría parecer que el triunfo del Estado nación era inevitable, y la proclamación del presidente Wilson del derecho a la autodeterminación suele presentarse como un punto de inflexión crucial. Sin embargo, los imperios británico y francés alcanzaron su máxima extensión solo después de la Primera Guerra Mundial. Además, Estados Unidos se convirtió en una potencia imperial al anexionarse Filipinas. 

Las décadas de 1930 y comienzos de 1940 pueden incluso definirse como un nuevo apogeo imperial, ya que la Italia fascista, la Alemania nazi y el Japón imperial conquistaron vastos territorios en Asia, África y Europa. 

El proceso de descolonización, que la mayoría de los académicos considera un punto de inflexión, se aceleró después de 1945, pero, como hemos visto, muchas colonias o Estados nación pequeños y vulnerables intentaron crear federaciones más amplias. Solo a finales de la década de 1960, después del fracaso de la mayoría de estas federaciones, el Estado nación se convirtió en el modelo hegemónico e indiscutido de estatalidad.



Ciudadanía

En el ámbito de los estudios sobre el nacionalismo, el significado y el contenido de la ciudadanía apenas se han tematizado. Muchos estudios se centran en periodos recientes y, por tanto, dan por sentada la ciudadanía. Los investigadores que abordan periodos anteriores a veces mencionan brevemente las restricciones al voto, pero en general no consideran la ciudadanía como un asunto especialmente relevante. No obstante, este tema ha sido estudiado en otras tradiciones de investigación, en su mayoría desconectadas entre sí. 

En Europa, los académicos se han enfocado en el proceso de democratización, el auge del Estado del bienestar y los distintos procesos de emancipación. En América, se ha investigado ampliamente la exclusión de las personas de color y de los pueblos indígenas. En Asia y África, los estudios se han centrado en la discriminación de las poblaciones autóctonas en contextos coloniales o semicoloniales. Sin embargo, estos análisis no se han relacionado de manera sistemática con el surgimiento del nacionalismo ni con la difusión del modelo de Estado nación.[6]

La invención del Estado nación tuvo profundas implicaciones para sus habitantes y que, del mismo modo que el Estado nación cambió considerablemente con el tiempo, también lo hizo el alcance y el contenido de la ciudadanía. La era de las revoluciones comenzó con grandes esperanzas y aspiraciones. Los nuevos regímenes revolucionarios pusieron fin al absolutismo monárquico, a los privilegios locales y a las jerarquías obsoletas introduciendo la igualdad jurídica y la participación política, y creando así una nación de ciudadanos. 

Esto tuvo consecuencias inmediatas, como la emancipación de minorías religiosas, por ejemplo los judíos, que obtuvieron la ciudadanía en Francia. En la práctica, sin embargo, existían numerosas limitaciones. Inicialmente, el sufragio fue bastante amplio tanto en Estados Unidos como en la Francia revolucionaria, pero se excluía a los menores, a las mujeres, a los sirvientes y a los vagabundos de la ciudadanía activa. Tras la Revolución Francesa, el gobierno, al igual que otros regímenes más o menos liberales de Europa, restringió el derecho al voto a los hombres propietarios de bienes sustanciales. 

Sin embargo, en América pueden observarse fracturas más graves. En general, los esclavos, los pueblos indígenas y las personas libres de color fueron excluidos de la ciudadanía, y lo mismo ocurrió en las colonias de ultramar europeas, donde las poblaciones nativas quedaron sujetas a “regímenes especiales”. Así, la introducción del Estado nación, en muchos casos, profundizó la brecha entre hombres y mujeres, entre blancos y personas de color, y entre los habitantes de la metrópoli y los de las colonias, al erigir barreras legales rígidas.

En muchos nuevos Estados nación, la ciudadanía representó un privilegio para unos pocos y una carga para muchos. Mientras que solo unos pocos hombres obtuvieron derechos de voto, la gran mayoría de la población tuvo que pagar más impuestos y los jóvenes fueron obligados a servir en el ejército, al tiempo que se abolían las redes tradicionales de protección social. 

Como consecuencia, tras el entusiasmo inicial por la abolición de los restos feudales y el reconocimiento de los derechos iguales, el Estado nación no gozó de gran popularidad entre amplios sectores de la población. Por las mismas razones, las políticas de reforma aplicadas por los gobernantes modernizadores en Europa centro-oriental y en algunas partes de Asia y África se enfrentaron a una amplia oposición, no solo por parte de las élites tradicionales, sino también de grandes segmentos de la población.

El modelo de Estado nación fue recibido con entusiasmo, en general, por las clases medias urbanas y bien formadas. Muchos grupos desfavorecidos también apelaron a los ideales de la era revolucionaria para ser reconocidos como iguales. Esto dio lugar a una amplia sucesión de movimientos emancipadores. 

Las clases trabajadoras lucharon por los derechos de voto, y hacia finales del siglo XIX el sufragio masculino universal comenzó a convertirse en la norma. Las mujeres también reclamaron el derecho al voto, que se concedió mayoritariamente tras la Primera o la Segunda Guerra Mundial.

Conceder derechos políticos a los habitantes no fue popular entre las élites gobernantes de los imperios modernizadores. En general, estos derechos se introdujeron solo al final de largas series de reformas. El Imperio otomano tuvo brevemente una asamblea general a finales de la década de 1870 y luego nuevamente después de 1908. Japón la siguió en 1890 y Rusia en 1905. La mayoría de estos parlamentos tenían poderes limitados. En los Estados nación liberales, la mayoría de los partidos gobernantes temían que la introducción del sufragio universal condujera no solo a una revolución política, sino también social y comunista. 

Como consecuencia, muchos regímenes buscaron soluciones alternativas, mitigando o incluso obstaculizando la expresión de la voluntad popular en elecciones libres. Ya existían dictaduras con anterioridad, pero en el siglo XX los regímenes autoritarios se hicieron bastante comunes, y muchos de ellos experimentaron con formas de representación corporativa, de partido único o de fascismo. Después de 1945, la mayoría de los nuevos Estados nación adoptaron un sistema democrático o comunista. 

Una solución que fue ampliamente aceptada fue el Estado del bienestar, que unió más estrechamente a los ciudadanos con el Estado. La nacionalización de la asistencia a los pobres ya había comenzado a finales del siglo XIX, cuando Bismarck introdujo el seguro social, las pensiones estatales y los subsidios por desempleo. Después de 1918 y, en particular, tras 1945, el Estado del bienestar se extendió por gran parte del mundo. Como los flujos migratorios globales fueron relativamente limitados durante la Guerra Fría, los esfuerzos por excluir activamente a los inmigrantes pobres se desarrollaron lentamente.

La crisis del petróleo de la década de 1970 provocó una alta inflación y estancamiento económico, y como respuesta, los gobiernos neoliberales comenzaron a reducir el Estado del bienestar, mientras los sindicatos y los movimientos sociales perdían influencia. 

Al mismo tiempo, se acentuó el énfasis en los derechos humanos, lo que se combinó con el auge de la política identitaria. Esto se manifestó en el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos y permitió la emancipación de las poblaciones indígenas en muchas partes del continente americano. Mientras tanto, varias regiones minoritarias de Europa obtuvieron autonomía política. Los derechos LGBTQ+ también avanzaron considerablemente, y en el nuevo milenio un número creciente de países, principalmente en Europa y América, legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo. 

Hoy, diversos activistas y pequeños partidos políticos proponen extender los derechos civiles no solo a los seres humanos, sino también a “otros animales”. Está claro que, una vez que se reconocen ciertos derechos supuestamente universales a algunos, resulta difícil negárselos a otros. En consecuencia, el periodo que comenzó con la era de las revoluciones puede entenderse como una sucesión de movimientos emancipadores.

Muchos avances provocaron reacciones adversas. Los derechos fueron negados con frecuencia en la práctica, especialmente por los regímenes autoritarios. En general, estos cuentan con constituciones que reconocen una amplia diversidad de derechos civiles, pero en la vida cotidiana estos se ignoran o se violan abiertamente. Así, existe una lucha constante entre las demandas de la sociedad civil y el deseo de las autoridades estatales de controlar a la población.

A veces los ciudadanos logran aumentar su influencia, por ejemplo, al desempeñar el papel de soldados reclutados indispensables, al aportar una gran parte del presupuesto estatal en forma de impuestos o al ejercer presión sobre el gobierno mediante protestas y huelgas masivas. 

Algunos Estados son demasiado débiles para garantizar los derechos y el bienestar de sus ciudadanos, y como consecuencia, los políticos y funcionarios tienden a concederlos como favores individuales a sus “clientes”. Otros Estados prefieren controlar estrechamente a la población, lo que resulta más fácil cuando los ciudadanos no tienen muchas vías para presionar al gobierno o cuando los estamentos políticos, económicos y militares están tan entrelazados que cualquier concesión significativa se percibe como una amenaza fundamental para todo el sistema político.

No obstante, la lógica hoy universalmente aceptada del modelo de Estado nación implica que los ciudadanos esperan protección, derechos y servicios, y hasta los regímenes más represivos necesitan atender esas demandas para sobrevivir. Cómo evolucione en el futuro el equilibrio entre la capacidad de influencia de los ciudadanos en un mundo globalizado y el poder de control del Estado —especialmente a la luz de los nuevos métodos de vigilancia digital— sigue siendo una cuestión abierta.



La nacionalización de la cultura

El impacto del nacionalismo en el ámbito cultural se ha estudiado solo de forma fragmentaria. Para Europa existen algunos panoramas históricos; al principio adoptaban un enfoque restringido de historia de las ideas y, más recientemente, el interés se ha centrado sobre todo en las expresiones culturales de nacionalistas comprometidos durante el largo siglo XIX. 

Otra tradición de investigación, iniciada por Michael Billig, aborda las manifestaciones del nacionalismo banal y cotidiano desde la década de 1960.[7] Sin embargo, el campo sigue dominado por estudios de caso que, en su mayoría, se centran en un solo país o en un aspecto particular.

El impacto del nacionalismo tanto en el ámbito cultural como en el entorno físico ha cambiado aún más profundamente que su papel político. Aunque existían identidades nacionales vagas antes de la era de las revoluciones, las culturas nacionales claramente definidas solo se crearon durante la época romántica, y en períodos posteriores penetraron cada vez más en los distintos ámbitos de la vida cotidiana. 

Además, desde comienzos del siglo XIX puede observarse un movimiento pendular: aproximadamente cada cuarenta o cincuenta años, una gran crisis provocada por un profundo desencanto con las visiones existentes originaba un cambio importante, que iba del nacionalismo exaltado y abiertamente expresado a formas más moderadas, y luego de vuelta.

Muchos nacionalistas sostienen que una nación se define principalmente por poseer su propia lengua y su propia cultura. Sin embargo, las culturas nacionales y los territorios monolingües surgieron únicamente en la época moderna. Ciertamente, en Europa occidental las lenguas vernáculas se estandarizaron durante la Edad Moderna temprana. 

Esto no se debió solo al capitalismo editorial; ya había comenzado a finales de la Edad Media, cuando las administraciones estatales empezaron a utilizar las lenguas vernáculas. No obstante, fue solo a partir de la Ilustración cuando se emprendieron iniciativas para imponer una ortografía y una gramática estandarizadas. 

Aun así, incluso en vísperas de la era de las revoluciones, el pluralismo lingüístico seguía siendo la norma, y el uso de las lenguas estaba determinado principalmente por el grupo social o el ámbito profesional. Las fronteras territoriales eran en gran medida irrelevantes, ya que, en medio de un mar de dialectos, se utilizaban diversas lenguas prestigiosas con fines religiosos, literarios, académicos o mercantiles. Fuera de Europa, la situación no era muy diferente.

Dentro de Europa, la Iglesia, la monarquía y la aristocracia eran los principales mecenas de artistas y escritores. La corte francesa marcaba la pauta en arquitectura, bellas artes, música y modales, y el francés era el principal vehículo de comunicación de las élites aristocráticas e intelectuales. 

La cultura popular se expresaba sobre todo en dialectos y consistía en un mosaico irregular de formas regionales y tradiciones locales. Solo en los grandes centros urbanos los actores comerciales crearon un mercado nacional para productos culturales en una lengua vernácula estandarizada, como las novelas y las obras de teatro. 

Una vez más, se observa una relación entre capitalismo y nacionalismo, que en esta etapa abarcaba un número limitado de consumidores en los principales países de Europa occidental y en algunas partes de Asia, como Japón.

Además, hasta el siglo XVIII no existían conceptos que distinguieran un ámbito autónomo de la creatividad humana. Los objetos artísticos, por ejemplo, tenían una función práctica, decorativa o religiosa y, en Europa, no se organizaban por criterios geográficos o cronológicos, sino como parte de un orden cosmológico eterno. 

Durante la Ilustración, al tomar conciencia de que el saber y las artes contemporáneos habían superado a los de la Antigüedad, conceptos existentes como civilización y cultura adquirieron un nuevo significado y comenzaron a utilizarse para distinguir una esfera separada de los logros humanos. Una visión más racional también inspiró a los estudiosos a interesarse por la historia y la geografía de forma más objetiva, preparando así el terreno para una reinterpretación nacionalista de la esfera cultural.

Las iniciativas orientadas al Estado también contribuyeron a una reinterpretación del pasado cultural en clave nacional. En varios países europeos se tomaron medidas para fomentar la producción artística nacional destinada al mercado. Este proceso avanzó de forma no intencionada durante la Revolución Francesa. Aunque la mayoría de los revolucionarios tenía aspiraciones universalistas y prefería el arte clásico, en realidad inventaron el concepto de “patrimonio nacional”. 

Los tesoros artísticos confiscados se pusieron a disposición del público en los nuevos museos “nacionales”, lo que no significaba que representaran al ethnos, sino que pertenecían al demos. Muchas obras de arte antiguas glorificaban los pilares del ancien régime y, por tanto, tuvieron que reorganizarse en un nuevo orden “racional” centrado en el desarrollo estético, creando escuelas nacionales ordenadas cronológicamente. Esto permitió al espectador comprender el progreso alcanzado por las artes en las principales naciones (europeas).

La era revolucionaria terminó en el desencanto. Varios estudiosos ya habían empezado a cuestionar las pretensiones universalistas de los revolucionarios. Después de 1815, un grupo cada vez mayor de autores románticos comenzó a centrarse en las diferencias, el legado del pasado y el crecimiento orgánico. 

Según ellos, cada “pueblo”, definido lingüística o étnicamente, se había adaptado a las circunstancias geográficas particulares de su territorio, lo que, con el tiempo, dio lugar a un carácter o “espíritu” nacional específico. 

En consecuencia, cada pueblo o nación tenía su propia cultura única y fue redefinido como ethnos. Los estudiosos, por tanto, se concentraron en los relatos populares y en la historia para comprender el carácter auténtico de la nación.

La visión romántica de la nación se convirtió en una profecía autocumplida. Escritores, músicos y artistas adoptaron la lengua nacional y se centraron en temas nacionales, creando así, de hecho, una alta cultura nacional. 

Muchos de sus mecenas tradicionales habían desaparecido, por lo que tuvieron que depender del Estado o del mercado. Para llegar a un amplio público de consumidores anónimos, adoptaron un tono didáctico y se mostraron comprometidos con la causa nacional. Muchas novelas históricas, poemas, pinturas históricas y óperas incluso glorificaron abiertamente a la nación.

Este nuevo nacionalismo cultural también se manifestó en el ámbito físico. Antes de la era de las revoluciones, la mayoría de los monumentos y edificios destacados estaban vinculados a la Iglesia, la monarquía, la nobleza o las comunidades locales. Solo en casos excepcionales los lugares hacían referencia a mitos populares o a héroes de relevancia nacional. 

Esto cambió radicalmente a finales del siglo XVIII. Durante la Revolución Francesa, las colecciones reales fueron nacionalizadas y albergadas en un nuevo museo nacional, una biblioteca nacional y un archivo nacional. La mayoría de los demás Estados europeos y americanos crearon instituciones similares, así como teatros nacionales ricamente decorados. 

En los primeros años del siglo XIX se erigieron monumentos públicos para conmemorar a los héroes o las victorias más importantes de la nación. Además, los edificios históricos más impresionantes pasaron a considerarse testimonios del glorioso pasado nacional, y este patrimonio merecía ser preservado. Como resultado, las culturas nacionales se proyectaron hacia un pasado remoto y se institucionalizaron en el presente.

Sin embargo, en la práctica, no todas las lenguas y culturas eran iguales. Solo las lenguas reconocidas como “civilizadas” y con un número suficiente de hablantes se consideraban una base viable para una comunidad nacional. Este es el principio que Eric Hobsbawm definió como “principio de umbral”. 

Así, las lenguas minoritarias en Europa no fueron reconocidas como suficientes para construir una comunidad nacional, ni lo fueron las lenguas indígenas en América. La idea era que estas lenguas, al igual que los dialectos, desaparecerían lentamente, y que prevalecería el ideal de una nación, una lengua, una cultura. 

Por ello, Gellner concluyó que la ideología nacionalista invierte la realidad: “Afirma defender la cultura popular cuando en realidad está forjando una alta cultura; afirma proteger una vieja sociedad popular cuando en realidad contribuye a construir una sociedad de masas anónima. Predica y defiende la diversidad cultural, cuando en realidad impone la homogeneidad”.[8]

En consecuencia, en Europa occidental y en América, la nación se definió en gran medida como coincidente con las fronteras existentes. Los historiadores se centraron sobre todo en el surgimiento y la evolución del Estado existente, creando una narrativa maestra nacional de carácter casi finalista. 

Esto también ocurrió en muchas monarquías modernizadoras de Asia, como Japón, China y Siam. Sin embargo, las élites instruidas de diversas comunidades minoritarias —primero en Europa centro-oriental y más tarde también en América, Asia y África— iniciaron un proceso de emancipación nacional, estandarizando su propia lengua vernácula y produciendo una alta cultura nacional. 

Los historiadores estudiaron su propio “pasado nacional” mientras rastreaban la continuidad con formas anteriores de estatalidad. A veces estos intentos encontraron una amplia resonancia, pero a menudo se toparon con indiferencia o incluso con incomprensión.

Tras el fracaso de las revoluciones de 1848, cuando los ideales románticos chocaron con el poder real, el tono nacionalista exaltado en la esfera cultural se atenuó o incluso desapareció en gran medida. Los cuentos populares, la veneración de los héroes y los discursos sobre las “almas” nacionales dieron paso a un nuevo enfoque en el presente, la investigación sistemática y los hechos concretos. 

Las investigaciones académicas, las oficinas de estadística y los métodos científicos proporcionarían un examen más objetivo de la realidad social. Sin embargo, esa realidad estaba claramente enmarcada en términos nacionales, ya que los Estados nación y sus “sociedades” se convirtieron en la unidad básica de análisis. 

Los artistas y escritores también exploraron la realidad nacional en sus pinturas al aire libre y en sus novelas realistas. Estos desarrollos no se limitaron a Europa y América; también se dieron en muchos Estados modernizadores y en colonias europeas de Asia y África, donde a menudo competían con interpretaciones más tradicionales y de carácter religioso.

En muchas partes de Europa y América, el Estado nación se convirtió en un hecho de la vida cotidiana, y como resultado, la conciencia nacional de la población aumentó considerablemente. Fue una consecuencia lógica de los procesos de modernización, como el crecimiento del Estado y la mejora de la infraestructura. 

La difusión de una imagen evidente del mundo compuesto por Estados nación —cada uno con su cultura e identidad únicas— también se vio favorecida por el aumento de la alfabetización y el rápido crecimiento de la prensa. 

Los inventos técnicos permitieron la reproducción barata de ilustraciones en revistas y periódicos, familiarizando a los lectores con imágenes de innumerables países individuales.

A partir de la década de 1870, los gobiernos nacionales también comenzaron a aplicar políticas activas de construcción nacional. En primer lugar, se tomó más en serio la socialización de los futuros ciudadanos. Al ampliar el sistema educativo, más alumnos aprendieron la lengua, la historia y la geografía de la nación, y la gimnasia fortalecería sus cuerpos. 

De esta manera, como ha señalado Eugen Weber, los campesinos se convirtieron en franceses, mientras muchas minorías étnicas y lingüísticas eran asimiladas.[9] Las políticas hacia las poblaciones indígenas fueron a menudo coercitivas e incluyeron la separación de los niños de sus familias para su adopción o educación en internados. 

Las autoridades estatales también se esforzaron en fortalecer la lealtad de las masas embelleciendo las capitales, construyendo imponentes edificios públicos, erigiendo estatuas y organizando grandes conmemoraciones. Quizás aún más importante fue el papel de las exposiciones universales, donde los países aprendieron a presentar sus identidades nacionales de forma favorable. 

En esas ocasiones, los Estados tendían a mostrar los aspectos más atractivos y extraordinarios de su patrimonio nacional, lo que dio lugar a lo que Joep Leerssen ha llamado el “efecto de tipicidad”.[10]

En consecuencia, también puede observarse un proceso de isomorfismo en el ámbito cultural. Para ser tomados en serio en el escenario internacional, los países necesitaban no solo una bandera y un himno nacionales, sino también un sistema de educación superior, instituciones científicas, museos nacionales, una literatura floreciente en la lengua nacional, una interpretación laica del pasado nacional y artistas que ofrecieran una representación realista de la nación. 

Además, cada país debía poseer un patrimonio nacional único, paisajes característicos, estilos arquitectónicos propios, trajes tradicionales, productos artesanales, tradiciones folclóricas y canciones, danzas, platos y bebidas típicos. Idealmente, un país también contaba con algunos iconos nacionales conocidos en todo el mundo, que podían ser antiguos, como el Taj Mahal, o modernos, como la Torre Eiffel. En la mayoría de los casos, las culturas nacionales fueron creadas por los Estados existentes y dentro de sus fronteras.

El optimismo y la mirada hacia el futuro desaparecieron hacia el cambio de siglo. No hubo un punto de inflexión claro, pero la crisis agraria, el auge del socialismo, el imperialismo moderno, el darwinismo social y las nuevas corrientes filosóficas socavaron la confianza en el libre comercio, el liberalismo, la ciencia positivista y el progreso racional. Como consecuencia, muchos estudiosos buscaron anclar la nación más firmemente en el pasado, desplazando el foco del lenguaje hacia la raza y la influencia de la geografía. 

Aunque el periodo comprendido entre aproximadamente 1885 y 1945 se caracteriza por su extremismo nacionalista —ejemplificado por las políticas agresivas y las construcciones megalómanas de los regímenes fascistas—, los académicos relativizaron el papel del Estado nación como principal unidad de análisis. 

Muchos geógrafos, filólogos, antropólogos físicos e historiadores del arte se centraron en regiones más amplias, como Eurasia, o en grandes grupos de población, como arios, celtas o panafricanos. Otros prefirieron una escala menor, distinguiendo entre diversos tipos de paisajes, regiones geográficas o antiguas tribus dentro de los países existentes. 

Las teorías raciales impregnaron la obra de muchos autores, pero en la literatura fue más común evocar el “espíritu” de una pequeña región concreta. Músicos, pintores y arquitectos desarrollaron una fascinación por las tradiciones vernáculas, y lo mismo ocurrió con los cineastas, lo que se reflejó en el éxito mundial del wéstern estadounidense, por ejemplo. 

El turismo fomentó en gran medida la preservación del patrimonio local y de los paisajes característicos, así como la venta de artesanía y platos regionales típicos. Aunque las identidades territoriales se diversificaron, ya que las naciones se presentaban a menudo como una unidad en la diversidad o como parte de un grupo racial más amplio, el nacionalismo comenzó a impregnar más aspectos de la vida cotidiana, influyendo incluso en la vestimenta, la jardinería y las mascotas. 

El deporte se convirtió en un fenómeno de masas que no solo fortalecía el cuerpo nacional, sino que también fomentaba el sentimiento patriótico.

Sin embargo, en pocas décadas algunos estudiosos empezaron a rechazar el determinismo racial, biológico y geográfico, así como el uso frecuente de conceptos holísticos como espíritu o unidad orgánica, en favor de un análisis más objetivo y empírico de la realidad social y cultural. Esto implicaba tomar de nuevo las sociedades (nacionales) existentes como punto de partida, ignorando en general tanto las regiones subestatales como las unidades territoriales más amplias. Algunos antropólogos rechazaron explícitamente las teorías raciales y optaron por un análisis detallado de la cultura de sociedades o tribus individuales en sus propios términos —reificándolas, de hecho. 

Esta reacción cobró impulso tras la Primera Guerra Mundial y se volvería hegemónica después de 1945. Los científicos sociales recurrieron más a las estadísticas y a los modelos para ofrecer una representación “objetiva” del desarrollo social. Se puso gran énfasis en la modernización lineal de la “sociedad”. Sin embargo, esto implicó una división de tareas: la economía, la sociología, la ciencia política y la historia del arte se ocupaban de las sociedades occidentales desarrolladas, mientras que “el resto” quedaba relegado a la antropología y a los estudios de área. Así, el nacionalismo metodológico y el eurocentrismo avanzaron de la mano.

El interés por la modernidad internacional también se hizo visible en el auge del arte de vanguardia, la arquitectura moderna y el diseño funcionalista, todos ellos surgidos a comienzos del siglo XX, aunque solo alcanzaron una hegemonía global después de la Segunda Guerra Mundial. 

Las políticas de modernización radical, como la profunda occidentalización de Turquía emprendida por Atatürk o los ambiciosos proyectos de recuperación de humedales en varios países, ya habían comenzado en el periodo de entreguerras, pero dominarían las décadas de 1950 y 1960. 

Así, Brasil construyó una nueva capital modernista, Ghana levantó la enorme presa de Volta y la revolución verde transformó las zonas rurales de todo el mundo. En el sector turístico, lo pintoresco y lo romántico quedaron subordinados a la eficiencia; la mayoría de los nuevos hoteles eran edificios de hormigón de gran altura. Incluso el deporte se utilizó para demostrar la participación de un país en la modernidad internacional, como muestran los recintos modernistas de los Juegos Olímpicos de 1968 en Ciudad de México y el gran número de medallas obtenidas por los países del bloque del Este, consideradas una prueba física del progreso alcanzado por las sociedades comunistas. Un fuerte énfasis en las peculiaridades nacionales quedó, en gran medida, limitado a la cultura popular comercial, como los cómics y el cine.

A finales de la década de 1970 se produjeron cambios profundos, ya que la modernización dirigida por el Estado y la planificación tecnocrática no ofrecieron soluciones fáciles a la crisis del petróleo ni al estancamiento económico del Sur Global. Una nueva fe en la fuerza disciplinadora del mercado condujo a la rápida aplicación de soluciones neoliberales, como la apertura de mercados (nacionales) protegidos. 

La globalización no provocó un declive de los sentimientos nacionales. De hecho, las diferencias nacionales se subrayaron aún más, pues los países se convirtieron en marcas destinadas a atraer inversiones extranjeras, turistas y talento. Además, a medida que las diferencias ideológicas y de clase perdieron relevancia, la política de la identidad avanzó rápidamente, expresándose en una mayor afirmación de las minorías étnicas, en la emancipación de la comunidad LGBTQ+, y en un resurgimiento religioso, pero también en actitudes chovinistas, nacionalismo populista y xenofobia.

Desde finales de los años setenta pueden detectarse dos tendencias opuestas en el ámbito académico: una que cuestiona abiertamente las identidades nacionales y otra que las naturaliza. El auge del posmodernismo y la creciente interconexión del mundo inspiraron a los investigadores a presentar las identidades nacionales como construcciones sociales, e incluso a cuestionar el dominio del marco nacional centrándose en los flujos y redes transnacionales. 

En otros campos académicos, sin embargo, las culturas definidas nacionalmente se toman muy en serio. Varias disciplinas nuevas, como la comunicación intercultural y los estudios de la memoria, parten del Estado nación como punto de referencia. Otros académicos intentaron fundamentar las identidades raciales, étnicas y culturales en la biología mediante el estudio de la genética.

Al mismo tiempo, un nuevo interés por las perspectivas ascendentes cuestionó tanto el fuerte enfoque estatal de la academia como la hegemonía cultural de Occidente. La emancipación del Sur Global se reflejó en la creación de la Lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO y en los esfuerzos por restituir el arte colonial e indígena, lo que en realidad refuerza las identidades nacionales existentes al convertir objetos y lugares individuales en patrimonio histórico de la nación. 

El nacionalismo también resurgió con fuerza en el entorno físico, aunque ahora con un tono casi irónico y lúdico en la construcción de edificios espectaculares e icónicos, suburbios neotradicionales y nuevas capitales. Las actuaciones alegres para turistas, las recreaciones históricas y los espacios de temática nacional en hoteles, restaurantes y centros comerciales han vuelto las identidades nacionales cada vez más banales.

Al final, un mundo dividido en Estados nación se ha asumido como el orden natural de las cosas, incluso en el ciberespacio. En lugar de conducir a una aldea global, Internet ha avivado los sentimientos nacionalistas. 

Dado que los algoritmos de las redes sociales priorizan los mensajes con carga emocional, el nacionalismo exaltado, la xenofobia y los discursos de odio se infiltran cada vez más en la “nube”. Las burbujas de filtros y las cámaras de eco fomentan el chovinismo y la polarización, avivados en muchos casos por políticos populistas y activistas nacionalistas. Queda por ver si esta tendencia se profundizará en los próximos años o si los ciudadanos se cansarán de la política de la identidad, comprendiendo que solo enfrenta a las personas entre sí mientras los problemas urgentes del futuro —como el cambio climático, la sostenibilidad y la creciente brecha entre ricos y pobres— permanecen sin resolver. 

En definitiva, podemos concluir que durante los dos últimos siglos la población mundial se ha nacionalizado. A medida que más aspectos de la vida cotidiana se han asociado con naciones o Estados nación concretos, las identidades nacionales se han ido “engrosando” con el tiempo. Por otra parte, la identificación con la nación se ha vuelto banal y se intensifica sobre todo en situaciones específicas, como durante los partidos del Mundial… o en tiempos de crisis.[11]



Perspectivas

Pero ¿qué nos deparará el futuro? Resulta sumamente difícil imaginar un mundo más allá del Estado nación o predecir en qué dirección tomará el nacionalismo. 

En este momento, vienen a la mente tres fenómenos relativamente recientes que parecen socavar la actual hegemonía del modelo de Estado nación: la cooperación regional, el resurgimiento del imperio y la crisis climática.

El primer proceso, cuyas raíces se remontan a la inmediata posguerra, es el creciente papel de las organizaciones regionales como la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, la Liga Árabe y la Unión Africana. 

Sin embargo, en esta etapa, solo la Unión Europea ha evolucionado hacia una organización transnacional significativa y poderosa. Aunque el poder blando de la UE es muy considerable, al fijar normas tecnológicas y ecológicas a nivel mundial, sigue siendo un enano geopolítico que, en cuanto a poder militar duro, depende todavía de los ejércitos de sus mayores Estados miembros y —a través de la OTAN— de la asistencia de Estados Unidos. 

Aunque una constelación geopolítica inestable requeriría una respuesta unificada, el poder dentro de la Unión Europea continúa en manos del Consejo Europeo. A diferencia de la Comisión Europea, que actúa como una especie de gobierno europeo con un líder claro, el Consejo Europeo está formado por los jefes de Estado y de gobierno de los Estados miembros. Así, al final, los veintisiete Estados nación siguen determinando el destino de la Unión Europea.[12]

Otro desarrollo es el resurgimiento del imperio. Podría argumentarse que las tendencias imperiales nunca han desaparecido por completo. Desde la perspectiva de las minorías étnicas y de las comunidades indígenas, la mayoría de los Estados nación existentes siguen siendo imperios multinacionales, en los que los habitantes con una lengua materna distinta son tratados de hecho como ciudadanos de segunda clase. 

Incluso si aceptamos que la mayoría de los Estados actuales se adhieren al modelo de Estado nación, esto no excluye la existencia de tendencias imperiales. Aunque Estados Unidos pretende defender el orden internacional basado en derechos, compuesto por Estados nación soberanos e iguales, algunos aspectos de su política exterior pueden interpretarse como imperiales. 

Así, las intervenciones militares de Washington —sin la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas— en Kosovo, Irak y Libia han sido ampliamente criticadas por violar el derecho internacional. Francia, otro país occidental destacado, no solo promueve enérgicamente la cultura francesa en todo el mundo, sino que también mantiene estrechas relaciones con muchas de sus antiguas colonias, lo que ha dado lugar incluso a intervenciones militares en diversas partes de África. 

Otras potencias también han mostrado sus músculos. En Oriente Medio, Arabia Saudí, Egipto, Irán e Israel compiten por el poder y la influencia, y esto es aún más evidente en el caso de Turquía. El gobierno turco ha ocupado recientemente partes de Siria, ha intervenido en la guerra civil libia y ha apoyado activamente a Azerbaiyán en la Segunda Guerra de Nagorno-Karabaj contra Armenia. 

Podría decirse que todas estas intervenciones extranjeras no buscan ocupar de manera permanente nuevos territorios. No parece ser el caso de Rusia y China. Rusia ya apoyaba a los Estados no reconocidos de Transnistria, Abjasia y Osetia del Sur, pero en 2014 también anexionó Crimea a Ucrania y respaldó falsos movimientos secesionistas en el este del país, y en 2022 emprendió una invasión a gran escala de su vecino suroccidental. China, por su parte, ha abolido de hecho la autonomía de Hong Kong, aspira a una “reunificación pacífica” con Taiwán y ha ampliado sustancialmente sus reclamaciones sobre las aguas territoriales del mar de China Meridional construyendo nuevas islas. 

Además, con la reciente Iniciativa de la Franja y la Ruta y la creación de sus propias instituciones internacionales —como la Organización de Cooperación de Shanghái y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura—, Pekín parece estar estableciendo su propio sistema internacional, centrado en China y basado en la autoridad, la jerarquía y la deferencia. Mientras tratan cada vez más a sus ciudadanos como meros súbditos, tanto Rusia como China propagan sus ambiciones imperiales en el ámbito interno apelando a sentimientos nacionalistas.[13] Así pues, parece que la compleja y siempre cambiante relación entre imperio y Estado nación está dando un nuevo e inesperado giro.

Un último problema es el deterioro del planeta. El cambio climático, la contaminación ambiental, la degradación de los ecosistemas y la rápida pérdida de biodiversidad exigen un cambio de rumbo fundamental, como una transición rápida hacia fuentes de energía renovables y una economía sostenible. 

Se trata de un problema global que trasciende claramente las fronteras nacionales. Es urgente una acción unificada. Varios investigadores sostienen que no solo debemos cambiar nuestras políticas, sino también repensar nuestras categorías fundamentales. ¿No deberíamos superar las dicotomías entre los seres humanos y los “otros animales” y entre sociedad y naturaleza? 

Tradicionalmente, la civilización se ha definido —al menos en el mundo occidental posterior a la Ilustración— como la capacidad de las sociedades humanas para transformar el mundo exterior, lo que implicaba que la naturaleza se trataba como un recurso barato susceptible de explotación ilimitada. 

No solo hemos alcanzado los límites de lo que la naturaleza puede sostener, sino que ya estamos revisando nuestra comprensión del comportamiento “civilizado”. Las sucesivas olas de emancipación han socavado la visión limitada de la civilización humana: el trabajo productivo de los hombres ya no debe privilegiarse sobre el trabajo reproductivo de las mujeres; las personas sanas no deben privilegiarse sobre las personas con discapacidad; y una economía de mercado orientada al crecimiento no debe privilegiarse sobre la “bárbara” agricultura de subsistencia. 

Sorprendentemente, la crisis ecológica aún no ha dado lugar a un llamamiento generalizado para reformar de manera fundamental el orden internacional existente. Los partidos verdes, los movimientos ecologistas y los nuevos partidos en defensa de los animales —que han conseguido escaños parlamentarios en varios países europeos— siguen actuando principalmente dentro del marco nacional, intentando introducir nuevas leyes en los Estados nación o presionando a sus gobiernos para que adopten una postura más activa en el ámbito internacional. 

Will Kymlicka y Sue Donaldson incluso sostienen que deberíamos integrar el mundo animal en el sistema internacional existente, otorgando derechos de ciudadanía nacional a los animales domesticados —aunque, al igual que los niños o algunas personas con discapacidad intelectual, no puedan hablar por sí mismos— y reconociendo a las especies salvajes como naciones soberanas con derechos territoriales.[14]

Así pues, ante el enorme desafío de la actual crisis climática, el poder organizativo de los Estados nación sigue prevaleciendo, ya que incluso para los ecologistas más radicales el modelo de Estado nación no ha perdido todavía su atractivo. La pregunta ahora es si la comunidad internacional unirá efectivamente sus fuerzas. 

De no hacerlo, la catástrofe climática podría desembocar en el caos. En una situación de “sálvese quien pueda”, los políticos podrían verse tentados a avivar los sentimientos nacionalistas de la población, pero sin un orden internacional bien estructurado esto solo conduciría a un resurgimiento de las tendencias imperiales, con los países poderosos recurriendo al principio de que “la fuerza da la razón”.






* Fuente: “The Many Faces Of Nationalism”, capítulo del libro Nationalism: A World History, de Eric Storm (Princeton University Press, 2024).






Notas:
[1] Véase también Eirik Magnus Fuglestad, “Nationalism and Private Property”, The State of Nationalism, 2021, https://stateofnationalism.eu/article/nationalism-and-private-property/.
[2] Colin P. Clarke, After the Caliphate: The Islamic State and the Future of the Terrorist Diaspora (Medford, MA: Polity Press, 2019).
[3] Brubaker, Grounds for Difference, 85–119.
[4] Breuilly, Nationalism and the State; Hobsbawm, Nations and Nationalism since 1780, 1990; Ory, Une nation.
[5] Anderson, Imagined Communities, 80–82, 135; Brubaker, Grounds for Difference, 145–57.
[6] Excepciones parciales: Fradera, Imperial Nation y Cooper, Citizenship.
[7] Thiesse, Identités nationales; Leerssen, Encyclopedia of Romantic Nationalism; Billig, Banal Nationalism; Edensor, National Identity.
[8] Hobsbawm, Nations and Nationalism since 1780, 30–43; Gellner, Nations and Nationalism, 124–25.
[9] Cabo y Molina, “Long and Winding Road”.
[10] Leerssen, “Type, Typicality”.
[11] Mylonas y Tudor, Varieties of Nationalism, 42–49; Brubaker, “Ethnicity without Groups”.
[12] Luuk van Middelaar, Alarums and Excursions: Improvising Politics on the European Stage (Newcastle upon Tyne, Reino Unido: Agenda, 2019).
[13] Mankoff, Empires of Eurasia; Holslag, World Politics since 1989.
[14] Jason W. Moore (ed.), Anthropocene or Capitalocene? Nature, History, and the Crisis of Capitalism (Oakland, CA: PM Press, 2016); Will Kymlicka y Sue Donaldson, “Animal Rights, Multiculturalism, and the Left”, Journal of Social Philosophy 45, n.º 1 (2014): 116–35; William A. Edmundson, “Do Animals Need Citizenship?”, International Journal of Constitutional Law 13, n.º 3 (2015): 749–65.